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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (47 page)

El barón Meliadus se lanzó al galope hacia donde antes habían estado las murallas de la ciudad, esperando encontrarse con una barrera, pero nada le impidió el paso, y su caballo se encontró chapoteando sobre el barro, que parecía como si hubiera sido pisado hacía poco. —¡Se me han escapado! —aulló—. Pero ¿cómo? ¿De qué ciencia se han valido? ¿Qué poder pueden tener mayor que el mío?

Las tropas habían empezado a retroceder. Algunos soldados echaron a correr. Pero el barón Meliadus desmontó de su caballo y extendió las manos, en un intento por palpar la ciudad desaparecida. Lanzó un grito de furia y lloró de impotente rabia, cayendo finalmente de rodillas sobre el barro y blandiendo un puño tembloroso hacia donde antes había estado el castillo de Brass.

—Os encontraré, Hawkmoon… a vos y a vuestros amigos. Utilizaré todo el conocimiento científico de Granbretan para esa búsqueda. Y os seguiré, si es necesario, hasta el lugar al que hayáis escapado, ya se trate de un lugar situado en esta Tierra o más allá de ella. No escaparéis a mi venganza. ¡Lo juro por el Bastón Rúnico!

Y entonces levantó la cabeza al escuchar el sonido de los cascos de un caballo que pasaba junto a él. Creyó ver una figura relampagueante embutida en una armadura de negro y oro; creyó escuchar una fantasmagórica risa irónica, y después el jinete también se desvaneció.

El barón Meliadus se incorporó y miró a su alrededor, buscando su caballo. —¡Oh, Hawkmoon! —exclamó con los dientes apretados—. ¡Oh, Hawkmoon! ¡Algún día te atraparé!

Había vuelto a jurar por el Bastón Rúnico, como en aquella otra mañana dos años antes. Y su acción volvió a poner en movimiento un nuevo esquema histórico. Su segundo juramento fortaleció ese esquema, independientemente de que pudiera favorecer o no a Meliadus o a Hawkmoon, y endureció todavía un poco más los destinos de todos ellos.

El barón Meliadus encontró su caballo y regresó a su campamento. Al día siguiente emprendería el camino de regreso a Granbretan y a los laboratorios laberínticos de la orden de la Serpiente. Tarde o temprano, se dijo a sí mismo, tendría que encontrar un camino que le condujera hacia donde estuviera el desvanecido castillo de Brass.

Yisselda miró por la ventana, llena de admiración, con una expresión aliviada y llena de alegría. Hawkmoon le sonrió y la atrajo hacia sí. Detrás de ellos, el conde Brass tosió ligeramente y dijo:

—Si queréis que os diga la verdad, hijos míos…, me siento un poco perturbado por todo esto…, por esa «ciencia». ¿Dónde dijo ese hombre que nos encontrábamos?

—En alguna otra Camarga, padre —contestó Yisselda.

La vista que se podía contemplar desde la ventana era neblinosa. Aunque la ciudad y la colina eran lo bastante sólidas, el resto no lo era. Más allá pudieron ver, a través de una radiación azulada, los brillantes charchos de las marismas y los juncos ondeantes por el viento, pero ahora tenían colores distintos, ya no eran de simples verdes y amarillos, sino que mostraban todos los colores del arco iris y no poseían la sustancia que tenía el castillo y sus alrededores.

—Él nos dijo que podíamos explorarlo —comentó Hawkmoon —. De modo que debe ser algo más tangible de lo que parece.

D'Averc se aclaró la garganta.

—Creo que yo me quedaré aquí y en la ciudad. ¿Qué me decís vos, Oladahn?

—Creo que yo también —contestó el hombrecillo sonriendo burlonamente—, al menos hasta que me haya acostumbrado un poco más.

—Estoy con vos —afirmó el conde Brass echándose a reír—. Sin embargo, estamos a salvo, ¿verdad? Y la gente también. Tenemos que sentirnos agradecidos por ello.

