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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (30 page)

BOOK: El códice del peregrino
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—Sigo sin creer que usted haya quemado el Códice —Patricia insistió.

—Yo sí lo creo —terció Diego—. Usted lo ha hecho para defender los intereses de su grupo, ¿verdad? ¿Quiénes son ustedes en realidad?

—Somos la verdadera Iglesia de Jesucristo, los únicos herederos de la tradición que ahora muchos cuestionan y quisieran alterar. Somos los genuinos guardianes de la auténtica fe, los descendientes inmaculados de aquellos primeros seguidores de Jesús, los que escucharon la palabra de Dios de boca de Bernabé y decidieron llamarse cristianos en Antioquía; somos los discípulos de Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles, que predicó la buena nueva hasta su martirio en Roma; somos los seguidores de Felipe el evangelista, al que Dios concedió el preciado don de la profecía; somos los continuadores de los creyentes que se reunían en el Pórtico de Salomón tras la muerte de Jesús, y que seguimos velando hasta que aparezca en el cielo la señal del Hijo del hombre anunciando su llegada y el fin del mundo.

»Hoy ha sonado la quinta trompeta, la que precede a una plaga de terribles langostas, surgidas del pozo del abismo tras caer una estrella, que atormentará a la humanidad. Pero no se confundan, esas langostas no son insectos, sino monstruos terribles armados para la batalla, desbocados como caballos salvajes en la estampida, con corona de oro y cara de hombre, cabello de mujer y dientes de león, armados con corazas de acero y colas de escorpión que provocan un ruido estruendoso con sus alas. ¿Han visto los helicópteros de combate sobrevolando las tierras de Afganistán y de Irak, y lanzando fuego sobre ellas? ¿No les parecen las langostas metálicas que describe san Juan en el Apocalipsis? El final se acerca.

Jacques Román parecía haber entrado en éxtasis. Hablaba con la vehemencia de un profeta, la pasión de un fanático y la clarividencia de un iluminado.

Diego pensó que aquel hombre culto e inteligente se había trastornado, que había sido abducido por esa especie de extraña locura que arrastra a hombres y mujeres cabales a un abismo místico en el que lo terrenal ya nada importa, un mundo onírico donde se confunde la realidad concreta con las profecías más escabrosas.

Por el contrario, Patricia sí comprendió las palabras de Jacques Román y supo que aquel hombre ejecutaría la misión que le había sido encomendada aunque tuviera que llevarse por delante a media humanidad. Tal era la fuerza de la fe que mantenía la esencia vital de millones de personas.

—Imagino que aquí termina nuestra relación —supuso Diego, que comenzaba a preocuparse por los desvaríos de Román.

—En este asunto sí, pero tal vez necesitemos en otra ocasión de sus servicios. Han sido ustedes muy competentes y estamos plenamente satisfechos con el trabajo que han realizado.

El tono de voz de Román cambió de tal manera que parecía el de otro hombre.

—¿Para proporcionarle a usted algún otro manuscrito que destruir? —preguntó Patricia.

—Si es necesario, por supuesto.

—En ese caso puede interesarle el manuscrito que acabamos de ver en Londres. Se trata de una copia del Evangelio de Tomás Dídimo Judas, ya sabe, el «gemelo»; contiene algunos cambios con respecto a la que se encontró en Nag Hammadi en 1945 y que se guarda en El Cairo. Puede que sea suyo por medio millón de euros.

—Conozco ese texto atribuido al apóstol Tomás, aunque se escribió en el siglo IV; es absolutamente inofensivo —adujo Román—. Por cierto, ¿qué opina del apóstol Tomás, señorita Patricia?, ¿también era pariente de Cristo?, ¿otro primo, quizá?

—¿Quién sabe? Tal vez aparezca algún día algún otro texto donde se aclare todo; es probable que en este mismo que acabamos de ver en Londres.

—Si lo encuentra, manténgame informado.

—No dude de que lo haré.

—Les deseo mucha suerte en sus futuros trabajos, queridos amigos. Y perdonen que no almuerce con ustedes, había adquirido un compromiso previo que no he podido anular.

—No se preocupe, Jacques, ya habrá otra oportunidad para hacerlo.

Jacques Román los acompañó hasta la salida de su residencia.

—Ha sido un placer trabajar con ustedes.

Les dio la mano y desapareció tras la puerta.

—Tenías razón, este hombre está completamente loco. Es un caso paradigmático de doble personalidad; por momentos habla como un orate visionario y, de repente, vuelve a ser el Jacques Román elegante, calmado y pausado que conocemos —comentó Diego ya en el portal del inmueble.

—Piensa lo mismo que una buena parte de la humanidad, aunque él lo defiende con mucha mayor vehemencia en esos momentos en que se transforma en un iluminado dogmático —dijo Patricia.

—Pues en ese caso, esa parte de la humanidad también está loca.

