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Authors: Jordi Sierra

Donde esté mi corazón (14 page)

—...Y queda parte de agosto, ¿de acuerdo? —le oyó decir—. Ahora no puedo volver, lo siento. ¿Qué? No y no... Mira, ya lo discutimos y no ha cambiado nada, al contrario...

Las pausas se sucedían a medida que la otra persona le interrumpía o hablaba a su vez. Sergio no daba muestras de estar crispado, aunque sí algo nervioso. El tono de su voz era dolorido.

—No puedo contártelo, ¡no! ¡Por favor! ¿Y si me hubiera ido todo el verano en
inter-rail
por Europa? Pues es lo mismo. Sí, sí, lo es... ¡Estoy bien! ¿Por qué no iba a estarlo? ¡Lo he superado, sí! ¡Para eso necesitaba irme, por Dios!... —la nueva pausa fue la más larga—. Mira, tranquila, ¿de acuerdo? En septiembre estaré ahí, comenzaré las clases, te lo juro. No voy a perder ni una. ¡Desde luego, te llamo y acabamos discutiendo! ¡No voy a llamarte más!... Bueno, vale, vale... He de colgar, un beso. Sí, díselo, claro. ¿Dónde está? ¿En Bilbao? ¿Y qué hace en Bilbao? Bueno, adiós, sí, adiós..., adiós...
 

No tuvo tiempo de reaccionar. Debía haberse ido antes, pero justo al iniciar su despedida, Sergio se giró y la vio. Carolina no pudo hacer otra cosa que quedarse donde estaba, como si la hubiesen clavado al suelo. Ni siquiera se molestó en sonreír o disimular. Era demasiado evidente que estaba escuchándole.
 

Sergio colgó el auricular con el último «adiós».
 

Recogió las monedas que había en la repisa y abrió la puerta de la cabina.
 

Por detrás de las gafas de sol, sus ojos eran un océano de interrogantes.
 

—¿Llamabas a casa? —disparó ella al azar, por decir algo.
 

—Sí, hablaba con mi madre —confesó él.
 

Frunció el ceño. No sabía si creerle, ni qué decirle, ni cómo justificar su espionaje, ni nada que no fuera mantener la calma pensando en Montse y sólo en ella.
 

Montse.
 

—Sergio —suspiró Carolina de pronto—, ¿la quieres?
 

—Sí —dijo él, rápido.
 

—Entonces no le falles.
 

—¿Por qué habría de fallarle?
 

—Montse está enamorada. Ha renacido y está enamorada, y como cualquier persona enamorada, está también ciega. Yo no. Yo veo otras cosas.
 

—¿Qué es lo que ves? —Sergio estaba muy pálido, así que el contraste con las gafas oscuras era evidente.
 

—¿Qué te pasa? —quiso saber ella.
 

No hubo respuesta, sólo aquella mirada oculta tras las gafas de sol.
 

—Tienes tanto miedo como Montse lo tuvo con lo de su trasplante —dijo Carolina—, y no entiendo por qué. ¿Vas a decírmelo?
 

—No hay nada —articuló él después de otra pausa.
 

—No te creo —lo acusó Carolina.
 

—Entonces confía en mí. Si sabes que la quiero, confía en mí.
 

—Pero, ¿por qué? —expresó toda su incertidumbre con un gesto de rabia e
impotencia.
 

—Confía en mí, sólo eso —dijo Sergio con esfuerzo—. Yo me fui, ¿recuerdas? Renuncié. Fue Montse la que me devolvió a esto. Sólo necesitamos tiempo.
 

—El verano acabará en un par de semanas, y en septiembre...
 

—Carolina, por favor.
 

Era una súplica, y lo que menos quería Carolina era que Montse supiera lo que acababa de hacer, espiándolo como una vulgar... Bajó la mirada al suelo y ni siquiera habló. Su gesto fue evidente.
 

Asintió con la cabeza y luego dio media vuelta, sin volverse.
 

Se alejó calle abajo sintiendo aquella mirada protegida tras las gafas de sol muy fija en su espalda.
 

Aunque no era una mirada de furia o de desesperación, sólo de dolor.
 

 

Cuarenta y dos

 

S
abía que su madre llevaba unos días inquieta, con la pregunta colgándole de los labios, a la espera de reunir el suficiente valor para preguntarle. No le extrañó que aprovechara la oportunidad ya que estaban solas, con Dani pasando unos días en casa de su tía, en Cervelló, y Julio fuera, con su novia.
 

—Montse, ese chico...

