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Authors: Dai Sijie

El complejo de Di (28 page)

BOOK: El complejo de Di
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De vez en cuando, Yo volvía la cabeza hacia Pequeño Camino. Excluidos del combate, ambos teníamos la misma mirada asustada, atónita, perdida, casi ausente. El Bolero daba ritmo a los movimientos de la Cicatriz y los transformaba en una coreografía minuciosamente pautada una danza de la capa negra. Al son de la música, los dos enemigos se lanzaban insultos y terribles amenazas, aunque en realidad ninguno de los dos oía al otro.

Aprovechando la fuerza del viento, que venía de cara, la Cicatriz consiguió que la capa se quedara pegada al parabrisas; era como si hubiera caído un telón. Un telón negro con un ribete de sol. El camionero loco respondió con una acrobacia escalofriante: con el cuerpo casi horizontal, la cara apoyada en mis rodillas, los brazos totalmente estirados y las manos aferradas al volante por encima de él, miraba la pista a través del ribete, luminoso pero sumamente estrecho, de aquel telón negro. Al fin, el viento se calmó. La capa volvió a ondear. El camionero se levantó.

—¡No podrás conmigo, maldito cariacuchillado! —juró haciendo rechinar los dientes.

A continuación se aclaró la garganta y, con auténtico virtuosismo, lanzó un gargajo por la rendija de su ventanilla. Un gesto de más. El gesto fatal. Vi un destello de odio en la mirada de la Cicatriz.

Poco después, la pista empezó a ascender entre dos murallas de varias decenas de metros de altura. De repente, la capa de la Cicatriz desapareció. La perplejidad flotaba en el ambiente de la cabina. De vez en cuando, las paredes rocosas se apartaban para dejar espacio a campos de tierra amarilla plantados con maíz o trigo, o daba paso a abruptas pendientes en cuyas terrazas los arrozales se escalonaban milagrosamente. Al fin, nos aproximamos a la cima de la tercera Cabeza del Dragón. Una vez más, se trataba de una pared cortada a pico de varios centenares de metros, salpicada de tupidos arbustos, rocas desnudas y sombras. Y, en el fondo del precipicio, el río Meigou, como un cordón de zapato amarillo. El eco de su lejana corriente llegaba a nuestros oídos mezclado con la música de Ravel.

Pasada la cima, iniciamos el descenso de la Cabeza del Dragón por una pista zigzagueante. De pronto, una sombra oscureció la ventanilla del lado del conductor, algo chocó contra la puerta y dos manos se introdujeron por la rendija de cinco centímetros y se aferraron al cristal. Al principio, no se veían más que los dedos, de piel oscura, escamosa, y nudosos como garras de águila. Bajo su presión, el cristal vibraba y amenazaba con ceder. Al cabo de un momento, un hombre se alzó a pulso en el vacío, y el rostro de la Cicatriz, que decididamente era incombustible, apareció en el marco de la ventanilla. En ese instante, la historia de los lolos salteadores de trenes me acudió a la memoria.

Todo ocurrió tan deprisa, con una rapidez tan fulgurante y una violencia tan inaudita, que ya no recuerdo si hubo intercambio de palabras entre el lolo y el camionero. A este último le faltó tiempo para intentar desaferrar las garras de águila, primero con un mano y luego, al ver que no lo conseguía, golpeándolos con el puño, con tal fuerza que los golpes resonaban en la cabina. La Cicatriz resistía. Quería meter toda la mano dentro para alcanzar la maneta de la puerta. Pero la rendija era demasiado estrecha. Tenía los dedos atrapados. El camionero soltó el volante y volvió a intentar desprenderlos del cristal. Durante el duelo, la Flecha Azul empezó a hacer anárquicas eses. El camionero la enderezó. En ese instante, en la siguiente curva, vio un promontorio que formaba un saliente y pisó el acelerador. La camioneta se lanzó hacia la roca. El camionero pensaba frenar en el último segundo para que su adversario chocara contra la arista rocosa y se matara. ¡Estaba loco de atar! A unos metros del saliente, la Cicatriz soltó el cristal, saltó en el aire y aterrizó, sano y salvo, en una roca cercana, mientras que el camionero erraba la maniobra y la Flecha Azul chocaba contra el saliente. Con un estrépito ensordecedor, el parabrisas saltó hecho añicos. Apenas me dio tiempo a coger a Pequeño Camino entre los brazos y hacerle bajar la cabeza para protegerla del choque. Yo, por mi parte, me golpeé en la sien, el pecho y las rodillas, pero no perdí el conocimiento. Una lluvia de cristales cayó sobre nosotros. Tras golpear el saliente, la camioneta salió despedida; pero el camionero había perdido el control del vehículo, que chocó contra un árbol del otro lado de la pista, al borde del precipicio, y rebotó en otra roca. Nuevo choque, aunque menos violento. Derrape hacia la izquierda. El precipicio. Unos metros más, y la caída sería inevitable. Por suerte, la camioneta, envuelta en humo, se detuvo sin volcar.

