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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (2 page)

Yo no hice más que vestirme mi mejor túnica y mi mejor gallebeya blanca, pero Indihar tuvo que soportar mucho más. Chiri, su mejor amiga, le ayudó a prepararse para la ceremonia. A primera hora del día, le depilaron el vello de los brazos y las piernas, cubriéndolos con una mezcla de azúcar y jugo de limón. Cuando la pasta se endureció, Chiri la arrancó. Nunca olvidaré lo dulce y fresca que olía Indihar esa noche. A veces, aún me excita la fragancia de los limones.

Cuando Indihar acabó de vestirse y aplicarse una púdica cantidad de maquillaje, ella y yo posamos para el holo oficial de nuestra boda. Ninguno de los dos parecía especialmente feliz. Ambos sabíamos que era un matrimonio puramente nominal y que duraría sólo lo que viviera Friedlander Bey. El hológrafo se pasó el rato haciendo chistes vulgares sobre las noches de boda y las lunas de miel, pero Indihar y yo nos limitábamos a mirar el reloj, contando las horas que faltaban para la conclusión de la prueba.

La ceremonia tuvo lugar en el gran salón de Papa. Acudieron cientos de invitados, algunos eran amigos, otros eran siniestros, hombres silenciosos que observaban desde los extremos de la multitud. Mi padrino fue Saied Medio Hajj, que, en honor a la ocasión, no se puso ningún moddy, algo notable en la medida de lo que vale. La mayoría de los otros propietarios del Budayén estaban allí, también las chicas, los transexuales y los travestís que conocíamos, y también ciertos personajes del Budayén como Laila, Fuad y Bill el taxista. Habría sido una ocasión realmente feliz, si Indihar y yo realmente nos hubiéramos amado y deseado casarnos.

Nos sentamos frente a un juez de turbante azul que perpetró la ceremonia musulmana del matrimonio. Indihar estaba encantadora en un hermoso vestido blanco de satén y un velo también blanco, con un ramito de fragantes flores. Primero el juez imploró las bendiciones de Alá y leyó la primera azora del noble Corán. Luego preguntó a Indihar si consentía en desposarse. Hubo una breve pausa, en la que me pareció ver la pena reflejada en sus ojos.

—Sí —dijo con voz muy queda.

Nos dimos la mano derecha y el juez las cubrió con un pañuelo blanco. Indihar repitió las palabras del juez, declarando que se casaba conmigo por propia voluntad, por el precio de la novia de setenta y cinco mil kiams.

—Repite conmigo, Marîd Audran —dijo el juez—. Acepto tu compromiso conmigo, te tomo a mi cargo y te ofrezco mi protección. Que los presentes sean testigos.

Tuve que repetirlo tres veces para que tuviera valor.

El juez concluyó leyendo algo más del sagrado Corán. Nos bendijo a nosotros y a nuestro matrimonio. Hubo un instante de paz en el salón y luego de las gargantas de las mujeres nació un grito, el vibrante sonido del zagareet.

Poco después se celebró una fiesta, yo bebí y simulé estar contento. Había comida abundante y los invitados nos ofrecieron presentes y dinero. Indihar se retiró pronto con la excusa de que tenía que meter a los niños en la cama, aunque Senalda estaba precisamente para eso. Abandoné la celebración no mucho más tarde. Regresé a mis aposentos, me tragué siete u ocho tabletas de soneína y me tumbé en la cama con los ojos abiertos.

Estaba casado. Ahora era todo un marido. Mientras los opiáceos empezaban a hacerme efecto, pensé en lo guapa que estaba Indihar. Deseé haberla besado, al menos.

Aquéllos eran mis recuerdos de nuestra boda. Ahora, sentado en su salón, me preguntaba cuáles eran mis verdaderas responsabilidades.

—Me has tratado bien, a mí y a mis hijos —dijo Indihar—. Has sido generoso y debería estar agradecida. Disculpa mi comportamiento, esposo.

