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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Relato

Diario. Una novela (25 page)

BOOK: Diario. Una novela
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Dejó de pintar y de fumar hierba.

No necesitaba realizarse ni conseguir nada ni huir. El mero hecho de estar allí era suficiente.

Los rituales sosegados de lavar los platos o doblar la ropa. Peter llegaba a casa y se sentaba en el porche con Grace. Le leían a Tabbi hasta que le llegaba la hora de irse a dormir. Estaban sentados haciendo chirriar las viejas sillas de mimbre. Las polillas se apelotonaban bajo la luz del porche. En el interior de la casa, un reloj marcaba las horas. Se oía tal vez la voz de un búho procedente de los bosques de detrás del pueblo.

Al otro lado del agua, las ciudades del continente estaban atestadas y atiborradas de letreros anunciando productos de la ciudad. La gente comía comida barata por la calle y tiraba basura en la playa. La razón de que la isla no hubiera sufrido daños era que en ella no había nada que hacer. No se alquilaban habitaciones. No había hotel. Ni casas de veraneo. Ni fiestas. No se podía comer fuera porque no había restaurante. Nadie vendía conchas pintadas a mano con las palabras «Isla de Waytansea» escritas en letras doradas. Las playas eran rocosas por el lado del océano y fangosas y llenas de bancos de ostras en el lado que daba al continente.

Por aquella época, el consejo del pueblo empezó las obras para reabrir el hotel cerrado. Era una locura, usar los últimos vestigios de los fondos fiduciarios de la gente y que todas las familias de la isla aportaran dinero para reconstruir aquella vieja ruina quemada y desvencijada que se levantaba en la ladera de la colina junto al puerto. Desperdiciar sus últimos recursos para atraer manadas de turistas. Condenar a la generación siguiente a hacer de camareros, limpiar habitaciones y pintar chorradas en las conchas para convertirlas en souvenirs.

Es muy duro olvidar el dolor, pero es más duro todavía recordar la dulzura.

La felicidad no nos deja cicatrices. Apenas aprendemos nada de la paz.

Encogida sobre la colcha, formando parte de todas las personas de las últimas generaciones, Misty podía abrazar a su hija. Misty podía coger a su criatura y rodearla con el cuerpo como si todavía la tuviera dentro. Como si todavía fuera parte de Misty. Inmortal.

El olor a leche agria de Tabbi, de su aliento. El olor dulzón a polvos de Calco, casi como el olor a azúcar en polvo. La nariz de Misty hundida en la piel cálida del cuello de su bebé. Durante aquellos años no tuvieron razón para apresurarse. Eran jóvenes. Su mundo era limpio. Era una iglesia en domingo. Era leer libros y bañarse en la bañera. Recoger frutas silvestres y hacer mermelada por las noches, cuando la brisa refrescaba la cocina blanca y las ventanas permanecían abiertas.

Solamente por aquel pequeño remanso de tiempo, Misty podía ver que su vida no era un fin. Que era un medio para llegar al futuro.

Ponían a Tabbi junto al marco de la puerta. Junto a todos los nombres olvidados que seguían allí. Nombres de niños ya muertos. Y marcaban su altura con un rotulador.

Tabbi, cuatro años.

Tabbi, ocho años.

Solamente para que conste en acta, el parte meteorológico de hoy anuncia cierta sensiblería.

Sentada junto a la ventana de su buhardilla del hotel Waytansea, con la isla extendida debajo de ella, atiborrada de desconocidos y de mensajes. De vallas publicitarias y letreros de neón. De logotipos. De marcas registradas.

La cama donde Misty se encogía alrededor de Tabbi, intentando mantenerla dentro de sí. Ahora Ángel Delaporte duerme en ella. Un chiflado. Un acosador. En su habitación, en su cama, bajo la ventana al otro lado de la cual susurran y rompen las olas. La casa de Peter. Nuestra casa. Nuestra cama.