Yo tenía el cuerpo paralizado; no podía moverme, pero estaba consciente. Había escapado de la muerte.

Un dolor terrible en el cráneo. ¿Me habría herido en la cabeza durante el choque? ¿Me quedaría deficiente mental? Hay gente que se queda tonta a resultas de un accidente. La peor tragedia, el fin del mundo. Hacer un test. De inmediato. Un test de memoria, por ejemplo. Hazte una pregunta. ¿Año del nacimiento de Freud? La pregunta me sorprendió. No sabía qué responder. Estaba desesperado. De pronto, aparecieron cuatro cifras.

—Mil ochocientos cincuenta y seis. —Con el tono severo de un profesor, continué—: ¿Año de su muerte? Mil novecientos treinta y nueve —me respondí. El test autoprogramado fue interrumpido por unos gemidos que sonaban a mi lado. Era Pequeño Camino, la virgen propiciatoria. De su garganta salían penosamente palabras sin ilación—. ¿Recuerdas tu fecha de nacimiento?

La chica puso cara de no entender. Gemía. Decía que le dolía. Yo no sabía qué hacer. Era la primera vez en mi vida que una chica gemía de dolor entre mis brazos. Como un idiota, persistí en mi test de memoria:

—Concéntrate y dime dónde naciste.

—Tengo la pierna izquierda rota.

La frase explotó en mis oídos como una bomba.

Pero la situación empeoró aún más. Los lolos se abalanzaron sobre la puerta de la camioneta, que tenía la manecilla rota y la cerradura bloqueada, y se negaba a abrirse. Querían sacar al camionero, que, con la cabeza entre los brazos y el cuerpo apoyado sobre el volante, parecía otro hombre. Aparentemente, no estaba herido, pero no decía palabra, y no reaccionó cuando los lolos descargaron una lluvia de puñetazos sobre su cabeza. Se agarraba al volante con todas sus fuerzas. Fuera, entre las rocas, la Cicatriz y algunos de sus hombres recogían gruesas piedras, que sostenían en las manos o alzaban en el aire. En sichuanés mal chapurreado, condenaron a muerte al camionero:

—¡Aplastar cráneo tuyo con piedras nuestras, desparramar sesos suelo, arrojar cadáver inmundo buitres, perros y ratas!

Aparté las astillas de cristal y a cuatro patas, salí del vehículo accidentado por el parabrisas. Antes de saltar al suelo, alcé los brazos y grité:

—¡Socorro, mi hija tiene una pierna rota!

Aunque falsa, aquella súbita paternidad me llenó los ojos de lágrimas. Pero nadie me escuchaba. El suelo de la caja estaba cubierto de regueros de sangre. Dos o tres lolos estaban gravemente heridos. Uno de ellos, que tenía la cabeza ensangrentada y una mejilla y una ceja abiertas, tuvo que ser bajado por sus compañeros. Campesinos lolos, hombres, mujeres y niños, surgidos de no se sabía dónde, llegaban de todas partes. Sus capas, negras, pardas, grises, ocres, ondeaban por todos lados. Algunos descendían por paredes cortadas a pico y se acercaban corriendo, gritando, blandiendo azadas y otros útiles agrícolas, como si persiguieran a enemigos invisibles. En un abrir y cerrar de ojos, un mar de coléricas cabezas negras invadió la pista y rodeó la Flecha Azul.

