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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Dioses, Tumbas y Sabios (42 page)

El hallazgo de estas antiquísimas huellas de la cultura primitiva de este pueblo es el fruto de una hipótesis extraordinariamente audaz de los investigadores, ligada por el azar con lo hallado por De Sarzec y que confirmaba brillantemente la atrevida hipótesis.

Pero este capítulo alcanza la segunda decena de nuestro siglo. Incluso acaso halle su punto culminante en nuestros días; pues lo que en el siglo pasado hubiera significado un hecho absurdo e insensato, se realizó en el año 1949: tres expediciones marcharon para buscar, muy en serio, en el monte Ararat, los restos del arca de Noé, basándose en que un aldeano turco había hecho unas declaraciones sobre tal asunto.

Pero antes de esto, a fines del pasado siglo, un investigador alemán comenzó la excavación de Babilonia.

Capítulo XXIV

LAS BALAS SILBAN EN TORNO A KOLDEWEY

En el año 1878, un arquitecto de Boston llamado Francis H. Bacon, de veintiún años de edad, y su amigo Clarke emprendieron viaje hacia Grecia y Turquía. Clarke preparaba un trabajo histórico sobre la arquitectura dórica, y Bacon se disponía a hacer las ilustraciones.

Además de una modesta subvención de la Sociedad de Arquitectos de Boston, cada uno de ellos llevaba quinientos dólares.

«Cuando hacíamos la travesía hacia Inglaterra —escribe Bacon más tarde—, calculamos los gastos a que ascendía todo lo proyectado y observamos que no teníamos bastante dinero para realizar nuestro viaje como era debido, en vista de lo cual decidimos comprar en Inglaterra una embarcación que nos sirviera de medio de locomoción y a la vez de hotel. Dado su modesto tonelaje, nuestro itinerario quedó fijado como sigue: atravesar el canal de la Mancha, remontar el Rin, luego seguir el Danubio hasta el mar Negro, y de allí, pasando por Constantinopla y los Dardanelos, visitar el archipiélago helénico y la península. Y así lo hicimos».

Tres años más tarde, estos emprendedores jóvenes arqueólogos hacían su segundo viaje y se dirigían a Aso, en la costa meridional de la Tróade. Hombres de ciencia, pero jóvenes, traían también en su bagaje gran acopio de buen humor.

«El 4 de abril de 1881 —escribe Bacon—, después de mucho regatear, por ocho libras compramos una embarcación como las que se usan en el puerto de Esmirna; la remolcamos desde la popa del vapor, y dejando atrás el muelle y a muchas personas ávidas de hachisch pusimos rumbo a Mitilene. Un suave viento del norte nos detuvo. Aprovechamos la parada para limpiar y pintar nuestra barca. Discutimos sobre el nombre que debíamos darle, y como no pudimos ponernos de acuerdo sobre si llamarla
Anón, Safo
o cualquier otro ilustre nombre clásico, la bautizamos con el de
Meschitra
, vocablo que quiere decir «queso fresco».

El 1 de abril de 1882 se les unió un tercero, el alemán Robert Koldewey, que veinte años después sería uno de los más famosos arqueólogos de nuestro siglo.

Entonces contaba veintisiete años de edad. El 27 de abril de 1882 decía Bacon de él: «Koldewey produce mejor impresión cuanto más se le conoce, y es precisamente el hombre que nos conviene a Clarke y a mí». Ésta es la primera referencia que tenemos de Koldewey, transmitida por un compañero suyo de profesión.

Y, después de este preámbulo, dejemos a Clarke y a Bacon, que en el orden de los grandes descubridores arqueológicos quedan muy por debajo de este gran investigador a quien un día permitieron participar en su expedición.

