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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media (6 page)

Voronwë suspiró y continuó en voz baja, como si se hablara a sí mismo: —Pero muy brillantes eran las estrellas sobre el margen del mundo cuando a veces las nubes se retiraban del Oeste. No obstante si vimos sólo nubes más remotas, o atisbamos en verdad, como lo han sostenido algunos, las Montañas de las Pelóri en torno a las playas perdidas de nuestra antigua patria, no lo sé. Lejos, muy lejos se levantan, y nadie de las tierras mortales volverá nunca a ellas, según creo. —Entonces Voronwë guardo silencio; porque había llegado la noche y las estrellas brillaban blancas y frías.

Poco después Tuor y Voronwë se levantaron y volvieron sus espaldas al mar, e iniciaron su largo viaje en la oscuridad; del cual hay poco que decir, pues la sombra de Ulmo estaba sobre Tuor, y nadie los vio pasar por bosque o por piedra, por campo o por valle, entre la puesta y la salida del sol. Pero siempre avanzaban precavidos evitando los cazadores de ojos nocturnos de Morgoth y esquivando los caminos transitados de los Elfos y los Hombres. Voronwë escogía el camino y Tuor lo seguía. No hacía éste preguntas vanas, pero no dejaba de advertir que marchaban siempre hacia el este a lo largo de las fronteras de las montañas cada vez más altas, y que nunca se volvían hacia el sur, lo cual lo asombró, porque creía, como la mayor parte de los Hombres y los Elfos, que Turgon moraba lejos de las batallas del Norte.

Lentamente avanzaban en el crepúsculo y en la noche por el descampado sin caminos, y el fiero invierno descendía rápido desde el reino de Morgoth. A pesar del abrigo que procuraban las montañas, los vientos eran fuertes y amargos, y pronto la nieve cubrió espesa las alturas, o giraba en remolinos en los pasos, y caía sobre los bosques de Núath antes de que perdieran del todo sus hojas marchitas.
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Así, a pesar de haberse puesto en camino antes de Narquelië, llegó Hísimë con su cruel escarcha mientras se acercaban todavía a las Fuentes del Narog.

Allí, al cabo de una noche fatigosa, hicieron alto a la luz gris del alba; y Voronwë estaba desanimado y miraba en torno con aflicción y temor. Donde otrora había estado el hermoso estanque de Ivrin, en su gran cuenco de piedra abierto por la caída de las aguas, y todo alrededor había sido una hondonada cubierta de árboles bajo las colinas, veía ahora una tierra mancillada y desolada. Los árboles estaban quemados y arrancados de raíz; y los bordes de piedra del estanque estaban rotos, de modo que las aguas de Ivrin se extendían en un gran pantano estéril entre las ruinas. Todo era ahora un cenagal de lodo congelado, y un hedor de corrupción cubría el suelo como una niebla inmunda.

—¡Ay! ¿Ha llegado el mal por aquí? —exclamó Voronwë—. Otrora este sitio estaba lejos de la amenaza de Angband; pero los dedos de Morgoth llegan cada vez más lejos.

—Es lo que Ulmo me dijo —recordó Tuor—: «
Las fuentes están envenenadas, y mi poder se retira de las aguas de la tierra
».

—Sí —dijo Voronwë—, un mal ha estado aquí de fuerza más grande que la de los Orcos. El miedo se demora en este sitio. —Y examinó a su alrededor los bordes del lodo hasta que de repente se detuvo y gritó:— ¡Sí, un gran mal! —E hizo señas a Tuor, y Tuor al acercarse vio una gran hendidura, como un surco que avanzaba hacia el sur, y a cada lado, ora borrosas, ora firme y claramente selladas por la nieve, las huellas de unas grandes garras.— ¡Mirad! —dijo Voronwë, la cara pálida de repugnancia y miedo—. ¡Aquí estuvo hace no mucho el Gran Gusano de Angband, la más fiera de todas las criaturas del Enemigo! Mucho se ha retrasado ya el recado que tenemos para Turgon. Es necesario darse prisa.

