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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

El coche de bomberos que desapareció (7 page)

—Un investigador más amable de lo acostumbrado —comentó Kollberg bostezando.

—Sí —dijo Rönn—, y poco eficaz.

—De acuerdo —asintió Martin Beck—. Así que dejaron libre a Malm y Gunvald se encargó de vigilarle. Confiaban encontrar a Olofsson a través de Malm. Es muy probable que Malm trabajase para Olofsson, pero, dado su nivel de vida, no debe de haber obtenido mucho por sus esfuerzos.

—Era también un maquillador de coches —observó Kollberg—. Esos tipos resultan útiles para los que trafican en coches robados.

Martin Beck asintió.

—Este Olofsson —dijo Rönn—. ¿No hay manera de echarle el guante?

—No, todavía no se ha encontrado ningún indicio relacionado con su paradero —contestó Martin Beck—. Es muy posible que Malm dijera la verdad cuando, durante el interrogatorio, aseguró que Olofsson se había ido al extranjero. Ya aparecerá, desde luego.

Kollberg, irritado, golpeó con el puño el brazo del sillón.

—No puedo comprender a ese Larsson —exclamó, mirando de reojo a Rönn—. Quiero decir, ¿cómo puede afirmar que no sabe por qué estaba vigilando a Malm?

—No era necesario que lo supiera, ¿no es verdad? —repuso Rönn—. No empieces otra vez a meterte con Gunvald.

—Por el amor de Dios, él debería saber que tenía que estar atento por si Olofsson aparecía. De otro modo, apenas tenía sentido vigilar a Malm.

—Sí —dijo Rönn tranquilamente—. Tendrás que preguntárselo cuando esté mejor, ¿no te parece?

—Hum —rezongó Kollberg.

Se desperezó de tal modo que las costuras de su chaqueta crujieron.

—Oh, bueno —dijo finalmente—. Ese asunto de los coches no es cosa nuestra, de todas maneras. Y demos gracias a Dios por ello.

7

El lunes por la tarde ocurrió algo que pareció que Benny Skacke se vería obligado, por primera vez en su vida, como miembro del Departamento de Homicidios, a resolver un crimen por su cuenta.

O al menos un caso de homicidio.

Estaba sentado en su oficina de la Comisaría Sur, ocupado en la tarea que Kollberg le había dejado encargada antes de irse a Kunsholmasgatan. Es decir, atendía al teléfono, y estaba clasificando informes en sus diferentes archivadores. El proceso de selección era lento, porque le obligaba a leer cuidadosamente todo el informe antes de clasificarlo. Benny Skacke era ambicioso y a la vez dolorosamente consciente de que, por mucho que hubiera aprendido todo cuanto es posible aprender en la escuela de formación de policías, no había tenido realmente la oportunidad de poner en práctica sus conocimientos. Con la esperanza de encontrar una ocasión de demostrar sus talentos ocultos en este campo, intentaba por todos los medios participar en las experiencias de sus colegas de más edad. Uno de sus métodos era el de escuchar todas sus conversaciones tan a menudo como le era posible, cosa que empezaba a sacar de sus casillas a Kollberg. Otro medio de información era leer viejos informes, lo que estaba haciendo en el momento en que sonó el teléfono.

Era un hombre de la sección de recepción del mismo edificio.

—Hay una persona aquí que dice que quiere informar acerca de un crimen —explicó, algo inseguro—, ¿Lo envío arriba o...?

—Sí, envíelo —dijo el subinspector Skacke sin dudar.

Volvió a colgar el teléfono y salió al corredor para hacer entrar al visitante. Mientras, se preguntaba si lo que el hombre de recepción estuvo a punto de decir cuando él le interrumpió sería: «¿O le digo que vea al policía de turno?» Skacke era un joven muy sensible.