—En efecto —asintió Bowgentle, pensativo—. Pero no debemos subestimar los poderes científicos de Granbretan. Si existe una forma de seguirnos hasta aquí, ellos la encontrarán…, podéis estar seguros de ello.

—Tenéis razón, Bowgentle —asintió Hawkmoon. Señaló el regalo de Rinal, que ahora estaba situado en el centro de una mesa totalmente vacía, destacado entre la extraña luz azul pálida que penetraba por las ventanas—. Tenemos que guardar ese objeto en nuestra cámara más segura. Recordad lo que nos dijo el Guerrero…, si se la destruye, volveremos a encontrarnos inmediatamente en nuestro propio espacio y tiempo.

Bowgentle se dirigió hacia el artefacto y lo tomó suavemente entre sus manos.

—Yo me ocuparé de guardarlo a buen recaudo —dijo.

Una vez que se hubo marchado, Hawkmoon se volvió para mirar por la ventana, acariciando el Amuleto Rojo.

—El Guerrero dijo que regresaría de nuevo para comunicarme un mensaje y encargarme una misión —dijo—. Ahora no me cabe la menor duda de que estoy al servicio del Bastón Rúnico, y cuando regrese el Guerrero deberé marcharme del castillo de Brass, abandonar este santuario de paz y regresar al mundo. Tenéis que estar preparada para cuando llegue el momento, Yisselda.

—No hablemos ahora de eso —dijo ella—. Celebremos, más bien, nuestro matrimonio.

—Sí, hagámoslo así —admitió con una sonrisa.

Pero no pudo apartar por completo de su mente el conocimiento de que, en alguna parte, separado de él por sutiles barreras, el mundo seguía existiendo y continuaba viéndose amenazado por el Imperio Oscuro. Aunque apreciaba el respiro que se le había concedido para pasar un tiempo con la mujer a la que amaba, sabía que pronto tendría que regresar a ese mundo, para combatir una vez más contra las fuerzas de Granbretan.

Pero, por el momento, sería totalmente feliz.

LA ESPADA DEL AMANECER
Libro primero
1. La última ciudad

Cuando Dorian Hawkmoon, último duque de Colonia, arrancó el Amuleto Rojo del cuello del dios Loco, apoderándose así de un objeto tan poderoso, regresó en compañía de Huillam d'Averc y Oladahn de las Montañas a Camarga, donde el conde Brass, su hija Yisselda y su amigo Bowgentle, el filósofo, resistían, junto con todo su pueblo, el asedio de las hordas del Imperio Oscuro, dirigidas por el más antiguo enemigo de Hawkmoon, el barón Meliadus de Kroiden.

El Imperio Oscuro había aumentado tanto su poder que amenazaba incluso con destruir la bien protegida provincia de Camarga. Si eso ocurría, significaría que Meliadus se apoderaría de Yisselda y haría morir lentamente a todos los demás, convirtiendo Camarga en un desierto de cenizas. Sin embargo, se salvaron desplazándose a otra dimensión de la Tierra gracias a la poderosa fuerza de la antigua máquina que el pueblo fantasma le había entregado a Hawkmoon, y que era capaz de deformar zonas completas del espacio y el tiempo.

De ese modo, encontraron refugio en una Camarga distinta donde no existía ni la maldad ni el horror de Granbretan; pero ellos sabían que si alguna vez quedaba destruida la máquina de cristal, volverían a ser arrojados inmediatamente al caos de su propio tiempo y espacio.

Durante un tiempo vivieron en gozoso alivio en su refugio, pero Hawkmoon empezó a acariciar poco a poco su espada y a preguntarse por el destino que habría corrido su propio mundo…

—LA ALTA HISTORIA DEL BASTÓN RÚNICO

Los macabros jinetes espolearon sus corceles de combate por la ladera de la colina, llena de barro, tosiendo cuando sus pulmones aspiraron el espeso humo negro que se elevaba desde el valle.