Se resignó. En parte no quería huir, ni mentirle, ni decirle que era un amigo y todas esas tonterías. Se sentía igual que esas personas culpables de algo y con deseos de confesar abiertamente, aunque en su caso no fuera ninguna culpa, sólo su felicidad. También la felicidad necesita ser compartida. Lo sucedido con su corazón le había hecho comprender que las cosas suelen ser sencillas siempre, y que son las personas las que lo complican todo. Estaba enamorada, y eso era algo de lo más natural, simple y directo. No quería esconderse ni esconderlo.

—¿Sergio?

—Sí, Sergio —dijo Maite.

—¿Qué pasa con él?

—Ha venido aquí algunas veces, te han visto con él por el pueblo...

—¿Y quieres saber qué pasa? —se lanzó Montse.

—Bueno, tampoco es eso —se excusó la mujer.

—Mamá... —sonrió ella—, que te conozco.

Verla sonreír la tranquilizó. Había temido que su hija se pusiera en guardia o se enfadara por la intromisión, o algo parecido. Sin embargo, daba la sensación de sentirse feliz y relajada, contenta.

—¿Quién es?

—Es de Tarragona. Ha venido a trabajar aquí.

—¿En qué?

—No ha encontrado trabajo, pero está en ello.

—¿De Tarragona, Tarragona?

—Sí, sí.

—¿Sabes algo de él?

—Que es encantador, de buena familia, y que le quiero mucho.

Su madre la contempló con los ojos abiertos. Montse seguía sonriendo.

—¿Sois novios? —vaciló.

—No lo sé —le confesó Montse—. Supongo que esa palabreja se estilaba más hace años. Ahora no la usa casi nadie, a no ser que haya un anillo de compromiso, peticiones formales y todo ese rollo. Nosotros no estamos aún en esa fase.

—Ah —parpadeó Maite.

—Pero me cae muy bien, y yo a él. Además —se puso maliciosa—, si te dijera que somos novios, pondrías el grito en el cielo y empezarías a decirme que soy aún muy joven, que no me líe y que eso, a mi corazón, a lo mejor no le sienta nada bien.

—No es verdad —se defendió la mujer.

—Mamá... —dijo por segunda vez y en el mismo tono Montse.

—Yo conocí a tu padre a los dieciocho años, aunque tardamos bastante en casarnos.

—Vaya, menos mal —le agradeció el detalle ella.

—En cuanto a lo de tu corazón...

—¿Tú crees que el amor es malo para un corazón de recambio?

—No te lo tomes a la ligera, hija —se estremeció Maite.

Montse se acercó a su madre. La abrazó y le dio un beso en la mejilla. Fue un acto reflejo, pero cargado de cariño. Desde la proximidad la miró y dijo:

—Tranquila, ¿vale? ¿Me creerás si te digo que Sergio es lo mejor que me ha pasado en la vida y que, encima, ha llegado en el momento oportuno?

Su madre le acarició la mejilla.

—A veces eres tan niña —suspiró.

—Y tú, tan mujer, mamá —la correspondió Montse.

—Ten cuidado, ¿de acuerdo?

—Lo tendré.

—Recuerda que has de volver a la escuela en septiembre y que necesitas ponerte al día y que...

—Descuida, no estoy loca —la calmó ella—. Sé muy bien que tengo una segunda oportunidad para todo y no voy a desaprovecharla. Sergio es una ayuda, un complemento, pero no todo lo que tengo.

Aunque fuera muy, muy importante, y eso no se lo dijo a su madre.

Se sintió mejor cuando se metió en su habitación y dejó sola a su madre, todavía bajo los efectos de la impresión recibida.

 

SEXTO LATIDO

 

Cuarenta y tres

 

S
e lo había prometido a Carolina, pero también a sí misma.
 

Era la hora de la sinceridad, de las preguntas, de las respuestas. Los fantasmas debían pasar al olvido. No hacía más que darle vueltas a la cabeza y estaba cansada de ello. Lo que hubiera en el pasado de Sergio era eso, el pasado, ya fuera una novia o un amor frustrado, como temía, ya se tratase de problemas con sus padres, o que no quisiera estudiar, o problemas con las drogas, o lo que fuera, por absurdo que se le antojara ahora.
 

Antes de salir de su habitación y de casa para ir a buscarlo, leyó por última vez su carta, aquella carta. Tal vez debería romperla. No lo hacía porque aún buscaba en ella las claves de aquello que había hecho tanto daño a Sergio.
 

Tenía que estar allí, algo, una pista.
 

Por pequeña que fuera.
 

Sacó el sobre y la hoja de papel. Se la sabía de memoria. Pero las frases más significativas seguían siendo las más esenciales, las que encerraban todos los porqués.
 

