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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

El gran reloj (19 page)

BOOK: El gran reloj
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—Ya lo sé, señor Klausmeyer. Escribió usted ese artículo sobre mí en esa memez de
Newsways
. —Lo vi tan enfadado que, si no hubiera venido por razones de trabajo, estoy segura de que en ese momento se habría levantado y se habría largado como alma que lleva el diablo—. Olvídelo —le dije simplemente, en voz bien alta—. El artículo me gustó, señor Klausmeyer. De verdad que sí. Y además lo valoré mucho, a pesar de que lo pusiera todo al revés. Ya sé que usted en realidad no quería decir ninguna de esas cosas bonitas que intentó decir de mí. Ya sé que lo único que le interesa es dar con ese asesino. ¿Quiere un poco de moscatel? No tengo nada más.

Saqué lo que quedaba de una garrafa de moscatel y conseguí dar con uno de los pocos vasos buenos que me quedaban. Estaba casi limpio.

—No, gracias —dijo él—. Respecto a ese artículo, señorita Patterson…

—¿Ni siquiera un poquito?

—No, de verdad. Pero respecto al artículo…

—No es muy bueno —admití—. Me refiero al vino —le expliqué, y entonces me di cuenta de que estaba dando unas voces tremendas y me horroricé. El señor Klausmeyer no me había hecho nada, y tenía todo el aspecto de ser un tipo sensible que se lo toma todo de un modo personal, y lo menos que podía hacer yo era contenerme y no insultarlo. Me dije que tenía que comportarme tal como lo haría una artista. Serví un vaso de moscatel para mí y le animé, con mucha amabilidad—. Me encantaría que me acompañase.

—No, gracias, señorita Patterson. No fui yo quien escribió el artículo de
Newsways
.

—Ah, ¿no?

—No.

—Bueno, pues me pareció que era una pieza maravillosa. —Me di cuenta de que había vuelto a decir una cosa equivocada, así que dije bien fuerte—: Quiero decir, dentro de unos límites. Por favor, señor Klausmeyer, no me lo tenga en cuenta. No estoy acostumbrada a que a mis cuadros les pongan la etiqueta de «caros». ¿O era «valor incalculable»? Ese que el asesino compró por cincuenta pavos.

El señor Klausmeyer estaba enfadado, me daba perfecta cuenta, y encima lo estaba aburriendo. Me juré que mantendría la boca cerrada y me portaría adecuadamente por lo menos durante quince minutos, dijera él lo que dijese y me sintiera yo como me sintiese. Quince minutos. No es tanto tiempo.

—Yo simplemente suministré parte de la información —me explicó pacientemente el señor Klausmeyer—. Por ejemplo, facilité al redactor de
Newsways
la descripción del cuadro de Judas exactamente como me la dio usted a mí.

Qué hijo de puta.

—¡Váyase al carajo! —aullé—. ¿De dónde sacan ese rollo de Judas? Ya le dije que el cuadro se titula
Estudio sobre fundamentos
. ¿Qué demonios pretenden poniéndole a mi cuadro un título tan extravagante que a mí ni siquiera se me habría ocurrido? ¿Cómo se atreve usted, gusano espantoso, cómo se atreve a lanzar su estupidez sobre mi obra?

Lo miré a través de una nube de ira. Era otro incendiario de cuadros. Lo supe sólo con mirar su cara blanca de palo. Otro de esos maníacos decentes y respetables a los que nada les gusta tanto como coger un cuchillo de carnicero y acuchillar lienzos, embadurnarlos de pintura o pegarles fuego. Por Dios, si tenía la misma pinta que Pete. No, Pete lo que hacía era utilizarlos para cubrir con ellos los cristales rotos de las ventanas, tapar corrientes de aire y arreglar las goteras del techo. Éste era más del estilo oficial. Su método debía de ser enterrarlos en cualquier almacén autorizado, destruir los archivos y dejar que se quedasen allí para siempre.