Hasta que Tabbi cumplió diez años, el hotel Waytansea estuvo cerrado y vacío. Las ventanas cegadas, con tableros de madera contrachapada atornillados a los marcos de las ventanas. Las puertas entabladas.

El hotel abrió el verano en que Tabbi cumplió diez años. El pueblo se convirtió en un ejército de botones y camareros, doncellas y recepcionistas. Fue el año en que Peter empezó a trabajar fuera de la isla, haciendo mampostería sin mortero. Pequeños trabajos de remodelación para veraneantes con demasiadas casas que cuidar. Con el hotel abierto, el ferry empezó a funcionar todos los días y todo el día y a atestar la isla de turistas y tráfico.

Después de aquello, llegaron los vasos de papel y los envoltorios de comida rápida. Las alarmas de coche y las largas colas buscando sitio para aparcar. Los pañales usados que la gente dejaba en la arena. La isla siguió en declive hasta el año presente, el año en que Tabbi cumplió trece años y Misty entró en el garaje y encontró a Peter dormido y el depósito de gasolina vacío. Hasta que la gente empezó a llamar para decir que le había desaparecido el lavadero o la habitación de invitados. Hasta que Ángel Delaporte llegó al sitio donde siempre había querido estar. A la cama de su marido.

A tu cama.

Ángel acostado en la cama de Misty. Ángel durmiendo con su pintura de la silla de anticuario.

Solamente para que conste en acta, Misty nunca se lo ha dicho a nadie, pero Peter llenó una maleta y la escondió en el maletero del coche. Una maleta para llevarse, ropa de recambio para el infierno. Aquello nunca tuvo sentido. Nada de lo que hizo Peter en los últimos tres años tuvo mucho sentido.

Al otro lado de la pequeña ventana de su buhardilla, en la playa, unos chicos chapotean en las olas. Uno de ellos lleva una camisa blanca de volantes y unos pantalones negros. Está hablando con otro de los chicos, que solamente lleva unos pantalones de futbolista. Se pasan un cigarrillo entre ellos y lo van fumando por turnos. El chico de la camisa blanca de volantes tiene el pelo negro y lo bastante largo para pasárselo por detrás de las orejas.

En la repisa de la ventana está la caja de zapatos llena de bisutería de Tabbi. Las pulseras, los pendientes huérfanos y los viejos broches descascarillados. Las joyas de Peter. Tintineando en la caja llena de perlas sueltas de plástico y diamantes de cristal.

Desde su ventana, Misty contempla la playa donde vio por última vez a Tabbi. El sitio donde ocurrió. El chico del pelo corto y negro lleva un pendiente, algo brillante de color dorado y rojo. Y sin que nadie la oiga, Misty dice:

—Tabbi.

Misty agarra la repisa con los dedos, asoma la cabeza y los hombros y grita:

—¿Tabbi?

Misty debe de tener medio cuerpo fuera de la ventana y está a punto de caerse cinco pisos abajo, al porche de hotel, y dice: —¡Tabbi!

Y lo es. Es Tabbi. Con el pelo corto. Flirteando con un chico. Fumando.

El chico da una calada al cigarrillo y lo devuelve. Se pasa una mano por el pelo y se ríe tapándose la boca con la mano. Con el pelo revuelto por el viento del océano, como una bandera negra ondeando. Las olas susurran y rompen. El pelo de ella. Tu pelo.

Misty se asoma con esfuerzo por la ventana diminuta y la caja de zapatos se cae. La caja cae resbalando por las tejas de madera. Golpea el canalón, se vuelca y las joyas salen volando. Caen soltando destellos rojos, amarillos y verdes, destellos brillantes parecidos a fuegos artificiales, y acaban tal como está a punto de acabar Misty, haciéndose trizas sobre el suelo de cemento del porche del hotel.