Mientras así hablaba, oyeron un grito en los bosques, y se quedaron inmóviles como piedras grises, escuchando. Pero la voz era una hermosa voz, aunque apenada, y parecía decir un nombre como quien busca a alguien que se ha perdido. Y mientras aguardaban, una figura surgió de entre los árboles, y vieron que era un hombre alto armado, vestido de negro, con una larga espada desenvainada; y se asombraron, porque la hoja de la espada era también negra, pero el filo brillaba claro y frío. Tenía el dolor grabado en la cara, y cuando vio la ruina de Ivrin clamó en alta voz apenado, diciendo: —¡Ivrin, Faelivrin! ¡Gwindor y Beleg! Aquí una vez fui curado. Pero ahora, nunca más beberé el trago de la paz.

Entonces se volvió rápido hacia el Norte como quien persigue a alguien o tiene un cometido de gran prisa, y lo oyeron gritar ¡
Faelivrin, Finduilas
! hasta que la voz se perdió en los bosques.
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Pero ellos no sabían que Nargothrond había caído y que éste era Túrin, hijo de Húrin, la Espada Negra. Así, sólo por un momento, y nunca otra vez, se cruzaron los caminos de estos dos parientes, Túrin y Tuor.

Cuando la Espada Negra hubo pasado, Tuor y Voronwë siguieron adelante por un rato, aunque ya era de día; porque el recuerdo de la desdicha de Túrin les pesaba, y no podían soportar quedarse junto a la profanación de Ivrin. Pero no tardaron en buscar un sitio donde ocultarse, porque toda la tierra estaba llena ahora de presagios de mal. Durmieron poco e intranquilos, y cuando transcurrió el día y cayeron las sombras, empezó a nevar, y con la noche llegó una mordiente escarcha. En adelante la nieve y el hielo no cedieron nunca y durante cinco meses el Fiero Invierno, mucho tiempo recordado, tuvo sometido el Norte. Ahora el frío atormentaba a Tuor y a Voronwë, y temían que la nieve los revelara a sus enemigos, o que pudieran caer en peligros ocultos traicioneramente enmascarados. Nueve días siguieron adelante, de manera cada vez más lenta y penosa, y Voronwë se desvió algo hacia el norte, hasta que cruzaron los tres brazos del Teiglin; y luego se encaminó otra vez hacia el este abandonando las montañas, y avanzó precavido, hasta que pasaron el Glithul y llegaron a la corriente del Malduin, y estaba cubierto de negra escarcha.
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Entonces Tuor le dijo a Voronwë: —Fiera es la escarcha y la muerte está cerca de mí, y quizá también de ti. —Pues se encontraban ahora en un verdadero aprieto: hacía ya mucho que no conseguían alimento en el descampado, y el pan de viaje menguaba; y tenían frío y estaban fatigados. —Malo es estar atrapados entre la Maldición de los Valar y la Malicia del Enemigo —dijo Voronwë—. ¿He escapado de las bocas del mar para caer aquí y morir sepultado bajo la nieve?

Pero Tuor dijo: —¿Cuánto tenemos que avanzar todavía? Porque, Voronwë, ya no has de tener secretos para mí. ¿Me llevas por camino directo y a dónde? Pues si tengo que consumir mis últimas fuerzas, quiero saber al menos con qué beneficio.

—Os he conducido tan directamente como me pareció posible —respondió Voronwë—. Sabed pues ahora que Turgon habita aún en el norte de la tierra de los Eldar, aunque pocas gentes lo creen. Ya estamos cerca de él. No obstante, hay todavía muchas leguas que recorrer, aun a vuelo de pájaro; todavía nos espera el Sirion por delante, que hemos de cruzar, y quizá encontremos grandes males en el camino. Porque llegaremos pronto al Camino que otrora descendía desde las Minas del Rey Finrod hasta Nargothrond.
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Por allí andan y vigilan los sirvientes del Enemigo.