Me bebí el moscatel, me serví un poco más e intenté escuchar lo que decía.

—Le aseguro que yo utilicé el título que usted me dio, pero debe de haber habido un malentendido en algún momento entre la redacción y la corrección. Lo corregiremos en un artículo que va a salir en
Newsways
, con una foto del
Estudio sobre fundamentos
.

—Ya le conozco, maldito incendiario. —Sus grandes ojos grises se le salían, igual que los de Ralph cuando me enseñó la pila de desechos, cenizas y fragmentos achicharrados, todo lo que quedaba de cinco años de trabajo amontonado dentro de la chimenea. ¡Qué orgulloso estaba! La verdad es que debes sentirte muy importante, supongo, si sabes cómo destrozar cosas nuevas y creativas—. ¿Y ahora qué es lo que quiere? —le pregunté—. ¿Por qué ha venido aquí?

Vi que el señor Klausmeyer estaba muy pálido. Imagino que si no hubiera sido una oruga domesticada que tenía que hacer un recado para cualquiera de sus
Algo más que noticias
, habría echado mano del hacha de explorador de Elroy y me hubiera pegado un buen viaje.

—Hemos localizado al hombre que compró su cuadro, señorita Patterson —dijo mostrando un gran control—. Creemos saber quién es y daremos con él en cualquier momento. Quisiéramos que usted viniese a nuestras oficinas para identificarlo. Por supuesto, le pagaremos el tiempo y las molestias. Si nos ayuda le daremos cien dólares. ¿Le parece bien?

—Así que han encontrado al asesino —dije.

Subrayando su cansancio, el señor Klausmeyer repitió:

—No estamos buscando a un asesino, señorita Patterson. Le aseguro que si queremos a ese hombre es por una cuestión completamente distinta.

—Chorradas —dije.

—¿Perdone?

—Bobadas. Han venido por aquí unos detectives que me hicieron las mismas preguntas que usted. Ustedes y ellos buscan a la misma persona, al que compró mi cuadro y asesinó a la Delos. ¿Quién se cree que soy? Al parecer se piensa que soy una completa mema.

—No —me dijo el señor Klausmeyer con firmeza—. Cualquier cosa menos eso. ¿Querrá usted venir a la oficina conmigo?

Cien dólares eran cien dólares.

—No sé por qué tendría yo que ayudarle a pillar a un hombre lo bastante listo como para que le guste mi Estudio sobre fundamentos. No tengo tantos admiradores como para poder permitir que a uno de ellos lo lleven a la silla eléctrica.

La cara del señor Klausmeyer mostró lo totalmente de acuerdo que estaba, y se notaba que le dolía no poder decirlo.

—Pero quizá podamos ayudarle a que recupere usted su cuadro. Quería usted comprarlo también, ¿no es así?

—No. No quería comprarlo, sólo quería que no se pudriera en aquel miserable cuchitril.

Y ahora sabía que nadie volvería a ver jamás ese cuadro. Ya estaría en el fondo del East River. El asesino tendría que haberse deshecho de él para salvar el pellejo. Se habría librado de cualquier cosa que lo relacionase con la mujer muerta.

Otro noble angelito de destrucción que añadir.

Me di cuenta de que aquello me ponía furiosa y al mismo tiempo, en cierta manera, tranquila. No servía de nada decirme que no me importaba. Aquella tela no era una de mis mejores obras. Y aun así, me importaba. Ya era bastante difícil pintar aquellas cosas para después tener que defenderlas de censores autoproclamados, amantes celosos y dioses microscópicos. Como el señor Klausmeyer.

—Está bien —dije—. Iré. Pero sólo por los cien dólares.

El señor Klausmeyer se levantó como un muñeco que saliese de una caja de sorpresas. Por Dios, qué elegante iba. Cuando se muriese no tendrían que embalsamarlo. El fluido ya corría por sus venas.

