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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

El druida del César (8 page)

En fin, podría haberle explicado que no había logrado huir por culpa de la pierna izquierda, claro, y que sin la intervención de
Lucía
el caballo del germano no se habría negado de pronto a obedecer y aquel mastodonte no habría salido catapultado contra mis dos puñales. Tampoco iba a explicarle que le había dejado la cabeza sobre los hombros porque semejante peso en el cinto no habría hecho más que impedirme andar. Pero los celtas no son hombres de grandes explicaciones.

—Prefiero ser la esclava de un celta rauraco que de un germano suevo o de un druida helvecio —dijo Wanda mientras miraba desconcertada el yelmo lleno de bolsas de dinero que guardaba en su regazo—. Amo, espérame aquí, volveré pronto.

La muchacha se levantó y se fue, llevando el yelmo consigo. No sabía si creerla o no. Cuando uno se encuentra en un auténtico apuro, todo está en juego y la mera supervivencia depende de una sola persona, uno se vuelve algo más receloso. Y yo tuve tiempo suficiente para meditar al respecto y tornarme completamente desconfiado.

Transcurrieron las horas y Wanda no regresaba. De vez en cuando veía a algún jinete germano a lo lejos; a lo mejor seguían buscando supervivientes para el mercado de esclavos.
Lucía
estaba cada vez más intranquila y a mí cualquier ruido me sobresaltaba; no sé cómo me quedé allí sentado, en medio de los cadáveres. Y Wanda no regresaba. Poco a poco se fue apoderando de mí una sensación bastante desagradable. Tal vez con ese comentario de que prefería ser esclava de un celta que de un germano suevo había querido hacerme creer a salvo. Desde luego, había cosas mejores que ser esclava. ¡La libertad! Y con todas las bolsas de monedas que les había quitado a los muertos era una mujer rica. ¡Sencillamente me había dejado en la estacada!

Ese pensamiento me cayó encima como una losa. De pronto tuve la sensación de que alguien me observaba y creí sentir cómo se preparaba una flecha en algún lugar. De puro miedo empecé a distinguir a lo lejos figuras vacilantes que se desvanecían de repente en el aire; todas las ramas parecían transformarse en espadas de germanos y en todos los matorrales se dibujaba el pecho pintado de negro de un guerrero suevo. Tenía que salir de allí, hacia el sur. Me puse a errar como si estuviera borracho por el campo de batalla; tropezaba, me levantaba y seguía renqueando. Por doquier yacían personas a las que había conocido, con el cuerpo desgarrado por completo; gente que me había ayudado ahora flotaba en oscuros charcos de sangre, despojada de cualquier prenda; vi personas a las que yo había querido encorvadas en posturas imposibles, en el barro. Estaban todos unidos de una extraña guisa por una misma expresión de dolor. Sin embargo, me esforcé en subir la colina. No sé si lloraba a causa de la emoción de los recuerdos que me unían a esas personas o conmovido porque estuvieran ya de camino al reino de los muertos. Me sentía furioso conmigo mismo. ¿Por qué había esperado a Wanda tanto rato si sólo era una esclava? Pronto oscurecería y entonces estaría atrapado sin remedio. Volvía a llover. Llegué a la última elevación justo a tiempo. Poco después, el camino que había recorrido era una fosa de lodo que cubría hasta los tobillos. Era como si el cielo hubiese abierto sus esclusas para ahogar a los hombres como si fueran ratas. Desde allí se divisaban los dos valles húmedos y grises: uno llevaba al oeste, a la región de los celtas secuanos, el otro al norte, al Rin. Lo que fuera nuestra granja ahora aparecía como una mancha negra de humo en el paisaje. El caserío se había consumido por completo. La lluvia había llegado demasiado tarde. Nuestro caserío ya no existía y la tierra que habíamos cultivado era territorio germano. Sobre el bosque se alzaba una humareda uniforme. A buen seguro, los germanos estarían sentados alrededor de una gran hoguera, devorando la carne de cerdo en salazón que habíamos almacenado para el viaje y probablemente bebiéndose el falerno del tío Celtilo y orinándose en las estatuas sagradas de los árboles.

