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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Dafne desvanecida (3 page)

Eso era todo. La cuartilla estaba escrita por una sola cara. Las demás mostraban el limbo nevado del papel virgen. Leí varias veces el texto, desconcertado. Por un instante no pude hacer otra cosa sino leer. Después, ni siquiera eso: sólo la postura. «El lector estupefacto», hubiera podido titularse la estatua en que me había convertido. ¿Qué había querido decir con aquella estupidez del oso? ¿Se trataba de un símbolo oculto, una clave, un gusto personal? Me fijé en los osos de las mesas próximas y estudié detenidamente el de la mía, pero no les encontré nada de particular. La figura era mediocre, casi ridícula; se hallaba dotada de los tristes aires clónicos de cualquier objeto fabricado en serie. Sin duda, yo había pretendido bromear al escribir aquello, o bien se trataba de mera literatura.

—¿Todo a su gusto, señor Cabo? —Se acercó el encargado sonriendo.

—Más o menos —dije.

—¿Algún problema que podamos ayudarle a resolver?

El hombre se inclinaba, tieso y oscuro, junto a mi oído. Su larga nariz y su traje negro le otorgaban un curioso aspecto de cuervo. Le pregunté si recordaba dónde me había sentado la vez anterior.

—No podría olvidarlo aunque quisiera —contestó—. Allí, en la mesa 12. ¡Qué triste que esa noche fuera la de su accidente!…

Observé que la única mesa que había frente a la 12 se adornaba con ramas blancas de laurel. El texto no mentía en aquel punto: había ramas de laurel en la mesa de enfrente. Se trataba de la número 15, según el encargado. Le pregunté si recordaba a la mujer que había ocupado la mesa 15 aquella noche. Le hablé del vestido negro, la espalda desnuda, el moño en el pelo. Y agregué: «Era muy atractiva». Esto último no lo sabía, ya que el párrafo de la libreta se interrumpía, precisamente, al comienzo de la descripción de su figura. Pero supuse que jamás me habría enamorado de una mujer que no fuera atractiva. Si ella existía, entonces mi amor había existido, y si mi amor había existido, ella era atractiva. Por una simple propiedad matemática cuyo nombre, como mi biografía, había olvidado, se demostraba que la existencia y la belleza de aquella mujer se hallaban indisolublemente unidas.

—¿La recuerda? —pregunté.

Me pidió disculpas. A mí me recordaba muy bien, afirmó, pero a los demás clientes no. Pensé que no le faltaba razón. En fin de cuentas, yo era un hombre célebre y ella una mujer desconocida. Entonces se me ocurrió una idea. Saqué de la cartera un billete de mil.

—Voy a pedirle algo muy raro, pero como usted es tan amable…

—Pídame lo que quiera —sentenció, aceptando la propina.

Le expliqué el tema de mi amnesia y le rogué que me contara todo lo que me había visto hacer aquella noche. «¿Todo?», preguntó. «Todo lo que usted recuerde», precisé. Abrió desmesuradamente los ojos. Su vena pulsaba como mi corazón unos momentos antes. Empezó a asentir y a sonreír al mismo tiempo, la cabeza oscilando de arriba abajo, los labios distendiéndose hacia los extremos. Los grados de oscilación y distensión acrecían simultáneamente. «Ha dado con el hombre indicado —dijo—, porque lo tengo escrito.» Y sacó de la chaqueta una libreta de pastas negras similar a la que me habían dado en la clínica y a la que había encontrado en la bolsa de hule. En ella —aseguró con el semblante empurpurado—, anotaba los acontecimientos más importantes de su vida. Pero la libreta apenas había sido usada. En realidad, mi presencia la noche anterior había constituido el primer acontecimiento importante de su vida, de modo que podía afirmarse que yo la había estrenado. Y la abrió por la primera página para que lo comprobara.

En efecto, aunque con caligrafía nerviosa y difícilmente legible, la frase inicial parecía declarar:

¡¡¡Ha venido JUAN CABO!!!

