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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El caldero mágico (12 page)

BOOK: El caldero mágico
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—Las había visto —dijo Taran—, pero ignoraba lo que eran.

—Naturalmente —dijo Fflewddur—, es parte de la sabiduría secreta de los bardos. Al menos llegué a aprender eso cuando intentaba aprobar mis exámenes.

—Pero ¿qué significan? —preguntó Taran.

—Si recuerdo bien —dijo Eilonwy—, la última vez que le pediste que leyera una inscripción…

—Sí —dijo Fflewddur, algo incómodo—, se trataba en realidad de algo totalmente distinto. Pero conozco bien el símbolo bárdico. Es secreto, aunque teniendo en cuenta que posees el broche supongo que no hago nada malo contándotelo. Las líneas significan el conocimiento, la verdad y el amor.

—Eso es muy bonito —dijo Eilonwy—, pero no consigo imaginar la razón de que el conocimiento, la verdad y el amor deban ser un secreto.

—Quizá debí decir extraordinario en vez de secreto —le respondió el bardo —. A veces pienso que ya es bastante difícil encontrarlos, aunque sea por separado… Si los pones a los tres juntos, entonces tendrás algo ciertamente muy poderoso.

Taran, que había estado acariciando pensativamente el broche, dejó de hacerlo y miró a su alrededor inquieto.

—De prisa —dijo—, debemos irnos de aquí en seguida.

—Taran de Caer Dallben —exclamó Eilonwy—, ¡vas demasiado lejos! Puedo entender muy bien que haya que protegerse de la lluvia, pero no veo razón de meterse deliberadamente en ella.

Sin embargo, le siguió; los compañeros, siguiendo las ansiosas órdenes de Taran, desataron los caballos y abandonaron a toda prisa su refugio en la colina. No habrían dado ni diez pasos cuando todo el costado de ésta, debilitado por el aguacero, se derrumbó con un estruendoso rugido.

Gurgi lanzó un chillido de terror y se arrojó a los pies de Taran.

—¡Oh, grande, bravo y sabio amo! ¡Gurgi está agradecido! ¡Su pobre y tierna cabeza ha sido salvada de terribles aplastamientos y golpes!

Fflewddur puso los brazos en jarras y lanzó un silbido apagado, —Bueno, bueno, mirad eso… Un segundo más y habríamos quedado enterrados para siempre. Nunca te apartes de ese broche, amigo mío: es un auténtico tesoro.

Taran guardaba silencio. Su mano fue hasta el broche de Adaon, mientras sus ojos asombrados parecían clavados en la avalancha de tierra.

La lluvia cedió un poco antes del anochecer. Pese a que estaban empapados y temblaban de frío, los compañeros habían logrado avanzar bastante cuando Taran les permitió descansar de nuevo. Ante ellos se extendían ahora páramos grises y desolados. El viento y el agua habían excavado grandes surcos en la tierra, parecidos a las huellas que hubieran podido dejar los dedos de un gigante. Los compañeros acamparon en una estrecha garganta, alegrándose de poder dormir al fin, aunque fuera sobre el barro. Taran se quedó adormilado con una mano sobre el broche de hierro y la otra aferrando su espada. Se encontraba menos cansado de lo que había esperado después de la agotadora cabalgata y sentía en su interior una extraña emoción, muy distinta a la que había sentido cuando Dallben le entregó la espada. Sin embargo, esa noche sus sueños fueron inquietos y tristes.

Mientras los compañeros iniciaban de nuevo su viaje al clarear el alba, Taran habló de sus sueños a Eilonwy.

—No logro sacar nada coherente de ellos —le dijo lleno de dudas—. Vi a Ellidyr en peligro mortal y, al mismo tiempo, era como si tuviera atadas las manos y no pudiera hacer nada por él.