—Ciertamente —dijo animado.

Busqué mi mejor sombrero y lo encontré en el estante de arriba de la librería. Edith, que tenía cuatro años —era de Mike—, me riñó por quitarle su nido de pájaros. Le expliqué que el nido volvería a estar en su sitio antes de la noche. Al marcharme, dejé a Ralph júnior a cargo del negocio hasta nueva orden. Me miró y me parece que ni siquiera me oyó. Pero en todo caso lo entendió.

De camino a su oficina, en el taxi, el señor Klausmeyer intentó ser cordial.

—Unos niños espléndidos —me dijo—. Muy listos y sanos. Me parece que no me contó usted mucho de su marido.

—No me he casado nunca —le dije partiéndome de risa contra mi voluntad. Dios, tendré que aprender a comportarme refinadamente, aunque sea la última cosa que haga. Empezaré mañana—. Son todos hijos del
AMOR
, señor Klausmeyer.

Iba sentado tan serio, tan estirado y con una pinta tan sofisticada que tuve que aplazar mi graduación en el parvulario un minuto más por lo menos. Y entonces me entró aquella horrible sensación de hundirme al comprender que me había comportado como una perfecta idiota. Eso es lo que era, desde luego. Nadie lo sabía mejor que yo. Pero el señor Klausmeyer era tan perfecto que me pregunté si él podría saberlo también. Probablemente no. Las personas perfectas nunca comprenden nada.

—Disculpe, señor Klausmeyer, si le confieso una cosa. Nunca lo había hecho antes. Pero hay algo en ustedes, los de
Factways
o
Newsways
, o como sea, que parece invitar a hacerles toda clase de confidencias.

Supongo que aquella mentira resultó demasiado evidente, porque no dijo nada de nada y al cabo de un momento ya salíamos del coche. Al señor Klausmeyer se le veía de lo más complacido y preocupado por las palabras, ya que muy pronto se libraría de mí. Al carajo. Si hubiera estado bien vestida cuando llegó, si hubiera querido causarle impresión de verdad, lo hubiera tenido a mi merced en cinco segundos. ¿Pero quién quiere tener a su merced a una lombriz de tierra?

Me sentí borracha y en calma durante los tres minutos completos que nos llevó entrar en el edificio y subir en el ascensor. La dignidad era un juego al que podían jugar dos. Pero yo ya había gastado la mía, así que cuando salimos del ascensor le pregunté:

—¿Qué se supone que tengo que hacer, señor Klausmeyer? Aparte de cobrar cien dólares.

Naturalmente, sin querer, se me había escapado otra carcajada escandalosa.

—No se preocupe por sus cien dólares —dijo cortante—. El hombre que compró su cuadro está en este edificio. En alguna parte. Localizarlo sólo es cuestión de tiempo. Usted lo único que tiene que hacer es identificarlo cuando lo localicemos.

De repente me sentí terriblemente harta del señor Klausmeyer, de los detectives que habían ido a interrogarme y de todo aquel asunto de locos. ¿Qué tenía que ver yo con todo aquello? Yo sólo tenía un objetivo en mi vida, pintar cuadros. Si otra gente encontraba placer en destruirlos, allá ellos; quizás aquel fuera el modo que tenían de expresar sus instintos creativos. Probablemente se referirían a los mejores que hubieran suprimido o destrozado como sus obras maestras más destacadas.

Aquél era un pensamiento muy negro, y comprendí que no tenía la perspectiva correcta. Mientras el señor Klausmeyer posaba su mano sobre el pomo de una puerta de despacho y la empujaba para abrirla, le dije:

—Debe de ser usted una persona tremendamente cínica y sofisticada, señor Klausmeyer. ¿Nunca ha deseado respirar una buena bocanada de aire fresco, limpio, puro y natural?

Me dirigió una mirada cortés pero emocionada.