SEXTA TROMPETA

Los ángeles exterminadores ejecutarán a un tercio de la humanidad

Un mes después de la desaparición del Códice la prensa había dejado de publicar noticias del robo. Sólo aparecían, de vez en cuando, algunas referencias en las páginas de cultura de los periódicos o un recopilatorio de cinco minutos en los programas de resúmenes semanales de las televisiones. La esperanza de que el ladrón lo devolviera el día de la fiesta del apóstol, el 25 de julio, o en los días siguientes se desvaneció.

La policía había interrogado a centenares de personas, había revisado casi mil horas de imágenes de las cámaras de vídeo de la catedral, había contactado con todos los departamentos de Patrimonio Histórico de las principales policías europeas, había hablado con sus agentes infiltrados en las redes de falsificación y de venta clandestina de antigüedades, había buscado el asesoramiento de antiguos delincuentes especializados en este tipo de robos, pero seguía sin tener ninguna pista firme; sólo el olfato profesional de Gutiérrez, que había atisbado alguna sombra de sospecha en las respuestas del Peregrino durante su interrogatorio.

El lunes 1 de agosto el Peregrino se incorporó puntualmente a su puesto de trabajo en las oficinas del arzobispado, tras disfrutar de sus vacaciones. Siguiendo las indicaciones de la policía de Compostela, una pareja de la Guardia Civil lo había vigilado discretamente, pero apenas pudo constatar que el sacerdote se dedicaba a pasear por los caminos de la aldea, acercarse hasta la costa para contemplar el mar, acudir de compras a Barreiros y ayudar en las tareas domésticas a su hermana. Autorizadas por el juez las escuchas a su móvil, sólo se habían producido diez llamadas en veinte días, y ninguna de ellas guardaba la menor relación con el robo.

—¡No tenemos nada, nada! —clamó el comisario jefe en una reunión con los inspectores que seguían al frente del caso.

—Hemos descartado la intervención de una banda internacional de delincuentes profesionales. Ni una sola de las pesquisas que han llevado a cabo nuestros colegas europeos ha dado el menor resultado. Eso significa que probablemente el Códice no ha salido de Santiago. Es más, probablemente siga oculto en algún lugar de la catedral —dijo Gutiérrez.

—¿Qué te hace pensar eso, Manolo?

—Pues que una pieza valorada en seis millones de euros no desaparece de la noche a la mañana sin dejar el menor rastro. La Interpol asegura que nada se ha movido en las redes del mercado ilegal de antigüedades que controla, y está claro que para llevar a cabo este robo ha sido imprescindible la colaboración de personal de la catedral, alguien con la suficiente confianza como para moverse por cualquier dependencia sin despertar la menor sospecha. Durante varios días hemos peinado la ciudad, hemos realizados controles exhaustivos, hemos visionado centenares de horas de vídeo, hemos revisado uno a uno los nombres de todos los clientes que se alojaron en los hoteles de Santiago y de todas la localidades a cien kilómetros a la redonda, los de los pasajeros de los vuelos nacionales e internacionales, los movimientos bancarios de la primera semana de julio, y no hemos logrado el menor indicio, nada a lo que agarrarnos.

—¿Sigues pensando en ese sacerdote?

—Mi olfato de policía así lo indica. De todos los empleados de la catedral que hemos interrogado es el único que me ha hecho sospechar que puede estar implicado —insistió Gutiérrez.

—Pero ya has visto el informe de la Guardia Civil, y las escuchas de sus llamadas telefónicas...

—Ese tipo se fue de vacaciones el viernes 1 de julio, el día que, en mi opinión, se perpetró el robo. Según he podido averiguar, abandonó la residencia religiosa donde vive sobre las diez de la mañana del viernes 1 de julio con su maleta preparada. Se despidió de las monjitas que atienden la residencia y se marchó en su coche. Desde Santiago a su aldea en la costa de Lugo se tarda alrededor de una hora, por tanto debería haber llegado a su destino entre las once y las doce, pero no lo hizo hasta las tres de la tarde. ¿Dónde estuvo esas dos o tres horas? Yo creo que fue al archivo, cogió el Códice y se lo llevó, o lo escondió en algún lugar de la catedral. Debemos interrogarlo de nuevo y pedir autorización para una inspección de su casa en la aldea de Lugo y en su residencia aquí en Santiago.

—¿Qué opinas, Teresa? —le preguntó el comisario a la inspectora Villar.

—Es el único indicio que tenemos. Deberíamos hacer lo que el inspector Gutiérrez sugiere. Nuestras pesquisas en los medios internacionales no han dado ningún resultado, nada perdemos investigando a ese sacerdote.

—De acuerdo. Lo citaremos en comisaría otra vez. Lo interrogaréis de nuevo vosotros dos. —El comisario señaló a Teresa y a Gutiérrez—. Entre tanto, registraremos sus dos residencias.

Tras los registros efectuados en la residencia del Peregrino en Santiago y en su casa familiar de la aldea de Lugo no se produjo ningún hallazgo que pudiera relacionarlo con el robo.

