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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El Emperador (2 page)

—Ese hombre está borracho —dijo Mrs. Murgatroyd, con helada desaprobación.


Está
de vacaciones, querida —repuso Murgatroyd.

—Esto no es una excusa —dijo Mrs. Murgatroyd—. ¿Quién es?

—Harry Foster —respondió Jones—. De Perth.

—No habla como un escocés —repuso Mrs. Murgatroyd.

—Perth, Australia —dijo Jones—. Permitan que les muestre sus habitaciones.

Murgatroyd se asomó entusiasmado al balcón de su dormitorio del primer piso. Debajo de él, un pequeño prado de césped descendía hasta una franja de brillante arena blanca sobre la cual las palmeras dibujaban sombras al ser agitadas por la brisa. Una docena de redondas sombrillas de paja ofrecían una protección más eficaz. La tibia laguna lamía el borde de la playa. Más allá, era de un verde translúcido, y más allá, parecía azul. A quinientos metros, se distinguía el arrecife coronado de espuma.

Un joven del color de la caoba y de cabellos que parecían de paja hacía
windsurfing
a unos cien metros de la orilla. Plantado sobre la pequeña tabla, captaba una ráfaga de viento, se inclinaba hacia afuera para contrarrestar el tirón de la vela y se deslizaba sobre la superficie del agua sin esfuerzo aparente. Dos chiquillos morenos, de cabellos y ojos negros, se arrojaban agua y chillaban junto a la orilla. Un europeo maduro y barrigudo salió trabajosamente del agua con su calzado de aletas y llevando a rastras las gafas y el tubo para respirar.

—¡Jesús! —gritó con acento sudafricano a una mujer que se hallaba a la sombra—. ¡Qué cantidad de peces hay ahí! Es increíble.

A la derecha de Murgatroyd, junto al cuerpo principal del edificio, hombres y mujeres envueltos en telas del país se dirigían al bar de la piscina para tomar un aperitivo helado antes del almuerzo.

—Vayamos a nadar un poco —sugirió Murgatroyd.

—Podríamos ir más pronto si me ayudases a deshacer las maletas —dijo su esposa.

—Déjalo para después. Sólo necesitamos los trajes de baño hasta después del almuerzo.

—De ninguna manera —replicó Mrs. Murgatroyd—. No permitiré que te presentes en el comedor como un indígena. Aquí están tus shorts y tu camisa.

Murgatroyd asimiló en dos días el ritmo de las vacaciones en los trópicos, al menos hasta donde le era permitido. Se levantaba temprano, como siempre, pero, en vez de contemplar a través de los visillos el panorama de las calles mojadas por la lluvia, se sentaba en el balcón y observaba cómo se elevaba el sol sobre el océano Indico, allende el arrecife, haciendo que el agua oscura y mansa brillase súbitamente como una lámina de cristal hecha añicos. A las siete, salía a tomar el baño de la mañana, dejando a Edna Murgatroyd recostada en las almohadas, sin haberse quitado aún los bigudíes, y quejándose de la lentitud con que servían el desayuno, cosa que, en realidad, hacían con asombrosa rapidez.

Pasaba una hora en el agua tibia y, en una ocasión, llegó a nadar casi doscientos metros mar adentro, sorprendiéndose de su propia audacia. No era buen nadador, pero estaba aprendiendo rápidamente. Por fortuna, su esposa, no presenció tal hazaña, pues estaba convencida de que la laguna estaba infestada de tiburones y barracudas, y nada habría podido persuadirla de que tales depredadores no podían cruzar el arrecife y de que la charca era tan segura como la piscina.