—Siempre he tratado de evitar ser cínico —me respondió—. Hasta ahora.

Entramos en un despacho que estaba lleno de otro buen puñado de lombrices.

—¿Cuántos hijos tiene usted, señor Klausmeyer? —le pregunté, pretendiendo hablar en voz baja pero evidentemente más alta de la cuenta, porque un montón de gente se volvió a mirarnos.

—Dos —me susurró, pero sonó igual que si fuera un juramento. Luego enarboló una sonrisa y me condujo hacia delante.

Pero mientras cruzaba la habitación y la iba mirando, mi atención se fijó de pronto en un cuadro de la pared. Era un cuadro mío.
Estudio sobre el furor
. Asombroso. Casi no podía creerlo.

—George —estaba diciendo el señor Klausmeyer—, ésta es la señorita Patterson, la pintora. —Y además tenía un magnífico marco—. Señorita Patterson, le presento a George Stroud, que está a cargo de nuestra investigación. La señorita Patterson ha aceptado quedarse aquí hasta que encontremos al hombre que buscamos. Creo que podrá sernos de alguna ayuda.

Uno de los gusanos, uno que estaba de buen ver, se levantó y se acercó para estrecharme la mano.

—Señorita Patterson —dijo—. Es un placer inesperado.

Lo miré y cuando ya iba a soltar un bramido me quedé sin respiración. Aquello era algo completamente absurdo. Era el asesino, el mismo hombre que había comprado el cuadro en la almoneda de la Tercera Avenida en persona.

Nos miramos el uno al otro durante una fracción de segundo perfectamente conscientes. Yo sabía quién era él y él sabía que yo lo sabía. Pero yo no lograba entenderlo y vacilé.

¿Aquella persona vulgar y corriente, anodina, tirando a elegante y frívola, había matado a aquella mujer, a Pauline Delos? No me parecía posible. ¿De dónde iba a sacar el valor? ¿Qué podía saber él de los momentos terribles e intensos de la vida? Tenía que estar equivocada. Debía de haber entendido mal toda aquella situación. Pero era el mismo hombre. De eso no había duda.

Sus ojos eran como cráteres, con unas cuencas duras, demacradas y frías como el hielo a pesar de la sonrisa agradable que exhibía. Comprendí eso, y al mismo tiempo supe que no había nadie más en la habitación con capacidad para saberlo, porque todos eran igual que el pobre señor Klausmeyer: perfectos.

—Es muy amable por su parte venir a ayudarnos —dijo—. Me imagino que Don le habrá explicado lo que estamos haciendo.

—Sí. —Ahora de repente las rodillas me temblaban. No entendía ni papa de todo aquello, nada de nada—. Lo sé todo, señor Stroud. Lo sé de verdad.

—No lo dudo —dijo él—. Estoy seguro de que es así.

¿Por qué nadie hacía algo para acabar con esa tarde de pesadilla? Porque era una pesadilla, desde luego. ¿Por qué nadie admitía que todo aquello era una broma estúpida? ¿Qué clase de mentira fantástica trataría de inventarse ese hombre, ese tal Stroud, si yo decidía identificarlo aquí y ahora?

Solté una carcajada automática y ronca, liberé mi mano de la suya y dije:

—En cualquier caso, me alegro de que mi
Estudio sobre el furor
le guste a alguien.

—Sí, me gusta muchísimo —dijo el asesino.

Pegué un chillido:

—¿Es suyo?

—Naturalmente. Me gusta toda su obra.

En el despacho había unas cinco personas, aunque parecían más de cincuenta, y en ese momento todos se giraron para mirar el Furor. El señor Klausmeyer dijo:

—Que me aspen. Si es realmente un cuadro de la señorita Patterson. ¿Por qué no nos lo dijiste, George?

Se encogió de hombros.

—¿Deciros qué? ¿Qué hay que decir? Me gustó, lo compré y ahí está. Lleva ahí un par de años.

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