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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

El barrio maldito (5 page)

BOOK: El barrio maldito
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—No se comprende esa cobardía —comentó el muchacho indignado.

—Pues ya lo ves, Pedro Mari. Estos agotes, artistas por temperamento, en vez de imponerse a la fuerza, se contentan con encoger los hombros, decir que son de Arizcun, filtrarse si pueden solapadamente en el valle y hasta en la capital y conservar con orgullo sus nombres bíblicos. No en balde te aconsejé antes prudencia y dejar las cosas estar. Ya conoces mi teoría: al que intenta redimir un pueblo le crucifican; al que lo envenena, le elevan estatuas. Conque al buen entendedor…

Y con unas palmaditas amistosas de despedida, el indiano se perdió bajo la ancha arcada del caserío, guiado por la voz de Sara, la gentil agote, que seguía desgranando siempre el mismo zorcico, en un vascuence ancestral: «Blanca paloma, ¿dónde vas?…»

III
Iniciación y vuelo

Lo primero que oía Pedro Mari todas las mañanas al llegar al caserío era aquella voz potente de soprano, con sus notas impregnadas de un sensualismo violento. Especialmente en el
eta Zuria
la voz de Sara la agote temblaba estrangulada en un largo suspiro. Al mozo le acometía, oyéndola, un desasosiego enorme, como si estas cadencias de plegaría ocultasen un rezo demasiado pagano. Corría entonces al prado, donde le esperaba Elizalde, y juntos trabajaban charlando hasta la hora del almuerzo.

La enfermedad del indiano iba cada vez peor. Sus carnes, lentamente recocidas, presagiaban ya el santo color ascético de las tablas del Greco. Aquel hígado hidrópico, aumentando su pesimismo, hacíale ser injusto hasta con su ama de llaves, a quien acusaba de interesada y egoísta. Pedro Mari le oía en silencio pensando que este hombre dadivoso y espléndido, incapaz de hacer daño a una mosca, debía de estar muy enfermo cuando así desahogaba su impotencia contra el dolor.

Cierta mañana de marzo, lluviosa y friolenta, en que Pedro Mari llegó con retraso al caserío, detúvose asombrado en la hondonada al no escuchar la canción de costumbre. Apretó el paso, pues aun cuando no temía que el indiano le riñese, recelaba en cambio leer una seria reconvención en los ojos del ama.

En el patio tampoco había nadie. Miró a todas partes; silencio completo. Ya se disponía a subir al primer piso cuando apareció Sara acicalada y fresca, al aire sus espléndidos brazos de diosa.

—Pasa, pasa, Pedro Mari. Hoy no vas al prado. El amo ha tenido que ir a Bayona a ver un médico.

—¿Qué tiene? ¿Está peor? —interrogó el mozo con sincera pena.

—Sí —respondió Sara sonriendo siempre—. Parece que es tumor o cáncer. Anda, sube conmigo; tengo que darte un encargo. También la criada me ha pedido permiso para ir a Errazu; creo que se le ha muerto un cuñado. Estamos solos, ¿sabes? —terminó dirigiendo a Pedro Mari una mirada cargada de malicia.

Dos hora más tarde salía el muchacho, despacio, preocupado y triste. En sus oídos sonaba la voz colérica de Sara: «¡Si dices algo, te mato; como hay Dios que te mato!» No quiso volver a casa y anduvo todo el día vagando por el prado….

¡Qué había de decir el pobre Pedro Mari! Al regreso del indiano, sintió tal miedo a presentársele delante, que hubo de fingirse enfermo. Ya no pudo mirarle de frente jamás. Y como menudeaban las consultas unas veces a Bayona, otras a Pamplona o San Sebastián, las mañanas que no oía cantar a lo lejos, palidecía, le temblaban los labios y sentía ansias de huir… Pero siempre acababa por entrar al caserío, donde le aguardaba Sara, fresca y sonriente, al aire sus carnes rosadas de fruta en sazón. Hasta la criada tratábale ahora con un respeto desconocido que no dejó de sorprenderle.

