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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (48 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Derguín examinó primero a la mujer. Medía unos cinco metros y estaba esculpida en un mármol rosado que, por contraste con el basalto que predominaba en toda la zona, parecía tan claro como alabastro. Sus rasgos eran rectos, de una belleza austera, tenía el pelo recogido por una diadema y llevaba un vestido largo ceñido por debajo de los pechos que caía hasta los pies con un fino drapeado. Su mano derecha, extendida, ofrecía algo; tal vez un presente de paz, a juzgar por la serena sonrisa de su rostro. Fuese lo que fuese, había desaparecido.

—Eh, ¿qué haces tú aquí? —preguntó El Mazo.

Al oír la pregunta de su amigo, Derguín se volvió. El hombre retratado llevaba una diadema parecida a la de la mujer.
Una corona
, pensó Derguín. ¿El rey de aquella ciudad? Vestía también una túnica, aunque no tan larga. Por debajo de las rodillas llevaba calzas y botas de caballero. Sobre la túnica, un almófar le cubría los hombros; el escultor había representado de forma meticulosa cada uno de los pequeños anillos que componían la malla.

La mano izquierda del hombre se apoyaba sobre el borde de un gran escudo ovalado, en cuyo broquel se alzaba un unicornio rampante. Tenía el brazo derecho adelantado, como la mujer, pero él todavía conservaba el objeto que empuñaban sus dedos, una espada de doble filo. Curiosamente, los bordes no eran rectos, sino que estaban tallados con un aserrado irregular.

En el pedestal había una inscripción. Derguín se agachó para leerla. Los caracteres parecían Arcanos, pero alguien los había borrado a golpe de cincel. Qué extraño, pensó, que hubieran respetado las estatuas, pero no las leyendas que sin duda explicaban quiénes eran.

Se incorporó y examinó de nuevo el rostro de la escultura.

—¿De verdad se parece a mí?

—Eres tú, si comieras como es debido y no tuvieras las mejillas tan hundidas.

Aquel rey, si es que lo era, tenía la nariz recta, los ojos grandes y los labios carnosos, como él. Incluso la complexión era similar a la suya, aunque algo más corpulenta.

Los filos de la espada. ¿Eran así realmente, o el aserrado pretendía representar otra cosa?

Tal vez el escultor quería simbolizar de ese modo llamas y arcos de plasma que brotaban de la hoja. ¿No pretendería esa espada ser...?

Zemal
, pensó. Y añadió para sí:
Ojalá fuera la auténtica
, mientras se clavaba las uñas en la palma derecha. A ratos olvidaba la ausencia, pero ahora le subió la sangre a la cabeza, la vista se le nubló y notó un zumbido en los oídos.

Quizá aquel mareo no se debía tan sólo a la ansiedad, sino al vértigo que produce asomarse a un abismo. Por un momento, se preguntó si, del mismo modo que la cúpula les había permitido trasladarse mágicamente en el espacio, no les habría hecho viajar también en el tiempo.

¿Habrían llegado a un lejano futuro en el que Derguín, tras recuperar la Espada de Fuego, conquistaba un reino? No pudo evitar mirar a la mujer y buscar en ella rasgos conocidos. ¿Neerya? No, las facciones de la estatua eran bellas, pero más cuadradas que las de la joven cortesana Pashkriri.

No. No podía ser. El tiempo no era un lugar al que se pudiera viajar. El tiempo era... otra cosa. ¿Qué demonios era el tiempo? Esa pregunta tenían que responderla los filósofos, no los Tahedoranes.

El parecido entre aquel rey y Derguín debía de ser casualidad. Además, nunca había que fiarse demasiado del aspecto de una estatua: los escultores tendían a idealizar a los personajes que retrataban, sobre todo cuando eran nobles y monarcas.

Pero, aunque aquel hombre no fuese Derguín —
Por supuesto
, añadió para sí, pues ¿cómo podía serlo?—, los filos de la espada seguían siendo demasiado peculiares. Y si en verdad pretendían representar las llamas de
Zemal
, eso corroboraba su sospecha.

Cerró los ojos, respiró hondo hasta que se le pasó lo peor del mareo y, por fin, le dijo al Mazo:

—Creo que sé dónde estamos.

—¿Dónde?

—En la legendaria ciudad de Zenorta.

El Mazo no pareció tan impresionado como esperaba Derguín. Volvió a levantar la mirada para examinar el rostro del supuesto rey y dijo:

—Entonces, este tipo tiene que ser...

—Zenort el Libertador, sí. El primer Zemalnit. Y esa espada de filos irregulares que empuña debe de ser
Zemal
.

—Pues te digo yo que ese Zenort podría haber sido tu padre, o más bien tu hermano gemelo.

—No me hables de hermanos gemelos, por favor.

—¿Por qué?

—Debo felicitarte por tu acertada conjetura —intervino Orfeo—. ¿En qué te has basado?

Ahora ya podía librarlo de su encierro por un rato. Sacó a Orfeo de la alforja, se sentó en el pedestal del presunto Zenort y se puso la cabeza sobre las rodillas.