Solamente los cincuenta kilos de su escayola, de su pierna incrustada en fibra de vidrio, evitan que se caiga de la ventana. Luego la rodean dos brazos y una voz le dice:

—Misty, no lo hagas.

Alguien tira de ella hacia atrás y resulta ser Paulette. En el suelo hay tirado un menú del servicio de habitaciones. Los brazos de Paulette la tienen cogida desde atrás. Con las manos unidas, balancea a Misty en torno al eje macizo de su escayola de pierna entera y la planta boca abajo en la alfombra manchada de pintura.

Jadeando, jadeando y llevando a cuestas su enorme pierna de fibra de vidrio, su bola de hierro unida a una cadena, Misty se arrastra hacia la ventana y dice:

—Era Tabbi —dice Misty—. Ahí fuera.

Se le ha vuelto a salir el catéter y hay salpicaduras de meados por todas partes.

Paulette se pone de pie. Está haciendo una mueca, con los músculos rísorius frunciéndole la cara alrededor de la nariz mientras se seca las manos en la falda oscura. Se mete la blusa por dentro de la falda y dice:

—No, Misty. No era ella. —Y recoge el menú del servicio de habitaciones.

Misty tiene que bajar al piso de abajo. Para salir fuera. Tiene que encontrar a Tabbi. Paulette tiene que ayudarla a levantar la escayola. Tienen que conseguir que el doctor Touchet se la quite.

Y Paulette niega con la cabeza y dice:

—Si te quitan esa escayola, te quedarás lisiada de por vida. —Se acerca a la ventana y la cierra. La cierra con llave y corre las cortinas.

Y desde el suelo, Misty dice:

—Por favor, Paulette, ayúdame a levantarme. Pero Paulette le da unos golpecitos en el pie. Se saca una libreta de pedidos del bolsillo lateral de la falda y dice: —Se ha acabado el pescado blanco en la cocina.

Y solamente para que conste en acta, Misty sigue atrapada. Misty está atrapada pero su hija podría estar viva.

Tu hija.

—Un filete —dice Misty.

Misty quiere el pedazo más grueso de carne de buey que puedan encontrar. Muy hecho.

24 DE AGOSTO

Lo que Misty quiere realmente es un cuchillo para bistecs. Quiere un cuchillo serrado para cortar el costado de su escayola y quiere que después de la cena Paulette no se dé cuenta de que falta el cuchillo de la bandeja. Paulette no se da cuenta ni tampoco cierra la puerta con llave desde fuera. Para qué molestarse si Misty lleva a cuestas una puta tonelada de fibra de vidrio.

Misty se pasa la noche en la cama, hurgando y cortando. Serrando la escayola. Escarbando con la hoja del cuchillo, recogiendo en la mano los trocitos de fibra de vidrio y poniéndolos debajo de la cama.

Misty es una convicta que cava un túnel para escapar de una cárcel muy pequeña, una cárcel con los pájaros y las flores de Tabbi pintados a rotulador.

Tarda hasta la medianoche en cortar desde la cintura hasta la mirad del muslo. El cuchillo no para de escaparse, de pincharle el costado y de clavársele. Para cuando llega a la rodilla, Misty se está quedando dormida. Llena de costras y de sangre seca. Pegada a las sábanas. A las tres de la mañana, solamente ha llegado a la mitad de la pantorrilla. Ya casi está libre, pero se queda dormida.

Algo la despierta. Todavía tiene el cuchillo en la mano. Vuelve a ser el día más largo del año. Otra vez. Se oye la portezuela de un coche cerrándose en el aparcamiento. Si Misty sostiene juntos los pedazos de la escayola cortada, puede ir cojeando a la ventana y mirar. Es el coche oficial del condado de color beige del detective Stilton. El detective no está afuera, así que debe de estar en el vestíbulo del hotel. Quizá buscándola.

Quizá esta vez sí que la encuentre.

