El evangelio según Jesucristo (34 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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El primer sentimiento legible en los rostros de la madre y de los hermanos fue de temor reverencial, el segundo de incredulidad cautelosa, luego, entre uno y otro, cruzó algo como una expresión de desconfianza malévola en Tiago, un asomo de excitación deslumbrada en José, un rasgo de amargura resignada en María. Ninguno habló, y Jesús repitió, He visto a Dios. Si un súbito instante de silencio es, en el decir popular, consecuencia de que ha pasado un ángel, aquí no acababa de pasar, Jesús ya lo había dicho todo, los presentes no sabían qué decir, no tardarán en levantarse e ir cada uno a su vida, preguntándose si realmente habrían soñado un sueño así, tan imposible de creer. Sin embargo, el silencio tiene, si le damos tiempo, una virtud que aparentemente lo niega, la de obligar a hablar. Por eso, cuando ya no se podía aguantar más la tensión de la espera, Tiago hizo una pregunta, la más inocua de todas, pura y gratuita retórica, Estás seguro. Jesús no respondió, simplemente lo miró como probablemente Dios lo hubiera mirado a él desde dentro de la nube, y por tercera vez dijo, He visto a Dios. María no hizo preguntas, sólo dijo, Habrá sido una ilusión tuya, Madre, las ilusiones existen, pero las ilusiones no hablan, y Dios me habló, respondió Jesús. Tiago había recobrado la presencia de espíritu, el caso le parecía una historia de locos, un hermano suyo hablando con Dios, qué disparate, Quién sabe si no fue el Señor quien te puso el dinero en la alforja, y sonrió cuando lo dijo, irónicamente.

Jesús enrojeció, pero respondió secamente, Del Señor nos viene todo, siempre él encuentra y abre los caminos para llegar hasta nosotros, ese dinero, que en verdad no vino de él, por él vino, Y qué fue lo que te dijo el Señor, dónde estabas cuando lo viste, velabas o estabas durmiendo, Estaba en el desierto, buscaba una oveja perdida, y él me llamó, Qué te dijo, si te es permitido repetirlo, Que un día me pedirá mi vida, Todas las vidas pertenecen al Señor, Eso le dije, Y él, Que a cambio de la vida que le he de dar, tendré poder y gloria, Tendrás poder y gloria después de morir, preguntó María, que creía haber oído mal, Sí, madre, Qué gloria puede ser dada a alguien que ya ha muerto, No lo sé, Estabas soñando, Estaba despierto y buscaba a mi oveja en el desierto, Y cuándo te va a pedir el Señor tu vida, No lo sé, pero me dijo que volveré a encontrarlo cuando esté preparado. Tiago miró a su hermano con expresión inquieta, luego expuso una duda, El sol del desierto te hizo daño en la cabeza, eso fue, y María, inesperadamente, Y la oveja, qué fue de la oveja, El Señor me mandó que la sacrificara como señal de alianza. Estas palabras indignaron a Tiago, que protestó, Ofendes al Señor, el Señor hizo una alianza con su pueblo, no la iba a hacer ahora con un simple hombre como tú, hijo de carpintero, pastor y quién sabe qué más.

María, por la expresión de su rostro, parecía que estuviera siguiendo, con mucho cuidado, el hilo de un pensamiento, como si temiera verlo quebrarse ante sus ojos, pero al final encontró la pregunta que tenía que hacer, Qué oveja era esa, Era el cordero que llevaba en brazos cuando nos encontramos en Jerusalén, en la puerta de Ramalá, lo que yo quise negarle al Señor, el Señor lo tomó al fin de mis manos, Y Dios, cómo era Dios cuando lo viste, Una nube, Cerrada o abierta, preguntó Tiago, Una columna de humo, Estás loco, hermano, Si estoy loco, el Señor me enloqueció, Estás en poder del Diablo, dijo María, y su decir era un grito, En el desierto no encontré al Diablo, sino al Señor, y si es verdad que en poder del Diablo estoy, el Señor lo ha querido, El Diablo está contigo desde que naciste, tú lo sabes, Sí, lo sé, viviste con él y sin Dios durante cuatro años, Y después de cuatro años con el Diablo, encontré a Dios, Estás diciendo horrores y falsedades, Soy el hijo que tú pusiste en el mundo, cree en mí o repúdiame, No creo en ti, Y tú, Tiago, No creo en ti, Y tú, José, que llevas el nombre de nuestro padre, Yo creo en ti, pero no en lo que dices.