Los ojos casi negros le miraban con curiosidad.

—¿De qué datos has conseguido deducir que ésta es la ciudad de Zenorta? —preguntó. Por una vez, su tono no sonaba condescendiente ni agraviado.

—Te lo diré, si... —Derguín hizo una pausa dramática.

—¿Piensas completar la prótasis para que sepa si vas a poder cumplir la apódosis?

—Si pretendes apabullarme con tus términos, te advierto que, aunque lleve espada, he copiado más de un tratado de sintaxis y retórica. Y sí, voy a terminar de explicarte mis condiciones.

—Adelante pues.

—Hablarás en Ritión para que mi amigo pueda entenderte.

—Una condición fastidiosa, pero aceptable. Explícame cómo...

Derguín le puso un dedo en los labios.

—Chssss. He dicho «condiciones». Yo satisfaré tu curiosidad, pero tú tendrás que hacer lo mismo con la mía.

—Me parece un trato harto injusto. Yo conozco muchas más cosas de este mundo y de cualquier otro que tú. Que me expliques por qué has llegado a la conclusión de que esta ciudad en ruinas es Zenorta no compensa el inagotable tesoro de información que podrías obtener de mí.

—Bueno, para compensarte puedo añadir algo al trato. Si empiezas a mostrarte más comunicativo...

... no te daré una patada y te arrojaré rodando por el acantilado
.

No, eso no era demasiado diplomático. Tal vez Orfeo fanfarroneaba sobre sus conocimientos; pero, si en verdad los poseía, les vendría muy bien que los compartiera con ellos. Normalmente, los que tenían en monopolio la información, como Tarimán, Kalitres o Mikha, la repartían entre los demás con una exasperante tacañería. Y Derguín ya estaba más que harto de ser un peón manipulado por ellos.

—... te trataré con el respeto que alguien de tu noble condición se merece y atenderé con diligencia tus deseos y necesidades, siempre que esté en mi mano.

—¿Cómo puedes saber cuál es mi condición? ¿Y si fuera un vulgar plebeyo?

—Imposible en alguien que domina el Arcano y lo habla con tan refinada dicción.

La cabeza esbozó una sonrisa.

—Aunque seas un bárbaro debo decir que tienes posibilidades de progresar. ¿Me explicarás ahora cómo has descubierto que estamos en Zenorta?

—Si empiezas a hablarme en mi idioma, sí.

Orfeo repitió la pregunta en Ritión. El Mazo se había sentado junto a ellos y aprovechaba el descanso para embaular algo de queso, cecina y un pan casi tan duro como el pedestal donde había aposentado el trasero. Al oír a Orfeo, exclamó:

—¡Por fin le he entendido algo! No me lo puedo creer.

Derguín se preparó para disfrutar de su pequeño momento de gloria.

—Os explicaré cómo he averiguado dónde estamos. Primero, he dado por supuesto que seguimos en el continente de Tramórea, y no de Aifu.

—¿Y si no fuera así? —preguntó Orfeo.

—He de reconocer que me descabalaría el razonamiento, pero en todo momento he pensado que seguíamos en el hemisferio norte. Partiendo de eso, he calculado la diferencia de hora entre Guinos y este lugar utilizando las manos a modo de sextante para medir el cambio en la posición del sol. Es un truco que me enseñó mi amigo Narsel.

—¿Por qué a ti te enseñaba esas cosas y a mí no? —preguntó El Mazo.

—¿De verdad te habrían interesado? El caso es que la diferencia es de unas cuatro horas. Lo cual significa que nos encontramos a unos sesenta grados al este de Guinos.

—«Unos» sesenta grados es una medida que permite un enorme margen de error —objetó Orfeo.

—Sí. Pero conozco casi de memoria el mapa de Tarondas, y sé por dónde pasan sus meridianos. El único lugar que se halla a una distancia así de Guinos y que, al mismo tiempo, tiene una topografía parecida a la de este lugar es el estrecho que separa el mar de Kéraunos del mar de los Sueños. Justo donde Tarondas escribió entre interrogaciones el nombre de Zenorta.

—Lo único que he entendido de todo lo que has dicho es «lugar» —dijo El Mazo.

—Me has impresionado, mi bárbaro amigo —dijo la cabeza.

—Preferiría que me llamaras por mi nombre, si no supone un grave inconveniente para ti.

—Lo intentaré.

Derguín dejó la cabeza sobre el pedestal, entre El Mazo y él, y cogió queso del zurrón. Por cortesía, le ofreció a Orfeo, que lo rechazó, como era de esperar.

—Ahora es tu turno de compartir conocimientos —dijo Derguín.

—Espero que demuestres tener inteligencia suficiente para asimilarlos.

—Yo también. En primer lugar, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué magia poseen esas cúpulas de las que nunca había oído hablar?

—Se llaman puertas Sefil —explicó la cabeza—. Hace miles de años, en un mundo donde todavía no existían dioses, un visionario imaginó un sistema para viajar de forma instantánea sobre la superficie de un planeta uniendo los vértices de un sólido perfecto.