Era el atardecer, el sol se ponía en el horizonte y sus sombras grotescas eran alargadas. En la penumbra, parecía como si los caballos fueran montados por criaturas de cabezas gigantescas con forma de bestias.

Cada jinete portaba un estandarte manchado por la guerra, y una máscara bestial de metal enjoyado, así como una pesada armadura de acero, latón y plata con el blasón del portador. Las armaduras estaban abolladas y ensangrentadas, y la mano derecha de cada uno de ellos enfundada en el guantelete, portaba un arma con la sangre reseca de cientos de inocentes.

Los seis jinetes llegaron a lo alto de la colina y detuvieron sus cabalgaduras, hincando los estandartes en la tierra, donde flamearon al viento como las alas de aves de presa sostenidas por el cálido viento procedente del valle.

La máscara de lobo se volvió para mirar a la máscara mosca, el mono miró a la cabra, la rata pareció sonreírle al perro…, una sonrisa de triunfo. Las bestias del Imperio Oscuro, cada una de las cuales era un señor de la guerra entre miles, miraron más allá del valle y de las colinas, hacia donde estaba el mar invisible. Después volvieron a mirar la ciudad incendiada del valle desde donde, débilmente, llegaba hasta ellos el griterío de los que estaban siendo asesinados y atormentados.

El sol se puso, cayó la noche y las llamas parecieron más brillantes, reflejándose en el metal oscuro de las máscaras de los lores de Granbretan.

—Bien, milords —dijo el barón Meliadus, gran jefe de la orden del Lobo, comandante del ejército de conquista, hablando con una voz profunda y vibrante que surgía desde el interior de su máscara—. Ahora ya hemos conquistado toda Europa.

Mygel Holst, el esquelético archiduque de Londra, jefe de la orden de la Cabra, se echó a reír.

—Sí…, toda Europa. No queda un solo centímetro que no sea nuestro. Y también nos pertenecen grandes partes del este.

El casco de cabra asintió con un gesto de satisfacción, con los ojos de rubí reflejando de un modo maligno el resplandor de los incendios.

—Pronto dominaremos todo el resto del mundo —gruñó con acento alegre Adaz Promp, el jefe de la orden del Perro.

Los barones de Granbretan, dueños de todo un continente, tácticos y guerreros de feroz coraje y habilidad, despreciativos para con sus propias vidas, corruptos de alma y de cerebros dementes, capaces de odiar todo aquello que no se hubiera desmoronado aún, ostentadores de un poder sin moralidad alguna, de una fuerza sin justicia, asintieron ahora con un lúgubre placer mientras contemplaban los restos y la extinción de la última ciudad de Europa que se había atrevido a resistírseles. Había sido una ciudad muy antigua a la que llamaban Atenas.

—Todo… excepto la oculta Camarga —comentó Jerek Nankenseen, jefe de la orden de la Mosca.

Y el barón Meliadus estuvo a punto de perder su buen humor y de golpear a su compañero.

La máscara enjoyada de la mosca de Jerek Nankenseen se volvió ligeramente para observar a Meliadus y la voz que sonó desde el interior de la máscara sonó atormentada. —¿No es suficiente con que los hayáis expulsado, milord barón?

—No —espetó el lobo entre los lobos —. No es suficiente.

—Ahora no representan ningúna amenaza para nosotros —murmuró el barón Farnu, el del casco de rata —. Por lo que han podido deducir nuestros científicos, se encuentran en una dimensión situada más allá de la Tierra, en algún otro espacio o tiempo. No podemos llegar hasta ellos, pero ellos tampoco pueden venir a donde estamos nosotros.

Disfrutemos, pues, de nuestro triunfo, sin preocuparnos ni por Hawkmoon ni por el conde Brass… —¡No puedo! —¿O acaso existe otro nombre que os atormenta, barón? —le preguntó Jerek Nankenseen con tono burlón al hombre que había sido su rival en más de un asunto amoroso en Londra—. ¿Os atormenta el nombre de la bella Yisselda? ¿Es el amor lo que induce vuestras acciones, milord? ¿Un dulce amor?