—Me temo que a Ellidyr sólo le verás en tus sueños —le replicó Eilonwy—. Ciertamente, por ahora no hemos encontrado ni rastro de él. Por lo que nosotros sabemos, puede haber llegado a Morva y desaparecido ahí…, o quizá, para empezar, ni siquiera haya conseguido alcanzar los pantanos. Es una pena que no soñaras un modo más fácil de encontrar el caldero para poner así fin a todo esto. Tengo frío, estoy mojada y en estos momentos empieza a no importarme demasiado quién tiene el caldero.

—También soñé con el caldero —se apresuró a decirle Taran—. Pero todo estaba muy confuso, como envuelto en nubes. Me parece que llegábamos a encontrarlo y… y, sin embargo —añadió—, cuando lo encontramos me eché a llorar.

Por una vez, Eilonwy se quedó callada y Taran no tuvo ánimos para hablarle nuevamente del sueño.

Un poco después del mediodía llegaron a los pantanos de Morva.

Taran los había estado sintiendo desde hacía ya rato: el suelo había empezado a volverse esponjoso y traicionero a cada paso que daba Melynlas. Había visto más aves de los pantanos y a lo lejos había oído el extraño y solitario chillido del martín pescador. Tentáculos de niebla que se retorcían como serpientes blancas habían empezado a surgir del suelo pestilente.

Los compañeros se detuvieron y permanecieron en silencio contemplando la angosta embocadura que daba al pantano. A partir de ella se extendían hacia el oeste los pantanos de Morva, que se perdían en el horizonte. El suelo estaba cubierto por frondosos macizos de aulagas espinosas y, en la distancia, Taran creyó distinguir los delgados troncos de una arboleda reseca. Charcos de agua estancada relucían bajo el cielo grisáceo, medio escondidos entre las hojas muertas y los cañizos. Le pareció que un olor a cosas largo tiempo muertas invadía el aire, casi ahogándole, mientras que por todas partes sonaba incesantemente un rumor apagado entremezclado con leves gemidos. Los ojos de Gurgi estaban llenos de pavor y el bardo se agitó inquieto a lomos de Lluagor.

—Bueno, nos has conducido hasta aquí —dijo Eilonwy—. Pero ¿cómo esperas que vayamos a buscar el caldero en semejante lugar?

Taran le indicó con un gesto que no hablara. Mientras contemplaba la espantosa extensión de los pantanos, algo se agitó en su mente.

—No os mováis —les advirtió en voz baja, y miró rápidamente hacia atrás. Recortadas contra los arbustos que coronaban un otero aparecieron dos borrosas siluetas grises. Al principio creyó que eran lobos, pero luego distinguió a dos Cazadores que llevaban jubones hechos con piel de lobo. Otro Cazador, éste con una gruesa capa de piel de oso, estaba agazapado detrás de ellos.

—Los Cazadores nos han encontrado —prosiguió Taran hablando con premura—. Seguid todos mis pasos, pero no hagáis ni un movimiento hasta que yo dé la señal.

Ahora entendía claramente el sueño de los lobos y sabía con exactitud lo que debía hacer.

Los Cazadores, creyendo que podrían coger desprevenidas a sus presas, se acercaron un poco más.

—¡Ahora! —gritó Taran.

Haciendo que Melynlas se lanzara hacia adelante, se internó en los pantanos. El corcel, jadeando con dificultad, luchó por abrirse paso a través del suelo fangoso y, con un potente alarido, los Cazadores se precipitaron tras él. En una ocasión, Melynlas estuvo a punto de caer en una fosa escondida. Los perseguidores se acercaban cada vez más, a grandes zancadas: estaban tan cerca que cuando Taran, temeroso, miró por un segundo hacia atrás vio a uno de ellos, con los rasgos contorsionados en un feroz gruñido, extendiendo la mano para agarrar los estribos de Lluagor.

