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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (29 page)

Las mujeres se tomaron un breve descanso y gritaron de nuevo. A medida que pasaban los minutos y que no había respuesta, tuvieron que aceptar que no las oían. Los gritos les habían servido para calmar la ansiedad del encierro. Julie, en particular, pareció recuperar la compostura que había estado muy cerca de perder.

—Supongo que ya que vamos a estar aquí durante un tiempo deberíamos ponernos cómodas —dijo, y colocó una caja grande en el suelo para usarla de asiento—. ¿Crees que llamará a Aldrich? —preguntó con voz sombría.

—Creo que sí —respondió Summer—. No actuó como un asesino profesional, y tampoco me pareció un psicópata. —En su interior no estaba tan segura—. Por lo que a mí respecta, preferiría no esperar a Aldrich —añadió—. Quizá en alguna de estas cajas haya algo que pueda ayudarnos a salir de aquí.

Bajo el débil resplandor del móvil, comenzó a abrir algunas de las otras cajas. Muy pronto quedó patente que solo contenían papeles, ropa y unos pocos objetos personales guardados en la antigua despensa. Desalentada, colocó una caja cerca de la de Julie, y se sentó.

—No sé si unos cuantos vestidos bonitos podrían ayudarnos a escapar.

—Bueno, si hace frío, tendremos con qué abrigarnos —dijo Julie—. Si al menos hubiera algo para comer...

—Me temo que en esta despensa no hay comida —replicó Summer. Luego pensó por un momento en lo que acababa de decir—. Aldrich dijo que esto servía como despensa auxiliar, ¿no? —preguntó.

—Sí —contestó Julie—, y demos gracias a que la hicieron a prueba de ratas.

—¿Sabes dónde está la cocina principal de la casa?

La investigadora reflexionó un momento.

—No la he visto nunca, pero está cerca del comedor principal, en el lado oeste de la casa.

Summer visualizó la orientación.

—Estamos en el lado oeste, ¿no?

—Sí.

—Por lo tanto, la cocina tendría que estar más o menos encima de nosotras.

—Sí, se supone que sí. ¿Adónde quieres ir a parar?

Summer se puso de pie y recorrió la despensa iluminando las paredes detrás de las cajas con la luz del móvil. Llegó hasta el final de la despensa y vio un grupo de cuatro armarios detrás de una pila de cajas. Le pasó el móvil a Julie para que lo sostuviese.

—Si fueras el cocinero de Kitchener y necesitases un saco de harina de la despensa, ¿lo cargarías por toda la casa? —preguntó al tiempo que apartaba las cajas. Acercó la mano a la puerta de los dos armarios de arriba e intentó abrirlas. Estaban cerradas.

—Son puertas falsas —dijo Julie, que sostenía la luz en alto mientras Summer intentaba meter las uñas por debajo de las puertas sin ningún resultado—. Prueba con las de abajo.

Julie apartó una caja del suelo para que Summer pudiese acceder a las puertas de abajo. Tiró de los bordes, y se sorprendió cuando las dos puertas se abrieron sin problemas. Detrás apareció un compartimiento vacío.

—Acerca la luz —pidió Summer.

Julie movió el móvil por el hueco e iluminó una gran bandeja en la base del compartimiento sujeta a dos rieles por la parte de atrás. A un lado había una polea con una cadena que subía más allá del armario superior. Julie alumbró hacia arriba y vieron un largo hueco vertical.

—Un montacargas —dijo Julie—. Por supuesto. ¿Cómo lo has sabido?

Summer se encogió de hombros.

—Mi aversión de siempre a hacer las cosas de la forma más fácil, supongo. —Observó el estante—. Es un poco pequeño, pero creo que podrá servir como ascensor. Lo siento pero tengo que pedirte que me prestes la luz.

—No puedes subirte a esa cosa —protestó Julie—. Te partirás el cuello.

—No te preocupes. Creo que quepo.

