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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

El gran reloj (6 page)

BOOK: El gran reloj
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—Pensé que querría usted dormir unas horas, pero…

—Está bien, está bien. —Encontré los pantalones y la cartera, y no sé cómo, pero conseguí pagarle a Bert—. Dentro de tres minutos le habré dejado el cuarto libre. A propósito, ¿ha pasado algo que…?

—Nada, nada, señor Stroud. Es sólo que esta habitación está…

—Por supuesto. Diga que se lleven el equipaje, ¿quiere?

Dijo que eso haría, y acto seguido me vestí a toda prisa y miré por toda la habitación a ver si encontraba alguna nota mientras buscaba una camisa limpia. Me lavé pero ni intenté afeitarme, y me serví un dedo de whisky que quedaba en una botella que había por allí.

¿Quién era la chica?

Pauline Delos. La novia de Janoth. ¡Oh, Dios mío! ¿Cuál sería la próxima?

¿Dónde pensaría Georgette que andaba yo? En la ciudad, con algún trabajo, y que después volvería a casa un poco tarde. Muy bien. ¿Y ahora qué?

¿Qué tenía previsto hacer hoy en la oficina?

No recordaba nada importante, así que por ahí las cosas no estaban tan mal.

¿Y qué pasaba con los problemas importantes? Bueno, de momento no podía hacer nada a ese respecto, puesto que la estupidez más importante ya la había cometido. Nada. Bueno, pues muy bien.

Me peiné, me lavé los dientes y me puse la corbata.

Podía contarle a Georgette, y a su hermana de Trenton, que había tenido que quedarme a trabajar hasta las tres de la mañana y no había querido molestarlas con el teléfono. Hubiera despertado a toda la casa. Sencillamente. Hasta ahora siempre había funcionado. Así que funcionaría esta vez. Sin duda.

Cerré el maletín, se lo dejé a Bert en medio de la habitación y bajé a la barbería del vestíbulo principal. Pedí un afeitado rápido y a continuación me fui a tomar un desayuno todavía más rápido seguido de una copa ultrarrápida.

Cuando aparecí de nuevo por el despacho eran las tres de la tarde, y allí no había nadie más que Lucille, mi secretaria, que escribía a máquina sin el menor entusiasmo en la pequeña sala que comunicaba los dos despachos. No mostró curiosidad alguna, ni encontré ningún recado en mi mesa; sólo un montón de mensajes internos y una lista de nombres.

—¿Me ha llamado alguien por teléfono, Lucille? —le pregunté.

—Sólo los que están en el bloc.

—¿No han llamado de mi casa? ¿No hay nada de mi mujer?

—No.

Así que todo estaba perfectamente. Por el momento. Gracias a Dios.

Regresé a mi mesa, me senté y me tomé tres aspirinas más. Era una tarde como cualquier otra tarde, excepto por aquellos nervios. Pero tampoco tenía por qué pasar nada serio con ellos. Empecé a ocuparme de la lista de cuestiones de pura rutina que me había dejado Lucille. Todo era como siempre había sido. Todo estaba perfectamente. No había hecho nada. Ni yo ni nadie.

GEORGE STROUD, V

Y todo aquello pasó, así, sin más. Y pasaron dos meses enteros. Y durante esos dos meses, Mafferson y yo desarrollamos todos los datos y el trabajo de base para lo de Individuos Financiados, y elaboramos también un artículo sobre quiebras y bancarrotas para el número de mayo y un reportaje muy detallado sobre la compraventa de huérfanos para el de junio.

Hasta que una noche, a primeros de marzo, me entró una de esas murrias. Cogí el teléfono y averigüé el número que necesitaba por medio de nuestro servicio de información confidencial. Cuando me contestaron, dije:

—Hola, Pauline. Soy tu abogado.

—Ah, sí —dijo ella al cabo de unos segundos—. Ese abogado.

Hacía un día primaveral, le dije, porque así era: el primero. Nos citamos para tomar unos cócteles en el Van Barth.

Georgette y Georgia estaban en Florida, volverían dos días después. Earl Janoth estaba en Washington, al menos durante un par de horas y probablemente durante una semana. Era viernes.

Aquella noche, antes de marcharme, entré en el despacho de Roy y lo encontré reunido con Emory Mafferson y Bert Finch. Me imaginé que Emory estaría lleno de dudas con respecto a lo de «Un mañana sin delitos, la ciencia nos muestra el porqué, las finanzas el cómo».

Emory decía:

—Veo claro que Individuos Financiados funciona perfecto sobre el papel. Con las cotizaciones de los seguros y las estadísticas de negocio veo que funciona con unas cuantas personas, las que están financiadas, pero lo que no consigo ver es lo que puede pasar si el mundo entero entra a formar parte del capital de la corporación. ¿Entiendes a qué me refiero?

Roy mostraba su mejor expresión de hombre confiado, paciente y comprensivo.

—Bueno, se supone que ahí es donde se tiene que llegar —dijo—. Y creo que es algo muy bonito, ¿no te parece?

