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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

El círculo (49 page)

—Que eso mismo ya lo dijo Ida. Cuando descubrió que podía leer el
Libro de los paradigmas
—responde, y encuentra por fin la página que buscaba—. Dijo exactamente: «Eso está como hecho para una persona. Entonces funciona fenomenal. Pero si son varias las que van a entrar, siempre habrá una que se quede fuera. Y si la que se queda fuera desaparece, entonces quedará fuera otra. Y otra. Y otra. Y otra. Hasta que hayan desaparecido todas». Dijo que era una especie de atmósfera.

En ese preciso momento todo encaja. Ahí está la respuesta. Naturalmente. Perfecto. Minoo no necesita ninguna plantilla de soluciones para saber que es correcta.

—Ya sé lo que trata de decirnos el
Libro
—asegura—. Está hablando de la protección mágica. Lo que nos comentaba la directora al principio. Lo que ella y el Consejo pensaban que nos protegía. ¿Por qué no consultas el
Libro
otra vez, ahora que lo sabes? Quizá se produzca algún cambio en lo que has leído.

—Espera un poco —responde Linnéa.

Mientras ella busca, Minoo oye que su madre sube la escalera y entra en el cuarto de baño. Seguramente, acaba de llegar del hospital. Se oye el agua del grifo.

—Vale —continúa Linnéa—. Desde luego, esto va de protección mágica. Se ha creado para una Elegida. El
Libro
trata de explicarnos cuáles son los efectos secundarios que se producen cuando debe distribuirse entre siete personas. No puede protegerlas a todas al mismo tiempo. Una de nosotras quedará siempre fuera. Es como una especie de válvula de seguridad. Esta magia no puede abarcar varias psiques, sentimientos, voluntades y pensamientos. Dice algo así como que implosionaría si nos abarcara estrechamente a todas.

—O sea, que siempre hay alguien que queda fuera de la protección —concluye Minoo—. Y mientras esa persona siga viva, las demás estamos ocultas. Pero si esa persona muere…

—… le toca el turno a otra quedar sin protección —remata Linnéa.

Minoo tantea el siguiente paso lógico del razonamiento.

—Elías debió de ser el primero que quedó sin protección —dice—. Y cuando él murió, le tocó el turno a Rebecka. Y luego a mí. Ahora soy yo la que está desprotegida.

Las dos guardan silencio un buen rato.

—Pero ¿por qué fracasó el ataque que emprendieron contra ti? —pregunta Linnéa—. No sabemos qué poder tenía Elías, pero joder, Rebecka era capaz de lanzar por los aires objetos muy pesados solo con su voluntad. ¿Tú sabes o tienes algo que ellos no tenían?

—No lo sé —confiesa Minoo.

Pero piensa en el humo negro. En cómo logró hacer que se dispersara, aunque solo fuera un instante. Le gustaría poder contárselo a Linnéa, pero sigue teniendo la sensación de que está prohibido hablar de ello.

—Supongo que nos enteraremos de todo mañana —dice Linnéa—. Cuando hayas hablado con Gustaf.

—Espero que sí.

—¿Tienes miedo?

Linnéa es la única persona en el mundo que no debería hacer tal pregunta.

—No, va a ser de lo más agradable —responde Minoo.

Linnéa suelta una carcajada. Luego añade, con voz seria:

—Suerte.

Terminan la conversación y Minoo se tumba de nuevo en la cama.

Cierra los ojos. Las ideas acuden como un alud, hasta que cree que terminarán asfixiándola.

¿Por qué tuvieron que morir Elías y Rebecka, pero no ella?

Elías murió en el instituto. Y Rebecka también.

El instituto es el lugar del mal.

¿Será que quien los persigue no es lo bastante fuerte fuera de ese escenario?

Piensa en la grieta que se abrió en el suelo de asfalto del patio.

Piensa en la luna de sangre, cuya pesadez pendía sobre los bosques susurrantes de Engelsfors.

Piensa en
Gato,
en la carta que Nicolaus se escribió a sí mismo. En las últimas palabras.
Memento mori.
Recuerda que vas a morir.

Piensa en la lista de preguntas que tiene preparada para Gustaf, la que ha escrito esa misma tarde. Piensa en el Gustaf de la puerta de la biblioteca y en el del viaducto. En el Gustaf al que Rebecka quería. En el Gustaf que tal vez la mató.

No puedo. No puedo hacerlo. No pienso obedecer.

Aquellas palabras acompañan a Minoo al mundo del sueño.

50

El sol se filtra por las persianas entreabiertas del salón de Nicolaus. Anna-Karin está sentada en una silla, mirándose los pies. Lleva calcetines rojos. El dedo gordo izquierdo asoma por el agujero.

Se lo ha contado todo, sin mirarlo a los ojos una sola vez. Le ha hablado de su madre. Del agua hirviendo. De Jari. Del «accidente». De que en realidad fue un ataque contra ella. Que intentó hacerse la heroína y que todo terminó en catástrofe. Acaba de contarle lo del abuelo. Y ya no hay más que decir. Se lo ha contado todo, y Nicolaus sigue guardando silencio.

