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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (12 page)

BOOK: El comodoro
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* * *

—No debí informarle a usted de la visita de la señora Williams —dijo Clarissa después de disfrutar de una cena silenciosa—. Le ha quitado el apetito. Verá, se abrió paso a la fuerza hasta llegar a la habitación de Brigid, asegurando a grito pelado que la curaría con una buena azotaina. Sus gritos asustaron a la niña.

—Sí, cierto, me ha causado una gran angustia conocer la conducta de esa arpía egoísta e ingobernable; pero estaba usted en su derecho de hacérmelo saber. De otro modo, quién sabe si lo hubiera vuelto a intentar, con todo el daño que puede causar. Al menos ahora puedo hacerme cargo de ello. —Agitó el vino con el tenedor durante un rato; se dio cuenta de lo que hacía, observó atentamente el tenedor, lo limpió con la servilleta y añadió—: No. No ha sido la angustia lo que me ha quitado el apetito, sino la alegría. He oído a Brigid hablar alto y claro con Padeen.

—Oh, estoy tan contenta. Pero… —titubeó—. ¿Tenía sentido lo que decía?

—Por supuesto que sí.

—Yo también les he oído. Y Nelly. Pero sólo cuando están a solas, porque siempre están juntos como ya sabrá, en el altillo, o con las gallinas y la marrana negra. Pensamos que hablaba por hablar, el tipo de lenguaje que utilizan los niños.

—Conversan en un gaélico de primera.

—Estoy tan contenta —repitió Clarissa.

—Escuche —dijo Stephen—. Creo que en este momento el equilibrio es muy delicado, y no me atrevo a hacer ningún movimiento al respecto: no me atrevo a hacer nada que pueda dar al traste con su recuperación. Debo reflexionar, y consultar el caso con colegas míos que sepan mucho más que yo. Está el doctor Willis, de Portsmouth. Está el gran doctor Llers, de Barcelona. Por el momento, le ruego a usted que haga como si todo siguiera igual. Dejemos que florezca.

Se miraron en silencio y Stephen añadió enseguida:

—Cuánto me alegra que me haya contado lo de esa mujer. En la tesitura actual su violencia ignorante podría estropear, arruinar, profanar… Debo encargarme de ella.

—¿Y cómo piensa hacerlo? —preguntó Clarissa.

—Se me ocurren varias posibilidades —respondió Stephen; pero la ferocidad pálida y reservada de su expresión se desvaneció por completo al entrar Nelly con el pudín, seguida de Padeen y Brigid. Su hija se sentó en la silla que tenía los cojines apilados, y volvió la cabeza hacia él cuando Stephen la ayudó a comer las natillas. Creyó distinguir una inconfundible mirada de aprobación, aunque no se atrevió a dirigirle la palabra directamente. Fue sólo cuando la cena hubo terminado del todo, que dijo en gaélico—: «Padeen, dentro de doce minutos tráeme la yegua pequeña». —Y sus palabras atrajeron rápidamente la atención de aquella cabecita rubia, de ordinario inmóvil y ensimismada en un mundo interior.

* * *

Recorrió con un cómodo galope millas y millas de carretera pelada, a lomos de la yegua pequeña, hasta topar con la barrera de portazgo, y de allí pasó a una vereda que atravesaba las plantaciones de Jack Aubrey hasta llegar al montículo donde había construido el observatorio, ya que el capitán Aubrey no sólo era un oficial profesionalmente interesado por la navegación astronómica, sino también un astrónomo aficionado y, aunque nadie lo hubiera sospechado dada la expresión franca y honesta de su rostro, era todo un matemático: un matemático de formación tardía, cierto, pero que poseía tal sabiduría que había llegado a publicar su estudio sobre los satélites jovianos en el
Philosophical Transactions
, artículo que después había sido traducido por diversas publicaciones científicas del continente.

Jack acababa de cerrar la puerta de este edificio, y cuando apareció Stephen al doblar la última curva del terreno se encontraba de pie en el escalón, contemplando el Canal.