Seguía Elizalde empeorando. Hinchábase su vientre como si en él se concentrase toda la energía vital, mientras el resto del organismo, ahilado y amarillento, se iba arrugando con una sequedad cruel. No volvieron más al prado. Encerrados en la alcoba toda la tarde, el muchacho sufría escuchando las reflexiones pesimistas del enfermo, encaminadas a prevenir a su paje contra la maldad de los hombres. A ratos, el dolor exacerbado hacíale gritar sordamente; entonces los dientes de Pedro Mari castañeteaban agarrotados por el terror. Y el indiano le miraba tiernamente, atribuyendo al cariño y no al miedo aquella emoción que descomponía su rostro.

En una de estas crisis, más frecuentes cada vez, el indiano dijo al muchacho:

—Esto se va, hijo mío. Me muero; y como te he tomado afecto, quisiera dejarte en encarrilado. Podría dejarte rico, pero eso hubiera sido quererte mal. No vayas a América; uno de mis antiguos socios tiene almacén de tejidos en Pamplona; ya le he dado instrucciones sobre lo que debe hacer. Además, tú, en los dos años que llevas conmigo, has aprendido bastante, ¿no?

—No, señor —aseguró ingenuamente Pedro Mari.

—¡Bah! Eso crees hoy porque está todo demasiado cerca. Ya verás cuando te lleguen los trances difíciles con qué claridad comprendes muchas cosas. He tratado de infundirte mi alma cargada de experiencia; tengo el convencimiento de que no ha sido en balde: Y ahora, adiós. No vuelvas por aquí; las penas deprimen, y tú necesitas todas tus energías.

Le dio un apretado abrazo y le empujó hacia la puerta. Pedro Mari, sollozando, bajó las escaleras, mientras Elizalde se preparaba él mismo una inyección para calmar el dolor que volvía.

Ya no vio más al indiano. Todos los días, al llegar a la puerta del caserío, los parientes que aislaban al enfermo decían—le invariablemente: «Sigue peor». El ama Sara había desaparecido; según algunos, camino de Bayona, donde contaba poner tienda de modas, gracias al dinero acumulado pacientemente y al espléndido regalo del viejo agradecido.

El día que enterraron a Elizalde surgió de nuevo en Pedro Mari el antiguo llorón. Encerrado en su casa gemía con un desconsuelo manso que nadie acertaba a comprender. ¿Era remordimiento o cariño a su amo? Quizá las dos cosas a la vez. Aquella noche no quiso cenar, lo cual extrañó grandemente a su padre. ¿Estaría enfermo el chico?

A la mañana siguiente salió Pedro Mari para Pamplona a coger la diligencia de Irún en Mugaire. El viaje fue penoso. Eran los amados tiempos, llenos de sosiego, en que para ir a la capital se salía de Arizcun por la mañana y al siguiente día, bien mediado, se entraba en Pamplona. Pero llegó al cabo, encaminándose derecho a la calle de Mercaderes, una de las rutas más frecuentadas por los aldeanos, donde estaba el comercio designado por Elizalde.

No empezó nuestro mozo por barrer, según es uso y costumbre en las biografías de los futuros millonarios. El dueño, Don Patricio Sorauren, teníale reservada una plaza fija, a la izquierda del primer dependiente. Y como el arte de medir varas de tela, con el aderezo de una conversación parca en ideas y pródiga en marrullerías, no era cosa mayor en aquellos tiempos (ni creemos que en los actuales), el muchacho se puso pronto al corriente a pesar de su sintaxis vasca y del dialecto atrozmente antipoético aprendido en el caserío. Mas como el buen Pedro Mari no aspiraba a una poltrona académica, sino a despachar retales a destajo, se aplicó a estudiar los gustos de la parroquia, mujeres en su mayor parte, de los aledaños de la ciudad.