—Déjame que te lo diga de otra manera, Roy. Si una persona que está capitalizada con un millón de dólares recupera en un momento dado su inversión inicial más un beneficio equis, se producirá una avalancha tremenda de peticiones de individuos que quieren ser financiados con un incremento del beneficio. Y en muy poco tiempo todo el mundo estará chupando del bote, salvo los accionistas. ¿Qué sacan ellos de ese planteamiento?

La paciencia de Roy aumentó a ojos vista de peso y de volumen.

—Dividendos —dijo.

—Claro, pero ¿qué pueden hacer con ellos? ¿Qué habrán obtenido? Nada más que una ganancia en efectivo. En cambio no podrán disfrutar de esas vidas organizadas a la perfección y con una gran suma remanente para invertir en cualquier empresa nueva y rentable. A mí me parece que los únicos que arriesgan el pescuezo en este invento son los que suscriben las acciones que hacen posible todo el asunto.

—Olvidas —dijo Roy— que cuando esto lleve funcionando unos pocos años, los propios individuos financiados serán los primeros en reinvertir su capital en el fondo original, así que ambos grupos serán partes permanentemente interesadas en el mismo proceso.

Decidí que se las apañaban muy bien sin que yo interviniese, así que me marché.

En la barra del Van Barth me encontré con mi bella desconocida, que vestía un conjunto gris y negro bastante austero, una especie de traje sastre sin serlo. No había tenido que esperarla más de diez minutos. En cuanto nos pusimos de acuerdo en qué iba a tomar ella, Pauline dijo, muy seria:

—No tendría que estar aquí, ¿sabes? Me da la impresión de que es un peligro conocerte.

—¿A mí? ¿Un peligro yo? Las gatitas de un mes ya se ponen en guardia cuando ven que me acerco. Abren los ojos por primera vez, afilan las garras y maúllan, por si las moscas.

Sonrió sin muchas ganas y repitió sin énfasis:

—Eres una persona peligrosa, George.

Me pareció que no era el punto más adecuado sobre el que insistir, de modo que decidí tocar uno distinto y enseguida fue todo mucho mejor. Nos tomamos otra copa y luego, al cabo de un rato, nos fuimos a cenar a Lemoyne’s.

Me había pasado prácticamente las últimas tres semanas viviendo solo, desde que Georgette y Georgia se habían marchado a Florida, y tenía ganas de hablar. Así que hablé. Le conté el chiste de la ballena y el submarino, le expliqué por qué las películas mudas eran la Edad de Oro del cine, por qué Lonny Trout era un boxeador para boxeadores, y después sugerí que fuéramos en coche hasta Albany.

Fue lo que acabamos haciendo. Volví a experimentar el placer de conducir subiendo por los altos que bordean el único río perfecto del mundo, el río que nunca se desborda, nunca se seca y sin embargo nunca parece ser el mismo dos veces. Llegamos a Albany por etapas, al cabo de unas tres horas.

A mí siempre me había gustado esa ciudad, que no es tan vulgar como podría parecerle a un viajero circunstancial, sobre todo durante el período de sesiones legislativas. Si hay algo que a Manhattan se le ha pasado por alto, aquí está.

Tras inscribirnos con un nombre que me inventé con no poco cuidado e imaginación (Sr. Andrew Phelps-Guyon y Sra.), salimos a la calle y dedicamos un par de horas a comer y beber, un poco de espectáculo y unos bailes en un night-club exageradamente caro que tenía una buena pista no demasiado concurrida. Pero fue una noche con un decidido toque de primavera, arrancada de los propios engranajes de los mecanismos internos, y valió su peso en oro.

Tomamos el desayuno sobre las nueve y un poco más tarde salimos de regreso a la ciudad, viajando despacio, por una carretera distinta. Otra vez seguíamos un río, por supuesto, pero un río diferente, por supuesto, y por supuesto que me enamoré de él completamente. Pauline también ayudó a ello, por supuesto.

A última hora de la tarde del sábado llegamos a las proximidades de la calle 58 Este, al edificio del apartamento de Pauline. Era lo bastante temprano como para que tuviera que admitir que tenía tiempo, cantidad de tiempo. Así que fuimos al Gil’s. Pauline jugó tres rondas del juego. Cuando le pidió a Gil que le sacase el cuervo de Poe pensé que ahí lo había pillado, pero se le presentó con un mirlo o algo así disecado, en un estado terminal muy avanzado de mohosidad. Le explicó que se trataba del auténtico pájaro que había inspirado a Poe y que éste se lo había regalado personalmente al abuelo de Gil, que era buen amigo suyo. Y entonces me acordé de que hacía mucho tiempo, tres meses, que no husmeaba por el barrio de los anticuarios.

Eso está en la Tercera Avenida, bajando desde la calle 60 hasta la 42 o por allí. Puede que haya tiendas mejores, más grandes, más caras y más auténticas dispersas por otras partes de la ciudad, pero de algún modo, les falta el espíritu de aventura y descubrimiento que tienen aquéllas. Una noche pregunté en un comercio de la Tercera Avenida si tenían la flauta del flautista de Hamelin. Resultó que sí que la tenían ellos. No me acuerdo de lo que hice con ella después de comprarla por cosa de diez dólares y llevármela primero a la oficina, donde al parecer perdió toda su potencia, y más tarde a casa, donde a alguien se le rompió y acabó desapareciendo. Pero la Tercera Avenida no tuvo la culpa de que yo no supiera cuidar de la flauta como es debido.

