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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

El Consuelo (14 page)

Los niños respondían «sí, sí», pero no entendían muy bien a qué se refería con eso de dejarla en buen lugar, y como el niño del chiste se había bebido toda la cerveza, se hacía pis en la cerveza de su padre, y...
Los llevaba a visitar a su familia, a casa de sus padres, a los que no veía desde hacía años, y había embarcado a Charles en la aventura. Por Alexis, probablemente. Para protegerlo de aquello que la ponía ya tan nerviosa y porque se sentía más fuerte cuando los oía reírse en el asiento de atrás repitiendo caca, culo, pedo y pis.
—Cuando estemos en casa de la abuela nada de contar esos chistes, ¿eh?
—Que síiiiiii...

 

Era la periferia de Rennes, los suburbios más bien. De eso Charles se acordaba perfectamente. Anouk trataba de orientarse, conducía despacio, soltaba tacos, se quejaba de no reconocer nada, y él, como en Rusia treinta y cinco años más tarde, no podía apartar la mirada de esos bloques de viviendas nuevos que ya le parecían tristísimos...
No había árboles, ni tiendas, ya no quedaba cielo, las ventanas eran muy pequeñas y los balcones estaban llenos de trastos. No se atrevía a decir nada, pero le decepcionaba un poco que una parte de ella proviniera de aquel lugar. Pensaba que había llegado a su calle desde el mar... En una vieira... Como en el cuadro de la primavera que tanto le gustaba a Edith.

 

Traía un montón de regalos y los obligó a meterse la camisa por dentro del pantalón. Incluso los peinó un poco en el aparcamiento, y fue entonces cuando comprendieron que dejarla en buen lugar era no comportarse como siempre. De pronto ya no se atrevieron a pelearse para saber cuál de los dos podría pulsar el botón del ascensor, y la observaron palidecer hasta la última planta.
Hasta su voz había cambiado... Y cuando les dio los regalos, su madre los dejó en la habitación de al lado.

 

Alexis se lo preguntó en el camino de vuelta.
—¿Por qué no los han abierto?
Anouk tardó en contestar.
—No lo sé... A lo mejor los guardan para Navidad...

 

El resto está confuso en su memoria. Charles recuerda vagamente que le dieron demasiado de comer y que le dio dolor de tripa. Que olía raro. Que hablaban demasiado alto. Que la tele estaba encendida todo el rato. Que Anouk le dio dinero a su hermana pequeña, que estaba embarazada, y también a sus hermanos, y a su padre, unas medicinas. Y que nadie le dio las gracias.
Que Alexis y él al final se bajaron a jugar al descampado que había al lado de la casa, y que cuando él volvió a subir, solo, para ir al cuarto de baño, le preguntó a una señora gorda que no parecía muy simpática:
—Perdone, señora... ¿dónde está Anouk?
—¿De quién me hablas? —le contestó con malos modos.
—Pues... de Anouk...
—No sé quién es.
Y se volvió hacia el fregadero, mascullando.
Pero a Charles le dolía la tripa de verdad.
—La madre de Alexis...
—¡Ah! ¿Quieres decir Annick?
Qué malvada, la sonrisita que esbozó entonces la señora...
—¡Porque mi hija se llama Annick! ¡Anouk no es nadie! Eso es para los parisinos como tú... Para cuando le da vergüenza, ¿entiendes? Pero aquí se llama Annick, así que métetelo bien en la cabeza, mocoso. ¿Y por qué te retuerces así, vamos a ver?
Apareció entonces la hija mayor y le indicó el lugar que buscaba. Cuando salió del baño, Anouk estaba recogiendo todas sus cosas.

 

—No me he despedido de ellos —se inquietó Alexis.
—No importa.
Lo despeinó.
—Hala, príncipes... Nos largamos de aquí...
No se atrevieron a decir nada durante un buen rato.
—¿Estás llorando?
—No.
Silencio.
Y después se frotó la nariz.
—Bueno, entonces... esto es un niño que le dice a la profesora: «¡Profesora, profesora! ¿Sabía que las bolas de Navidad tienen pelos?» Y la profesora le contesta: «No, hombre, estás equivocado, ¿cómo van a tener pelos...?» Entonces el niño se vuelve hacia su amigo y le dice: «¡Eh, Noel, enséñale tus bolas a la profesora.»
Anouk lloraba de risa.
Más tarde, en la autopista, mientras Alexis dormía, me dijo:
—¿Charles?
—¿Sí?
—Mira, si ahora me llamo Anouk es porque... porque me parece un nombre más bonito...
No le contestó enseguida porque se estaba pensando una respuesta que fuera de verdad fantástica.
—¿Lo entiendes?
Anouk inclinó el retrovisor para cruzarse con su mirada.
Pero no, no encontraba ninguna respuesta que lo convenciera. Entonces se contentó con asentir con la cabeza sonriendo.
—¿Estás mejor de la tripa?
—Sí.
—¿Sabes? —añadió en voz más baja—, a mí también me dolía siempre la tripa cuando...
Y se calló.
Charles no pensaba que su memoria conservara ese tipo de recuerdos. Entonces, ¿por qué de pronto ese bumerang? ¿Por qué las bolas de Navidad, los regalos olvidados, los billetes de cien francos sobre la mesa y el olor de aquella casa, que apestaba a fritanga y a envidia rancia?
Porque...
Porque en la tumba del emplazamiento J93 podía leerse, encima de su fecha de nacimiento y de muerte:

 

LE MEN ANNICK
«Los muy hijos de puta...» fueron sus únicas palabras de respeto ante la tumba.
Volvió al coche a grandes zancadas, abrió el maletero y revolvió entre el desorden.
Era un espray de tinta fluorescente que utilizaba en las obras. Lo sacudió, se arrodilló junto a la tumba, empezó por preguntarse cómo se las iba a apañar para eliminar la «n» que sobraba y juntar la «i» con la «k», luego decidió tacharlo todo y le devolvió su verdadero rostro.

 

¡Bravo! ¡Esto merece un aplauso! ¡Qué valor! ¡Qué magnífico homenaje!
Perdón.

 

Perdón.

 

Una señora mayor que iba a la tumba de al lado se lo quedó mirando con el ceño fruncido. Charles volvió a ponerle la tapa al espray y se levantó.
—¿Es usted de la familia?
—Sí —contestó él secamente.
—No, se lo pregunto... —se le contrajo la boca en una mueca— porque... bueno, hay un vigilante, pero...
La mirada de Charles la intimidó. Limpió la sepultura, cambió las flores y se despidió de él.
Debía de ser la viuda de Maurice Lemaire.
Maurice Lemaire, que tenía una bonita placa, cortesía de sus amigos cazadores, con un fusil muy chulo en relieve.
Vaya vecino, ¿eh, Anouk, cariño?, mejor imposible. Pero dime una cosa... Estáis aquí como sardinas en lata, ¿no...?

 

Cuando ya se marchaba, vio al que debía de ser «un vigilante,
pero...
»
Era negro. Ah, vale... Charles entendía ahora lo del «pero».

 

Al meterse en el coche, le molestó el olor de las flores. Las tiró a un contenedor y consultó su reloj.
Bien. Le daba tiempo a llamar al idiota ese antes de embarcar.

 

Su secretaria trató de pasarle con él varias veces. Luego Charles se desentendió y terminó por descolgar el teléfono.
Con la mirada perdida y las uñas de los pulgares profundamente clavadas en la goma del volante, sintió como un vértigo.
Dar media vuelta... Inventar un accidente... Fingir que había perdido el avión, añadir «por los pelos», rodear París, cambiar de coche, tomar la salida de cómo se llamara la ciudad esa, ir en dirección al pueblo no sé qué, buscar la calle lo que fuera y abrir la puerta del número 8.
Encontrarlo al fin.
Y partirle la cara.

 

De todas maneras, debía haberlo hecho hacía veinte años... Pero nada de remordimientos, entre tanto había engordado al menos diez kilos y acumulado un poco de resentimiento. Su mandíbula lo notaría.
Pero no. El pequeño Rocky con americana de
tweed
puso el intermitente y recuperó su sitio en el carril de la izquierda. Se había comprometido. Iría a aburrirse a uno de los salones del Park Hyatt de Toronto y volvería con la cabeza y el maletín llenos de
Advances in Building Technology
que no le devolverían ni las grúas ni la fe.
Sí... Cuando redactaran su obituario, no sabrían muy bien qué poner... ¿Arquitecto, dice?
¿Cómo? Ya no me acuerdo... Tiene gracia, durante todos estos años más bien me ha parecido que lo que hacía era tirar de un negocio... Tirar. Eso es. Tirar de un burrito con anteojeras que no quería alejarse de su pozo.
Entre todo ese polvo, ¿dónde exactamente se había perdido la mano de Jean Prouvé? ¿Y todas esas horas dedicadas a leer los
Cuadernos de arquitectura
de Albert Laprade a una edad en que los demás coleccionaban cromos? ¿Y la abadía románica de Le Thoronet? ¿Y las líneas del gran Alvaro Siza? Y todos esos viajes de estudios sin más riqueza que sus dibujos...
Y siempre, siempre, la huella, el sello de Anouk Le Men sobre ese pequeño trajín que para Charles haría las veces de carrera y de vida...
Porque sí, Anouk titubeaba, sí, se escupió en la mano para aplastarles los remolinos del pelo, sí, se le cayeron todos los paquetes al cerrar la puerta del maletero y sí, de repente les hablaba con dureza, pero eso no le impidió darse la vuelta, seguir con la mirada el desasosiego de ese niño que lo tenía todo desde pequeñito, levantar ella también la cabeza, esperarlo y declararle muy seria cuando él la alcanzó:
—Charles... tú que dibujas tan bien... ¿Sabes?, de mayor deberías ser arquitecto... Y apañártelas para prohibirles que hagan estos horrores...
Y el niño que dibujaba tan bien, que bajaba con pudor la cabeza cuando Pavlovich arrugaba sus sobres de sobornos, que solía viajar en
business
, que iba a asistir a una conferencia muy costosa en un hotel de la Five Star Alliance donde —lo decía en el programa que le habían dado— podría disfrutar de un servicio de spa con water-falls (cascadas) y
streams
(corrientes) y que probablemente se quedaría traspuesto con los auriculares puestos después de pegarse una buena comilona, sí, ése, ese desgraciado se pasó la salida de la terminal 2 y gritó dentro de su concha de chapa.
Gritó.
Se cagó en la madre que lo parió.
Ahora tenía que dar toda la vuelta.