Anna-Karin desliza el pie por el suelo y una sustancia pegajosa se le queda adherida al calcetín. Se agacha y retira una bola de algo blanco que parece chicle.

—Ectoplasma —dice Nicolaus—. El otro día ejecutaron un ritual. En fin, tú estabas involucrada, aunque indirectamente, por lo que me dijeron.

Anna-Karin levanta la vista. Nicolaus la mira con calidez. Ella se esperaba una reprimenda, pero ahora se esfuerza por contener el llanto. Y es que desde ayer, después de ver al abuelo en el hospital, ha sufrido ataques de llanto regulares. Es como si tantos años de dolor contenido salieran ahora con toda su fuerza.

—¿Me odias? —pregunta.

—Por supuesto que no.

—Pero las demás seguro que sí, ¿verdad? Seguro.

—Nadie te odia, Anna-Karin —responde Nicolaus con voz serena—. Pero, desde luego, deberías habérnoslo contado mucho antes.

Anna-Karin asiente.

—Me daba vergüenza.

—Todos hacemos cosas de las que nos avergonzamos —dice Nicolaus.

—Pero yo he hecho demasiadas.

Nicolaus ladea la cabeza de un modo que le recuerda un poco al abuelo.

—Considera mi destino por un instante. Yo solo tengo una misión: guiaros a vosotros siete. Y ya he perdido a dos. Si hay alguien que deba avergonzarse soy yo.

—¿Y sientes vergüenza?

—Sí —responde—. Pero me di cuenta de que la autocompasión era un lugar en el que esconderme del mundo. Una especie de consuelo envenenado.

Anna-Karin no dice nada. Sigue toqueteando el pegote blanco. Está caliente.

—Has cometido muchos errores. Pero igual que tienes que aprender a perdonar a tus semejantes, debes aprender a perdonarte a ti misma. Siempre hay perdón, Anna-Karin. Si te atreves a aceptarlo.

Anna-Karin permite que las palabras de Nicolaus lleguen a su conciencia. Piensa otra vez en el abuelo.

Y te querré sin importarme los errores que cometas. Aunque hicieras algo malo yo te seguiría queriendo, y si alguien quisiera hacerte daño, te defendería hasta la última gota de sangre.

—Tengo miedo de lo que vayan a decir las demás —dice casi en un susurro—. Sería más fácil si pudiera contárselo de una en una… O al menos no a todas a la vez.

—Empieza con la que te sientas más segura. Y luego convocamos al resto.

Anna-Karin asiente.

—He estado pensando en una cosa sobre aquella noche —dice—. La persona que me atacó… Gustaf o su copia o quienquiera que fuese. Tiene que ser alguien como yo.

—¿Qué quieres decir?

—La voz que me resonaba en la cabeza y cómo me controlaba… Es casi como lo que yo puedo hacer con los demás. Quien intenta matarnos tiene que ser una bruja de tierra.

La zona de casas donde vive la familia de Gustaf se encuentra a las afueras de la ciudad. El sol de la tarde le arranca destellos al manto de nieve. Las largas ramas desnudas de los abedules se ven cubiertas de una fina capa de hielo que las hace parecer rociadas de polvo de vidrio. Más allá del prado se arremolinan las aguas negras del canal que discurren lentamente. Minoo se pregunta cuántas veces recorrería Rebecka aquel trayecto con Gustaf.

Al lado de Minoo, por donde ella camina, van apareciendo huellas de pisadas. Ella y Vanessa han dicho que tenían gripe para librarse del entrenamiento en el parque. La directora se tragó la mentira sin más. Minoo no duda de su inteligencia, pero es sorprendentemente fácil engañarla.

Entran en la última calle antes de que empiece el bosque. Las casas son de dos plantas y tienen los mismos paneles de color rojo oscuro, los mismos marcos en las ventanas.

Se paran delante de la puerta de Gustaf.

Minoo casi habría preferido llevar a cabo aquella misión en solitario.

Porque, ¿qué va a decir Gustaf si cree que están solos? ¿La desvelará como alguien que se lía con los asesinos de sus amigas muertas? ¿Qué podrá decir ella? ¿Cómo reaccionará Vanessa?

Minoo llama al timbre. Respira hondo y siente que Vanessa le da un apretón rápido en la mano. No está segura de qué significa, «adelante», «todo irá bien» o «espabila, joder, parece que te estés haciendo caca en los pantalones».

Gustaf abre la puerta al cabo de tan solo unos segundos. Acaba de ducharse y todavía tiene el pelo mojado. Así parece que tiene la piel unos tonos más oscura, le enmarca la cara y los ojos parecen más claros todavía.

—¡Hola! —dice—. ¡Pasa!

Minoo se quita los zapatos y los deja en un periódico extendido.

—Estoy preparando algo de comer —dice Gustaf dirigiéndose a la cocina—. Te gusta el atún, ¿verdad?

Minoo detesta el atún. Es comida para gatos. Pero espera no tener que comer mucho.

—¡Sí, por supuesto! —le responde.

Mira de reojo hacia la puerta cerrada. Por ahí está Vanessa quitándose los zapatos y metiéndolos en una bolsa. De repente se le cae uno, retumba en el suelo y se hace visible.