Summer cogió el móvil y pasó sus largas piernas por la abertura; pasó después el resto del cuerpo y se sentó en la bandeja con las piernas cruzadas. Un par de cuerdas gastadas colgaban junto a la polea utilizada para subir la bandeja, pero no se atrevió a probar su peso. Dejó el móvil en su regazo, y observó la cadena de bicicleta que pasaba por la polea. Luego asomó la cabeza por el hueco.

—Deséame suerte. Si todo va bien, me reuniré contigo en la puerta dentro de cinco minutos —dijo Summer.

—Ten cuidado.

Summer sujetó la cadena con las dos manos y tiró hacia abajo con fuerza. La bandeja se levantó de inmediato y Summer subió por el hueco. Julie se apresuró a coger una caja con ropa y la colocó en la base como cojín, no fuera a ser que Summer perdiera la sujeción y cayera.

Pero la atlética oceanógrafa no se hundió. Summer fue capaz de subir tres metros antes de que las manos y los músculos de los brazos comenzaran a debilitarse. Entonces se dio cuenta de que podía mover la bandeja hacia delante, encajar los pies en un lado del hueco y presionar con la espalda hacia el lado opuesto. Aguantando su propio peso de esa manera, pudo soltar los afilados bordes de la cadena durante un ratito. Descansó dos minutos, subió un poco más y luego hizo otra pausa.

Vio que la polea superior estaba bastante cerca de su cabeza e hizo un esfuerzo para llegar a la cima. Con las manos y los brazos doloridos, tiró de la cadena hasta ponerse a la misma altura que la polea; su cabeza rozaba el techo del hueco. La parte interior de la puerta de un armario apareció frente a ella, y se apresuró a empujarla con los pies. La puerta no se movió.

Sintió que se le aflojaban los brazos cuando empujó de nuevo, y esta vez percibió un pequeño movimiento en la puerta. Estaba demasiado arriba y demasiado cerca de la polea para poder apoyarse en la pared y notó que la sujeción se aflojaba. Al comprender que estaba a punto de caerse, se echó hacia atrás todo lo que pudo y después hacia delante y golpeó la puerta con todas sus fuerzas.

Con un estrépito tremendo, la puerta del armario se abrió y la luz entró en el hueco. El súbito cambio de luz la cegó por un momento. Summer se deslizó a través de la puerta, soltó la cadena y el impulso la dejó en una superficie pulida.

En cuanto sus ojos se adaptaron al cambio de luz, vio que estaba tumbada en un gran aparador de teca. La salita, pequeña pero muy iluminada, ocupaba una parte de la antigua cocina. Media docena de parejas mayores estaban tomando el té. La observaban en silencio, como si fuese una alienígena de la Osa Menor.

Se bajó del aparador y vio lo que había causado semejante estrépito. Dispersas por el suelo había cucharas, tazas y platos de un juego de té que había salido volando cuando abrió la puerta.

Avergonzada, deseó desaparecer y ocultó las manos manchadas de grasa mientras sonreía a los curiosos.

—Detesto perderme la hora del té —comentó a modo de disculpa, y salió corriendo de la habitación.

Encontró a Aldrich en el vestíbulo, que iba camino de averiguar el motivo del estruendo, y le pidió que la acompañase para rescatar a Julie. Bajaron la escalera y abrieron la puerta de la despensa. Julie, mucho más tranquila, sonrió al ver a Summer.

—Oí un estrépito tremendo. ¿Todo bien? —preguntó.

—Sí. —Summer sonrió—. Bueno, quizá le debo a Aldrich un juego de té.

—Tonterías —gruñó el anciano—. Ahora díganme otra vez quién las encerró.

Julie le describió a Bannister y sus prendas de motorista.

—Igual que ese tal Baker —dijo Aldrich—. Se marchó esta mañana.

—¿Qué sabe de él? —preguntó Summer.