Esa tarde Pauline y yo anduvimos revolviendo unas cuantas cosas no demasiado interesantes: calentadores de cama primitivos de Nueva Inglaterra, ruecas de hilar convertidas en lámparas de pie y de mesa, los aguamaniles con patas de toda la vida transformados en tronas para niño, mesas de libros y carritos de té. Cosas todas muy prácticas y razonables que reflejaban con más acierto el ingenio del siglo XX que la imaginación de los artesanos que las hicieron. Algunas cosas tenían su interés, pero ninguna entusiasmaba.

Y entonces, hacia las siete y media, cuando algunas de las tiendas ya estaban cerrando, llegamos a un local de la calle 50, pequeño pero realmente atestado de trastos. Puede que ya hubiera estado allí antes, pero no lo recordaba, y al parecer el dueño tampoco se acordaba de mí.

Anduve un rato revolviendo por mi cuenta sin ver nada que se me hubiera pasado por alto en otra ocasión, pero disfrutaba respondiendo a las preguntas que Pauline me iba haciendo. Luego, al cabo de varios minutos entró alguien y el diálogo que se estableció en la parte delantera de la tienda fue atrayendo más y más mi atención.

—Sí, tengo —oí decir al propietario con cierta sorpresa—. Pero no sé si serán exactamente del tipo que usted quiere. Aquí casi nadie pregunta por un cuadro, desde luego. Ese cuadro lo puse en el escaparate porque estaba enmarcado. ¿Es ése el que le interesa?

—No. Pero tiene usted más, ¿verdad? Un amigo mío que estuvo aquí hace un par de semanas me dijo que tenía más.

La clienta era una morena alta y monolítica, vestida con descuido y con una cara que parecía un ciclón contenido.

—Sí, tengo más. Aunque no están en perfectas condiciones.

—No me importa —dijo la clienta—. ¿Puedo verlos?

El comerciante localizó un rollo de lienzos que había en un estante de arriba y los bajó. Para entonces yo ya me había deslizado hacia la parte delantera de la tienda y asistía como partícipe silente de las negociaciones. El comerciante ofreció a la mujer el rollo entero y yo prácticamente apoyé la barbilla en su hombro izquierdo.

—Mírelos usted misma —le dijo a la mujer.

Luego volvió la cabeza, con el ceño fruncido, y durante una fracción de segundo uno de sus ojos se cernió gigantesco y se clavó en uno de los míos. Los míos sólo expresaban la curiosidad de una persona bien educada.

—¿De dónde sacó esto? —le preguntó la clienta.

Desenrolló el paquete de lienzos, que medían metro veinte por metro cincuenta aproximadamente, unos algo más y otros algo menos, y observó con detalle el primero de todos, que se veía al revés desde donde ella miraba. Era la imagen de un clíper de Gloucester a toda vela, y era igual que cualquier otro cuadro de grandes veleros, con la única diferencia de que un cerco de suciedad, como el que deja una taza de café pero más grande, orlaba el navío y varias millas de océano. Decir que no estaba en perfecto estado sería un auténtico perjurio. Yo diría que el cerco tenía un tamaño similar al de un tonel, y es probable que de ahí hubiese salido.

—Eran parte de un lote —le dijo precavidamente el de la tienda.

La mujer le cortó en seco con una risotada fuerte y entrecortada.

—¿Parte de un lote de qué? —le preguntó—. ¿De cosas para quemar? ¿O género viejo del que usan en las tiendas de baratillo para envolver la loza?

—No sé de dónde proceden. Ya le dije que no estaban en muy buen estado.

Echó para atrás el cuadro de arriba y dejó a la vista un gran jarro de margaritas. Esta vez nadie dijo nada. Yo me limité a cerrar los ojos un par de segundos y luego ya no lo vi.

El tercer lienzo era un ejemplo decente del estilo «vivienda protegida y patio con basura»; lo feché en unos quince años antes, más o menos; no reconocí la firma, pero podía ser obra de uno cualquiera de los quinientos o seiscientos pintores profesionales que habrían pintado esa misma escena un poco mejor o un poco peor.

—Francamente bueno —dijo el propietario de la tienda—. Buen colorido. Real.

La morena alta y cuadrada pasó al siguiente con toda intención. Era otro gran velero Gloucester, éste navegando en la otra dirección. Tenía el mismo magnífico cerco color café que todos los demás. Y el siguiente era una cesta de gatitos. Seguro que la viejecita encantadora que lo había pintado lo tituló Mis gatitos. En fin, por lo menos la exposición tenía variedad. Los pintores de barcos de vela se limitaban a los barcos de vela, los pintores de patios con basuras los pintaban por kilómetros, y sin duda la viejecita encantadora habría pintado cientos y cientos de gatos. Nuestra galería los tenía todos.

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