Jesús se levantó, los miró desde lo alto, y dijo, Cuando en mí se cumpla la promesa que el Señor hizo, os veréis obligados a creer lo que entonces de mí se diga. Fue a buscar la alforja y el cayado, se calzó las sandalias. Ya en la puerta, dividió el dinero en dos partes y dijo, Ésta es la dote de Lisia, para su vida de casada, y lo dejó en el suelo, moneda sobre moneda, en el umbral, el resto volverá a las manos de donde vino, tal vez se convierta también en dote. Se volvió hacia la puerta, iba a salir sin despedirse, y María dijo, He visto que no llevas en tu alforja una escudilla para comer, La tenía, pero se rompió, Hay cuatro ahí, coge una y llévatela. Jesús vaciló, quería irse con las manos vacías, pero fue al horno, donde, colocadas una sobre otra, estaban las cuatro escudillas. Coge una, repitió María. Jesús miró, eligió, Me llevo ésta, que es la más vieja, Has elegido como te convenía, dijo María, Por qué, tiene color de tierra negra, no se parte ni se gasta. Jesús metió la escudilla en la alforja, batió con el cayado en el suelo, Decid otra vez que no me creéis, No te creemos, dijo la madre, y ahora menos que antes, porque has elegido la señal del Diablo, De qué señal me hablas, Esa escudilla. En aquel momento, desde lo profundo de la memoria, llegaron a los oídos de Jesús las palabras de Pastor, Tendrás otra escudilla, pero esa no se romperá mientras vivas. Era como si una cuerda hubiese sido tendida y estirada a su alrededor, y al fin lo que tenemos es un círculo cerrado, con un nudo recién hecho. Por segunda vez, Jesús salía de su casa, pero ahora no dijo, De un modo u otro, siempre volveré. Lo que pensaba, mientras, de espaldas a Nazaret, iba descendiendo la ladera, era mucho más simple y melancólico, si tampoco creería en él María de Magdala.

Este hombre, que lleva en sí una promesa de Dios, no tiene otro sitio adonde ir sino a casa de una prostituta. No puede regresar al rebaño, Vete, le dijo Pastor, ni volver a su casa, No te creemos, le dijo la familia, y ahora dudan sus pasos, tiene miedo de ir, tiene miedo de llegar, es como si estuviera de nuevo en medio del desierto, Quién soy yo, los montes y los valles no le responden, ni el cielo que todo lo cubre y todo lo debía saber, si ahora volviese a casa y repitiera la pregunta, su madre le diría, Eres mi hijo, pero no te creo, y siendo así, es tiempo de que Jesús se siente en esta piedra que está esperándolo desde que el mundo es mundo, y en ella sentado llore lágrimas de abandono y de soledad, quién sabe si el Señor decidirá aparecérsele otra vez, aunque sea en figura de humo y de nube, el caso es que le diga, No te preocupes, hombre, que no es para tanto, lágrimas, sollozos, qué es eso, todos pasamos por momentos difíciles, pero hay un punto importante del que nunca hemos hablado, te lo digo ahora, en la vida, ya te habrás dado cuenta, todo es relativo, una cosa mala puede incluso convertirse en soportable si la comparamos con una cosa peor, seca esas lágrimas y pórtate como un hombre, ya has hecho las paces con tu padre, qué más quieres, y esa tozuda de tu madre, ya me encargaré de eso cuando llegue el momento, lo que no me ha gustado mucho es la historia con María de Magdala, una puta, pero en fin, estás en la edad, aprovéchate, una cosa no impide la otra, hay un pecar y un tiempo para tener miedo, tiempo para vivir y tiempo para morir. Jesús se secó las lágrimas con el dorso de la mano, se sonó sabe Dios con qué, realmente no valía la pena quedarse allí el día entero, el desierto es como se ve, nos rodea, nos cerca, de algún modo nos protege, pero dar, no da nada, sólo mira, y si el sol se cubre de repente y por eso decimos, El cielo acompaña a mi dolor, locos somos, que el cielo, en eso, es de una perfecta imparcialidad, ni se alegra con nuestras alegrías ni se entristece con nuestras tristezas. Viene gente hacia aquí, camino de Nazaret, y Jesús no quiere ser motivo de risas, un hombre entero y de barba en la cara llorando como un chiquillo que pide que lo lleven en brazos. Se cruzan en el camino los escasos viajeros, unos que suben, otros que bajan, se saludan con la conocida exuberancia, pero sólo después de convencidos de la bondad de sus intenciones, porque, en estos parajes, cuando se habla de bandidos, tanto puede ser de unos como ser de otros. Los hay de especie ratera y salteadora, como aquellos malvados escarnecedores que robaron a este mismo Jesús va a hacer cinco años, cuando el pobre iba a Jerusalén en busca de alivio para sus penas, y los hay de la digna especie guerrillera que, si bien es cierto que no hacen del camino tránsito habitual, a veces aparecen por ahí camuflados, acechando los continuos desplazamientos de los contingentes militares romanos con vista a la próxima emboscada, o en otros casos, a cara descubierta, para dejar sin oro ni plata, ni valor que aproveche, a los colaboracionistas ricos, a quienes, en general, ni las nutridas escoltas que con ellos llevan les bastan para salir bien librados.