Tomaba el desayuno en la terraza de la piscina y, a semejanza de los otros huéspedes, comía melón y mangos y papayas con los cereales, desdeñando los huevos y el tocino, a pesar de que habría podido pedirlos. A aquella hora, la mayoría de los hombres llevaban calzón de baño y camisa de playa, y las mujeres, ligeras camisas o túnicas de algodón sobre sus bikinis. Murgatroyd seguía fiel a los shorts de dril hasta la rodilla y a las camisas de tenis que había traído de Inglaterra. Su esposa se reunía con él bajo «su» sombrilla de paja, momentos antes de las diez, para empezar una larga serie de peticiones de bebidas sin alcohol y de aplicaciones de aceite, a pesar de que apenas se exponía nunca a los rayos del sol.

Ocasionalmente, sumergía su cuerpo sonrosado en la piscina del hotel —que rodeaba el bar en una especie de isla sombreada—, protegiéndose la permanente con un gorro de baño escarolado, y nadaba lentamente varios metros y volvía a salir.

Higgins, que se sentía solo, tardó poco en incorporarse a un grupo de ingleses mucho más jóvenes, por lo que apenas le veían. Se consideraba buen nadador, y se equipó en la «boutique» del hotel, adquiriendo, entre otras cosas, un sombrero de paja de ala ancha, parecido al que llevaba Hemingway en una foto que había visto una vez. Pasaba el día en calzón de baño y camisa, y, para la cena, se ponía, como los demás, unos pantalones de color pastel y camisa de safari con bolsillos sobre el pecho y charreteras en los hombros. Después de cenar, se iba al casino o a la discoteca. Murgatroyd se preguntaba cómo serían éstos.

Desgraciadamente, Harry Foster no había guardado para sí su sentido del humor. Para los sudafricanos, australianos y británicos que constituían el grueso de la clientela, Murgatroyd de Midland llegó a ser muy conocido, mientras Higgins se esforzaba en hacer olvidar su título de la Casa Central precisamente asimilándolo. Sin pretenderlo, Murgatroyd se hizo popular. Al llegar a la terraza para el desayuno, con sus shorts largos y sus zapatillas con suelas de goma, provocaba bastantes sonrisas y alegres saludos de «Buenos días, Murgatroyd».

En ocasiones, se tropezaba con el inventor de su título. Harry Foster pasaba por su lado, envuelto en su nube personal, v le saludaba con la mano izquierda, pues la derecha parecía abrirla únicamente para dejar su bote de cerveza y cerrarla de nuevo para agarrar otro. Cada vez, el genial australiano sonreía afectuosamente, levantaba la mano libre y decía: «Que lo pase bien, Murgatroyd.»

La tercera mañana, Murgatroyd salió del agua, habiendo tomado el baño de después del desayuno, se sentó debajo de la sombrilla de paja, apoyando la espalda en el soporte central, y empezó a examinarse. El sol estaba ya bastante alto y empezaba a hacer mucho calor, aunque sólo eran las nueve y media. Contempló su cuerpo, que, a pesar de todas sus precauciones y de las advertencias de su esposa, empezaba a tomar el color de una langosta. Envidió a los que podían adquirir un tono tostado en breve tiempo. Sabía que la solución estaba en conservar este tono una vez adquirido, en vez de volver al blanco marmóreo entre cada vacación y la siguiente. Pero esto era inútil en Bognor, pensó. Sus tres últimas vacaciones sólo le habían ofrecido cantidades variables de lluvia y de nubes grises.

Sus piernas emergían de su calzón de baño de tartán, delgadas y velludas, como ramas de espino alargadas. Su barriga era redonda, y flaccidos los músculos del pecho. Años de estar sentado detrás de una mesa habían ensanchado sus posaderas, y sus cabellos se aclaraban. Conservaba todos sus dientes y llevaba gafas sólo para leer, principalmente informes de la compañía y cuentas bancarias.