—No debes lamentarte de nada, Indihar —le dije. Me levanté. La mención de los niños me recordó que podían irrumpir en el saloncito, chillando y haciendo bobadas, en cualquier momento. Quise salir de allí lo antes posible—. Si necesitas algo, sólo tienes que pedírselo a Kmuzu o a Tariq.

—Tenemos de todo.

Me miró fijamente a los ojos y luego apartó la vista. No podría decir cuáles eran sus sentimientos.

Empezaba a sentirme incómodo.

—Entonces, me voy. Te deseo que pases una buena mañana.

—Que tengas un día agradable, esposo.

Me dirigí a la puerta y me volví para mirarla otra vez antes de irme. Parecía tan triste y sola.

—Que Alá te de la paz —murmuré, cerrando la puerta tras de mí.

Tenía tiempo de sobra para volver al comedor pequeño, cercano al despacho de Friedlander Bey, donde desayunábamos cuando él deseaba tratar asuntos de negocios conmigo. Cuando entré, él ya ocupaba su asiento. Los dos gigantes taciturnos, Habib y Labib, le flanqueaban las espaldas. Seguían mirándome con ojos suspicaces, como si después de todo ese tiempo aún fuera capaz de sacar un cuchillo y rebanarle el cuello a Papa.

—Buenos días, hijo mío —dijo Friedlander Bey ceremonioso—. ¿Qué tal de salud?

—Doy gracias a Dios cada hora —respondí.

Me senté al otro lado de la mesa y empecé a servirme los platos del desayuno.

Papa vestía una camisa azul celeste de manga larga, unos pantalones de lana marrones y un tarboosh de fieltro rojo en la cabeza. No se había afeitado en dos o tres días y su rostro estaba cubierto de barba cana. Había estado hospitalizado recientemente y había perdido mucho peso. Tenía las mejillas hundidas y le temblaban las manos. Sin embargo, ello no había afectado a su agilidad mental.

—¿Has pensado en alguien para que te ayude en el proyecto de la base de datos? —me preguntó, poniendo fin a los cumplidos y yendo directo al grano.

—Creo que sí, oh caíd. Mi amigo, Jacques Dévaux.

—¿El muchacho marroquí? ¿El cristiano?

—Sí, aunque no estoy seguro de poder confiar totalmente en él.

Papa asintió.

—Es bueno que pienses en eso. No es prudente confiar en ningún hombre hasta haberlo puesto a prueba. Hablaremos de ello cuando haya oído los cálculos de las compañías de terminales de información.

—Sí, oh caíd.

Le observé detenidamente pelar una manzana con un cuchillo de plata.

—¿Te han dicho lo de la reunión de esta noche, hijo mío?

Nos habían invitado a una recepción en el palacio del caíd Mahali, el emir de la ciudad.

—Me asombra saber que he llamado la atención del príncipe.

Papa me ofreció una breve sonrisa.

—Tu reciente matrimonio te ha proporcionado algo más que alegría. El emir ha dicho que no puede permitir que exista un conflicto entre el caíd Reda Abu Adil y yo.

—Ah, ya entiendo. Y la fiesta de esta noche es el intento del emir de reconciliaros.

—El vano esfuerzo por reconciliarnos —Friedlander Bey frunció el ceño ante la manzana, luego le clavó el cuchillo con saña y la apartó—. No habrá paz entre el caíd Reda y yo. Es sencillamente imposible. Pero entiendo que el emir está en una posición difícil: cuando dos reyes luchan, son los campesinos los que mueren.

Sonreí.

—¿Insinúas que el caíd Reda y tú sois los reyes en este litigio y el príncipe de la ciudad es el campesino?

—En realidad su poder no puede compararse al nuestro. Su influencia se extiende por toda la ciudad, pero nosotros controlamos naciones enteras.

Me recosté en la silla y le observé.

—¿Esperas otro ataque esta noche?

Friedlander Bey se frotó el labio superior pensativo.

—No —dijo despacio—, esta noche no, mientras estemos bajo la protección del príncipe. El caíd Reda no es tan estúpido. Pero será pronto, hijo mío, muy pronto.