El visitante subía despacio y algo inseguro por la escalera. Benny Skacke le abrió la puerta de cristal e involuntariamente dio un paso atrás al percibir el agrio olor a sudor, orina y alcohol barato. Entró en la oficina delante del hombre y le ofreció la silla situada frente a su mesa. El tipo no se sentó en seguida, sino que esperó de pie a que Skacke se hubiera sentado.

Skacke examinó al hombre que tenía ante él. Parecía tener entre cincuenta y cincuenta y cinco años, medía poco más de metro y medio y era muy delgado, no debía pesar más de cincuenta kilos. Su pelo era fino y de color rubio ceniza, y sus ojos eran de un azul desvaído. Las mejillas y la nariz estaban cubiertas de venas rojas. Sus manos temblaban y un tic nervioso contraía su ojo izquierdo. Su traje marrón estaba manchado y muy brillante y el chaleco tejido a máquina que llevaba bajo la chaqueta estaba zurcido con lana de otro color. Olía a alcohol, pero no parecía estar borracho.

—Bien, ¿quiere usted informar sobre algo? ¿De qué se trata?

El hombre se miró las manos. Hacía rodar nerviosamente una colilla de cigarrillo entre los dedos.

—Fume usted si quiere —dijo Skacke, acercándole una caja de cerillas.

El hombre cogió la caja, encendió la colilla, tosió con una tos seca y ronca, y levantó los ojos.

—He matado a mi mujer —dijo.

Benny Skacke alargó la mano para buscar su bloc de notas y dijo con una voz que él creyó tranquila y autoritaria:

—¿Ah, sí? ¿Dónde?

Deseó que Martin Beck o Kollberg estuvieran allí.

—En la cabeza.

—No, no me refería a eso. ¿Dónde está ella ahora?.

—Ah. En casa. Dansbanevägen número 11.

—¿Cómo se llama usted?

—Gottfridsson.

Benny Skacke escribió el nombre en su bloc y se inclinó hacia adelante, con los antebrazos apoyados sobre la mesa.

—¿Puede usted explicarme cómo ocurrió, señor Gottfridsson?

El hombre llamado Gottfridsson se mordió el labio inferior.

—Bueno —dijo—. Bueno, fui a casa y ella empezó a meterse conmigo sin parar. Yo estaba cansado y no tenía ganas de contestarle, así que le dije que se callara, pero ella continuó sin hacerme caso. Entonces perdí los estribos, la cogí por el cuello y ella empezó a dar puntapiés y a gritar, así que empecé a golpearle la cabeza una y otra vez. Entonces se cayó al suelo y al cabo de un rato empecé a asustarme y traté de reanimarla, pero continuó echada en el suelo.

—¿No llamó a un médico?

El hombre negó con la cabeza.

—No —contestó—. Creí que se había muerto, así que no tenía sentido llamar al médico —se quedó sentado en silencio durante un momento. Luego dijo—: Yo no quería hacerle ningún daño. Simplemente perdí los estribos. Ella no hubiera debido seguir metiéndose conmigo.

Benny Skacke se levantó y fue a buscar su abrigo en el colgador situado junto a la puerta. No estaba seguro de lo que debía hacer con el hombre. Mientras se ponía el abrigo, preguntó:

—¿Por qué vino usted aquí, en lugar de ir a la comisaría del distrito? Está muy cerca.

—Pensé... pensé que una cosa así... asesinato y todo eso, así...

Benny Skacke abrió la puerta que daba al corredor.

—Es mejor que venga usted conmigo, señor Gottfridsson.

Tardaron sólo unos pocos momentos en llegar al bloque de casas donde Gottfridsson vivía. El hombre iba sentado en silencio, mientras las manos le temblaban violentamente. Al llegar, subió las escaleras y Skacke cogió la llave y abrió la puerta de entrada.

Se internaron en un recibidor pequeño, oscuro, con tres puertas, todas ellas cerradas. Skacke miró inquisitivamente a Gottfridsson.

—Ahí dentro —dijo el hombre, señalando la puerta de la izquierda.