—¡Eo, Stephen! —saludó a voz en grito aunque la distancia no diera pie a ello—. ¿Ya estás aquí? ¡Qué tipo más espléndido estás tú hecho, por mi honor! Has llegado el día acordado y casi con puntualidad. Me apostaría algo a que te morías de ganas de ver la escuadra, ¡glorioso espectáculo! Aunque no tiene nada que ver con lo que te prometí en primera instancia, porque ninguna escuadra es lo que uno espera que sea. Me he estado recreando la vista durante esta última media hora, desde que arribó la
Pyramus
. —Y como no podía ser de otra manera, la rendija del domo móvil de cobre apuntaba directamente a Portsmouth, Spithead y Saint Helens—. ¿Te gustaría echar un vistazo? No, no es ninguna molestia… —Observó la montura de Stephen, guardó silencio, y en un tono completamente distinto, añadió—: Pero Dios santo, qué manera tengo de parlotear sobre mis propios asuntos. Discúlpame, Stephen. ¿Cómo estás? Confío en que tu viaje haya sido del todo sa…

—Me encuentro bien, gracias, Jack. Me alegra mucho comprobar que tu cabeza se ha repuesto del golpe, aunque tienes aspecto de estar cansado… Mi viaje no ha salido como hubiera deseado. Esperaba encontrar a Diana, y no fue así. No obstante, encontré algunos de sus caballos; he aquí uno, por ejemplo.

—La he reconocido —dijo Jack acariciando a la yegua—. Yo también esperaba que…

—No. Ha vendido dos yeguas y un castrado a un criador de caballos de carreras que reside cerca de Doncaster. Se avino amablemente a venderme a
Lalla
, pero poco sabía de los movimientos de Diana aparte de Ripon y Thirsk, donde ella tiene algunas amistades. Al parecer mencionó también Ulster, donde vive Frances. —Saltó de la silla y pasearon lentamente en dirección a los establos—. Todo esto no tiene ninguna importancia. ¿Recuerdas a Pratt, el atrapaladrones?

—Por Dios, creo que sí —exclamó Jack, que tenía motivos sobrados para ello. Placía un tiempo Jack había sido acusado de amañar la Bolsa, y Pratt, que por ser hijo de un carcelero había pasado buena parte de su infancia entre ladrones, y que había mejorado sus conocimientos de los bajos fondos sirviendo con los mensajeros de Bow Street antes de independizarse, había actuado en beneficio de Jack y de sus abogados, y había logrado encontrar un testigo esencial en un alarde de maestría, maestría que resultó del todo ineficaz, dado que, en tanto en cuanto el negocio dependía de la identificación del testigo, podía decirse que le habían borrado la cara.

—En fin, he contratado los servicios de Pratt y sus colegas para encontrarla, y no albergo ninguna duda de que lo harán. No pretendo perseguirla, como bien comprenderás, hermano. Sin embargo, quiero darle a entender que actúa bajo dos supuestos falsos, cuya falsedad me he propuesto demostrarle, cosa que sólo puedo hacer hablando con ella directamente.

—Por supuesto. Es lógico —dijo Jack para ahuyentar el silencio, y la yegua, al volver la cabeza, los observó con sus lustrosos ojos árabes, resoplando suavemente sobre ellos mientras así los miraba.

—Ya sabrás lo de Brigid, por supuesto. La creen medio tonta, lo cual es completamente incorrecto. La suya es una forma particular de desarrollo, que se caracteriza por ser más lenta que la de la mayoría; sin embargo, Diana no lo sabe. Cree que es medio tonta, y no puede soportarlo… —También Jack sentía aversión hacia cualquier variante de locura, y casi se le escapó un comentario—… y al pensar sin duda que su presencia no sólo era inútil sino positivamente dañina, huyó. Cree que debería culparla por hacerlo, lo cual supone el primer malentendido. El segundo, como ya he dicho, es que Diana cree que Brigid es medio tonta, y me gustaría informarla de que está en un error. Los niños de este tipo son mucho más raros que los auténticos medio tontos (a quienes yo diría que uno puede distinguir con sólo verlos), pero no son tan insólitos. Hay dos en el pueblo de Padeen, en el condado de Kerry; en Irlanda los llaman
leanaí sídhe
, y no diría que ambos se curaron pero el hecho es que acabaron viviendo más en este mundo que en cualquier otro. Se los atendió en el momento adecuado. Padeen es el tipo de persona capaz de hacerlo. Tiene unas dotes extraordinarias para ello.