El lobo no contestó durante un rato, pero la mano que sostenía la espada apretó la empuñadura con una fuerza llena de furia. Después, la voz rica y musical volvió a hablar, recuperada ya la compostura, haciéndolo en un tono casi ligero.

—Lo que me induce es la venganza, barón Jerek Nankenseen…

—Sois un hombre de lo más apasionado, barón… —dijo secamente Jerek Nankenseen.

Meliadus enfundó la espada con rapidez y extendió la mano para tomar el estandarte, arrancándolo de la tierra donde lo había clavado.

—Han insultado a nuestro rey–emperador, a nuestro país… y a mí mismo. Me apoderaré de esa joven para mi propio placer, pero no la tomaré con ningún espíritu suave. Ninguna débil emoción me motivará al hacerlo…

—Desde luego que no —murmuró Jerek Nankenseen con un atisbo de condescendencia en su tono de voz.

—Y en cuanto a los demás…, también disfrutaré de mi placer con ellos, en las bóvedas de la prisión de Londra. Dorian Hawkmoon, el conde Brass, el filósofo Bowgentle, el inhumano Oladahn el Búlgaro de las Montañas, y el traidor Huillam d'Averc…, todos ellos sufrirán durante muchos años. ¡Eso lo he jurado por el Bastón Rúnico!

Se escuchó entonces un sonido tras ellos. Se volvieron para mirar en la semipenumbra y vieron una litera que estaba siendo transportada colina arriba por una docena de prisioneros atenienses que iban encadenados a las barras que sostenían la litera, en la que se encontraba el poco convencional Shenegar Trott, conde de Sussex. El conde Shenegar casi desdeñaba ponerse la máscara, pero a veces se ponía una de plata, apenas mayor que su cabeza, diseñada de modo que reflejara su propio rostro, como una caricatura. No pertenecía a ninguna orden en particular, algo que era tolerado por el reyemperador y por su corte debido a su inmensa riqueza y a su valor casi sobrehumano en el combate. Sin embargo, con su vestimenta llena de joyas y sus actitudes indolentes, más bien tenía el aspecto de un estúpido embrutecido. Él poseía toda la confianza del rey–emperador Huon (en la medida en que eso se podía tener), incluso más que el propio Meliadus, ya que sus consejos casi siempre eran excelentes. Había escuchado la última parte de la conversación y ahora habló en tono burlón.

—Resulta peligroso hacer esa clase de juramentos, milord barón —dijo con suavidad—. Ya sabéis que podría tener graves repercusiones sobre quien lo hace…

—Lo he jurado sabiéndolo —replicó Meliadus—. Los encontraré, conde Shenegar, no temáis.

—He venido, milords —dijo Shenegar Trott—, para recordaros que nuestro reyemperador se impacienta por vernos y escuchar nuestro informe de que ya nos hemos apoderado de toda Europa.

—Me pondré en camino inmediatamente hacia Londra —dijo Meliadus—. Allí consultaré con nuestros hechiceros–científicos y descubriré un medio de perseguir a nuestros enemigos. Adiós, milords.

Tiró de las riendas de su caballo, haciéndole volver grupas, y descendió al galope por la ladera de la colina, observado por sus pares.

Las máscaras bestiales se acercaron entre sí, a la luz de los incendios.

—Esa mentalidad suya tan singular podría destruirnos a todos nosotros —comentó uno de ellos—. ¿Qué importa eso… siempre y cuando todo quede destruido con nosotros? —replicó burlonamente Shenegar Trott.

Sus palabras fueron contestadas por grandes risotadas que surgieron de los cascos enjoyados. Eran unas risotadas demenciales, impregnadas de odio, tanto contra sí mismos como contra el resto del mundo.

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