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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día que España derrotó a Inglaterra (33 page)

L
a suerte del castillo de San Felipe de Barajas estaba prácticamente sella­da. Sólo un milagro salvaría el Fuerte; con él, a Cartagena de Indias, y con Cartagena, el Imperio Español. El Castillo se encuentra en dirección sureste de la ciudad amurallada, en inmediaciones del arrabal de Getsemaní, situado a menos de un kilómetro. El Castillo estaba construido de tal ma­nera que sus baterías ocuparan diferentes planos en la topografía, unas más altas, otras más bajas, con el fin de poder batir desde distintas alturas el terreno y al enemigo. Las baterías de San Lorenzo y Santa Bárbara, con sus reductos intermedios, por ejemplo, dominan con fuegos rasantes y latera­les todo el terreno comprendido desde el Playón del Cocal hasta el pie del Cerro. Las baterías estaban dispuestas de suerte que todas se dieran apoyo mutuo y, si las más bajas caían en poder del enemigo, pronto recibirían el fuego de las más altas, dificultándose así su ocupación permanente. La ba­tería de San Carlos era la que mejor se situaba para batir los cerros cercanos, aunque el dominio de las alturas del cerro de La Popa constituía un grave peligro para el Castillo.

Pero la penuria dentro de sus muros por la falta de provisiones era muy grande. La falta de agua se hacía sentir y no había quedado más remedio que comerse los últimos escuálidos caballos que quedaban ante la imposi­bilidad de darles pienso o hierba; esto era preferible a verlos perecer de hambre, aunque los comandantes sabían que aquellos animales podrían servir en un momento dado, así fuera para dar una débil carga. La carne fue cortada a tiras y salada como convenía en aquellos climas. Nuevamente se almacenó en porciones para mejor dotar de raciones a la tropa. La oficiali­dad española sabía que no podían resistir esa situación mucho tiempo aun­que los ingleses fuesen contenidos en el campo. ¡Algo había que hacerse!

El Virrey estaba ahora encerrado en aquel Fuerte, asediado por el ene­migo que acampaba en las estribaciones del cerro San Lázaro. Eslava se pasea durante horas con las manos entrelazadas en las espaldas, sin saber qué hacer ni qué camino tomar. Sentía la presión de la oficialidad que, de alguna manera, le hacía saber la necesidad de tener a Lezo al frente de las fuerzas. Todos sabían que el General, con su sola presencia, infundía respe­to y ánimo a la tropa. Parecía un tigre enjaulado. Finalmente, tomando una dura decisión y en un acto de humildad reprimida, el Virrey convoca a Don Blas de Lezo y le dice:

—General, reasumid la defensa del Castillo y reincorporaos a la guerra.

—No, si antes no admitís que tenía razón en lo que os prevenía —responde Lezo con la grave serenidad de quien sabe que tiene la situa­ción en sus manos.

—Teníais bastante razón, General —dijo el Virrey a regañadientes.

—Haré lo que pueda, Señor Virrey, pero nada os garantizo —gruñó alti­vo y presentando plaza de soldado. Inmediatamente, Lezo llamó a Desnaux y ordenó con pasmosa frialdad castrense que el soldado portugués fuese colgado y exhibido desde lo alto del castillo de San Felipe con un letrero que dijera: «Esto espera a los traidores». Eslava no se opuso. La muerte era el feroz disuasivo con la que los médicos y los soldados debían acostumbrarse.

Las bombas de las baterías emplazadas en la isla de Manga continuaron cayendo toda la noche sobre la ciudad y el Castillo, que también respondía el fuego. En el entretanto, Lezo ordenaba la excavación de un foso alrede­dor del Fuerte, tarea que fue ejemplar y aceleradamente ejecutada de noche por trescientos hombres; este foso ya había sido recomendado por Lezo, pero el ahorro de recursos que se había propuesto Eslava no había permiti­do completarlo a tiempo. Ahora se tenía que terminar a toda prisa y bajo el acoso del enemigo. La idea era no permitir que las escaleras del inglés al­canzasen la cima de las murallas. «Maldito Virrey —pensaba Lezo— ya se ha hecho demasiado tarde para dar una carga contra el enemigo en la playa y ahora también se hace fuerte en La Popa.»