Llegó del agua el zumbido de un motor y, al levantar la cabeza, vio una pequeña lancha rápida que adquiría velocidad. Arrastraba una cuerda, al extremo de la cual se bamboleaba una cabeza sobre el agua. Mientras observaba, la cuerda se tensó y, entre un remolino de espuma, surgió la figura bronceada del esquiador acuático, que era un joven huésped del hotel. Éste utilizaba un solo esquí, colocando un pie delante del otro, y un surtidor de espuma se elevó tras él al adquirir velocidad detrás de la lancha. El timonel hizo girar la rueda y el esquiador describió un gran arco, pasando cerca de la playa por delante de Murgatroyd. Con los músculos contraídos, tensos los muslos contra los embates de la estela de la embarcación, aquel hombre parecía tallado en roble. El ruido de su risa triunfal despertó ecos sobre el agua al alejarse de nuevo a toda velocidad. Murgatroyd observó y envidió a aquel joven.

Él tenía cincuenta años, se dijo, y era bajo, barrigón, y no estaba en buena forma, a pesar de las tardes de verano pasadas en el club de tenis. Sólo faltaban cuatro días para el domingo, y entonces, tomaría de nuevo el avión y no volvería nunca. Probablemente, pasaría otros diez años en Ponder's End y se retiraría, seguramente, a Bognor.

Miró a su alrededor y vio una jovencita que venía caminando por la playa, desde la izquierda. La cortesía hubiese debido impedirle mirarla con fijeza, pero no pudo evitarlo. Andaba descalza, con la gracia cimbreante de las chicas de la isla. Su cutis tenía un fuerte color dorado, sin ayuda de aceites o lociones. Llevaba un paño blanco de algodón, con un dibujo escarlata, anudado debajo del brazo izquierdo. Le llegaba justo debajo de las caderas. Murgatroyd presumió que debía llevar algo debajo de aquello. Una ráfaga de viento apretó la tela sobre su cuerpo, revelando por un segundo los firmes y jóvenes senos y la estrecha cintura. Después, el céfiro se extinguió y la ropa pendió de nuevo recta.

Murgatroyd vio que era una criolla pálida, de ojos grandes y negros, pómulos salientes y lustrosos cabellos negros que caían en ondas sobre su espalda. Al pasar por delante de él, se volvió para dirigir una amplia y feliz sonrisa a alguien. Esto pilló por sorpresa a Murgatroyd. No sabía que hubiese alguien cerca de él. Miró vivamente a su alrededor, para ver a quién había sonreído la muchacha. Allí no había nadie. Cuando se volvió de cara al mar, la joven sonrió de nuevo, brillando sus dientes blancos bajo el sol de la mañana. Estaba seguro de que no les habían presentado. En tal caso, la sonrisa tenía que ser espontánea. A un desconocido. Murgatroyd se quitó las gafas de sol y sonrió a su vez.

—Buenos días —dijo.


Bonjour, m’sieu
—respondió la chica, y siguió su camino.

Murgatroyd la observó mientras se alejaba. Los negros cabellos le llegaban hasta las caderas, que oscilaban ligeramente bajo el blanco algodón.

—Será mejor que dejes de pensar en esas cosas —dijo una voz a su espalda.

Había llegado Mrs. Murgatroyd. También ésta contempló a la chica.

—Una buena pieza —admiró, acomodándose en la sombra.

Diez minutos más tarde, él la miró. Estaba enfrascada en la lectura de otra novela romántica de una autora popular, de las que había traído una buena provisión. Murgatroyd volvió a contemplar el mar y se preguntó, como había hecho tantas veces, por qué tenía ella una afición tan insaciable por las novelas románticas y un desprecio tan grande por la realidad. Su matrimonio no había estado marcado por la pasión amorosa, ni siquiera en los primeros tiempos, antes de que ella le dijese que desaprobaba «aquello» y que estaba equivocado si pensaba que había necesidad de continuarlo. Desde entonces, durante más de veinte años, se había visto como preso en un matrimonio sin amor, cuyo tedio sofocante sólo se animaba ocasionalmente en períodos de franca antipatía.