—Me temo que muy poco. Dijo que era un escritor de Londres que había venido para jugar al golf. Pero le recuerdo vagamente de una visita anterior, quizá hace cuatro o cinco años. Recuerdo que le permití el acceso a los archivos. Sabía mucho acerca del conde. De hecho, fue él quien preguntó por Emily.

Julie y Summer se miraron con expresión de complicidad, y Summer entró de nuevo en la despensa.

—¿Quieren que llame a la policía? —preguntó Aldrich.

Julie lo pensó un momento.

—No, supongo que no será necesario. Tiene lo que vino a buscar, y no creo que vuelva a molestarnos. Además, estoy segura de que le dio un nombre y una dirección falsa en Londres.

—Pues si aparece por aquí de nuevo le cantaré las cuarenta —prometió Aldrich—. Pobrecillas. Por favor suban y tomen una taza de té.

—Gracias, Aldrich. Enseguida iremos.

Aldrich se marchó. Julie se sentó en un banco Reina Ana junto a otros muebles cubiertos y respiró hondo. Summer salió de la despensa un segundo más tarde y se dio cuenta de lo pálida que estaba su amiga.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí. No me gusta admitirlo, pero tengo un poquito de claustrofobia. Espero no tener que repetir la experiencia.

Summer se volvió para cerrar la pesada puerta.

—No tenemos por qué volver a poner los pies aquí. ¿Dónde está Aldrich?

—Subió para prepararnos el té.

—Confío en que encuentre tazas...

Julie sacudió la cabeza; parecía decepcionada.

—No puedo creerlo. Teníamos en las manos la pista para aclarar la muerte de Kitchener y ese ladrón nos la arrebató antes de que pudiéramos descubrir su significado.

—No estés tan deprimida. No se ha perdido todo —contestó Summer.

—Pero tenemos muy poco para seguir adelante. Es probable que nunca descubramos el verdadero significado del Manifiesto.

—Como dice Aldrich, tonterías —replicó Summer—. Todavía tenemos a Sally —añadió, y levantó la muñeca.

—¿De qué nos sirve?

—Nuestro amigo nos robó la pierna izquierda, pero nos queda la derecha.

Alzó la muñeca delante de Julie y sacó un trozo de algodón.

La historiadora miró dentro y vio la punta de otro rollo de papel, este en la pierna derecha.

No dijo nada, sus ojos brillaban mientras Summer sacaba con delicadeza el objeto del interior de la muñeca. Cuando Summer lo dejó en el banco y lo desenrolló con cuidado, vieron que no era una hoja de pergamino o de papiro, como el otro rollo. Era una simple carta mecanografiada con, en la parte superior, el membrete
UNIVERSIDAD DE CAMBRIDGE - DEPARTAMENTO DE ARQUEOLOGÍA
.

32

—Los buceadores siguen abajo —anunció Gunn.

De pie en el puente del
Aegean Explorer
, miró a través de los prismáticos la Zodiac vacía, amarrada a una boya cuya cadena bajaba hasta el pecio otomano. Cada pocos segundos dos grupos de burbujas rompían la superficie a un par de metros de la boya. Gunn desplazó los prismáticos más allá de la neumática y enfocó al yate azul italiano que había fondeado cerca. Se fijó con curiosidad que mantenía la proa en su dirección, perpendicular a la corriente. Una vista parcial de la cubierta de popa le permitió ver a varios hombres en movimiento, pero su visión quedó muy pronto oscurecida por la superestructura de la nave.

—Nuestro entrometido amigo todavía ronda por la vecindad —dijo.

—¿El
Sultana
? —preguntó Pitt, que había conseguido leer el nombre del yate italiano.

—Sí. Parece que se ha acercado un poco más al lugar del naufragio.

Pitt alzó la vista desde la mesa de cartas, donde estaba revisando algunos documentos.

—Debe de estar aburriéndose mucho.