Me acerqué a la Cicatriz, que estaba rodeado por sus paisanos, y le supliqué como un mendigo, insistiendo en que lo más urgente no era castigar al camionero, sino socorrer a los heridos, «a los vuestros y a mi hija».

Un anciano lolo corrió hacia mí abriéndose paso entre el gentío. Tenía al menos sesenta años y llevaba un «cuerno lolo», es decir, un pañuelo negro enrollado alrededor de la cabeza, que formaba una especie de cuerno. Los demás le dijeron que yo no era el causante del accidente, en el que había resultado herido su hijo. Pero no los escuchó. Con el puño crispado y alzado en el aire, temblaba de cólera. Pero tardó tanto en reunir las fuerzas necesarias para golpearme, que me dio tiempo a quitarme las gafas. Todo lo que sentí fue un terrible golpe en la oreja derecha. Faltó poco para que me cayera al suelo, porque el anciano tenía el puño duro y huesudo. Yo no oía más que un zumbido en el interior de mi cabeza. Grité. Lo llamé viejo cretino, o algo por el estilo, y me pegó una patada en la entrepierna. Yo no esperaba un golpe tan traicionero de un viejo tan tradicional, con su cuerno en la cabeza. La patada me dejó sin respiración. Con el cuerpo doblado, esperé a que se me pasara el dolor.

¡Qué vergüenza! Las lágrimas me brotaron de los ojos y me resbalaron por la cara. Lágrimas calientes de niño cobarde. Me erguí y, lloroso, humillado, loco de rabia, me oí gritar:

—¿Por qué me has pegado? ¿Por qué golpeas a un francés? —Era patético. Lo sabía. Me odiaba. Pero habría dicho lo que fuera para salvar el pellejo. Una vez empezada la mentira, ya no pude parar—. No soy un chino de ultramar, sino un francés que ha venido a buscar a su hija adoptiva. ¡Le has pegado a un francés! ¿Sabes dónde vas a pudrirte? ¡En la cárcel! Estás avisado: el juez Di se ocupará de ti. ¿Sabes quién es el juez Di? ¡El rey de los Infiernos!

La palabra «Francia» circuló entre los lolos, que se la pasaban de boca en boca. Algunos la conocían, otros no.

—¿Puedes probarlo? —me preguntó la Cicatriz con suspicacia.

—No te creo —dijo el viejo del cuerno; luego, me ordenó—: Dinos algo en francés.

Obedecí al instante. Habría podido insultarlo en esa lengua, pero no lo hice. Sencillamente dije, aún lo recuerdo:

—Francia está situada al oeste de Europa. Sus antiguos habitantes se llamaban galos. Todavía existe una marca de cigarrillos que lleva ese nombre. La mayor contribución que el pueblo francés ha aportado a la civilización mundial es el espíritu caballeresco...

Ésta es la monserga que les endilgué, como un profesor en un aula de universidad. Durante mi perorata, no los miré. Estaba tranquilo; con los ojos entrecerrados, contemplaba las tres cimas, las tres cabezas oscuras y salvajes de los dragones. Los lolos me escuchaban. Dejaron las piedras en el suelo, se sentaron sobre ellas y se dejaron acunar por las palabras, la pronunciación, el acento, la entonación, el ritmo de mis frases, con cierta curiosidad, e incluso respeto. Ninguno pensó que podía estar insultándolos. Me saqué la cartera del bolsillo, extraje el permiso de residencia y se lo mostré a la Cicatriz. Por supuesto, no dije la verdad.

—Este es mi carnet de identidad francés —afirmé.

La Cicatriz soltó la piedra para examinarlo como un aduanero, comparándome con la foto. Luego, se lo pasó a los otros. Mientras circulaba por sus manos, atezadas, callosas, manchadas de tierra, mostré a la Cicatriz el resto de mi documentación: el carnet de estudiante, el de la biblioteca, la tarjeta de crédito, etc. En un departamento de la cartera, algo atrajo su atención.