—Me tenía por el más resistente de los Hombres —dijo Tuor—, y he soportado muchas penurias de invierno en las montañas; pero entonces tenía al menos una cueva para abrigarme, y fuego, y dudo ahora que las fuerzas me alcancen para seguir así mucho más, hambriento y en un tiempo tan fiero. Pero continuemos mientras sea posible, antes que la esperanza se agote.

—No tenemos otra elección —dijo Voronwë—, salvo la de yacer aquí tendidos y aguardar el sueño de la nieve.

Por tanto, todo ese amargo día avanzaron trabajosamente, pensando menos en el peligro del enemigo que en el invierno; pero a medida que seguían adelante no era tanta la nieve con que se topaban, pues iban nuevamente hacia el sur, descendiendo por el Valle del Sirion, y las Montañas de Dor-Lómin quedaron muy atrás. En las primeras sombras del crepúsculo llegaron al Camino al pie de una elevación arbolada. De pronto advirtieron que estaban oyendo voces, y al mirar cautelosos por entre los árboles, vieron abajo una luz roja. Una compañía de Orcos había acampado en medio del camino, amontonados en torno a un fuego de leña.

—¡
Gurth an Glamhoth
! —musitó Tuor—.
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¡La espada saldrá ahora de debajo de la capa! Arriesgaré la vida por apoderarme de ese fuego, y aun la carne de Orcos sería un regalo.

—¡No! —dijo Voronwë—. En esta misión sólo la capa es de utilidad. Tenéis que renunciar al fuego, a Turgon. Esta banda no está sola en el descampado: ¿vuestros ojos mortales no pueden distinguir las llamas distantes de otros puestos al norte y al sur? Un tumulto atraería sobre nosotros a todo un ejército. ¡Escuchadme, Tuor! Es contra la ley del Reino Escondido acercarse a las puertas con enemigos a tus talones; y esa ley no quebrantaré, ni por orden de Ulmo ni por la muerte. Alerta a los Orcos y te abandono.

—Los dejaré estar entonces —dijo Tuor—. Pero viva yo para ver el día en que no haya de esquivar a un puñado de Orcos como perro acobardado.

—¡Ven, pues! —dijo Voronwë—. Ya no discutas más o nos olfatearán. ¡Sígueme!

Se arrastró entonces por entre los árboles, marchando hacia el sur con el viento, seguido por Tuor, hasta que estuvieron a mitad de camino entre el primer fuego de los Orcos y el siguiente. Allí Voronwë se detuvo largo rato, escuchando.

—No oigo a nadie que se mueva en el camino —dijo—, pero no sabemos qué pueda acechar en las sombras. —Atisbó en la penumbra y se estremeció. —Hay un mal en el aire —musitó—. ¡Ay! Más allá se encuentra la tierra de nuestra misión y nuestra esperanza de vida, pero la muerte camina por el medio.

—La muerte nos rodea por todas partes —dijo Tuor—. Pero sólo me quedan fuerzas para el camino más corto. Aquí he de cruzar o perecer. Confiaré en el manto de Ulmo, y también a ti te cubrirá. ¡Ahora seré yo el que conduzca!

Así diciendo, se deslizó hasta el borde del camino, y abrazando allí a Voronwë arrojó sobre ambos los pliegues de la capa gris del Señor de las Aguas, y se adelantó.

Todo estaba en silencio. El viento frío suspiraba barriendo la antigua ruta, y luego también él calló. En la pausa, Tuor advirtió un cambio en el aire, como si el aliento de la tierra de Morgoth hubiera cesado un momento, y una brisa leve que parecía un recuerdo del Mar vino desde el Oeste. Como una neblina gris en el viento cruzaron la calle empedrada y penetraron en la maleza por el borde oriental.

