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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (29 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Charles Squires se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y le echó un vistazo a la carta. Estuvo casi dos minutos repasándola en silencio y por fin la dejó a un lado y asintió satisfecho.

—Tomaré la codorniz. Sí, siempre la preparan muy bien. Y como entrante, empanada de mariscos. ¿Y usted, Yamal?

—No tengo apetito.

—Oh, vamos. Lo necesitamos en forma. Debe comer algo.

—He venido aquí a hablar, no a comer.

Squires refunfuñó y se volvió hacia el hombre que estaba sentado a su izquierda; era obeso, calvo y con un Rolex tan ostentoso que su muñeca parecía un lingote.

—¿Y usted, Massey? ¿O piensa dejarme comer solo?

El estadounidense cogió la carta y se pasó un pañuelo por la nuca, que a pesar de la refrigeración del restaurante tenía cubierta de sudor.

—¿No tienen filetes? —preguntó con acento sureño.

—Sí, creo que el
filet mignon
le encantará —repuso Squires señalándoselo en la carta.

—¿Lleva salsa? Porque no quiero nada que lleve salsa. Sólo el filete.

—El
filet mignon
lleva salsa, ¿verdad? —le preguntó Squires al camarero.

—Sí, señor; una salsa de pimienta.

—No quiero salsa —insistió Massey—. Lo quiero solo. Sin porquerías. ¿Es que no pueden hacer un simple filete?

—Por supuesto, señor.

—Pues tomaré un filete con patatas fritas.

—¿Y de entrante, señor?

—¡Joder! No lo sé. ¿Qué es eso que ha pedido usted?

—Empanada de mariscos.

—Bueno, pues tomaré lo mismo. Y el filete al punto.

—Estupendo —dijo Squires con una sonrisa—. Y la empanada de marisco y la codorniz para mí. ¿Podría traernos la carta de vinos? —añadió devolviéndole el menú al camarero, que le hizo una deferente inclinación de cabeza y se alejó.

Massey partió un panecillo, untó una mitad con mantequilla y le dio un bocado.

—Bueno, ¿qué ocurre? —preguntó con la boca llena.

Squires miró la boca del estadounidense con una mezcla de asombro y repugnancia.

—Pues parece que nuestros amigos han aparecido en Luxor —repuso—. ¿Verdad, Yamal?

—Sí, esta tarde —confirmó el egipcio.

—Todo esto me parece una pantomima ridícula —dijo Massey, visiblemente contrariado—. Sabemos dónde está la pieza. ¿Por qué no nos limitamos a apoderarnos de ella y dejamos de hacer el gilipollas?

—Porque corremos el riesgo de delatarnos —respondió Squires—. No tenemos que jugar nuestras cartas hasta el momento oportuno.

—Esto no es una puta partida de bridge —le espetó el estadounidense—. Es un juego de envite, y nos va mucho en él.

—Lo sé perfectamente —dijo Squires—, pero por el momento es mejor mantenerse a la expectativa. ¿Por qué correr riesgos innecesarios, si Lacage y la chica pueden correrlos por nosotros?

—No me gusta esto —protestó Massey sin dejar de masticar—. No me gusta una mierda.

—Todo saldrá bien.

—Y no me gusta nada, porque Saif al-Thar…

—Todo saldrá bien —lo interrumpió Squires con un dejo de crispación—. Siempre y cuando conservemos la calma.

El camarero regresó en ese momento con la carta de vinos. Squires volvió a ajustarse las gafas y la leyó. Massey procedió a untar con mantequilla la otra mitad del panecillo.

—Hay un pequeño problema —dijo Squires al cabo de un momento, sin alzar la vista.

—¡Ya me lo temía! ¿Qué ocurre?

—Al parecer, un policía de Luxor ha averiguado lo de los jeroglíficos.

—¡Joder! ¿Tiene idea de lo que nos jugamos aquí?

—Por supuesto —replicó Squires, visiblemente molesto—, pero no pienso ponerme histérico.

—¡A mí no me haga ese tipo de insinuaciones, soplapollas!

Yamal dio un puñetazo en la mesa. Hizo saltar los cubiertos y dos copas que estuvieron a punto de volcar.

—¡Basta ya! —les espetó—. Así no vamos a ninguna parte.

Se produjo un embarazoso silencio. Massey devoró la otra mitad del panecillo; Squires jugueteó distraídamente con su tenedor; Yamal sacó del bolsillo su rosario de cuentas de jade e hizo entrechocar éstas en la palma de la mano para tranquilizarse.