Robert Koldewey nació en 1855, en Blankemburgo, Alemania. Estudió arquitectura, arqueología e historia del arte en Berlín, Munich y Viena. Antes de cumplir treinta años hizo algunos trabajos de excavaciones en Aso y en la isla de Lesbos. En 1887 trabajó en Babilonia, en Surgal y El-Hibba; después, en Siria, en el sur de Italia y en Sicilia y, en 1894, nuevamente en Siria.

Durante tres años, de los cuarenta a los cuarenta y tres, fue profesor de la Escuela de Arquitectura en Görlitz, tarea que no debía satisfacerle demasiado, cuando de pronto, en el año 1898, empezó la excavación de las ruinas de la bíblica Babel o Babilonia.

Koldewey era una personalidad extraordinaria, como hombre y como científico, sobre todo si le comparamos con sus compañeros de profesión. La arqueología suele tratarse en las publicaciones especializadas de la manera más fría y aburrida. En cambio, para Koldewey, su amor por las excavaciones y los restos de la Antigüedad no le impedía observar el país que pisaba y sus habitantes, los mil acontecimientos divertidos que la vida cotidiana brindaba. Nada podía vencer en él su desbordante buen humor.

El arqueólogo Koldewey ha escrito también poesías jocosas y epigramas llenos de ironía, en los que a través de viejos aforismos se refleja una antigua sabiduría. No es el sabio, el profesor sesentón que pronto había de ser conocido mundialmente, el que no se avergüenza de escribir esta felicitación de Año Nuevo:

«Oscuros son los caminos del destino,

incierto el porvenir que marcan las estrellas.

Antes de meterme en cama

bebo gustoso un poco de coñac».

Existen innumerables cartas suyas que, por su descuidado estilo periodístico y por la seriedad que atribuimos a todo hombre de ciencia, nos chocan y nos parecen impropias de un investigador.

Así, por ejemplo, dice de su viaje a Italia:

«Aparte de las excavaciones, no pasa nada en Selinunte; pero en la Antigüedad sí que hubo allí un jaleo de mil diablos, bien justificado. En la llanura de la costa se dan trigo, frutas y vino, todo lo cual pertenecía a los griegos de Selinunte, que durante unos años gozaron de aquella providencial riqueza llenos de comprensión y tranquilidad.

»Así, hasta el año 409 a. de J. C., en que, a raíz de una querella con los segestanos, se aproximaron los cartagineses y Aníbal Gisgón empleó sus arietes contra las murallas de Selinunte, cuyos habitantes estaban atemorizados ante hecho tan infame, ya que poco antes los selinuntinos habían ayudado a los cartagineses. Pero Aníbal derribó las descuidadas murallas, y tras una terrible lucha callejera que duró nueve días y en la que también participaron con vehemencia las mujeres de la ciudad, yacían en las calles 16.000 muertos. Los bárbaros cartagineses lo saquearon todo, se entregaron al pillaje y profanaron los lugares sagrados, adornándose los cinturones con manos y otros canibalescos despojos humanos. De todo ello, Selinunte no se ha recobrado aún; por eso, por sus calles se pasean ahora tranquilamente los conejos y de vez en cuando nos sirven alguno en la cena, que el señor Gioffré caza sin mucho esfuerzo, y así nos lo encontramos asado cuando por la noche regresamos de nuestro baño en las turbulentas olas del mar siempre agitado».

Nos dice también del «país de las óperas y de los tenores»: «Es tan verdad que esta gente tiene buena voz que a la persona que no consigue dar el
do de pecho
se la considera casi como mutilado». En las líneas siguientes habla muy en serio sobre los templos en el siglo V a. de J. C. Y después se divierte con los gendarmes italianos: «…Cuando se les ve con levita engalonada y su orgulloso sombrero de tres picos parecen por lo menos almirantes a caballo; así cabalgan por las carreteras desiertas, donde no se atisba un alma, y así mantienen el orden».

