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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

El décimo círculo (7 page)

—Hey, señor Stone —le había saludado—. Trixie está en el lavabo.

Ella no reparó en que se había puesto rojo, ni en que había vuelto a salir de la cocina antes de que volviera su hija. Se sentó en el sillón con la bolsa de comida entre las manos, mientras el helado del interior se derretía contra su pecho, y se puso a pensar si los demás padres incurrirían en errores parecidos respecto a Trixie.

—Bueno —le decía en ese momento a su hija—, ya guardaré las sobras.

Se levantó para buscar en el bolsillo las llaves del coche.

—No hace falta, iré andando.

—Ya está oscuro —dijo Daniel.

Trixie le miró a los ojos, retadora.

—Creo que seré capaz de llegar a una casa que está a tres manzanas de aquí. No soy una niña, papá.

Daniel no supo qué decir. Para él era una niña.

—Entonces, antes de ir a casa de Zephyr, a lo mejor podrías ir a votar, enrolarte en el ejército o alquilarnos un coche… Oh, no, claro, tienes razón. No puedes.

Trixie miró al techo, se quitó la gorra y los guantes y se sentó.

—Creía que cenabas en casa de Zephyr.

—Cenaré en casa de Zephyr —dijo ella—. Pero no quiero que tengas que comértelo todo tú.

Daniel se dejó caer en la silla de enfrente. Le asaltó de súbito una imagen del pasado, de Trixie en clase de ballet, los dos luchando para recogerle el moño en una red antes de que empezara la sesión, siempre era el único padre que había, y las mujeres de los otros hombres se apresuraban a ayudarle a descifrar cómo se sujetaban las horquillas o cómo recolocar las mechas sueltas con spray para el pelo.

En su primera y única actuación de ballet, Trixie había sido la primera de los renos que tiraban del trineo que llevaba al hada de
Cascanueces
. Vestía unas mallas blancas, una cinta con una cornamenta y la nariz pintada de rojo. Daniel no había apartado los ojos de ella ni un solo instante de los tres minutos y veintidós segundos que había estado sobre el escenario.

Tampoco ahora hubiera querido apartar los ojos de ella, pero el nuevo papel de adolescente exigía que una parte de la representación se desarrollara fuera del escenario.

—¿Qué vais a hacer esta noche? —le preguntó Daniel.

—No sé, alquilar una peli, supongo. ¿Y qué vas a hacer tú?

—Oh, pues lo mismo que hago siempre que estoy solo. Bailar desnudo por toda la casa, llamar a una vidente por teléfono, curar el cáncer, negociar la paz mundial.

Trixie sonrió.

—¿Podrías ordenar mi habitación de paso?

—No sé si tendré tiempo. Depende de si los norcoreanos están dispuestos a cooperar. —Repartió la comida en el plato, dio unos bocados y tiró el resto a la basura—. Está bien, eres oficialmente libre.

Ella se levantó de la mesa de un salto y cogió la mochila, camino de la puerta.

—Gracias, papá.

—No hay de qué… —dijo Daniel, alargando la última vocal, como si estuviera pidiéndole unos minutos que su hija ya no tenía.

No había mentido. No más que su padre cuando Trixie era pequeña y él le había dicho una vez que comprarían un perro, y no compraron ningún perro. Ella sólo le había dicho lo que él quería, necesitaba, escuchar. Todo el mundo dice siempre que, para que haya una relación óptima entre padres e hijos, debe existir una comunicación franca, pero Trixie sabía que eso es un camelo. Para que haya una relación óptima entre padres e hijos, lo mejor es que ambas partes cedan para evitar que el otro quede decepcionado.

Ella no había dicho ninguna mentira en realidad. Sí iba a casa de Zephyr. Y sí tenía pensado pasar la noche fuera.

Sólo que la madre de Zephyr había ido a visitar a su hermano mayor al Wesleyan College, el fin de semana, y Trixie no era la única invitada a la fiesta. Iba a ir bastante gente, incluidos algunos jugadores del equipo de hockey.

Como Jason.

Trixie se agachó tras la valla al llegar a la casa de la señora Argobath, abrió la mochila y sacó unos jeans tan bajos de cintura que tenía que ir sin ropa interior. Los había comprado hacía un mes y los había ocultado de la vista de su padre, porque sabía que le iba a dar un ataque al corazón si se los veía puestos. Desprendiéndose con movimientos de serpiente de los pantalones de chándal y la ropa interior —Dios santo, qué frío hacía en la calle—, se embutió en los téjanos. Hurgó en la mochila en busca de lo que había sustraído del armario de su madre; ya eran casi de la misma talla. Trixie había querido cogerle prestadas aquellas matadoras botas de tacones negros, pero no había podido encontrarlas. En su lugar, se había conformado con un cinturón en forma de cadena y una blusa de color negro azabache que su madre había llevado un año encima de una camiseta de tirantes de terciopelo en una cena de Navidad de la facultad. Las mangas no eran tan transparentes para que se viera el vendaje de los cortes del brazo, pero sí se apreciaba con toda claridad que lo único que llevaba debajo era un sujetador negro satinado.