En una ocasión, había oído, en los vestuarios del club de tenis, que un socio le decía a otro que «hubiese tenido que azotarla hacía años». De momento, se había enfadado y había estado a punto de salir de detrás de los armarios para reprenderle. Pero se había contenido, reconociendo que aquel tipo tenía probablemente razón. Lo malo estaba en que él era incapaz de azotar a nadie y que ella no era persona capaz de mejorar con los azotes. Él había sido siempre, incluso de joven, un hombre de modales suaves, y, aunque podía dirigir un Banco, su debilidad en casa había degenerado en pasividad y después en sumisión. La carga de sus pensamientos íntimos se desahogó en forma de ronco suspiro.

Edna Murgatroyd le miró por encima de sus gafas.

—Si tienes gases —le dijo—, deberías tomar una tableta.

El viernes por la noche, Higgins se acercó a él en el vestíbulo, donde estaba esperando a que su mujer saliese del lavabo de señoras.

—Tengo que hablarle… a solas —susurró Higgins, torciendo la boca con un disimulo capaz de llamar la atención en varias millas a la redonda.

—Ya —dijo Murgatroyd—. ¿No puede hacerlo aquí?

—No —gruñó Higgins, mirando hacia un helecho—. Su esposa puede salir en cualquier momento. Sígame.

Echó a andar con estudiada indiferencia, dio varios pasos en el jardín, se ocultó detrás de un árbol, apoyó la espalda en el tronco y esperó. Murgatroyd le siguió.

—¿De qué se trata? —preguntó éste, al reunirse con Higgins en la oscuridad de la vegetación.

Higgins miró hacia el vestíbulo iluminado, más allá de la arcada, para asegurarse de que la media naranja de Murgatroyd no les había seguido.

—Una partida de pesca —explicó—. ¿Lo ha hecho alguna vez?

—No, desde luego que no —contestó Murgatroyd.

—Yo tampoco. Pero me gustaría. Sólo una vez. Por probar. Escuche: tres hombres de negocios de Johannesburgo alquilaron una barca para mañana por la mañana. Por lo visto, no pueden salir. Por consiguiente, la barca está disponible, y por la mitad del precio, porque habían dado paga y señal. ¿Qué me dice? ¿Vamos a tomarla?

Murgatroyd se sorprendió de que se lo preguntase.

—¿Por qué no va con un par de compañeros de su grupo? —inquirió.

Higgins se encogió de hombros.

—Todos ellos quieren pasar el último día con sus amiguitas, y las chicas no quieren ir. Vamos, Murgatroyd, ¿por qué no hacemos la prueba?

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Murgatroyd.

—Normalmente, cien dólares americanos por cabeza —dijo Higgins—, pero, como la mitad está pagada, sólo serán cincuenta dólares cada uno.

—¿Por unas pocas horas? Son veinticinco libras.

—Veintiséis libras y setenta y cinco peniques —precisó automáticamente Higgins, que por algo estaba en la sección de cambio de moneda extranjera.

Murgatroyd calculó. Contando el taxi para ir al aeropuerto y los diversos gastos para llegar a Ponder's End, le quedaría poco más de aquella cantidad. El sobrante sería destinado por Edna Murgatroyd a comprar artículos libres de impuestos y regalos para su hermana de Bognor. Meneó la cabeza.

—Edna no estaría de acuerdo —dijo.

—No se lo diga.

—¿Que no se lo diga? La idea le escandalizó.

—Exactamente —insistió Higgins. Se acercó más, V Murgatroyd advirtió que su aliento olía a ponche—. No diga nada. Ella le echará después una bronca; pero se la echaría de todos modos. Piénselo. Probablemente, no volveremos nunca aquí. Probablemente, no volveremos a ver el océano Índico. Entonces, ¿por qué no hacerlo?

—Bueno, no sé…

—Sólo una mañana, en el mar abierto y en una pequeña barca. Con el viento agitando nuestros cabellos, y echándole el sedal a los bonitos, a los atunes y quizás a algún pez sierra. Al menos, será una aventura para recordarla en Londres.

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