De pronto, desde muy cerca, se oyó un grito frenético, y muchos otros le respondieron a lo largo de los bordes del camino. Un cuerno áspero resonó y se oyó un ruido de pies a la carrera. Pero Tuor no se detuvo. Había aprendido bastante de la lengua de los Orcos durante su cautiverio como para conocer el significado de esos gritos: los guardias los habían olfateado y los habían oído, aunque no podían verlos. Se había desatado la caza. Desesperadamente tropezó y se arrastró junto con Voronwë, trepando por una prolongada cuesta cubierta de una espesura de tojos y arándanos, entre nudos de serbales y abedules enanos. En la cima de la cuesta se detuvieron escuchando los gritos detrás de ellos, y el ruido de los matorrales aplastados por los Orcos.

Junto a ellos había una piedra que se alzaba sobre una maraña de brezos y zarzas, y por debajo había una guarida como la que habría buscado y anhelado una bestia perseguida para evitar la caza, o por lo menos para vender cara su vida, de espaldas a la piedra. Tuor arrastró a Voronwë hacia abajo a la sombra oscura, y uno junto al otro, cubiertos por la capa gris, yacieron mientras jadeaban como zorros cansados. Ni una palabra hablaron; eran todo oídos.

Los gritos de los cazadores se hicieron más débiles; porque los Orcos nunca se internaban demasiado en tierras salvajes a un lado y otro del camino, y se contentaban con patrullar el camino en una y otra dirección. Poco se cuidaban de los fugitivos perdidos, pero temían a los espías y a los exploradores de las fuerzas enemigas; porque Morgoth había montado una guardia en la ruta no para atrapar a Tuor y a Voronwë (de quienes nada sabía aún), ni a nadie que viniera del Oeste, sino para vigilar a la Espada Negra por temor de que escapara y siguiera a los cautivos de Nargothrond, quizá con la ayuda de Doriath.

Llegó la noche y un triste silencio pesó otra vez sobre las tierras desoladas. Cansado y agotado, Tuor durmió bajo la capa de Ulmo; pero Voronwë se arrastró y se mantuvo erguido como una piedra, silencioso, inmóvil, tratando de ver en las sombras con sus ojos de Elfo. Al romper el día despertó a Tuor, y arrastrándose fuera de la guarida vio que en verdad el tiempo había mejorado un tanto y que las nubes negras se habían retirado. El alba era roja y alcanzaba a ver a lo lejos la cima de unas extrañas montañas que resplandecían al fuego del este.

Entonces Voronwë dijo en voz baja: —
¡Alae! ¡Ered en Echoriath, ered embar nín!
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—Porque sabía que estaba contemplando Las Montañas Circundantes y los muros del reino de Turgon. Por debajo de ellos, hacia el este, en un valle profundo y oscuro, corría Sirion el bello, renombrado por su canto; y más allá, envuelta en niebla, ascendía una tierra gris desde el río hasta las colinas quebradas al pie de las montanas. —Allí se encuentra Dimbar —dijo Voronwë—. ¡Ojalá ya hubiéramos llegado! Porque rara vez nuestros enemigos se aventuran hasta allí. O así era al menos cuando el poder de Ulmo dominaba Sirion. Pero puede que haya cambiado ahora;
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salvo el peligro que presenta el río: es profundo y rápido, y peligroso de cruzar aun para los Eldar. Pero te he conducido bien; porque allí, aunque algo hacia el sur, refulge el Vado de Brithiach, donde el Camino del Este, que antaño conducía a Taras en el Oeste, atravesaba el río. Nadie ahora se atreve a utilizarlo, salvo en caso de desesperada necesidad, ni Elfo ni Hombre ni Orco, pues el camino conduce a Dungortheb y la tierra de terror entre el Gorgoroth y el Cinturón de Melian; y desde hace ya mucho se ha confundido con los matorrales, y no es más que una huella cubierta de malezas y hiedras.
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