Exhausto, me senté sobre una peña y estiré las piernas. No cesaba de llover. No sé en qué estarían pensando los dioses, pero algunos de los nuestros son malvados y no tienen más que excrementos de rata en el cerebro. Los pantalones de lana a cuadros y la túnica sin mangas se me adherían al cuerpo como una segunda piel. Al parecer nuestros dioses no tenían bastante con verter todo el mar del Norte sobre nuestra tierra, y enviaron además una brisa helada que me dejó rígido e inmóvil como un lingote de plomo de Cartago Nova.

—¿Tú qué dices,
Lucía
? ¿Se te ocurre algún dios que pudiese ayudarnos?

Lucía
se acercó como un caballo al trote y me olisqueó el cuello, que el germano me había cubierto de vómito. Sentí una rabia infinita.

Aunque siguiera caminando como un loco cuatro días, cosa que de todos modos no podía hacer, cualquier jinete me habría alcanzado en una sola mañana. Yo tardaba en recorrer una milla cinco veces más que alguien que no estuviese impedido, así que no tenía ningún sentido seguir caminando. Necesitaba un caballo. Quería apoyarme sobre la espada que le había arrebatado al germano pero la punta se hundía enseguida en la tierra blanda, de manera que no me quedaba más remedio que arrastrarme a gatas por el lodo mientras me golpeaba la lluvia torrencial. Para quien tiene los músculos rígidos, la lluvia es una tortura, un auténtico tormento que duele como los latigazos. Sin embargo no estaba dispuesto a darme por vencido, aunque los dioses arrojaran un granizo tan grande como huevos. Quería ir al sur y seguir avanzando hasta llegar a una casa segura donde comprar un caballo o morir. Mis posibilidades ya no eran demasiado buenas, y lo sabía. Los germanos aún estaban cerca, pero, al contrario que los romanos, no sabían aprovechar una victoria. También en ese aspecto se parecían mucho a los celtas: deseamos diversión, no un imperio. Esa era mi única posibilidad, y cobré nuevas esperanzas. Tropecé con una rama entre el barro, me puse en pie e intenté recorrer la cresta lo más deprisa posible. Los pies cada vez me pesaban más y cada paso me exigía un nuevo esfuerzo para no hundirme en el cieno; de las suelas me colgaban enormes grumos de lodo. Entonces se me atascó el famoso pie izquierdo y volví a perder el equilibrio; rodé como un barril por un terraplén que no se acababa nunca, cada vez más deprisa y me golpeé las rodillas contra una roca para, al fin, aterrizar de cabeza en un arroyo. ¡Como si no hubiese tenido ya suficiente agua! El agua estaba turbia pero no olía a podredumbre, cosa que interpreté como una reconfortante señal de los dioses. Me sumergí un instante y me lavé el cuello, y al emerger vi algo que venía hacia mí por la superficie. Era el anciano de la aldea, Postulo, que flotaba boca abajo sobre el agua; de la espalda le salían cuatro flechas. Debieron de alcanzarlo mientras huía. Lo arrastré a la orilla y le quité la insignia de su noble ascendencia, la torques, un collar hecho de oro macizo, y le puse una dracma griega de plata bajo la lengua. Esperaba que el tío Celtilo lo acompañase y que el barquero les ofreciera a ambos un vaso de falerno. Por un total de dos dracmas griegas debía de estar incluido.

En la otra orilla descubrí el cadáver de un germano; de la axila le sobresalía la espada de Postulo. Para congraciarme con los dioses germanos, también a él le puse un óbolo bajo la lengua, aunque sólo fue un as de cobre romano. Eso bastaría para una plaza de pie en la barca.