—Este sacerdote sólo posee objetos personales, ropa, libros y revistas religiosas, la mayoría de organizaciones católicas muy reaccionarias —comentó Teresa, que esperaba en la comisaría de Santiago la llegada del Peregrino—. Tal vez tu olfato se haya equivocado.

—Veremos —se limitó a comentar Gutiérrez.

El sospechoso había sido citado a las once de la mañana, y llegó puntual.

—Siéntese, por favor —le indicó Gutiérrez.

Como en la primera ocasión en que lo interrogaron, los dos policías estaban a solas con el Peregrino en el mismo pequeño despacho.

—¿Le importa que grabemos la conversación?, ya sabe, es la rutina.

El Peregrino asintió.

—¿Qué quieren ahora de mí? Ya estuve en este lugar declarando y les dije a ustedes dos que no sé nada de ese robo. Han registrado mi habitación en la residencia y mi casa familiar, y no han encontrado nada porque no tengo nada que ocultar.

—Hemos estado investigando sobre su salida de Santiago el día 1 de julio. —Gutiérrez abrió su libreta de notas y la consultó—. Usted dejó la residencia a las diez de la mañana, y les dijo a las monjitas que partía hacia su casa familiar para iniciar las vacaciones, pero no llegó hasta pasadas las tres de la tarde. ¿Recuerda qué hizo durante todas esas horas?

—Sí. Lo que hago siempre que voy a salir de viaje: fui a la catedral y recé ante la tumba del apóstol un par de rosarios.

—Pues no hizo eso el último domingo de julio. Según el informe que tenemos de la Guardia Civil de Barreiros, usted asistió a misa por la mañana, regresó de inmediato a su casa, comió con su hermana y salió para Santiago. No rezó ese par de rosarios.

—Lo hice durante la misa —asintió el Peregrino—. ¿Qué pretenden ustedes?

—Recuperar el Códice —intervino Teresa—. Tenemos la sospecha de que usted puede estar implicado en este asunto.

—Les repito que no tengo nada que ver; no sé nada —reiteró el Peregrino.

—Voy a hacerle una propuesta —terció Gutiérrez—: si el ladrón se arrepintiera y devolviera el Códice, haríamos la vista gorda y suspenderíamos la investigación. El caso estaría resuelto, aunque no se hubiera detenido al ladrón.

—Mire, padre —intervino Teresa—, la devolución podría hacerse de manera absolutamente anónima. El secreto de confesión está amparado por nuestras leyes y por el Concordato, de manera que si el ladrón, fuera quien fuese, confesara ante un sacerdote dónde está escondido el Códice y lo devolviera por ese método, nosotros nada más podríamos hacer. Es fácil.

—Creo que me están acusando, de modo muy taimado, de haber robado ese libro, pero les repito que nada sé del asunto.

—Robar es un pecado, padre, y mentir, otro. Y los pecados mortales se castigan con la pena eterna en el infierno; usted debería saberlo bien. —Gutiérrez intentaba presionar al Peregrino.

—¿Estoy acusado de algo?

—No, no lo está.

—En ese caso, ¿puedo marcharme?; tengo mucho trabajo atrasado en la oficina.

Los dos inspectores se miraron.

—De acuerdo, puede irse, pero manténgase localizado, es probable que volvamos a llamarlo.

—Buenos días.

El Peregrino salió de comisaría.

—Este tipo está implicado; lo sé, lo huelo —dijo Gutiérrez.

—Tal vez tengas razón, pero se ha mantenido firme y ha ratificado su inocencia.

—Necesitamos presionarlo más, apretarle las tuercas hasta que confiese.

—Esos métodos no son legales, te lo recuerdo, inspector.

—Le prepararemos una trampa; si es culpable, caerá en ella —propuso Gutiérrez.

—¿Y si es inocente?

—Entonces la habremos jodido. Pero te aseguro que está implicado en el robo.

—¿En qué estás pensando?

Teresa Villar y Manuel Gutiérrez almorzaban en un mesón de la rúa do Franco.

—En cómo desenmascarar a ese cura —contestó Gutiérrez a la pregunta de su colega.

—¿Estás maquinando algún tipo de trampa?

—Sí. Será la única manera de comprobar si ese cura está implicado.

—Olvídate de eso.

—Ese tipo lo ha escondido en algún lugar, probablemente en la misma catedral. Imagino que habrá mil sitios donde hacerlo.

—Ni siquiera podemos presentar un móvil que incitara a ese sacerdote al robo. Lleva una vida austera; desde luego, el móvil económico queda descartado. Y sí, no es el más amable de los compañeros de trabajo, pero nadie ha sospechado de él. Ninguno de los que hemos interrogado ha dejado caer la menor insinuación sobre él.

—El deán declaró que no podía revelar si sospechaba de alguien porque si lo hiciera sería un juicio temerario, lo que considera un pecado; tal vez él sepa algo más de este cura. Y es evidente que entre los empleados de la catedral existe un pacto de silencio para no acusar a ningún colega. Pero yo estoy seguro de que ha sido él, lo presiento.

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