—Estaré alerta —dije, levantándome para dejar al viejo.

Lo último que deseaba oír es que nos arrastraban a otra maquinación.

En el transcurso de la tarde recibí a una delegación de Capadocia que deseaba la ayuda de Friedlander Bey para declarar la independencia de Anatolia y establecer una república popular. La mayoría de la gente piensa que Papa y Abu Adil hicieron sus fortunas con el vicio callejero, pero eso no es del todo cierto. En realidad son responsables de casi todas las actividades ilegales de la ciudad, pero éstas subsisten básicamente para dar empleo a sus innumerables parientes, amigos y socios.

La verdadera fuente de riqueza de Papa reside en seguirle la pista a la siempre cambiante alineación nacional de nuestra parte del mundo. En una época en la que la media de vida de un nuevo país es menor que una sola generación de sus ciudadanos, alguien debe preservar el orden en medio del caos político. Ése es el valioso servicio que brindan Friedlander Bey y el caíd Reda. De un régimen al siguiente, ellos recuerdan dónde estaban las fronteras, quiénes pagaban los impuestos, y dónde estaban enterrados los cadáveres, literal y figurativamente. Cuando un gobierno da paso a su sucesor, Papa o el caíd Reda intervienen para apaciguar la transición y llevarse una buena tajada.

Todo eso me parecía fascinante y me alegraba que Papa me hubiera puesto a trabajar en esa sección, en lugar de supervisar sus lucrativas, pero fundamentalmente aburridas, empresas criminales. Mi bisabuelo me instruía con ilimitada paciencia y daba órdenes a Tariq y Youssef para prestarme la ayuda que necesitara. Cuando entré por primera vez en casa de Friedlander Bey, pensé que eran sólo el ayuda de cámara y el mayordomo de Papa, pero ahora me he dado cuenta de que saben más de los acontecimientos de alto nivel que suceden por todo lo ancho y largo del mundo islámico que ninguna otra persona, excepto el propio Friedlander Bey.

Cuando por fin los capadocios se despidieron, observé que disponía de poco más de una hora antes de que Papa y yo acudiéramos al palacio del emir. Kmuzu me ayudó a seleccionar un vestuario adecuado. Hacía mucho que no me ponía mis viejos téjanos, mis botas y una camisa informal; me estaba acostumbrando a llevar el atuendo árabe convencional. Algunos hombres de la ciudad aún llevaban el típico traje de terno euroamericano, pero yo nunca me he sentido cómodo con él. En casa de Papa, solía vestir gallebeya porque sabía que él la prefería. Además, era más fácil esconder mi pistola estática bajo una túnica holgada, y una keffiya, el tocado árabe, ocultaba mis implantes, que ofendían a ciertos musulmanes conservadores.

Así que, cuando terminé de vestirme, lucía una impecable gallebeya blanca, propia de un novio, bajo una túnica azul real, con ribetes de oro. Calzaba unas cómodas sandalias, una daga ceremonial colgaba de mi cinto y me cubría la cabeza una sencilla keffiya blanca anudada por una cuerda akal negra.

—Estás muy guapo, yaa Sidi —dijo Kmuzu.

—Eso espero. Nunca antes he conocido a un príncipe.

—Has demostrado tu valía y tu reputación ya ha llegado a oídos del emir. No debes sentirte intimidado por él.

Para Kmuzu era fácil decirlo. Eché un último vistazo a mi reflejo y lo que vi no me impresionó demasiado.

—Marîd Audran, el defensor de los oprimidos —dije con escepticismo—. Sí, tienes razón.

Luego bajé la escalera para re unirme con Friedlander Bey.

Tariq conducía la limusina de Papa y llegamos puntuales al palacio del emir. Nos presentamos en el gran salón y me invitaron a reclinarme sobre algunos almohadones en el lugar de honor, a la diestra del caíd Mahali. Friedlander Bey y los otros invitados se pusieron cómodos y me presentaron a muchos hombres ricos e influyentes de la ciudad.