—Y eso, ¿qué es?

—Mi tarjeta naranja. Sirve para subir al metro de París —respondí, tendiéndosela. Sus ojos se iluminaron. Después de todo, era un as del salto al tren—. El metro es un tren que circula bajo tierra, por túneles.

—¿Sólo por túneles?

—Sólo por túneles.

Me miró como si fuera un extraterrestre.

—¿Nunca al aire libre?

—Sólo por túneles. Kilómetros y kilómetros de túneles excavados bajo tierra.

—Es un país para nosotros —concluyó la Cicatriz.

Tenía sentido del humor.

Los otros, sin duda virtuosos del salto al tren como él, se echaron a reír, asintiendo.

—Eso, seguro, es un país para los lolos.

¿Son realmente los feroces bandidos que el camionero pretende que son? Yo no estoy tan seguro. Una cosa sí es cierta: no atacan a los occidentales, ni siquiera a los falsos, que no tienen ni los ojos azules, ni el pelo rubio ni la nariz grande. Los lolos tienen ciertas virtudes. Son caballerosos a su manera, mundialistas y también prudentes: no quieren correr riesgos, sabiendo como saben que la policía china no bromea con la seguridad de los turistas y que el menor delito lleva aparejada la pena capital.

Tras entregarles doscientos yuans como indemnización (que pagué en lugar del camionero) por sus heridos, el francés, su hija adoptiva y su chófer fueron autorizados a partir, dejando en el lugar del siniestro los restos de la intrépida Flecha Azul, que el camionero vendría a recoger más adelante. Mejor aún, la Cicatriz y sus compañeros detuvieron, con piedras, el primer vehículo que pasó, el minibús de una central hidráulica. «Llévenlos rápidamente al hospital. ¡La muchacha tiene una pierna rota!» Parecía que toda la montaña lo repetía.

Durante el trayecto, permanecí de rodillas junto a Pequeño Camino, que iba tumbada en un asiento, para sostenerle la pierna fracturada con las dos manos, pues la menor sacudida le hacía aullar de dolor. Poco a poco, el mundo volvía a ser normal, sin más gritos, amenazas o llantos, con el sol, el ruido del motor, del aire acondicionado, y los carraspeos de nuestro camionero. («¡Ah, casi me cago en los pantalones, del miedo que he pasado!», me confesó.) Como un inmenso pájaro plateado, el minibús volaba sobre la pista amarilla, entre las rocas negras, los bosques oscuros, la hierba verde, las azaleas en flor... Un pájaro en libertad, ligero como la luz.

El ex rey de la camioneta contó al conductor su historia sobre la cerda. En determinado momento, mi mirada atravesó el cristal trasero del minibús. En el exterior, vistos desde la ladera por la que circulábamos, los Montes de la Cabeza del Dragón ya no eran ese enorme animal tumbado de oeste a este. Orientadas de norte a sur, tres cimas descollaban sobre las sombras verdes de los bosques. La del centro tenía forma de cono, y las otros dos, menos altas y abruptas, parecían los pechos, magníficos y sombreados de negro, de una diosa crepuscular. Me acordé de este poema que leímos juntos en otros tiempos, pero cuyo título y autor he olvidado:

Y el sol alto sobre el horizonte

escondido en un banco de nubes

las espolvorea de azafrán

Dove sta memora.

3
El calcetín volador

Durante los días y las noches posteriores a los sucesos de la Cabeza del Dragón, Pequeño Camino ve en sueños una enorme cobra de color parduzco enroscada sobre sí misma, que levanta la cabeza a cincuenta metros del suelo, abre las mandíbulas, la ataca por detrás y le clava unos dientes de sierra en una pierna; o una flecha que vibra en el aire y vuela hacia ella, con la punta plateada, lo que indica que está envenenada. Oye, en sueños, la vibración de un arco invisible, que resuena y se propaga como una nota de violonchelo. La flecha le atraviesa la pierna. También la izquierda. A veces, el reptil y la flecha se confunden con un hueso desprovisto de carne, un hueso fosforescente, su tibia fracturada, tal como aparece en las radiografías.

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