 

11

 

—¿Diga?
Por desgracia, no era él, y, peor aún, era una vocecita aguda.
—Esto... ¿es la casa de Alexis Le Men?
—Sí, claro... —prosiguió la vocecita.
Charles estaba desconcertado.
—¿Podría hablar con él, por favor?
—¡Papá! ¡Al teléfono!
¿Papá?
Lo que faltaba...
Y todo lo que había ensayado desde hacía cosa de una hora, en el aparcamiento, en las escaleras mecánicas, en las diferentes colas y, por fin, junto a esas inmensas cristaleras, su forma de presentarse, las primeras palabras que iba a pronunciar, su plan de ataque, su mordisco, su saña, su veneno, su tristeza, todo eso se desvaneció de la manera más tonta.
Lo único que se le ocurrió soltarle después de todos esos años de plomo fue:
—¿Ti... tienes un hijo?
—¿Quién es? —le preguntó una voz seca.
Qué desastre. Nuestro súper protagonista no había previsto las cosas así en absoluto...
—¿Eres tú, Charles?
—Sí.
Y la voz se dulcificó.
Se dulcificó demasiado, por desgracia...
—Te estaba esperando.
Largo silencio.
—Entonces ¿has recibido mi carta?
La grieta se abrió aún más. Y de manera alarmante. Charles se levantó, se dirigió hacia un quicio sobre el que sostenerse y se acurrucó contra la madera. Apoyó la frente contra la pared y cerró los ojos. A su alrededor el mundo se había vuelto... demasiado ardiente.
No era nada. Se le iba a pasar. El cansancio. Los nervios.

 

—¿Sigues ahí?
—Sí, sí... Perdona... Estoy en un aeropuerto...
Sentía vergüenza. Vergüenza. Levantó la cabeza.
—Pero nada, estoy bien, estoy bien... Estoy aquí...
—Te preguntaba si habías re...
—Claro. ¿Para qué iba a llamarte si no?
—¡Y yo qué sé! ¡Por gusto! Para saber de mí, para...
—Calla.
Ya está. Otra vez. Sólo de oír de nuevo ese tonito alegre que ponía cuando quería joder a los que lo rodeaban, Charles se había recuperado y le había vuelto también toda la rabia.
—No puedes dejarla ahí...
—¿Cómo?
—En ese cementerio de mierda...
Alexis se echó a reír, y el sonido de su risa fue espantoso.
—¡Jajá! Por lo que veo, sigues siendo el mismo... Sigues siendo el príncipe azul con su caballo blanco, ¿eh? ¡Siempre tan caballeroso, mi querido Balanda!
Y entonces su voz cambió por completo.
—Pero dime una cosa... llegas un poco tarde, ¿no? ¡Eh! ¡Tu caballo no se tiene en pie! Ya no hay nadie a quien salvar, ¿lo sabes?
—Que no puedo dejarla ahí, que no puedo dejarla ahí —dijo, y silbó—, pero ¡si está muerta, tío! ¡Está muerta! Así que, qué quieres que te diga, que esté ahí o en cualquier otro sitio... Me parece que a estas alturas le importa una mierda...

 

Por supuesto que lo sabía. El más racional de los dos era él. El metódico, el geométrico, el alumno aplicado, el que se abrochaba la camisa hasta el último botón, el delegado de clase, el que soplaba en los controles de alcoholemia, el... Pero... hoy en día ya no... Hoy en día la cabeza ya no le funcionaba muy bien, y lo único que se le ocurrió en su defensa se limitó a repetirlo como un tonto:
—No puedes dejarla ahí... Es todo lo que siempre ha odiado... Los suburbios, los bloques de viviendas humildes, el racismo... Todo aquello de lo que huyó duran...
—¿De... de qué racismo me hablas?
—Su vecino...
—¿Qué vecino?
—El de la tumba de al lado-Silencio perplejo.
—Un momento... ¿de verdad estoy hablando con Charles Balanda? ¿El hijo de Mado y Henri Balanda?

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