Misty empieza a cortar otra vez con el cuchillo para filetes. Cortando y medio dormida, se clava el cuchillo en el músculo de la pantorrilla. Mana la sangre, de color rojo vino sobre la piel blanquísima, sobre la pierna que lleva demasiado tiempo precintada. Misty vuelve a cortar y se clava el cuchillo en la espinilla, atravesando la piel fina y llegando al hueso.

Sigue cortando y el cuchillo arroja sangre y astillas de fibra de vidrio. Fragmentos de los pájaros y flores de Tabbi. Trozos de su propio pelo y su piel. Misty agarra con las dos manos los bordes de las dos mitades de la escayola cortada. La abre hasta que tiene la pierna medio fuera. Los bordes desiguales la pellizcan, le pinchan la piel llena de cortes y las agujas de fibra de vidrio se le clavan.

Oh, querido Peter de mi alma, nadie tiene que contarte cómo duele esto.

¿Lo notas?

Con astillas de fibra de vidrio clavadas en los dedos, Misty agarra los bordes desiguales y los separa. Dobla la rodilla y forcejea para sacarla de la escayola recta. Primero la pálida rótula, manchada de sangre. Igual que aparece la cabeza de un bebé. Emerge la coronilla. Como un pájaro saliendo del cascarón. Luego el muslo. El niño que nace. Por fin aparece la espinilla, surgiendo de la escayola hecha pedazos. Con una sacudida, el pie se libera y la escayola resbala. Se balancea, se desploma y choca contra el suelo.

Una crisálida. Una mariposa que emerge, sangrienta y cansada. Renacida.

El ruido de la escayola al caer en el suelo es tan fuerte que tiemblan las cortinas. Un cuadro del hotel se agita y golpea la pared. Misty se tapa los oídos con las manos y espera a que alguien venga a investigar. A que la encuentren libre y cierren con llave por fuera.

Misty espera a que el corazón le lata trescientas veces, deprisa. Las cuenta. A modo de prueba. No le duele. Se agarra a la mesilla de noche, saca las piernas de la cama y las flexiona. Usa el cuchillo para filetes ensangrentado para cortar las tiras de cinta adhesiva médica que le sujetan el catéter a la pierna buena. Se saca el tubo de dentro, lo enrolla con una mano y lo deja a un lado.

Da un paso con cuidado, tres pasos, cinco pasos hasta el armario, de donde saca una blusa. Unos vaqueros. Allí colgado, dentro de una funda de plástico, está el vestido de satén blanco que Grace le ha cosido para su exposición. El vestido de boda de Misty renacido. Se pone los vaqueros y se abrocha la cremallera y el botón, y cuando estira el brazo para coger la blusa, los vaqueros se le caen al suelo. De lo mucho que ha adelgazado. Ya no tiene caderas. Su culo son dos bolsas de piel vacías. Los vaqueros se le quedan en los tobillos, mandudos de la sangre de los cortes que se ha hecho con el cuchillo en las piernas.

Hay una falda de su talla, pero no es de ella. Es de Tabbi, una falda de lana plisada a cuadros que debió de elegir Grace.

Hasta los zapatos le vienen grandes, y para que no se le caigan Misty tiene que doblar los dedos de los pies.

Misty escucha hasta que no se oye ningún ruido en el pasillo. Se dirige a las escaleras, con la falda pegándose a la sangre de sus piernas y el vello púbico afeitado enganchándosele a las medias. Con los dedos de los pies doblados, Misty baja los cuatro pisos hasta el vestíbulo. En el vestíbulo hay gente esperando frente al mostrador de recepción, rodeados de maletas.

Al otro lado de la puerta del vestíbulo todavía se ve el coche beige del condado en el aparcamiento.

Una mujer dice:

—Oh, Dios mío. —Es una veraneante que está cerca de la chimenea. Se mete en la boca las uñas de una mano pintadas de color pastel, mira a Misty y dice—: Dios mío, sus piernas.

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