—No entiendo qué pretende. —Gunn dejó los prismáticos a un lado—. Tiene los propulsores laterales en marcha para permanecer transversal a la corriente.

—¿Por qué no lo llamas por radio y se lo preguntas?

—Anoche el capitán intentó varias llamadas amistosas. No hubo respuesta.

Gunn se sentó frente a Pitt. En la mesa había dos pequeños botes de cerámica recuperados del pecio. Pitt comparaba los objetos con los que había rescatado de una nave mercante el famoso arqueólogo submarino George Bass.

—¿Has tenido suerte en la datación? —preguntó Gunn; cogió uno de los botes y lo miró con atención.

—Son muy similares a la cerámica encontrada a bordo de una nave mercante que se hundió cerca de Yassi Ada en el siglo
IV
—respondió Pitt, y le pasó una foto que acompañaba el informe.

—¿Así que la corona romana de Al no es una falsificación?

—Al parecer es auténtica. Tenemos un naufragio otomano que por alguna razón lleva objetos romanos.

—Un bonito hallazgo lo mires por donde lo mires. Me pregunto cuál será el origen de los objetos...

—El doctor Zeibig está analizando unas muestras de cereales que estaban incrustadas en un fragmento de cerámica; podrían indicar el punto de origen de la nave. Por supuesto, si nos permitieses desenterrar el resto de tu monolito, quizá daríamos con la respuesta.

—Oh, no —protestó Gunn—. Es mi hallazgo, y Rod dijo que podíamos sacarlo juntos en nuestra próxima inmersión. Tú ocúpate de mantener a Al bien lejos. Eso me recuerda —miró su reloj— que Iverson y Tang saldrán a la superficie en cualquier momento.

—Entonces iré a despertar a Al —dijo Pitt, y se levantó de la mesa—. Nos toca la siguiente inmersión.

—Creo que estaba durmiendo al lado de su nuevo juguete —dijo Gunn.

—Sí, se muere de ganas por probar el
Bala
.

En el momento en que Pitt cruzaba el puente, Gunn le hizo una última advertencia.

—No lo olvides. Ni se os ocurra tocar mi monolito —gritó, y sacudió un dedo en dirección a Pitt.

Pitt cogió una bolsa de inmersión de su camarote y después fue a la cubierta de popa. Encontró a Giordino durmiendo a la sombra de un aerodinámico sumergible blanco; llevaba el traje de inmersión hasta la cintura. La proximidad de Pitt fue suficiente para que Giordino abriese un ojo.

—¿Hora de hacer otro viaje a mi empapado yate real? —preguntó.

—Sí, rey Al. Nos toca revisar la cuadrícula C-2, que al parecer es una montaña de lastre.

—¿Lastre? ¿Cómo voy a ampliar mi colección de joyas con una montaña de lastre? —Se sentó para acabar de ponerse el traje de neopreno mientras Pitt abría la bolsa y sacaba el suyo. Unos pocos minutos más tarde apareció Gunn a la carrera con expresión preocupada.

—Dirk, los buceadores tendrían que haber salido hace diez minutos...

—Quizá estén haciendo una parada de descompresión de seguridad —opinó Giordino.

Pitt miró hacia la Zodiac vacía, amarrada a poca distancia. Iverson y Tang, los dos hombres que estaban en el agua, eran científicos y expertos buceadores.

—Cogeremos la auxiliar e iremos a echar una ojeada —dijo Pitt—. Échanos una mano, Rudi.

Gunn ayudó a bajar la pequeña neumática semirrígida que apenas tenía capacidad para los dos hombres y el equipo de buceo. Pitt se apresuró a ajustarse el chaleco, la máscara, y calzarse las aletas mientras Giordino ponía en marcha el motor fuera-borda y los llevaba a toda velocidad hacia la Zodiac. Cuando llegaron a la neumática no había ninguna señal de los dos buceadores.

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