Se subió de nuevo la cremallera del abrigo, se encasquetó la gorra y continuó caminando. Si era sincera, Trixie no estaba segura de ser capaz de hacer lo que le había aconsejado Zephyr. «Haz que vaya detrás de ti —le había dicho Zephyr—. Ponle celoso».

Quizá si estuviera lo bastante achispada o totalmente borracha.

Era una idea. Cuando vas colocada, apenas eres tú misma.

Pensándolo mejor, tal vez resultaría más fácil de lo que esperaba. Ser otra persona, cualquier otra persona, aunque sólo fuera una noche, lograría vencer el ser Trixie Stone.

Cuanto mayor es la altura desde el que se arroja, más irremediablemente se rompe un corazón humano. Seth yacía sobre las sábanas de su futón, esas sábanas que olían a los cigarrillos que él mismo se liaba y, cosa que adoraba, a Laura. Las palabras de ella resonaban todavía en su mente como el disparo de un fusil. «Lo nuestro se ha acabado».

Laura estaba en el baño, intentando recuperar la serenidad. Seth sabía que la línea divisoria entre el deber y el deseo es muy fina, que puedes creer que estás caminando a uno de los lados para encontrarte firmemente atrincherado del otro. Y resulta que él, que lo sabía, había cometido la estupidez de pensar que entre ellos las cosas no eran así. Había llegado a creer que, a pesar de la diferencia de edad, él podía formar parte del futuro de Laura. No había contado con la posibilidad de que ella prefiriera su pasado.

—Puedo ser lo que tú quieras que sea —le había prometido él—. Por favor —había añadido, mitad pregunta mitad orden.

Cuando oyó el timbre de la puerta estuvo a punto de no contestar. Era lo último que le faltaba en esos momentos. Pero el timbre volvió a sonar y Seth abrió la puerta, encontrándose a aquella criatura en la penumbra.

—Vuelve más tarde —le dijo Seth, y empujó la puerta para cerrarla.

El cliente le puso un billete de veinte dólares en la mano.

—Oye —le dijo Seth con un suspiro—, se me ha acabado.

—Seguro que te queda algo. —Le pasó otros dos billetes de veinte.

Seth vaciló. No le había mentido, en realidad no tenía hierba, pero era difícil rechazar sesenta pavos cuando llevas una semana cenando fideos chinos todas las noches. Se preguntó cuánto tiempo tenía hasta que Laura saliera del baño.

—Espera aquí —dijo.

Tenía su alijo guardado en el vientre de una guitarra a la que le faltaban la mitad de las cuerdas. Había un montón de sellos de viaje estampados en la maltratada funda, desde Estambul hasta París o Bangkok, y una pegatina de coche que decía: «S
I PUEDES LEER ESTO, QUÍTATE DE EN MEDIO
».

La primera vez que Laura había estado en su apartamento había ido a buscar una botella de vino y al volver se la encontró rasgueando las cuerdas que quedaban, sin sacar del todo la guitarra de la funda abierta. «¿Sabes tocar?», le había preguntado ella.

Él se había quedado petrificado, pero sólo un segundo. Después había cerrado de golpe la funda y la había apartado a un lado. «Depende de la canción», le había contestado.

En ese momento metía el brazo en la caja de resonancia y hurgaba en el interior. Veía con filosofía aquella vocación accidental: los cursos de posgrado costaban una fortuna, su empleo de técnico en la consulta del veterinario apenas le daba para pagar el alquiler, y vender maría no era muy diferente de comprar un pack de cervezas para un grupo de adolescentes. Tampoco era como ir por ahí vendiendo cocaína o heroína; con eso sí podías meterte en un buen lío. Pero no por eso tenía ganas de que Laura se enterara. Sabía lo que opinaba de política, de los programas de discriminación positiva o lo que sentía si la tocabas en la base de su delicada espina dorsal, pero no sabía qué diría si descubría que era un camello.

Seth encontró el frasco que estaba buscando.

—Es una mierda de primera —advirtió al crío que le esperaba en la escalera.

—¿Qué hace?

—Te transporta —repuso Seth. Oyó el agua que dejaba de correr en el baño—. ¿La quieres o no?

El estudiante cogió el frasquito y retrocedió perdiéndose en la oscuridad. Seth cerró la puerta justo en el momento en que Laura salía del baño, con los ojos rojos y la cara hinchada. Se detuvo de pronto.

—¿Con quién hablabas?

Aunque Seth hubiera proclamado encantado ante el mundo que amaba a Laura, ella tenía mucho que perder: trabajo, familia… Debería haber sabido que alguien que se esfuerza tanto por pasar inadvertida nunca sería capaz de salir con él.

—Con nadie —dijo Seth con acritud—. Tu pequeño secreto sigue a salvo.

Se volvió para no tener que presenciar el momento en que ella le dejaba. Oyó cómo abría la puerta, notó una ráfaga de aire frío.

—De los dos no eres tú de quien me siento avergonzada —murmuró Laura, y salió de su vida.

Zephyr distribuía pintalabios: rosa fucsia, negro gótico, escarlata, ciruela. Le puso a Trixie uno en la mano. Era de color oro, y Trixie leyó al darle la vuelta: «Todo lo que reluce».