«Tus labios sellaron un montón de heridas...» Pero, ¿qué heridas? «Los sueños son traidores...» ¿Por qué? «Hay muchas cosas que no cambian, aunque el amor, siempre él, las haga más llevaderas.» ¿A qué se refería y de qué cosas hablaba? «Por mucho que escriba y escriba, no lo entenderás.» ¿Tan difícil era de entender? ¿Por qué no podía entenderlo ella? «No era mi intención, pero ha sucedido.» ¡Nadie quiere o no quiere enamorarse, simplemente sucede! ¿No era su intención? ¿De qué estaba hablando con eso? «No es tan sencillo y no quiero hacerte daño.» ¡El amor es sencillamente complicado, o complicadamente sencillo! ¿Y qué? Todo el mundo lo busca, incluso con desesperación. Todo el mundo necesita amar y ser amado. ¿Y por qué amarla tal vez le hiciera daño? «Tengo heridas invisibles en el alma.» ¿Y quién no? «Soy un cobarde...» ¿Se lo decía a ella? ¿Le hablaba de cobardía precisamente a ella? «Tenía que haberme ido antes, sin llegar a esto.» De nuevo los porqués. ¿Antes? ¿Sin llegar a esto, a enamorarse? Y por último, la frase final, la definitiva: «Supongo que lo tendré merecido, por jugar con el destino.»
 

El destino.
 

Sí, Carolina tenía razón. Se había terminado eso de cerrar los ojos y esperar. Necesitaba saber para comprender, comprender para entregarse por completo y sin
dudas. Necesitaba despejar hasta la última incógnita. Sergio cerraba aquella carta diciéndole: «Gracias por darme una esperanza. Te quiero.» Si le había dado una esperanza era por algo y desde luego había llegado la hora de convertirla en una verdad, una realidad. La esperanza moría allí, porque ya se tenían. Lo decía con aquel «te quiero» final.
 

Guardó la carta dentro del sobre, y el sobre, dentro de la pequeña arqueta con sus tesoros, sus mejores recuerdos, incluidos sus diarios de infancia. Luego la cerró con llave. Se fiaba de sus padres, pero... era mejor prevenir. Cuando lo hubo hecho, se miró en el espejo y se arregló el cabello. Lo tenía ya un poco más largo y se sentía mejor, aunque a Sergio también le gustase corto.
 

Sergio, Sergio, Sergio.
 

Pensaba en él, soñaba con él, todo lo hacía ya con él, real o mentalmente.
 

Salió de la habitación sintiendo el fuerte nerviosismo de quien va a enfrentarse cara a cara con la verdad.
 

 

Cuarenta y cuatro

 

L
legó a la pensión La Rosa caminando despacio, aprovechando cada paso y cada metro para reflexionar, para buscar las palabras y medir sus gestos. Cuando se detuvo frente a la puerta, llenó sus pulmones de aire y ya no vaciló en absoluto. Traspasó aquel umbral y llegó a la pequeña recepción, en la cual, en ese instante, no había nadie. Aun así, no se atrevió a subir. Sentía mucha curiosidad por ver la habitación de Sergio, desde el primer día, pero la dueña era inflexible con esas cosas. Bien lo sabían.
 

—¡Eh! —llamó—. ¿Hay alguien?

La dueña salió del interior con cara de haber sido interrumpida haciendo algo importante. Al ver a Montse hizo un gesto de fastidio.

—¿Sí? —preguntó.

Sabía de sobra a quién iba a buscar.

—¿Está Sergio?

La mujer miró bajo el pequeño mostrador. Montse
imaginó que allí estarían las llaves de las habitaciones.
 

—Sí, debe de estar arriba —asintió—. No veo su llave.

—¿Puede avisarlo?

—¡Ahora estoy ocupada, hija! —protestó acalorada—. ¡Sube tú!

Montse se quedó boquiabierta.

—¿Puedo subir?

—Pues claro, si has venido a buscarlo...

—Creí que no se fiaba —bromeó su visitante.

La dueña de la pensión la apuntó con un dedo firme.

—Tú no bajes dentro de cinco minutos y verás como se lo digo a tu madre —la amenazó.

—¡Mujer! —protestó Montse.

—¡Hala, pesadas, que no tenéis nada que hacer en verano y parecéis almas en pena de aquí para allá! ¡Cinco minutos, y mejor si son dos!

Le dio la espalda y volvió al lugar de donde procedía al entrar ella, así que el camino quedó libre y Montse no desaprovechó la oportunidad ni el tiempo. La habitación de Sergio estaba en el primer piso. Subió las escaleras y llegó al pasillo. Era la tercera a mano derecha. Se detuvo en la puerta y llamó quedamente.

Silencio.

—¿Sergio? —susurró a media voz mientras repetía su acción con los nudillos.

Nada.

Comprobó la hora. Tal vez aún estuviese dormido, aunque era raro. Puso una mano en el pomo de la puerta y lo movió hacia abajo. La hoja de madera se abrió y ella metió la cabeza dentro.

La cama estaba revuelta, pero allí no había nadie.

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