Pero dos ideas adicionales del General decidieron la suerte de las armas españolas. En la tarde del 19 de abril ordenó completar la excavación de trincheras en la ladera sureste del Cerro con el propósito de que sus hom­bres salieran del Castillo y las ocuparan. Él mismo recorrió a pie el campo de lo que iba a ser el principal escenario del último combate. Se trataba de una larga y zigzagueante trinchera en forma de zeta que descendía por la ladera y que permitía cubrir varios flancos a la vez y no ser desbordada en una primera carga. Había decidido, pues, batirse con los ingleses en el cam­po y no permitir que lo asediaran dentro de los muros. De otro lado, esta decisión iba a permitir que la artillería enemiga se desviase de castigar las murallas, intentando abrir brecha en ellas, y se concentrase en sus hombres atrincherados. Allí esperaría a recibir la carga del enemigo. Para esa faena Lezo pidió reclutamiento voluntario de las mujeres que habían decidido quedarse con sus maridos, y hombres no aptos para la lucha, quienes fue­ron desplazados desde la Plaza y desde el arrabal de Getsemaní, dando un largo rodeo por el costado oriental del Castillo y al amparo de las baterías de Manga, para así ayudar a terminar de excavar las trincheras que todavía no estaban concluidas. Había que conectarlas con el foso y entre sí mismas, para facilitar el aprovisionamiento de los hombres al resguardo de sus pare­des. Las mujeres se emplearon en una doble labor: cientos de ellas iban y venían cargadas con provisiones y herramientas de todo tipo desde la ciu­dad amurallada. Trabajaron como mulas, principalmente de noche, y a la luz de los candiles, hombro a hombro con un enjambre de viejos y de niños. Algunos voluntarios fueron alcanzados por las bombas lanzadas des­de Manga, pero nadie cedió al pavor causado por el enemigo. Los neo­granadinos, como lo demostrarían más tarde en las luchas independentistas, y en las guerras fratricidas del siglo XX, eran, como los peninsulares, huesos duros de roer y tenían profundo sentido del honor. Nadie quería dejar entrever a su compañero que el «macho» se le venía a menos.

La segunda idea de Lezo fue despachar dos soldados españoles a las filas enemigas a actuar como desertores; su misión era desviar el grueso del ejér­cito hacia la cortina oriental del Fuerte bajo el engaño de que por allí la escalada de la muralla sería más fácil. Pero esta idea fue recibida con escep­ticismo y preocupación. El coronel Desnaux advirtió a Lezo que el ajusti­ciamiento del portugués no haría que los ingleses tragaran ese anzuelo.

—Ahorcarán a los supuestos desertores, mi General. No debemos tomar ese riesgo —gruñó el Coronel, incrédulo.

—Aquí ya no hay riesgos por tomar, mi Coronel. Aquí lo que hay es la certeza de que Cartagena caerá, por lo que el riesgo está en no arriesgarse —concluyó Lezo con decisión.

En el entretanto, la orden de ejecución del portugués se llevaba a cabo con todas las solemnidades militares correspondientes. La noche del 19 de abril los ingleses comenzaron a anunciar que se aprestaban a asaltar la enor­me fortaleza haciendo un inusual y constante golpe de tambores mayores. Era un seco y permanente bum, bum, que anunciaba el asalto final, emplea­do, tal vez, para asustar y acobardar a los defensores. Desde las murallas se divisaba el campo iluminado por cientos de antorchas. El Padre Lobo fue traído especialmente para que confesara al reo y le diera la absolución, cosa que hizo después de escuchar un pormenorizado balance de sus faltas. El eco del bum bum sirvió de marco a una extraña conversación que surgió del fondo de un miedo terrible a la muerte:

—Creo que hice esto, Padre, porque mi país ha sido siempre aliado de los ingleses…

—Yo no sé de política, hijo, pero me parece que tú eras aliado de España.

—No creo que merezca la pena de muerte, padrecito. Cristo dice que hay que perdonar al enemigo —dijo casi lloroso y con poca disimulada angustia el soldado.

—Bueno —responde el Padre con asombro—, es mucho más compli­cado que eso. Cristo lo que dice es que hay que perdonar al enemigo per­sonal, y para designarlo usa la palabra inimicus, que denota eso en latín; nunca dijo que había que perdonar al enemigo público, pues jamás usó la palabra hostis, que así lo denota. Infortunadamente, tú te convertiste en un enemigo público…, te sumaste a los enemigos, y para colmo, herejes. Mira, hijo, sé cuánto sufres, pero, si en algo te consuela, piensa que todos hemos nacido con una sentencia de muerte sobre nuestras cabezas. A ti sólo te han adelantado la fecha… —Y el cura agachó la suya en signo de reflexión.