Skacke dio tres pasos adelante y abrió la puerta.

La habitación estaba vacía.

Los muebles eran viejos y polvorientos, pero parecían estar en su lugar habitual y no se veían señales de pelea de ninguna clase. Skacke se volvió y miró a Gottfridsson, que todavía estaba junto a la otra puerta.

—Aquí no hay nadie —dijo.

Gottfridsson se quedó mirándolo. Levantó la mano y señaló mientras avanzaba lentamente hacia la puerta.

—Pero si ella estaba echada ahí —balbució.

Miró a su alrededor, confuso. Luego se dirigió hacia la puerta de la cocina y la abrió. La cocina también estaba vacía. La tercera puerta daba al cuarto de baño y tampoco allí había nada extraordinario.

Gottfridsson se pasó la mano a través de su escaso pelo.

—¿Cómo puede ser? —murmuró—. Yo la vi echada ahí, en el suelo.

—Sí —admitió Skacke—. Quizá la vio. Pero, evidentemente, no estaba muerta. ¿Cómo llegó usted a esa conclusión?

—Porque lo vi —respondió Gottfridsson—. Estaba inmóvil y no respiraba. Y estaba fría. Como un cadáver.

—Quizá sólo pareciera muerta.

Skacke pensó que tal vez le estuviera tomando el pelo y se hubiese inventado toda la historia. Quizá ni siquiera tenía mujer; además, tanto la muerte de su presunta esposa como su resurrección y desaparición no parecían impresionarle mucho. Examinó el suelo en el lugar en el que, según Gottfridsson, había estado la mujer muerta. No había huellas de sangre ni de nada especial.

—Bueno —dijo Skacke—. Ella no está aquí ahora. Tal vez deberíamos preguntar a los vecinos.

Gottfridsson trató de disuadirle.

—¡No, no haga usted eso! No nos llevamos muy bien con ellos. Y de todos modos no están en casa a esta hora.

Se fue a la cocina y se sentó en una silla de madera.

—¿Dónde demonios está esa mujer? —se preguntó.

En ese momento, se abrió la puerta exterior. La mujer que entró en el recibidor era baja y rolliza. Llevaba una especie de guardapolvo y una chaqueta de punto, y un pañuelo a cuadros atado a la cabeza. De la mano le colgaba una bolsa de malla.

A Skacke no se le ocurrió nada que decir en el primer momento. Tampoco la mujer dijo nada. Pasó rápidamente por delante de él y entró en la cocina.

—Ah, vamos, ¿de modo que te has atrevido a volver, zoquete?

Gottfridsson se quedó mirándola y abrió la boca para decir algo. Su mujer descargó con violencia la bolsa de malla sobre la mesa de la cocina y dijo:

—¿Y quién es este individuo? Vamos, ya sabes que no debes traer a tus compadres borrachos aquí, tú ya lo sabes. Tus amigotes pueden ir a cualquier otro sitio.

—Discúlpeme —intervino Skacke tímidamente—. Su marido creyó que usted había sufrido un accidente y...

—Accidente —repitió la mujer resoplando—. ¡Accidente! —se volvió y miró a Skacke con hostilidad—. Pensé que convenía asustarle un poco. ¡Llegar aquí de este modo y empezar a pelear después de haber estado fuera de casa emborrachándose varios días! Todo tiene un límite.

La mujer se quitó el pañuelo. Tenía una herida insignificante en la mandíbula, pero aparte de esto no parecía haber sufrido ningún otro percance.

—¿Cómo se encuentra usted? —preguntó Skacke—. No está herida, ¿verdad?

—¡Qué va! —exclamó ella—, Pero cuando me hizo caer al suelo, pensé en quedarme allí y fingir que me había desmayado —se volvió hacia el hombre—. Estabas un poco asustado, ¿no es verdad?

Gottfridsson, embarazado, miró a Skacke y murmuró algo.

—Pero vamos a ver, ¿quién es usted en realidad? —preguntó la mujer.