Y se rodeaba de garabatos y de un triple subrayado, a manera de título. Debajo se extendía un texto monstruoso e híbrido, mitad palabras, mitad tachaduras. «Yo se lo leeré, si me permite —dijo—. Usted siga comiendo, que yo se lo leo.» Había perdido el apetito, pero fingí tomar otra cucharada de sopa y mordisqueé un poco de pan. Felipe, de pie a mi lado, libreta en mano, empezó a declamar. En realidad no leía: glosaba. Se disculpó aduciendo la excesiva longitud de sus apuntes. Al parecer, todo el párrafo previo consistía en un canto de alabanza a la divinidad por haberle sido concedida la oportunidad de conocerme. Porque yo era «el célebre autor de
Tenue encuentro
y el ganador del Bartleby El Escribiente», premio éste, añadía, que se había convocado sólo tres veces y, por desgracia, había desaparecido del panorama literario español después de que yo lo obtuviera. Por fin me brindó el primer dato objetivo: mi llegada se había producido a las 9:30. Prosiguió:

—Le ofrecí las cuartillas, pero usted no se decidía… Me dijo algo así como: «Dejemos el trabajo para más tarde»… Pidió el mismo menú de hoy… Después hay un espacio en blanco… Sí, creo recordar que me retiré a atender a otros clientes… Entonces usted me llamó. Al acercarme, noté algo extraño. Se lo leeré. —Y lo hizo, imprimiendo a su voz el adecuado tono dramático—: «El señor Cabo tenía la mirada fija en un punto frente a él, como si se hubiera quedado fascinado observando algo o a alguien. Entonces, con voz balbuceante, me dijo…» —Se detuvo para excusarse por lo de «voz balbuceante». Le rogué que no se preocupara y que siguiera leyendo. Continuó—. «…con voz balbuceante, me dijo: "Por favor, tráigame las cuartillas". ¡Oh, el señor Cabo se ha inspirado!, pensé. Ésa era la explicación más lógica de su pétrea mirada y de la expresión mística de su rostro…»

—¿Y qué era lo que miraba, Felipe? —pregunté, en tono casual—. ¿Se fijó usted?

—Espere, oiga esto. —Y siguió leyendo—. «El señor Cabo se había puesto a mirar y todo su semblante había cambiado. Sus pupilas lanzaban destellos. Las comisuras de sus labios se aventuraban a esbozar una tímida sonrisa. Un hilillo brillante de saliva…»

—Pero ¿qué era lo que estaba mirando, Felipe?

El buen hombre se impacientaba con mis interrupciones. Era obvio que deseaba mostrarme el virtuosismo de su prosa.

—No lo sé —contestó secamente—. Déjeme que siga. —Pasó una página y continuó—. «Cuando le traje las cuartillas, el señor Cabo amusgó los ojos…» ¿Qué le parece? Me gusta esta frase. —Y la repitió—. «El señor Cabo amusgó los ojos, cogió el bolígrafo y empezó a escribir con lentitud, poseído por el hermético trance del creador. Mientras tanto, amusgaba los ojos en dirección a aquello que miraba…» Vaya, aquí me repetí. —Hizo otra pausa, sacó un bolígrafo y tachó algo.

—Pero ¿qué era lo que miraba, Felipe? —insistí, tratando de que mi voz no revelara la ansiedad creciente que sentía.

Reflexionó un instante.

—Ahora que recuerdo, yo estaba casi seguro de que usted miraba algo que había en la mesa 15 —dijo.

—¿Y no sabe usted qué era? —A pesar de mis esfuerzos, la irritación alteraba mi tono—. ¿Un objeto? ¿Una persona? ¿No volvió usted la cabeza y siguió la dirección de mi mirada?

Me observó en silencio, frunciendo el ceño bajo la vena pulsátil. Al fin dijo:

—Señor Cabo: yo no miraba hacia donde usted miraba sino hacia usted. Intentaba captar su expresión para describirla, a la manera de…, salvando todas las distancias y dentro de mis modestas posibilidades, claro…, los grandes párrafos de Marcel Proust… Le confieso que mi pasión por Proust no conoce límites. Fíjese en lo que digo después… «Al tiempo que escribía, el señor Cabo no dejaba de alzar la vista para mirar al frente y obtener, de aquello que miraba con tanto deleite, la inspiración directa de sus palabras, porque era como si lo mirado, o aquello que el señor Cabo miraba, gobernara sus gestos sobre el papel, y, al mismo tiempo, como si aquello que era mirado por el señor Cabo, fuera, por el solo hecho de ser mirado por el señor Cabo, un producto directo de su inspiración perso…»

Mi mano dejó de golpear la nariz para atacar la mesa. Las letras de la sopa bailaron.