—¿Usted cree que me iré al cielo, Padre? —fue lo único que Fernandinho atinó a preguntar, perplejo, utilizando más los ojos ansiosos que las pala­bras tan extrañamente acentuadas que usaba.

—Por lo menos por esta traición y pecado no te irás al infierno, pues por ello te han condenado y eso es lo único que te puedo garantizar —contestó el buen Padre, pensando en que el salario del pecado es la muerte, como estaba escrito y que, como Santo Tomás decía, la pena capital formaba parte de la caridad evangélica. Después de una breve reflexión, añadió—: Recuerda que Cristo no se rebeló ante la muerte, por más injusta que pu­diese haber sido. Por el contrario —dijo recordando el Evangelio de San Juan— enseñó que Pilato no habría tenido ningún poder a menos que le hubiese sido dado desde arriba. Debes resignarte a la pena y buscar consue­lo en el Cristo, que, no siendo pecador como tú, asumió con resignación la injusta sentencia impuesta, hijo mío, y con ello le otorgó esa jurisdicción al Estado… —Y el cura, ya visiblemente conmovido, y sin atinar a saber si lo había consolado, alejó su mirada del sentenciado.

Alguien entró y aconsejó al reo que primero hiciera del cuerpo, pues era sabido que a veces los ahorcados manchaban los pantalones. Luego el soldado marchó en compañía del Padre y dos guardias hacia el improvisado cadalso compuesto por una viga de madera que sobresalía de la techumbre de un puesto de guardias, arriba, en lo alto del San Felipe, que dominaba el horizonte ahora visible por las antorchas inglesas. Fernandinho pudo guar­dar la compostura hasta el final, aunque no podía reprimir el temblor que le sacudía todo el cuerpo. Se arrodilló junto al banco que serviría de cadalso y pidió que el Padre le diera una última bendición. La cara se la cubrieron con una improvisada capucha negra. Debajo de sus pies se puso el banco, se le ataron las manos a la espalda y se le apretó la soga al cuello. Como le temblaba el cuerpo, fue preciso sujetar sus piernas y sostener el banco para que no se volcara, ahorcándose prematuramente. Cuando el banco estuvo estabilizado, empezó el redoble rápido y monótono de tambores, mientras Lorenzo de Alderete leía la sentencia emitida por traición a sus compañe­ros, al Rey y a España. Con voz solemne fue leyendo despacio y caden­ciosamente la sumaria sentencia, muy al estilo castrense, subrayada ahora por la cadencia unísona y sincopada de los tambores que anunciaban el luctuoso, aunque aleccionador, desenlace:

—Esta es la justicia que el Rey Nuestro Señor y sus reales ejércitos man­dan a hacer a este hombre por la traición efectuada contra su persona y contra España el pasado 15 de abril de 1741. El reo fue visto pasarse al enemigo y es confeso de traición. Quien tal hizo, que tal pague.

La guarnición contemplaba sin pestañear aquella escena. En los rostros apenas se dibujaba el asentimiento a la justicia militar. Acabada la breve lectura, se suspendió de golpe el redoble y acto seguido Alderete dijo ron­camente:

—Dios se apiade de tu alma —e indicó con la cabeza que el verdugo tumbara el banco, lo cual fue hecho de un puntapié.

El soldado emitió un gemido hueco, ahogado, se contorsionó por unos largos segundos y luego, incapaz de vivir, se descolgó flácido. Su cuerpo fue, entonces, suspendido desde lo alto de la muralla para que todos lo vieran, incluidos los ingleses, muchos de los cuales no llegaron a explicarse aquella extraña exhibición. Un par de antorchas iluminaron sus despojos y esa noche para todos fue evidente lo que aquello se pro­ponía: el soldado que desertara a las filas enemigas y traicionara al Rey, sufriría las mismas consecuencias. El ominoso cartel colgado del reo lo aclaraba.

Así las cosas, los fingidos desertores salieron hacia el campo enemigo y, con dos raídos trapos blancos, dando voces a los ingleses, fueron inmedia­tamente capturados y llevados adonde el general De Guise, quien atenta­mente los escuchó, haciéndose traducir cada palabra de los agitados solda­dos. Pronto otros comandantes se enteraron del suceso. La noticia fue recibida con reservas, dudas y aprehensiones por parte de la oficialidad, sobre todo del coronel Grant, quien dijo al general De Guise:

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