Sólo con verlas sabía ya lo que le iban a comprar, apresurándose a extender sobre el mostrador las piezas de luto y medio luto, si se trataba de una vieja, y toda la gama de colorines chillones, si era una moza que venía por las galas para la fiesta del pueblo. Con este ideario filosófico y la rapidez con que aprendió a manejar la vara, comiéndose a cada puñada un dedo de retal a favor del amo, el baztanés ascendió a dependiente segundo en menos de dos años.

Sólo la voluntad de Pedro Mari, tenaz, lenta y aldeana por antonomasia, pudo apechugar con aquella vida triste, rutinaria y de una esclavitud gemela a la de los israelitas en Egipto. Y no era de los que más pudieran quejarse, ya que el amo tenía para él consideraciones inusitadas. Si un dependiente, a fuerza de ahorros o por entronque matrimonial con alguna aldeana de casa rica levantaba el vuelo, ya era sabido que la plaza correspondía a aquel cachazudo muchacho de voz suave y movimientos tardos.

Cuando entró en quintas tuvo la suerte de sacar número alto, ahorrándose así los cien duros que le hubiera costado el substituto. Viéndose libre y con algunos ahorrillos, la idea de emigrar tomó de nuevo a asaltarle. No comprendía la fortuna sino al otro lado del mar. Pero la promesa hecha al indiano pesaba en su conciencia. Aquel hombre, a quien devolvió mal por bien, tuvo sin duda razones poderosas para aconsejarle que se quedara.

Decidió sondear al amo a fin de enterarse de si el difunto Elizalde le había dado instrucciones sobre el caso. A las primeras palabras, Don Patricio, montañés también, pues procedía de la Burunda, le puso al tanto con sencillez espartana.

—Ya habrás visto mi protección decidida y constante por ti.

—Sí, señor, y le estoy muy agradecido —interrumpió Pedro Mari.

—No hay motivo. Aparte de que eres un mozo honrado, sufrido y trabajador, de la madera más rara cada vez de los antiguos dependientes, hay otra razón para que yo te distinga. El pobre Don Juan Fermín me dio el encargo antes de morir. Yo fui dependiente suyo en Méjico, y a su lado gané la plata suficiente para establecerme. Hoy por hoy mi comercio es el más acreditado de Pamplona; dirás que esto no hace caso. Yo creo que sí. Tienes dos mil duros metidos en el negocio de mi casa; te interesa, pues, como a mí. Este dinero pasará a tu poder, con los intereses acumulados, que no son flojos, mediante algunas condiciones naturalmente…

—Que no vaya a América —saltó Pedro Mari adivinando.

—Esa es una; pero hay más. Has de ser mayor de edad, casarte y, si lo deseas, establecerte.

—En tejidos, claro está —volvió a interrumpir el mozo.

—No; en lo que tú quieras. Por lo visto, Elizalde tenía gran confianza en ti, pues tampoco dice nada acerca de las condiciones de tu futura mujer. Supone, con razón, que será más hacendosa que instruida y más rica que lujosa. Él tenía fe en tu buen sentido y yo también. Ahora, mientras decides lo que hayas de hacer, aquí tienes, como siempre, tu casa y tu puesto.

De esta concisa manera quedó definida la trayectoria económica de Pedro Mari. No se habló más del asunto; ¿para qué? Volvieron las horas lentas, trabajosas y prosaicas tras la tabla del mostrador, con la vara de medir en ristre como remo de galeote. Mas ahora la redención era casi tangible, y aunque el baztanés no fuese hombre de grandes inquietudes espirituales, desvelábase muchas noches ante el cambio de vida que se le avecinaba. ¡Casarse! Aparte de Sara, no había tratado otras mujeres que las lugareñas que iban de compras a la tienda. Había que pensar despacio; acaso allá, en Arizcun…