—Por favor, sírvete tú mismo —dijo el emir.

Un criado presentaba una bandeja llena de pequeñas tazas de café espeso, aderezado con cardamomo y canela, y altos vasos de jugos de frutas helados. No se servían bebidas alcohólicas porque el caíd Mahali era un hombre muy religioso.

—¡Que tu mesa sea eterna! —dije—. Tu hospitalidad es famosa en toda la ciudad, oh caíd.

—¡Alegría y júbilo! —respondió, complacido por mis lisonjas.

Conversamos durante media hora antes de que los criados entraran con las bandejas de verduras y carnes asadas. El emir había preparado comida para servir a una concurrencia cinco veces mayor que la nuestra. Utilizaba un elegante cuchillo engarzado en joyas para ofrecerme los bocados más exquisitos. Toda mi vida he desconfiado de los ricos y los poderosos, pero, a pesar de ello, el príncipe me caía bastante bien.

Se sirvió una taza de café y me ofreció otra.

—Vivimos en una ciudad mestiza —me dijo—, y numerosos grupos y partidos ponen en tela de juicio mis decisiones. Estudio los métodos de los grandes gobernantes musulmanes del pasado. Precisamente hoy he leído una historia maravillosa sobre Ibn Saud, que gobernó una Arabia unida, la cual durante mucho tiempo llevó su apellido. También él tuvo que tomar enérgicas e inteligentes medidas a propósito de problemas difíciles.

»Un día —prosiguió el príncipe—, cuando Ibn Saud visitaba el campamento de una tribu de nómadas, se le acercó una mujer y se arrojó a sus pies. Exigía la muerte del asesino de su marido.

»"¿Cómo murió tu marido?", preguntó el rey.

»La mujer le respondió: "El asesino se subió a lo alto de una palmera para recoger fruta. Mi marido estaba ocupado en sus cosas, sentado a la sombra del árbol. El asesino perdió pie y cayó sobre él, rompiéndole el cuello. ¡Ahora él está muerto y yo soy una pobre viuda sin medios para mantener a mis hijos huérfanos!".

»Ibn Saud se frotó la barbilla, pensativo. "¿Crees que el hombre se lanzó sobre tu marido intencionadamente?", le preguntó.

»"¿Y eso qué importa? Sea como fuere mi marido está muerto.”

»"Bueno, recibirás una honrosa compensación. ¿O de verdad exiges la muerte de ese hombre?”

»"Según el Recto Camino, la vida del asesino me pertenece.”

»Ibn Saud se encogió de hombros. Poco pudo hacer ante una mujer tan obstinada, pero le dijo: "Entonces morirá y lo hará del mismo modo que le arrebató la vida a tu esposo. Ordeno que se ate fuertemente a este hombre al tronco de la palmera. Tú te encaramarás al árbol y te dejarás caer sobre el cuello del hombre para matarlo". El rey se detuvo para mirar a la familia y a los vecinos de la mujer que se habían congregado a su alrededor, y añadió: "O aceptarás una honrosa compensación después de todo".

»La mujer titubeó unos instantes, aceptó el dinero y se fue.

Me reí en voz alta y los demás convidados aplaudieron la anécdota del caíd Mahali. En unos segundos me olvidé por completo de que él era el emir de la ciudad y yo, bueno, yo sólo era yo.

La velada perdió su placidez con la irrupción de Reda Abu Adil. Entró ruidosamente y saludó a los demás invitados como si él y no el emir fuera el anfitrión de la fiesta. Vestía más o menos como yo, incluida la keffiya que ocultaba sus implantes corímbicos. Detrás de Abu Adil le seguía un joven, probablemente su nuevo ayudante administrativo y amante. El joven tenía el cabello rubio y corto, gafas de montura metálica y unos labios finos y exangües. Vestía una túnica de algodón blanca que le llegaba hasta los tobillos, una costosa americana deportiva de seda y babuchas de fieltro azul. Echó un vistazo entorno a la gran sala y devolvió una mirada de asco a todos y a cada uno de los concurrentes.

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