—Yamal tiene razón —dijo el inglés—. Discutir entre nosotros no conduce a nada. Lo que hemos de decidir es qué hacer con ese tipo de Luxor.

—Me parece que es obvio —masculló Massey—. Este asunto es demasiado importante para dejar que un sabueso de tres al cuarto nos lo joda todo.

—¡Maravilloso! —exclamó Yamal—. ¿Insinúa que debemos... matar a un policía?

—No. Si le parece, le compramos un esmoquin y lo llevamos a bailar. ¿Qué demonios cree que insinúo?

Yamal miró a Massey sin disimular el desprecio que le inspiraba. Estaba tan crispado que abría y cerraba los puños bajo el mantel. Squires dejó a un lado la carta de vinos, unió las palmas de las manos y apoyó el mentón en las yemas.

—Liquidarlo parece algo drástico en estas circunstancias —dijo quedamente—. Sería como matar moscas a cañonazos. No veo por qué no podemos solucionar el problema sin recurrir a la violencia. ¿Qué opina usted, Yamal?

—Haré que lo retiren del caso —repuso el egipcio—. No habrá problemas.

—Sí, creo que eso sería lo mejor —convino Squires—. La muerte de un policía podría provocar toda clase de complicaciones. Pero asegúrese de que no lo pierdan de vista.

Yamal asintió con la cabeza.

—Sigo pensando que habría que quitarlo de en medio —objetó Massey.

—Tal vez llegue a ser necesario —concedió Squires—, pero sugiero que no perdamos los estribos. Este asunto ya ha provocado demasiadas muertes.

—Si lo que usted quiere es el premio Nobel de la Paz, creo que ha equivocado la carrera —dijo Massey.

Squires hizo caso omiso del sarcasmo y volvió a examinar la carta de vinos pasando el índice por la lista. Al fondo del local un hombre empezó a tocar el piano.

—Hay algo curioso acerca de ese policía. Parece que tiene una cuenta pendiente con Saif al-Thar, ¿verdad, Yamal?

—Por lo visto, sí. —El egipcio asintió haciendo sonar las cuentas de jade—. Un asunto de familia.

—¡Lo que nos faltaba! —exclamó Massey.

—Increíble, ¿verdad? —Squires sonrió, ya mucho más tranquilo—. Está visto que el mundo es un pañuelo. Bueno... me parece que ya llegan nuestras empanadas. Quizá media botellita de chablis nos vendrá estupendamente para acompañar; y luego un borgoña.

Squires desdobló la servilleta, la posó cuidadosamente en el regazo y aguardó a que le sirvieran.

Al profesor Mohamed al-Habibi le dolían los ojos. Se dio un masaje suave en los párpados con los nudillos, lo que mitigó el dolor. Pero en cuanto volvió a examinar los objetos el dolor se reprodujo, tan intenso como antes. Le dolían tanto que le lagrimeaban y sentía pinchazos en las sienes. Era un problema que se le venía repitiendo desde hacía un tiempo. Sus ojos estaban cansados y ya no soportaban los largos esfuerzos. Sabía que lo que tenía que hacer era recoger sus cosas y volver a casa para descansar, pero no podía. Todavía no. Hasta que descubriese todo lo que aquellos objetos pudieran decirle, no se marcharía. Yusuf era su amigo. Se lo debía, y en cierto sentido también se lo debía a Alí, al pobre Alí.

Se sirvió otra copa de jerez o, mejor dicho, lo poco que quedaba en la botella, y volvió a encender la pipa. Luego cogió la lupa y reanudó su examen del peto de oro. Había algo desconcertante en los objetos que su joven amigo le había llevado para que examinase; no tanto por su aspecto, sino por la impresión que transmitían. Para Habibi, los objetos antiguos eran organismos vivos que transmitían señales que se comunicaban con él. Si uno sabía escuchar podían decirte muchas cosas. Pero en aquel caso, cuanto más escuchaba más perplejo estaba. Al estudiarlos por primera vez, mientras Jalifa se encontraba en su despacho, no reparó en nada fuera de lo común. Eran objetos más bien toscos, de diseño corriente, fáciles de fechar, similares a docenas de otros similares que se exhibían en el museo. Pero, al poco de haberse marchado Jalifa, empezó a tener dudas. No era por ninguna razón concreta, sino por el presentimiento de que, a pesar de su aspecto corriente, aquellos objetos trataban de decirle algo muy concreto.

—¿Qué quieres decirme? —preguntó en voz alta, examinando el peto con la lupa—. ¿Qué quieres que sepa?