Al conjuro de este nombre volvía a evocar el pueblo siempre risueño, siempre húmedo, mimoso y lleno de amor. ¡Cuántas veces había discutido con los compañeros, montañeses todos, la supremacía del Baztán sobre los demás valles navarros! Acaso no fuese tan imponente como el Roncal, ni tan fuertemente varonil como Roncesvalles o Aezcoa. Cierto que a fuerza de alhajas indianas había perdido el ceño indígena y la ternura vibrante del valle de Ulzama. Tampoco guardaba el recogimiento familiar, ni la gris severidad de los valles navarros que desde Leiza hasta Vera buscaban el corazón de Guipúzcoa. ¡Pero qué belleza la suya tan joven y tan soberana en las lomas y en las hondonadas, en los flancos de virgen y en los prados donde mana el hilo cantarín, gota a gota, a través de la esponja del musgo!…

Al recordar su valle, Pedro Mari, que jamás pensaba en el indiano, veíale a la puerta del caserío y escuchaba de nuevo su voz como la de Jehová a través de las nieblas del sueño. «Te he mandado a Pamplona para que te enriquezcas. Chupa despacio tu oro y tráelo al Baztán, que así lo hice yo y así lo harán tus hijos». Y Pedro Mari a punto de dormirse, recordando sin duda su antiguo oficio de monacillo, murmuraba: «Per secula seculorum, amen»…

IV
Elogio discreto de las dos Navarras

«El escudo de Navarra tiene cadenas de hierro», dice un antiguo cantar de jota con sabor de gesta; y estas cadenas históricas se han convertido en un símbolo para la muy Noble y Leal ciudad de Pamplona.

Ya desde luego, la población está encadenada materialmente por altas murallas de piedra y espiritualmente por las argollas cavernarias del carlismo, afinadas un tanto en los moldes de un catolicismo intransigente. Hasta las carreteras, que suelen ser las vías más expeditas, tienen aquí las cadenas del portazgo. Y el propio río Arga tuvo durante muchos años, junto a la fundición de Pinaqui, unas cadenas enormes rasando sus ondas con el fin de sujetar la madera que venía de la Ulzama.

En la vida social hay cadenas para todos los gustos, forjadas de prejuicios morales, castas e ideales distintos que anulan con su fanatismo la menor iniciativa de liberación. Aquí hasta los avanzados son fanáticos. Recuerdan el calcetín carlista vuelto de revés. Verdad que, en nuestra humilde opinión, Pamplona no será nunca la Atenas de la Democracia…

En consecuencia, la vida de Pedro Mari en Pamplona —como la de todo el río aldeano de sirvientes y horteras que bajando de los valles desembocan en la capital— hallábase encadenada a la ergástula de su tienda durante toda una mortal semana. No existía entonces el socialismo al menudeo ni las jornadas de ocho horas. Casi al amanecer se abrían las tiendas y hasta muy avanzada la noche despachaban sin cesar varas y varas de tela, a mayor gloria y provecho del amo. Eran pocos los que lograban romper las cadenas estableciéndose por cuenta propia, y en general, al conseguirlo tenían ya la cabeza tan pelada como la montaña de San Cristóbal.

En cambio, ¡con qué placer saboreaban el semanal descanso! ¡Qué alegría al ver acercarse la tarde de fiesta! Bien emperejilados, con sus llamativas corbatas de tonos chillones, el rebaño horteril, anzuelo de menestralas, callada ilusión de costureras y modistillas, echábase a la calle a las dos en punto con rumbo a Iruña o al Suizo. Tomaban café. Los más pacíficos solían enredarse en una interminable partida de dominó o rumiaban las horas con igual impavidez que tras el mostrador. Los andarines, ansiosos de respirar para toda la semana, daban la vuelta al Castillo, cayendo luego en el paseo de la. Taconera a bromear con las chicas sin novio hasta la hora de cenar; bien en casa de la Bibiana, bien en el palacio vinícola de Paco el de Uterga. Entraban en la ciudad pasadas las diez de la noche y apenas traspuesto el portal de San Nicolás enmudecían; poníanse las americanas y serios como postes se iban a dormir rendidos y aspeados.

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