—Ya sabes lo que tienes que hacer, ¿no? —dijo Zephyr en voz baja.

Trixie lo sabía. Nunca había jugado al Arco Iris, nunca había tenido necesidad de hacerlo. Siempre había estado con Jason.

En cuanto llegó a casa de Zephyr, su amiga había trazado las directrices para garantizar el éxito de Trixie esa noche. En primer lugar, un aspecto imponente. En segundo lugar, no parar de beber, cualquier cosa. En tercer lugar, y lo más importante, no romper la regla de las dos horas y media. Ése era el tiempo que tenía que transcurrir antes de que Trixie pudiera hablar con Jason. Entretanto, Trixie tenía que flirtear con todo el mundo menos con él. Según Zephyr, Jason esperaba que Trixie siguiera colgada de él. Cuando viera que sucedía todo lo contrario, que los demás chicos miraban a Trixie y le decían que la había pifiado, la conmoción le haría darse cuenta de su error.

Sin embargo, Jason no había llegado todavía, y Zephyr le había dicho a Trixie que pusiera en marcha solamente los puntos uno y dos del plan, para que cuando llegara Jason ella ya estuviera borracha y lanzada y él viera que se estaba divirtiendo. Con ese propósito, Trixie se había pasado la noche bailando con todo el que había querido, y sola cuando no había encontrado pareja. Había bebido hasta que el horizonte empezó a zozobrar. Se había dejado caer sobre el regazo de los chicos que menos le interesaban, dejando que creyeran que todo eso le gustaba.

Observó su reflejo en el cristal de una ventana y se pintó los labios con el lápiz dorado. Parecía una modelo de un vídeo de la MTV.

Últimamente había tres juegos que gozaban de gran popularidad en las fiestas. La Cadena Margarita consistía en tener relaciones sexuales a la manera del baile de la Conga: tú lo haces con un chico, que a su vez lo hace con otra chica, quien lo hace con otro chico, y así sucesivamente, hasta que la ronda vuelve al principio. En el juego del Cara de Piedra, un grupo de chicos se sentaban uno junto a otro tras una mesa, con los pantalones bajados y el rostro totalmente inexpresivo, mientras una chica se metía debajo de la mesa y le hacía una felación a uno de ellos; los demás tenían que adivinar quién había sido el beneficiado.

El Arco Iris era una combinación de ambos. Diez o doce chicas cogen pintalabios de diferentes colores antes de hacer sexo oral con los chicos. El chico que luce más colores al final de la noche es el ganador.

Un chico bien al que Trixie no conocía había entrelazado los dedos con los de Zephyr y la había atraído hacia adelante. Trixie vio al hombre sentarse en el sillón y a ella arrodillarse delante de sus piernas como una flor lánguida. Apartó la vista, con el rostro encendido.

«No significa nada», había dicho Zephyr.

«Sólo te duele si tú lo permites».

—Hey.

Trixie se volvió y se encontró con un tipo que la observaba.

—¿Eh? —exclamó ella—. Hola.

—¿Quieres… que nos sentemos?

Era rubio, cuando Jason era tan moreno. Tenía los ojos castaños y no azules. Se dio cuenta de que lo examinaba no por quién era, sino por quién no era.

Trató de imaginar qué pasaría si aparecía Jason y la veía haciéndoselo con otro. Se preguntó si la reconocería a la primera. Si la puñalada en el corazón le dolería tanto como la que Trixie sentía cada vez que lo veía con Jessica Ridgeley.

Respiró profundamente y se llevó a aquel chico —¿cómo se llamaba?, ¿acaso importaba?— hacia un sillón. Al pasar cogió una cerveza de una mesa y se la bebió entera. Luego se arrodilló entre las piernas del chico y le besó en la boca. Sus dientes entrechocaron.

Bajó la mano y le desabrochó el cinturón, deteniéndose a mirar el tiempo suficiente para comprobar que llevaba boxers. Cerró los ojos y trató de imaginar la sensación que experimentaría si los bajos de la música pudieran resonarle a través de los poros de la piel.

Notó la mano de él enredada en su pelo, empujándole la cabeza hacia abajo, hasta colocarla en el lugar adecuado. Ella percibió el olor a almizcle y oyó el gemido de alguien al otro lado de la habitación, él ya estaba en su boca y ella se imaginó las marcas doradas de sus labios a su alrededor como polvos mágicos.

Trixie se echó hacia atrás, sintiendo arcadas, balanceándose sobre los talones. Aún tenía su sabor en la boca, y salió dando tumbos de la sala de estar que retumbaba con los bajos de la música para cruzar la puerta de la calle justo a tiempo de vomitar en las hortensias de la señora Santorelli-Weinstein.

Tener relaciones esporádicas sin un vínculo sentimental quizá no signifique nada… pero entonces tampoco tú significas nada. Trixie se preguntaba si había algo en ella que no funcionaba por no ser capaz de comportarse como Zephyr, tranquila y despreocupada, como si tal cosa. ¿Era esto lo que de verdad querían los chicos? ¿O sólo era lo que las chicas creían que los chicos querían?

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