* * *

Todo mi cuerpo estaba señalado con rasguños sangrientos. Había perdido la espada germana por el camino, pero aún conservaba el arco y las flechas, así como mis dos puñales, la bolsa de oro del tío Celtilo y la trenza rubia que colgaba de mi cinturón. De forma instintiva palpé el amuleto que llevaba al cuello, la rueda de Taranis, y lo así con fuerza mientras invocaba la ayuda de mi tío. Sentí que todavía no había llegado al otro mundo, que aún estaba de camino, con el barquero. Miré al cielo lleno de ira mientras a lo lejos retumbaba un trueno; el agua me llegaba al pecho y seguía lloviendo a cántaros, como si los dioses quisieran ahogarme allí mismo.

—¡Taranis! —bramé con todas mis fuerzas—. ¡Acaba de una vez con toda esta mierda!

Unos rayos impetuosos fueron la respuesta; Taranis arrojaba a la tierra su azote de truenos tortuosos. ¿Estaría disgustado porque no le había ofrecido la cabeza del germano?

—¡Taranis! —exclamé a voz en grito—. ¡Si necesitas sacrificarme, tómame, pero guárdate de Epona porque gozo de su protección!

Taranis prendió fuego al cielo. Sus rayos impetuosos desgarraban la oscura bóveda celeste y hacían temblar a personas, animales y árboles. Con gran esfuerzo, desaté las correas de piel que sujetaban a mi cinto la bolsa de monedas del tío Celtilo, la abrí y saqué un par de monedas de oro. Luego extendí la mano hacia Taranis.

—¡Taranis, dios del fuego celestial! Tus rayos nos traen la lluvia que fecunda la tierra para que todo pueda brotar y crecer. Pero tus rayos también traen la muerte y la perdición a personas y animales. Dios del fuego celestial, ten en cuenta que también el sol quema cuando tú dejas que brille. ¡Taranis, señor del sol, haz que vuelva a brillar el astro!

En ese momento el rayo alcanzó un árbol que había en lo alto del terraplén y lo partió como si fuera un hacha. Caí sobresaltado hacia atrás, al agua, y las monedas de oro volaron por el aire. Los dioses se sirvieron a voluntad. Cuando emergí, el árbol tocado por el rayo estaba en llamas. Parecía que los dioses estuvieran en plena riña. Un viento gélido e iracundo barrió la tierra y los ríos se convirtieron en fuertes corrientes que arrastraban los árboles próximos a la orilla. En ese infierno escuché de pronto algo familiar que sonaba bajo, intenso y desgarrador. ¡
Lucía
! Temblorosa y tiritando, la perra ladraba lastimeramente en la orilla.

Volví a atarme la bolsa de monedas al cinto y nadé hacia la orilla.
Lucía
no me dio tiempo ni a ponerme de pie y me saltó a la cabeza mientras lloriqueaba y lamía mi melena. Por fin pude volver a estrecharla entre mis brazos. ¡Cómo me gustaba el olor de su pelo mojado! Se soltó de mi abrazo entre aullidos y saltó a un par de pasos de mí; después se quedó otra vez quieta, se sacudió y me ladró. Intentaba decirme algo.

De improviso escuché muy cerca el relinchar de un caballo. Levanté la vista hacia el terraplén y observé con atención. Permanecí de rodillas y saqué una flecha del carcaj, la puse en el arco y lo tensé; de rodillas no podía errar el tiro. Por encima de la orilla había un sendero hollado, y de ahí provenían los relinchos. Volví a escucharlos. Vigilaba el terraplén con desespero. El cielo estaba casi negro. Los dioses habían convertido el día en noche.

—¡Amo! Soy yo, Wanda.

Me sobresalté. Divisé a Wanda a un tiro de piedra. La muchacha estaba en lo alto del terraplén y llevaba de las riendas dos caballos celtas.

—Date prisa, amo, los germanos despojan a los muertos. Pronto estarán aquí.