—Recuerdo cómo cogió con la mano a un gato que estaba atrapado en una trampa, y lo libró sin hacerse un solo rasguño. Por no mencionar aquel caballo salvaje que capturamos para el sultán.

—Precisamente: has citado tan sólo dos ejemplos. Pero en este desarrollo en particular, en el desarrollo particular de Brigid, el equilibrio constituye un factor extremadamente delicado. Las circunstancias, el entorno físico sin ir más lejos, son excepcionales. Debo consultarlo con el doctor Willis; debo escribir al doctor Llers de Barcelona, gran experto en la materia. Sin embargo, la señora Williams debe mantenerse al margen cueste lo que cueste. Se presentó en casa e insultó a Clarissa haciéndole toda clase de preguntas impertinentes, antes de insistir en ver a la niña, a su nieta: la asustó, y la amenazó con darle una buena azotaina si no hablaba. Me alegra poder decir que Clarissa la sacó de la casa sin contemplaciones.

—Tengo en gran estima a Clarissa Oakes.

—Lo mismo digo. La señora Williams no debe volver a Barham. Debo tener unas palabras con ella al respecto.

Casi habían llegado al patio del establo.

—De hecho —dijo Jack—, resulta que tanto ella como la señora Morris te están esperando: les dije que llegarías hoy mismo, y te están esperando. No podrían estar más apuradas.

—¿De qué se trata?

—Su hombre, Briggs, juega a los espías demasiado a menudo: unos hombres le tendieron una emboscada en Trumps Lane cuando volvía de la taberna, y lo golpearon. Noche oscura, ni una sola palabra; organizaron tal estrépito que parecía que estaban azotando a un cachorro.

—Oh, doctor Maturin —exclamaron los tres niños más o menos al unísono, al llegar corriendo por el camino lateral—. Aquí está. ¡Por fin ha llegado! La abuela nos colocó junto a la glorieta para avisarle de su llegada. La señora Morris y ella le ruegan que las salude de inmediato. Briggs fue emboscado y golpeado por los Negros de Hampton…

—El señor Owen, el apotecario, le ha puesto un emplasto; según su opinión puede que sobreviva, pero lo dudamos mucho.

—Por favor, ¿podría usted acompañarnos ahora mismo? Nos prometieron cuatro peniques si le llevábamos allí de inmediato. Papá cuidará de su caballo, ¿verdad, papá?

—Es una yegua, ignorante. —Objetó Fanny. Y dirigiéndose a Stephen añadió—: Una yegua árabe si no me equivoco, señor.

* * *

Llegó Stephen, y después de aguantar durante un buen rato los gritos, la indignación y el relato detallado de los hechos, pidió a las señoras que le dejaran a solas con el paciente. Llevó a cabo su examen: tenía ante sí un rostro verdaderamente hinchado y abotagado, y la espalda y los glúteos marcados por el extremo de las cuerdas y las fustas con las que lo habían azotado; sin embargo, no tenía huesos rotos, cortes o incisiones. A Stephen le sorprendió el hecho de que un hombre tan acostumbrado a los hipódromos estuviera tan molesto por muestras tales de moderada violencia; pese a ello, Briggs estaba postrado y bien postrado, asustado e incluso aterrorizado. Tenía la dignidad por los suelos, la sensación de haber sido ultrajado, y quizás era presa de algo rayano en una cobardía abyecta. Stephen aprobó las curas del señor Owen, prescribió algunos medicamentos inofensivos y adecuados, y cruzó el pasillo hasta donde esperaban sentadas las dos inquietas damas.