—¿Qué pasa?

Minoo se da la vuelta. Gustaf está en el umbral.

—Nada, que se me ha caído el zapato —responde Minoo buscando en su cara algún indicio de sospecha.

No ve ninguno.

—Ya voy —dice, y Gustaf vuelve a la cocina.

Minoo se da la vuelta otra vez y ve desaparecer el zapato en la nada. Enarca una ceja mirando en dirección a Vanessa con gesto de advertencia y se dirige a la cocina.

Gustaf está poniendo la mesa. Y allí está su padre. Cuando ve entrar a Minoo dobla el periódico y se levanta.

Minoo suelta un taco para sus adentros. Todo habría sido mucho más sencillo si Gustaf hubiera estado solo en casa. Pero le sonríe, le estrecha la mano y se presenta.

—Yo soy Lage.

Es bastante mayor, pero es evidente que de joven era tan guapo como Gustaf. Tiene la espalda recta y un pelo abundante de color gris plateado. Le estrecha la mano con firmeza y calidez, y Minoo tiene la sensación de que su mano se pierde en la de él, a pesar de que ella las tiene bastante grandes.

—He oído hablar mucho de ti —dice el padre.

Minoo piensa febrilmente en busca de una respuesta. El miedo la bloquea, así que sonríe simplemente con la esperanza de parecer tímida en lugar de maleducada. Lage alisa unas arrugas del periódico —es el
Engelsforsbladet
de hoy— y se lo lleva a la frente como haciendo un saludo militar.

—Bueno, os voy a dejar tranquilos —dice—. Estoy en el sótano, con el nuevo tramo de vía, por si queréis algo.

—¿El nuevo tramo de vía? —pregunta Minoo una vez que el padre se ha marchado escaleras abajo.

—Tiene la maqueta de una estación de ferrocarril ahí abajo —explica Gustaf poniendo dos vasos en la mesa—. Es chulísima. Ha construido una maqueta del antiguo Engelsfors y está poniendo las vías exactamente con el mismo recorrido que tienen en la realidad. Por aquí hay montones de tramos de vía que no se han utilizado desde que funcionaban la mina y la fundición.

—Suena… Muy chulo —dice Minoo.

Gustaf se ríe y sirve refresco de cola para los dos.

—Vale, no era eso lo que quería decir —responde—. Siéntate.

Minoo obedece y Gustaf empieza a comer enseguida con mucho apetito. Minoo escarba un poco en el atún sin dejar de observarlo. Se pregunta en qué lugar de la cocina se encuentra Vanessa. ¿Le habrá puesto ya el suero a Gustaf en la comida? ¿Notará el sabor? ¿Qué le pasará? ¿Habrá una parte no humana de él que lo note y reaccione? ¿Sabrá ya lo que piensan hacer?

Minoo apunta a una gran hoja de lechuga. La dobla concienzudamente con los cubiertos y clava el tenedor en el centro del pequeño envoltorio verde. Se lleva el tenedor a la boca, la abre y entonces ocurre lo que ella sabía que iba a ocurrir: la hoja de lechuga se despliega justo cuando se la va a meter en la boca. Se le queda toda la barbilla pringosa de vinagreta.

Tiene la sensación de haber oído la risita de Vanessa. Gustaf le sonríe.

—No sé cómo lo hago —dice Minoo.

—A mí me pasa igual —dice Gustaf—. Tendrías que verme comer tacos.

Se pregunta si está mintiendo solo para que ella se sienta mejor. Nunca ha visto a Gustaf hacer nada con torpeza.

—Pero los tacos no valen —dice Minoo—. Es un plato que lleva la humillación incorporada.

Gustaf suelta una carcajada.

—Rebecka decía que eras graciosa.

Y entonces advierte un movimiento levísimo en la superficie del vaso de Gustaf, que se quiebra levemente.

Vanessa le acaba de poner el suero.

—Me alegró mucho que propusieras que nos viéramos —continúa Gustaf—. Tú y yo somos los que mejor conocíamos a Rebecka. No sé por qué me parece importante que nos mantengamos en contacto. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Sí —responde Minoo.

Tiene que hacer un esfuerzo para no quedarse mirando el vaso de Gustaf.

—Hablaba mucho de ti —continúa.

Se lleva el vaso a la boca y da un par de tragos. Minoo se obliga a beber un poco del suyo.

No mires, piensa. No lo descubras todo mirándolo.

—¿Le has notado algún sabor extraño a este refresco? —pregunta Gustaf.

Ya está. Ya está.

—No.

Minoo niega resueltamente con la cabeza y toma unos tragos más por si acaso.

—Acabo de abrirlo —dice pensativo.

Luego se encoge de hombros.

—Espero que no sea porque esté cogiendo la gripe. Cuando voy a caer enfermo todo me sabe raro.

Y entonces apura el vaso.

Mierda, está a punto de soltar Minoo.

Se queda como paralizada unos segundos. Casi espera que Gustaf se caiga de la silla agarrándose la garganta con las dos manos.

—Estoy un poco mareado —dice.

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