—Me lanzó una cuerda y ató con fuerza el otro extremo a una de las cuatro protuberancias de la silla. Me di un par de vueltas de cuerda al brazo derecho, sujeté a
Lucía
con el izquierdo y me dejé izar por el terraplén. Como la pendiente estaba muy resbaladiza a causa de la lluvia, subimos la cuesta prácticamente a rastras. Mi esclava me agarró y me ayudó a ponerme de pie.

—Amo, estás rígido como la piedra.

—Así es como me siento, Wanda. Si no entro enseguida en calor, podrás venderme en Massilia cual estatua de Apolo.

Juntó las manos formando un estribo y me ayudó a subir al caballo.

—Sujétate bien, amo —susurró desoyendo mis quejas, y me pasó a
Lucía
, a la que puse sobre la silla de través.

Los caminos de herradura se habían convertido en barrizales tales que los perros del tamaño de
Lucía
no tenían posibilidad alguna de avanzar. Miré con cierta incredulidad a Wanda, que se montaba sobre el segundo caballo. Había regresado de veras.

Cabalgamos uno junto al otro en dirección al sur, hacia el pico de la voraz águila romana.

2

Nuestro objetivo era la orilla del Ródano, algo antes de su desembocadura en el lago Lemanno. Allí hay un puente que cruza el río hasta el
oppidum
de Genava, el principal asentamiento de los celtas alóbroges. Por desgracia, la región de los alóbroges se ha convertido en provincia romana.

A finales de marzo se reunirían en la orilla del Ródano todas esas tribus celtas que tres años antes decidieron unirse a la gran caravana de los helvecios. Yo todavía no había visto el Atlántico, pero los mercaderes me habían explicado tantísimas cosas que, en sueños, ya había estado muchas veces. Allí se podía nadar y los peces eran gigantescos. Los santonos tienen la costumbre de rellenarles las tripas con hierbas para ponerlos a asar al fuego y, según decían, se podía comer una gran cantidad de estos pescados sin tener que ir a comprar después un cinto nuevo. Después de todo lo que había vivido en los últimos días, pensé si no sería más sensato dirigirme al Atlántico bajo la protección de las tribus helvecias. ¿O acaso debía poner a prueba el favor de los dioses e ir a Massilia? También Massilia tenía mar, el Tusco, o Interior, como asimismo lo llamaban, y también allí se podía nadar y habría peces. Sí, por entonces mi comercio imaginario en Massilia ya había arraigado en mí con fuerza. Sin embargo, después de pasarme diecisiete años bajo un árbol, antes tenía que aprender a tomar decisiones por mí mismo. Estaba indeciso y la rana aplastada por cascos que encontré al borde del camino no me ayudaba a decidir, si bien las entrañas se le habían salido de la tripa prestándose a varias interpretaciones. Desde luego, es para partirse de risa las vueltas que damos a cosas que los dioses ya han decidido hace tiempo. ¿Pero acaso no eran también los dioses muy caprichosos? ¿Y no era asimismo posible que a veces me perdieran de vista y en esos momentos pudiera decidir mi propio destino?

Wanda y yo cabalgamos en silencio uno junto al otro a lo largo del sendero hollado. Tan sólo hicimos un breve alto en una cueva, y a primera hora de la mañana reemprendimos el camino. Parecía que Taranis hubiese vuelto a caer en la cuenta de que no sólo era responsable del rayo y del trueno, sino también del sol. Resulta asombroso que un par de laminitas de oro celta y unos denarios de plata massiliense logren refrescarle la memoria a un dios. Sin embargo, ¿no resulta por otra parte lamentable que hasta a los dioses se les pueda sobornar con un par de monedas? Lo digo totalmente en serio; ya no estaba de humor para bromas. Estábamos cansados, exhaustos, con las posaderas escocidas sobre las sillas húmedas, pero el miedo a los germanos nos empujaba a continuar. Sabíamos que ellos no tenían prisa, y poco les importaba que todos los
oppida
celtas se enteraran de la invasión y sus ocupantes huyeran. Los germanos querían cazar y saquear, para luego hacer ir algún día a sus familias y concederles el territorio poblado por rauracos y helvecios.

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