—¿Un sólido perfecto? ¿Es que hay sólidos imperfectos? —preguntó El Mazo.

—Los sólidos perfectos son cuerpos geométricos...

—Ni siquiera sé qué es un cuerpo geométrico.

Orfeo carraspeó, algo irritado, pero intentó explicarse.

—Un dado, por ejemplo. Incluso un bárbaro con exceso de musculatura como tú sabe lo que es un dado, ¿me equivoco?

El Mazo rezongó algo que sonaba parecido a un no.

—Un dado tiene forma de cubo, que es precisamente uno de los cinco sólidos perfectos. Dichos sólidos se llaman así porque sus caras son polígonos regulares iguales, todas sus aristas miden lo mismo y en cada uno de sus vértices se unen el mismo número de caras y aristas.

El Mazo miraba a Orfeo de hito en hito. Derguín sospechaba que términos como «polígonos» o «vértices» significaban tanto para él como «abracadabra» o «surtunumbur».

—Vale. Casi prefiero que no me sigas explicando nada —se resignó.

—Pero yo sí —dijo Derguín—. Prosigue, por favor.

—Mucho tiempo después de que el mencionado visionario describiera el sistema de transporte basado en los sólidos perfectos, los dioses lo construyeron, aprovechando la relación entre la geometría y el espaciotiempo, o más bien el hecho de que geometría y espaciotiempo son lo mismo.

»Los sólidos perfectos son cinco: el tetraedro, el cubo, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro. De ellos, el más útil para los propósitos de los dioses era el dodecaedro, pues era el que más vértices ofrecía: veinte. Eso les permitió crear una red de transporte con veinte nodos de entrada y salida.

—Me avergüenza confesarlo —dijo Derguín—, pero yo tampoco estoy entendiendo gran cosa.

Ante los ojos asombrados de Derguín y El Mazo, una esfera de tres palmos de diámetro se materializó en el aire. Ambos dieron un respingo. Orfeo dijo con una sonrisa un tanto malvada:

—Tranquilos, mis semicivilizados amigos. Lo que estáis viendo es obra de una magia muy elemental.

Derguín adelantó el brazo e intentó tocar la esfera. Su dedo la atravesó. Sólo era una imagen, un fantasma inmaterial. Se tranquilizó. Al fin y al cabo, tan sólo era una más entre muchas maravillas. Había subido a Etemenanki, visto una ventana abierta al Bardaliut en el pecho de una estatua que hablaba y atravesado miles de kilómetros en un suspiro. Sin olvidar que estaba conversando con una cabeza desprovista de cuerpo.

Sobre la esfera apareció el mapa de Tramórea. Al sur había otra masa de tierra menor que no podía ser sino Aifu. Derguín se levantó para examinar la imagen por el otro lado y comprobó que, aparte de los dos continentes, sólo había mares. O más bien, un único e inmenso océano azul. Derguín jamás habría sospechado que la mayor parte del mundo consistiera en agua.

—¿Qué son estas dos manchas? —preguntó. Había dos círculos negros, uno al norte de donde se hallaban y otro en el punto opuesto de la esfera, en el hemisferio sur. Eran del tamaño del bosque de Corocín, o tal vez un poco más pequeños.

—Un error del mapa —respondió Orfeo—. Carece de importancia.

Los círculos negros desaparecieron. Después, todo el mapa se transparentó. Seguían viéndose los mares, las montañas, los bosques y los ríos, pero también podía distinguirse lo que había debajo. En el interior del globo, unas líneas blancas y brillantes dibujaron un dodecaedro cuyos vértices tocaban la superficie de la esfera.

—En cada uno de los vértices hay una cúpula como la que nos ha traído aquí —explicó Orfeo—. Gracias a la red Sefil, se puede viajar entre todos esos puntos instantáneamente.

Derguín siguió dando vueltas a la imagen flotante.

—Pero la mayoría de los vértices están en el mar. ¿Para qué quiere alguien aparecer en mitad del océano?

—Por desgracia, esa red de transporte nunca llegó a ser tan útil como se había proyectado. El problema es que los dioses sólo tuvieron tiempo, recursos o voluntad para crear dos continentes. Por eso la mayoría de los puntos Sefil están en el océano, construidos sobre altísimas columnas que se levantan desde el fondo abisal. Pero al menos estas dos puertas os han sido útiles ahora para llegar hasta aquí.

Dos de los vértices brillaron como estrellas titilantes. Uno estaba situado en el desierto de Guinos. El otro en el estrecho de Zenorta. Habían atravesado casi todo el continente de Tramórea sin sentir más que un ligero vértigo.

Pero ¿para qué?

—Vinimos aquí por consejo de Tarimán —dijo Derguín—. Según él, un atajo nos acercaría a nuestro destino. Ya sabemos en qué consistía ese atajo. Pero es evidente que estas ruinas abandonadas no son nuestro destino. Aquí no hay nada de interés.

—¿Tan seguro estás? —preguntó Orfeo.

La esfera se esfumó en el aire. Derguín se puso en cuclillas ante el pedestal para mirar a los ojos de la cabeza desde su misma altura y le dijo:

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