—¡Pero qué miraba, Felipe! —estallé—. ¡Haga memoria! ¿Qué miraba? ¡Usted tuvo que fijarse, hombre!

Comprendí que había provocado un pequeño desastre. Algunos clientes, incluso, volvieron la cabeza para observarnos. El encargado me contemplaba muy erguido. Le pedí excusas y le rogué que continuara leyendo. Lo hizo, pero de mala gana, con aire de dignidad ofendida. Pasó con rapidez un par de páginas y recitó sin entonación, de carrerilla. Logré entresacar los siguientes datos: que al pedir la cuenta, escribí algo en una libreta de mi propiedad; que de pronto me interrumpí, guardé el bolígrafo y la libreta, me puse en pie, pagué en efectivo, dejé una cuantiosa propina y corrí hacia las escaleras, «como si estuviera siguiendo a alguien que se marchaba» (y en este punto la esperanza me hizo sonreír, pero Felipe añadió enseguida: «o como si hubiera recordado algo; o como si huyera de algo que le perseguía; o como si una idea luminosa hubiera agitado las alas dentro de él»). La narración finalizaba con estas palabras: «Adiós, señor Cabo, le dije. Vuelva pronto, señor Cabo. Usted me ha enseñado lo que significa ser un gran escritor».

Tras esta última frase, cerró la libreta y se sumió en un silencio digno. «Esto es todo», parecía querer decirme. «Ahora es su turno. Crucifíqueme si desea.» Un camarero aprovechó la pausa para abandonar el segundo plato: solomillo con patatas cortadas en forma de letras. Pero la habilidad del cocinero sólo había conseguido crear jotas y aes.

—Muy bien. —Pinché una J y una A; luego otra J y otra A—. Escribe usted muy bien, Felipe.

Su reacción fue extraña, como si hubiera sospechado mis verdaderos sentimientos. Se envaró y frunció el ceño.

—Le recuerdo al señor que no soy curioso. La corneja, asegura la fábula, se volvió negra porque era curiosa. Si las piedras hablaran, dice el refrán, Dios sabe lo que dirían. Pero yo no soy piedra, y por lo tanto no hablo. Tampoco puedo adivinar el futuro. Vivo feliz y no envidio a nadie. A nadie, señor. Perdone usted.

Y tras decir todo aquello hizo una reverencia y se alejó. Saqué la libreta de la clínica y me apresuré a dedicarle el cuarto puesto de «Personas»:

4. Felipe: narigudo, insoportable, loco.

Me sentí mucho mejor. Aunque no recuperara la memoria, aquella libreta serviría, al menos, para desahogarme.

Una voz femenina empezó a cantar «Ansiedad» en una pésima grabación donde la palabra sonaba «Anedá». Pensé que me hallaba como al principio. El relato del encargado era ambiguo: yo podía haber estado contemplando a una mujer fascinante, sentido una súbita inspiración o disimulado un repentino cólico. Cualquier cosa era posible, y hasta probable, a juzgar por aquel texto. Y lo del oso me desconcertaba. Barajé diversas explicaciones: que era un párrafo irónico o simbólico; que se trataba de un apunte para una novela experimental; que era una broma; que no era nada.

De pronto, algo rozó mi mejilla. Una nariz. La brusca reaparición de su propietario casi me hizo saltar del asiento.

—Pero, en fin, si lo que desea usted es saber quién ocupó la mesa 15 aquella noche…

—Eso es exactamente lo que deseo saber —dije.