En la antigua ciudad de Acragas descubrió una canalización antigua y poco más tarde tuvo la idea de escribir un libro entero sobre la evolución de los sistemas de canalización.Aquella instalación fue hecha por el viejo Féax, y en su honor los antiguos canales se llamaban «feacos». Desde un principio, el técnico ha desempeñado un papel importante. El primer tirano de Agrigento, el terrible Fálaris, era arquitecto y constructor; cuando construyó el templo del castillo hizo también una muralla alrededor del mismo, y allí colocó el famoso «toro Fálaris», al que ofrecía sacrificios humanos diciendo: «Yo soy Fálaris, el tirano de Acragas». Esto sucedió alrededor del año 550 a. de J. C. Hoy día la carrera de Fálaris es bastante difícil para sus compañeros de profesión.

El templo de Himera le inspiró las siguientes palabras: «Pero ¿qué ha sido de la poderosa Himera?… Abajo, al lado del ferrocarril, se hallan los miserables restos de aquel magnífico templo de antaño, algunas de cuyas columnas han servido para moderno establo, y donde las vacas se rascan en las estrías y no se comportan como deben dentro de un templo. En vista de esta realidad, la única cosa que puede hacerse es medir el templo, tener compasión de él y envidia de las vacas, pues ¡cuántos arqueólogos alemanes no estarían contentos de pasar la noche en un templo antiguo!».

Por entonces, las carreteras de Italia eran inseguras y Koldewey quedó decepcionado.

«La vida aquí era aún bastante propicia para los bandidos hace diez años. Ahora, las cosas han cambiado, dice uno de esos bandoleros, evidentemente muy peligroso, que hemos visto parado, con terrible ademán, en medio de la carretera que pasa cerca de los templos. Sus ojos ardían en un rostro bronceado, y su sombrero ancho, lo mismo que su atuendo, era de colores vivos, tan ricos y variados como yo no había visto hasta entonces más que en el espectro del sulfato sódico. Como cerca de allí había una taberna, entramos rápidamente y nos pusimos a conversar con la dueña, que lucía unos enormes pendientes. Preguntamos la hora, y cuál no sería nuestra sorpresa al ver que detrás de nosotros contestaba el bandido, que dijo literalmente:
"S'ischt no’ a Viertelstund bis Fiuf
!" (son las cinco menos cuarto). El personaje en cuestión era veneciano, pero había trabajado en Austria y Baviera mucho tiempo y, desde luego, no tenía nada de bandolero».

El día 2 de octubre de 1897, Robert Koldewey comunicó a un amigo suyo, rogándole la máxima discreción, que iba a emprender un viaje a Babilonia.

La cosa se retrasó algo; pero el 2 de agosto de 1898 escribe otra vez a su amigo y le habla de una conferencia que ha celebrado con Richard Schöne, director general de los museos de Berlín: «¡Se van a hacer excavaciones en Babilonia!», y lo escribe con dos signos de admiración. «Ahora estoy trabajando en los preparativos de la expedición. La empresa durará, en principio, un año. En mi informe he pedido para el total de las excavaciones 500.000 marcos —a repartir en cinco años de trabajo— y para el primero 140.000 marcos».

«Me han nombrado director de las excavaciones, con una paga de 600 marcos mensuales… Estoy loco de alegría… cuando pienso que si alguien me hubiera dicho hace dieciséis años que yo llegaría a hacer excavaciones en Babilonia, le habría considerado loco».

Como se verá por los resultados, Koldewey era el hombre más indicado para aquella tarea. A los cuarenta y ocho años de edad escribía: «En mi interior hay alguien que me dice siempre: "Bueno, Koldewey, ahora puedes hacer esto, pero nada más que esto; ¡todo lo demás no me importa!"». Y esta máxima fue su ley, obedecida incluso cuando silbaban a su alrededor las balas de los bandidos del desierto, cuya existencia ponía en duda; lo mismo que cuando descubría los jardines de Semíramis y la famosa Etemenanki, ¡la torre de Babel!