Skacke cruzó su mirada con la de Gottfridsson y dijo escuetamente:

—Policía.

—¡Policía! —gritó la señora Gottfridsson.

Con las manos en jarras se inclinó sobre su marido, que estaba acurrucado con expresión angustiada en la silla de la cocina.

—¿Te has vuelto loco? —gritó—. ¡Traer a la poli a casa! ¿Por qué lo hiciste, si puede saberse? —Se enderezó y miró furiosa a Skacke—. Y usted... ¿qué clase de policía es usted? Metiéndose aquí, en una casa de gente inocente. ¿No debería usted por lo menos enseñar su carnet antes de meterse así con gente honrada?

Skacke sacó apresuradamente su carnet de policía.

—De modo que es usted un subalterno, ¿eh?

—Subinspector —replicó Skacke fríamente.

—Qué pensó que iba a encontrar aquí, ¿eh? Yo no he hecho nada malo, ni mi marido tampoco.

Se situó al lado de Gottfridsson y le puso una mano sobre el hombro, con ademán protector.

—¿Tiene algún permiso o algo parecido que le permita meterse así en mi casa? —preguntó ella—. ¿Te ha enseñado algo, Ludde?

Gottfridsson sacudió la cabeza pero no dijo nada. Skacke dio un paso adelante y abrió la boca, pero la señora Gottfridsson le interrumpió bruscamente.

—Bueno, entonces váyase inmediatamente. Casi estoy a punto de denunciarle por allanamiento de morada. Váyase antes de que me enfade.

Skacke miró al hombre, que miraba obstinadamente el suelo. Luego se encogió de hombros, dio la espalda a la pareja y regresó algo confuso a la Comisaría Sur.

El humo de los cigarrillos de Martin Beck y del puro de Hammar flotaba como una especie de niebla en la habitación, y Kollberg había contribuido a la polución del ambiente encendiendo un fuego con las cerillas apagadas y las cajetillas de cigarros vacías, dentro del cenicero. Rönn empeoró la situación aún más abriendo la ventana y dejando entrar el aire ciudadano más enrarecido de toda la Europa del Norte. Martin Beck tosió y dijo:

—Si vamos a aceptar la teoría del fuego intencionado, entonces todo va a ser más difícil, dado que los testigos están en el hospital y en condiciones que hacen imposible cualquier interrogatorio.

—Sí —asintió Rönn.

—En este momento —dijo Hammar—, yo no creo que haya sido un incendio provocado. Pero no debemos sacar conclusiones precipitadas hasta que Melander haya acabado de examinar el lugar del incendio y los laboratorios den su informe.

El teléfono sonó. Kollberg extendió la mano y a la vez puso una caja de cerillas vacía en el montón encendido del cenicero. Escuchó aproximadamente medio minuto.

—¿Qué? —exclamó con sorpresa no fingida, y los otros reaccionaron en seguida.

Kollberg miró con aire ausente a Martin Beck y dijo:

—Tengo una sorpresa endemoniada para ustedes, caballeros. Göran Malm no murió en el incendio.

—¿Qué quieres decir? —dijo Hammar—. ¿No estaba en la casa?

—Oh, sí, estaba prácticamente calcinado dentro del colchón. El que acaba de hablarme por teléfono es el hombre que practicó la autopsia. Dice que Malm era cadáver antes de iniciarse el fuego.

8

La enfermera jefe de la planta de Gunvald Larsson hablaba en tono decidido e imperturbable.

—No puedo evitarlo —decía—. No me importa de lo que se trate. Lo que está en juego es la salud del señor Larsson y no mejorará si no dejan de telefonearle y de intranquilizarlo. Debe estar en completo reposo, y éstas son las órdenes del médico. Le dije lo mismo a Kollberg, que acaba de llamar y que por cierto estuvo muy grosero. No se le puede llamar hasta mañana, como más pronto. Adiós.

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