Taran hizo girar a Melynlas a la derecha. Lluagor le siguió y detrás de ellos sonó un grito de terror. Uno de los hombres vestidos con pieles de lobo había tropezado y, caído de bruces en el pantano, gritaba al ver cómo el negro fango se apoderaba de él, absorbiéndole. Sus dos camaradas se agarraron el uno al otro, luchando desesperadamente para huir de aquel suelo traicionero que parecía fundirse bajo sus pies. El cazador con la piel de oso extendió los brazos y arañó los juncos, gruñendo rabioso; el último de los guerreros pisoteó su cuerpo, ya medio hundido, en un vano intento de hallar un asidero que le permitiera escapar a la ciénaga mortífera.

Melynlas galopó hacia adelante. Sus cascos hacían brotar surtidores de agua sucia; Taran guió al poderoso corcel en línea recta hacia lo que parecía ser una cadena de islas sumergidas, sin detenerse ni siquiera cuando llegó al otro extremo del pantano. Allí el terreno se hacía más sólido y Taran condujo a Melynlas, aún al galope, a través de la aulaga y más allá de los árboles. Con Lluagor detrás, Taran siguió una larga garganta hasta la protección de un montículo.

Al llegar a él, tiró bruscamente de las riendas. A un lado del montículo, como si formara parte de la misma tierra, se alzaba una cabaña. Estaba tan hábilmente disimulada con barro y ramas que Taran necesitó mirar dos veces para distinguir la puerta. Junto al montículo había lo que parecían unos establos medio derrumbados y un gallinero en ruinas.

Taran hizo que Melynlas retrocediera, apartándose un poco del extraño grupo de construcciones e indicó a los demás que permanecieran callados.

—Yo no me preocuparía por eso —dijo Eilonwy—. Quien viva aquí nos habrá oído llegar, seguramente; si no han salido ya a pelear con nosotros o a darnos la bienvenida, entonces pienso que no debe de haber nadie.

Bajó de un salto de Melynlas y se dirigió hacia la cabaña.

—¡Vuelve! —gritó Taran.

Blandiendo su espada, fue tras ella. El bardo y Gurgi desmontaron también, con sus armas preparadas. Con mucha cautela, Taran se acercó a la puertecilla. Eilonwy había descubierto una ventana medio escondida entre la hierba y la tierra, y estaba mirando al interior.

—No veo a nadie —dijo, al reunirse los demás con ella—. Mirad vosotros mismos.

—Si a eso vamos —dijo el bardo, agachando la cabeza y atisbando por la abertura—, creo que nadie ha estado aquí en mucho tiempo. ¡Tanto mejor! Sea como sea, tendremos un lugar seco para descansar.

La cabaña parecía en verdad abandonada, dado que la habitación a la que daba la ventana estaba aún más caóticamente revuelta que la de Dallben. En una esquina había un gran telar del que todavía pendían enmarañados haces de hilo. El tapiz estaba sin acabar, y el resto se encontraba tan enredado y lleno de nudos que no parecía posible terminarlo. Había también una mesita cubierta de cacharros rotos, y por toda la habitación yacían confusos montones de armas oxidadas y medio destrozadas.

-¿Te gustaría ser convertido en un sapo? -dijo alegremente una voz detrás de Taran-. ¿y que luego te pisaran?

11. La cabaña

Taran giró en redondo levantando su espada y de pronto tuvo en la mano una fría serpiente que se retorcía siseando, con el cuerpo preparado para atacar. Lanzó un grito de horror y la arrojó lo más lejos que pudo. La serpiente cayó al suelo y allí donde había caído estuvo, de pronto, la espada de Taran. Eilonwy emitió un grito ahogado y Taran retrocedió, lleno de pavor.

Ante él se encontraba una mujer de baja estatura y más bien regordeta: su rostro redondo y lleno de verrugas albergaba dos ojos negrísimos y muy agudos. Su cabellera parecía un revuelto amasijo de cañaverales del pantano, recogido mediante fibras vegetales y adornado con agujas de colores chillones que se dirían a punto de perderse para siempre en la confusa extensión de hierbas y cabello. Vestía una túnica oscura e informe, llena de manchas y remiendos. Sus pies, descalzos, eran excepcionalmente grandes.