No tendría Jesús los dieciocho años que tiene si algunos devaneos de bélica aventura no le pasaran por la imaginación ante estas solemnes montañas en cuyos barrancos, grutas y vaguadas se ocultan los seguidores de las grandes luchas de Judas de Galilea y de sus compañeros, y entonces se puso a pensar qué decisión tomaría si le saliese al camino un destacamento de guerrilleros desafiándolo para que se uniera a ellos, cambiando las amenidades de la paz, aunque menesterosa, por la gloria de las batallas y por el poder del vencedor, pues escrito está que un día la voluntad del Señor suscitará un Mesías, un Enviado, para que, de una vez, quede su pueblo liberado de las opresiones de ahora y fortalecido para los combates del futuro. Sopla una ventolera de loca esperanza y de irresistible orgullo, como una señal del Espíritu, en la frente de Jesús, y el hijo del carpintero se ve, vertiginosamente convertido en capitán, general y mando supremo, espada en alto, aterrorizando, con su simple aparición, a las legiones romanas, lanzadas a los precipicios como piaras de cerdos posesos de todos los demonios, senatus populusque romanos, toma ya. Ay de nosotros, que en el instante siguiente recordó Jesús que el poder y la gloria le han sido prometidos, sí, pero para después de la muerte, lo mejor será que goce de la vida, y si tiene que ir a la guerra, una condición pondría, que, en habiendo treguas, pudiera salir de la milicia para estar unos días con María de Magdala, salvo si en las huestes de patriotas admitieran vivanderas de un soldado solo, que más de uno ya sería prostitución y María de Magdala dijo que eso se acabó. Esperemos que sí, porque a Jesús le entraron renovadas fuerzas al recuerdo de esa mujer que le curó una dolorosa llaga, poniendo en su lugar la insoportable herida del deseo, y la pregunta es ésta, cómo se va a enfrentar a la puerta cerrada y señalada, sin la certeza cierta de que detrás sólo encontrará lo que imagina haber dejado, alguien que alimenta una exclusiva espera, la de su cuerpo y de su alma, que María de Magdala no acepta una cosa sin la otra. La tarde va cayendo, las casas de Magdala se ven ya a lo lejos, juntas como un rebaño, pero la de María es como la oveja apartada, no es posible distinguirla desde aquí, entre las grandes rocas que bordean el camino, curva tras curva. En un momento cualquiera recordó Jesús la oveja, aquella que tuvo que matar para sellar con sangre la alianza que el Señor le impuso, y su espíritu, desligado ahora de batallas y de triunfos, se conmovió con la idea de que estaba buscándola otra vez, a su oveja, no para matarla, no para llevarla de nuevo al rebaño, sino para subir juntos hasta los pastos vírgenes, que los hay aún, si buscamos bien, en el vasto y cruzado mundo, y, en las ovejas que somos, los desfiladeros ocultos, si buscamos mejor. Jesús se detuvo ante la puerta, con mano discreta comprobó que estaba cerrada por dentro. La señal sigue colgada. María de Magdala no recibe. A Jesús le bastaría llamar, decir, Soy yo, y de dentro se oiría el canto jubiloso, Ésta es la voz de mi amado, ahí viene saltando sobre los montes, brincando por los oreros, vedlo ahí, tras nuestros muros, tras esa puerta, sí, pero Jesús preferirá golpear con los nudillos, una vez, dos veces, sin hablar, y esperar a que vengan a abrirle, Quién es y qué quiere, preguntaron desde dentro, fue entonces cuando Jesús tuvo una mala idea, desfigurar la voz y proceder como cliente que llevara dinero y urgencia, decir, por ejemplo, Abre, flor, que no te arrepentirás, ni del pago, ni del servicio, y es cierto que la voz le salió mentirosa, pero las palabras tuvieron que ser las verdaderas, Soy Jesús, de Nazaret. Tardó María de Magdala en abrir, cauta ante una voz que no condecía con el anuncio, pero también porque le parecería imposible que estuviese ya de vuelta, pasada apenas una noche, pasado un día, el hombre que le prometiera, Uno de estos días vendré a verte, Nazaret no está lejos de Magdala, cuántas veces se han dicho cosas así, sólo para complacer a quien nos oye, un día de estos puede significar de aquí a tres meses, pero nunca mañana.