«Los ingleses suelen seguir en Babilonia y Asiria un método que consiste en abrir pozos y túneles, muchos de los cuales son aún accesibles, pero en general esto constituye un sistema poco propicio y desagradable. Para entrar, primero hay que hacer unos disparos en el interior para echar a los animales que se han guarecido allí: murciélagos, culebras, búhos, e incluso hienas, que no saben si tienen que comerle a uno o no».

Las cartas de Koldewey están llenas de pintorescas observaciones por el estilo. Apuntes al margen como los citados son de gran valor para pintarnos un cuadro vivo de los mil pequeños contratiempos con que se enfrenta la investigación arqueológica. Las publicaciones científicas, los libros que presentan al mundo profesional los resultados de un trabajo de varios años, no contienen generalmente nada de esto. Silencian la dura lucha contra el clima, contra los indígenas que no tienen comprensión y, a veces, ni sentido común, contra una autoridad local recelosa, contra los maleantes, contra la rebeldía inesperada e injustificada de los trabajadores indígenas por los motivos más insospechados.

Pero las cartas que Koldewey escribía nos dan noticia de todo esto. Cuando dirigía unas excavaciones en Assur, escribe: «El 25 de septiembre era día de pago y, felizmente, habíamos conseguido reunir unos noventa hombres; pero el 28 dejaban el trabajo después de cobrar. Decían que era poca paga y que se lastimaban las manos con aquel trabajo tan duro; en suma, que querían más salario. Les dije que yo estaba muy contento por tal determinación, ya que, según veía, no podía fiarme de ellos, y les dejé marchar. Seguramente esperaban otra salida, y al día siguiente volvieron algunos con la pretensión de trabajar, a lo que contesté que aquello ya no era posible; que yo no retenía a quien quisiera marcharse, y que una vez se habían marchado no podrían volver al trabajo. Entonces empezaron a suplicarme, recurriendo a la intervención de su jeque Homadi, quien dijo que su gente tenía poco seso, cosa que veía confirmada, y en vista de ello prometí tomar de nuevo a su gente el lunes. Así, han vuelto hoy, después de haber cruzado el Tigris sobre sus pieles de cordero hinchadas, pues viven en la otra orilla y parece ser que llevan siempre consigo su flotador con la misma naturalidad que, por ejemplo, un habitante de Hamburgo lleva paraguas».

Sus noticias sobre la inseguridad de los caminos, sobre los bandidos árabes de la tribu de los Chammar, sobre los yezidas curdos, son muy abundantes y variadas. Es difícil conseguir esteras de caña, así como azúcar y lámparas, porque los vendedores de las caravanas piden unos precios exagerados. Sus colaboradores tienen que ir acompañados de una escolta armada. Pero él no pierde nunca su buen humor. «Anteayer vino a nuestra región gente de la tribu de Beni Hecheim para exigir violentamente la restitución de unos corderos robados, y ayer nuestra gente se vengó de este ataque. Unos doscientos hombres con escopetas, llevando al frente a nuestros jeques Mohamed, Abud y Mis'el con unos veinte jinetes, se dirigieron a la región de Chérchere. Allí se produjo la habitual pelea, en la cual los de Beni Hecheim tuvieron que lamentar un muerto y la pérdida de una escopeta. En el otro bando, un obrero recibió un disparo en el vientre y muchos golpes en la cabeza, y uno de nuestros guardianes, llamado Deibel, recibió un tiro en el muslo, Deibel mató a su adversario y le cogió la escopeta. Así, las pérdidas son casi iguales: por una parte dos heridos; allí un muerto y una escopeta. Por la noche, Deibel —un señor bajo y amable, con una camisa no muy limpia— estaba sentado de muy buen humor en la choza de los guardianes, rodeado por los suyos, que le consideraban como un león, contando las mentiras más gordas y permitiendo que en su herida se colocase una suculenta pasta hecha con harina, mantequilla y sal».

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