En aquellos momentos no había en el despacho más luz que la de la lamparita de su mesa. De vez en cuando oía las pisadas de un vigilante de seguridad que hacía la ronda pero, por lo demás, el museo estaba sumido en el silencio. El humo azulado de su pipa flotaba por encima de su cabeza como una densa nube.

Habibi dejó a un lado el peto y cogió la daga, sujetándola por la hoja y examinándola a la luz. Se trataba de una daga muy corriente, de quince centímetros de hoja, de hierro, con unas toscas incrustaciones de bronce cerca de la punta y una tira de cuero enrollada a la empuñadura. Era una daga característica de la época. Había autentificado una casi exactamente igual hacía sólo unos meses.

Apuró el jerez. El humo de la pipa oscureció por un momento el objeto que tenía delante. Al disiparse el humo, vio con claridad que una punta de la tira de cuero de la empuñadura estaba ligeramente levantada en la parte inferior de ésta. Le bastó tirar suavemente para que la tira empezara a desenrollarse.

Al principio pensó que no eran sino minúsculas rascaduras, pero al acercarla más a la luz y examinarlas con la lupa reparó en que las supuestas marcas eran signos alfabéticos. No eran persas ni egipcios, como habría podido esperar, sino griegos; una serie de minúsculas letras griegas inscritas en el metal de la empuñadura. AYMMAXOE MENENAOY, Dimacos, hijo de Menendos. Parpadeó, perplejo, y musitó:

—De modo que éste es tu secreto, ¿eh?

Escribió las palabras en un bloc, las deletreó y comprobó una y otra vez para asegurarse de que las transcribía bien. Dejó la daga a un lado, se acercó el bloc y se retrepó en el sillón a examinar las palabras. «¿Dónde habré visto yo antes esto?», se preguntó.

Permaneció unos veinte minutos prácticamente inmóvil, mirando al vacío, alzando de vez en vez la copa de jerez e inclinándola hacia la boca, a sabiendas de que ya no quedaba gota por apurar. Y, de pronto, dejó el bloc a un lado, se levantó y fue hacia la librería del fondo del despacho, con paso sorprendentemente vivo para un hombre de su edad.

—¡Imposible! —exclamó—. ¡No puede ser!

Pasó el índice de la mano derecha por los lomos de los libros hasta dar con uno que estaba en el centro. Era un volumen encuadernado en piel, de gruesas páginas de pergamino y el título impreso en letras doradas en el lomo:
Inscriptions grecques et latines des tombeaux des rois ou syringes à Thèbes
. J. Baillet.

Volvió rápidamente al escritorio y lo despejó un poco para hacerse sitio, puso el libro bajo la luz de la lámpara y empezó a hojearlo nerviosamente. Desde el pasillo, el vigilante de seguridad, al ver luz bajo la puerta, le gritó buenas noches al pasar, pero el profesor ni siquiera lo oyó, absorto por completo en la lectura de un fragmento del libro. En el silencio de su despacho su respiración jadeante parecía más agitada de lo que estaba.

—¡Es imposible! —musitó—. ¡Es imposible! Pero, Dios mío, ¿y si no lo fuese?

28

Luxor, colinas de Tebas

A pesar de la protección de los muretes, hacía demasiado frío para seguir desnudos. Después de hacer el amor volvieron a ponerse la ropa y fueron hacia las colinas. El viento les daba en la espalda. El paisaje proyectaba ahora una plateado resplandor de luna. Tara se colgó del brazo de Daniel. Aún notaba un delicioso dolorcillo entre las piernas. Había comprobado cuán poderoso amante era él.

—¿Qué buscas? —preguntó ella al reparar en que Daniel miraba con expresión escrutadora en dirección a las sombras que cubrían la pendiente.

—Nada concreto. Orientarme, en realidad, porque hace bastante tiempo que no he estado aquí.

—¿Te arrepientes de haberlo hecho?

—¿Qué?, ¿el amor? —preguntó él con una sonrisa—. Ha sido maravilloso. ¿Te arrepientes tú?

Ella lo retuvo, sujetándolo del brazo, se puso de puntillas y lo besó apasionadamente en los labios.

—Interpretaré esto como un no —dijo Daniel, y soltó una carcajada.

Siguieron caminando, entrelazados por la cintura, adentrándose cada vez más en las colinas. El silencio era tan sepulcral que no se oía más que el ruido de sus pisadas, el susurro del viento y, de vez en cuando, el lejano aullido de un perro salvaje.

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