María de Magdala abre la puerta, se lanza a los brazos de Jesús, no quiere creer en tamaña felicidad, y su conmoción es tal que la lleva, absurdamente, a imaginar que él ha vuelto porque de nuevo tiene abierta la llaga del pie, y pensando en esto lo conduce hacia dentro, lo sienta y acerca una luz, Tu pie, muéstrame tu pie, pero Jesús le dice, Mi pie está curado, es que no lo ves.

María de Magdala podía haberle respondido, No, no lo veo, porque esa era la verdad extrema de sus ojos arrasados en lágrimas. Necesitó tocar con sus labios el pie cubierto de polvo, desligar cuidadosamente los atadijos que ceñían la sandalia al tobillo, acariciar con la punta de los dedos la fina piel renovada para confirmar las esperadas virtudes lenitivas del ungüento y, en lo más íntimo de los pensamienos, admitir que su amor tendría alguna parte en la cura.

Mientras cenaban, María no hizo preguntas, apenas quiso saber, y eso, excusado sería decirlo, no era preguntar, si le fue bien el viaje, si tuvo malos encuentros en el camino, trivialidades, cosas así.

Terminada la cena se calló, abrió y mantuvo un espacio de silencio, porque ya no era su vez de hablar. Jesús la miró fijamente, como si estuviese en lo alto de una roca midiendo sus fuerzas con el mar, no porque temiera que en la lisa superficie se ocultasen animales devoradores o arrecifes que pudieran desgarrar sus carnes, sino como quien, simplemente, interroga a su propio valor para saltar. Conoce a esta mujer desde hace una semana, tiempo y vida bastantes para saber que si va hacia ella encontrará unos brazos abiertos y un cuerpo ofrecido, pero le amedrenta revelarle, porque ha llegado sin duda el momento, lo que hace sólo unas horas fue objeto de rechazo por aquellos que, siendo de su carne, deberían serlo también de su espíritu. Jesús vacila, busca el camino por donde ha de llevar las palabras y lo que le sale no es la larga explicación necesaria, sino una frase para ganar tiempo, si es que no resulta más exacto decir perderlo, No te sorprende que haya vuelto tan pronto, Empecé a esperarte desde el mismo momento en que partiste, no he contado el tiempo entre tu ida y tu vuelta, como tampoco lo contaría si hubieras tardado diez años, Jesús, sonrió, hizo un movimiento con los hombros, debería saber ya que con esta mujer no valían fingimientos ni palabras evasivas. Estaban sentados en el suelo, frente a frente, con una luz en el centro y lo que sobró de la comida. Jesús tomó un pedazo de pan, lo partió en dos y dijo, dándole a María una de las partes, Que sea éste el pan de la verdad, comámoslo para creer y no dudar de cualquier cosa que aquí digamos u oigamos, Así sea, dijo María de Magdala. Jesús acabó de comer el pan, esperó a que ella terminase también, y dijo por cuarta vez las palabras, He visto a Dios.

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