Los compañeros se apretaron unos contra otros y Gurgi, estremeciéndose violentamente, se arrojó a los pies de Taran. El bardo, aunque pálido e inquieto, se preparó a plantarle cara al peligro.

—Venga, venga, gansitos míos —dijo con voz alegre la bruja—, prometo que no os haré ni pizca de daño. Puedes coger tu espada si quieres —le dijo a Taran con una sonrisa indulgente—, aunque no la necesitarás. Jamás he visto un sapo con espada. Por otra parte, jamás he visto una espada con un sapo, así que puedes hacer lo que más te plazca.

—Nos place más seguir tal y como somos —exclamó Eilonwy—. No creas que vamos a dejarte…

—¿Quién eres? —gritó Taran—. No te hemos hecho ningún mal y no tienes razón alguna para amenazarnos.

—¿Cuántas ramitas hay en el nido de un pájaro? —preguntó de repente la bruja—. Responded, rápido. ¿Veis? —añadió —. Pobres gansitos, ni siquiera lo sabéis. Entonces, ¿cómo puedo esperar que sepáis realmente lo que pretendéis de la vida?

—Una cosa que no quiero de la vida —le replicó Eilonwy— es acabar siendo un sapo.

—Eres una gansita muy linda —dijo la bruja con voz amable y zalamera—. ¿Me darás tu pelo cuando ya no lo necesites? Estos días tengo tales problemas con el mío… ¿Has tenido alguna vez la sensación de que las cosas se meten en él para desaparecer y no volver a verlas nunca más?

»No importa —continuó diciendo—. Os lo pasaréis muy bien siendo sapos, saltando de un lado a otro, sentados en vuestras setas…, bueno, puede que eso no. La verdad, los sapos no se sientan en las setas. Pero siempre podéis bailar en los charcos de rocío, esa me parece una idea encantadora…
[1]

»No te asustes — añadió, acercándose a Taran y hablándole al oído—, ¿No habrás imaginado ni por un momento que haría todo eso que he dicho, verdad? Caramba, no, ni se me ocurriría la idea de pisarte… Sería incapaz de aguantar tanta viscosidad pegada a mi pie.

Sintiendo crecer el pánico en su interior, Taran buscó desesperadamente un modo de salvar a sus compañeros. De no haber recordado a la serpiente en su mano, con sus fríos ojos y amenazadores colmillos, las intenciones de esa estrafalaria criatura le habrían parecido por completo imposibles…

—Puede que al principio no os guste ser sapos —dijo la bruja en tono razonable—, hace falta tiempo para acostumbrarse. Pero —añadió como para tranquilizarles— una vez que haya ocurrido, estoy segura de que no lo cambiaríais por nada.

—¿Por qué haces esto? —gritó Taran, aún más enfadado al sentirse indefenso en sus manos.

La bruja le palmeó amablemente en la mejilla, y Taran apartó la cabeza, lleno de miedo y repugnancia.

—No soporto a la gente que anda por aquí husmeando y metiendo las narices en todo —dijo ella—. Eso podrás entenderlo, ¿no? Si hago una excepción con alguien, luego vienen dos y luego tres más, y antes de que puedas darte cuenta de ello tienes a cientos y cientos dando vueltas por aquí y rompiendo las cosas. Créeme, esto es lo mejor para todos.

En ese instante aparecieron dos nuevas figuras por el otro lado de la colina. Se parecían bastante a la mujer baja y rechoncha, pero una de ellas llevaba una capa negra cuyo capuchón le ocultaba casi por completo la cara y la otra lucía un collar con piedras de un blanco lechoso.

La bruja corrió hacia ellas y las llamó.

—¡Orwen! ¡Orgoch! ¡Aprisa! —les dijo llena de felicidad—. ¡Vamos a hacer sapos! Taran jadeó asustado y miró de soslayo al bardo y a Eilonwy.

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