—Pues nada más fácil. ¿Ve a aquel señor? —Señalaba a un anciano calvo de gafas gruesas y aspecto humilde que inclinaba su oronda cabeza, como un toro manso, sobre las cuartillas en un velador del fondo—. Se llama Modesto Fárrago y es uno de nuestros mejores clientes. Viene cada noche y se dedica a describir a todos los comensales, mesa por mesa. Venga conmigo. Se lo presentaré.

III

Lo que escribió Modesto Fárrago

—E
l señor Juan Cabo, el señor Modesto Fárrago.

Nos estrechamos la mano y el anciano me invitó a sentarme. Sobre la mesa se aglomeraban las cuartillas. El oso abrazaba jacintos de papel. Le expliqué el problema sin ofrecer demasiados detalles, pensando que pondría reparos a que un extraño revisara sus notas. Pero se alegró al saber que alguien deseaba leer algo suyo, y le pidió a Felipe las hojas del 13 de abril. Mientras aguardábamos me convidó a vino, y los camareros trasladaron allí mi segundo plato. Tuve tiempo de conocer a mi interlocutor: era un anciano robusto, casi completamente calvo, de cabeza amelonada, patillas níveas y piel muy tostada. El ostentoso armazón de las gafas denunciaba una miopía no menos notoria, pero ésta no parecía interferir en su labor. Afirmaba que era portero jubilado y que, en realidad, no había cambiado de oficio: seguía mirándolo todo «como una serpiente, sin parpadear», y contándole a los demás lo que veía.

—Nací en Ciudad Real. —Hizo una pausa, como si quisiera otorgarme tiempo para que asimilara este dato.

Y después:

—Yo no escribo, mire usted, yo describo. Me he recorrido España entera y he visto muchísimas cosas. Soy de los que han nacido para mirar y reflejar lo que ven… Me he dejado los dientes en esto. Cada uno tiene su historia —agregó. Ignoro si aún seguía refiriéndose a sus dientes—. Eso sí, se lo juro por la Santísima Virgen, jamás he mirado nada que fuera prohibido o pecaminoso. Hay cosas que no se deben ver, y cosas que se ven mejor con los ojos cerrados. No sé si me explico… Quiero decir que lo importante es escribir, no curiosear. Yo me siento y escribo. Por eso vengo aquí cada noche, porque aquí puedo hacerlo sin ofender a nadie. La gente viene a los restaurantes a ser mirada, ¿no cree?

Y al decir «no cree» sonreía con ternura y su rostro adoptaba una llamativa expresión de bondad que, misteriosamente, parecía legítima. Como si, a fuerza de mirar sin pasión, Modesto se hubiera convertido en una cosa que podía conocerse por completo sólo con mirarla desapasionadamente. Tenía que esforzarme en pensar que no era así, que aquella tranquila cazurrería poseía más de dos dimensiones. No hay alma que se muestre desnuda a disposición de unos ojos: esto lo sabía yo a pesar de mi amnesia. En sus guiños, en su lenguaje aparentemente improvisado, aquella Salomé tenía que reservarse, al menos, un pequeño velo. Pero sus tiernas sonrisas me provocaban a resumirlo. Y escribí, mientras él no miraba, en «Personas»:

5. Modesto: miope, «abuelo bondadoso».

La única concesión que hice al escepticismo fueron las comillas. Entre tanto, un camarero había traído una carpeta similar a la mía pero con el adhesivo: «Modesto Fárrago. 13 de abril. Noche».

—Lea lo que usted quiera, hombre —dijo el anciano, pasándomela—. Si esa mujer estuvo aquí, estará ahí.

Eran unas treinta cuartillas escritas por ambas caras. La letra era legible pero monótona, fruto de una intensa aunque rutinaria experiencia, como la del chapucero que coloca siempre los tornillos de la misma forma, a la vez irregular y perfecta. Las descripciones estaban encabezadas por el número de mesa, desde la primera hasta la última. Cada comensal merecía un solo párrafo. Si otro cliente había ocupado el mismo lugar, se le otorgaba un nuevo párrafo bajo idéntico epígrafe. Como es natural, había mesas dedicadas a los asiduos (como el propio Modesto, que ocupaba la 2, la única que no describía), y Fárrago los despachaba con breves líneas. En ocasiones, incluso sabía sus nombres. Por ejemplo, en la 5:

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