—Necesita tranquilidad, luz tenue y una compañía que no sea muy exigente —dijo—. Si la señora Morris fuera tan amable de quedarse con él, le explicaré los pormenores del tratamiento a mi señora tía Williams, puesto que nuestra relación familiar me permite el uso de términos y expresiones médicas que me resultaría embarazoso emplear en presencia de cualquier otra dama.

—¿No lo habrán castrado? —preguntó alarmada la señora Williams en cuanto se quedaron a solas—. Confío en que al decir «embarazoso» no se refiriera usted a eso.

—No, señora —respondió Stephen—. No tendrá usted a un eunuco a su servicio, no tema.

—Cuánto me alegra saberlo —dijo la señora Williams—. He oído que los ladrones a menudo hacen esas cosas cuando sus víctimas se les resisten. Lo hacen porque sí, conscientes de que a menudo el caballero oculta en…, bueno, usted ya me entiende.

—¿Se conoce la identidad de los ladrones?

—Estamos prácticamente seguros de ello, y me he propuesto ponerlo de inmediato en conocimiento de sir John Wriothesley, el juez de paz. Al principio medio sospechamos de los marineros de cuya justa reprimenda era responsable, pero el señor Aubrey, el comodoro Aubrey, negó rotundamente tal posibilidad; y verá usted, prácticamente es un almirante. Pero entonces resultó que tenían todos caras negras, de modo que se trataba obviamente de la banda conocida como los Negros de Hampton, que actúan con el rostro ennegrecido cuando salen de noche a cazar furtivamente. Supongo que sabían perfectamente que suele transportar sumas considerables desde Bath.

—¿Le cogieron algo?

—No. Se agarró con tal bravura a su reloj y al dinero que no le robaron nada en absoluto.

—Excelente. Le conviene descansar y medicarse con regularidad, y creo poder asegurarle a usted que dentro de siete días volverá a ser el mismo de siempre.

—¿Entonces no corre ningún peligro? —preguntó la señora Williams—. O sea, que puedo enviar al mozo para que le diga al pastor que no hace falta que venga. Estoy segura de que no me cobrará el servicio si le avisamos con tiempo. Sabrá usted que el señor Briggs es un papista. —Stephen asintió con la cabeza, y la señora Williams añadió—: Qué alivio. —Y zarandeó la campana para pedir vino de Madeira para el doctor. Una vez dio buena cuenta de él, y es que Jack siempre tenía el mejor madeira en casa, la señora Williams agregó, divertida—: No es que tenga nada personal contra los papistas. ¿Ha oído usted hablar de la señora Thrale? —Stephen volvió a asentir con la cabeza—. Pues bien, ella se casó con uno después de morir su marido, un hombre de posición algo inferior, es más, un extranjero; pero según tengo entendido la reciben en todas partes.

—Sin duda. Aquí tiene una breve lista de las medidas y dosis necesarias, que me gustaría que usted respetara con total regularidad. Y ahora, señora, me gustaría hablarle a usted de mi hija Brigid. Se habrá dado cuenta de que su salud mental es delicada; pero lo que probablemente no sabe es que su progreso ha alcanzado una fase crítica en la que la menor impresión o revés podrían resultar desastrosos. Por tanto, debo pedirle que interrumpa usted de momento sus bienintencionadas visitas a Barham.

—¿Me está pidiendo que deje de ver a la sangre de mi sangre? ¿A mi propia nieta? Créame si le digo, doctor Maturin —dijo alterada la señora Williams, cuya voz había alcanzado un timbre metálico y dominante—, que es mejor detener cuanto antes y con firmeza estos caprichos infantiles, egoístas, tozudos y obstinados: un buen meneo, el pozo o el cuarto oscuro, pan, agua y quizás una buena azotaina con la vara, y habrá usted solucionado el problema sin mayores despliegues de medios: aunque usted es el médico, ¿quién mejor que usted para darme la razón?

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