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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (68 page)

—¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?

—¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco!

Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D… me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:

…Un dessein si funeste,

S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.

»Las hallará usted en el Atrée de Crébillon».

La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall

Con el corazón lleno de furiosas fantasías

De las que soy el amo

Con una lanza ardiente y un caballo de aire,

Errando voy por el desierto.

(La canción de Tomás el loco)

Según los informes que llegan de Rotterdam, esta ciudad parece hallarse en alto grado de excitación intelectual. Han ocurrido allí fenómenos tan inesperados, tan novedosos, tan diferentes de las opiniones ordinarias, que no cabe duda de que a esta altura toda Europa debe estar revolucionada, la física conmovida, y la razón y la astronomía dándose de puñadas.

Parece ser que el día… de… (ignoro la fecha exacta), una vasta multitud se había reunido, por razones que no se mencionan, en la gran plaza de la Bolsa de la muy ordenada ciudad de Rotterdam. La temperatura era excesivamente tibia para la estación y apenas se movía una hoja; la multitud no perdía su buen humor por el hecho de recibir algún amistoso chaparrón de cuando en cuando, proveniente de las enormes nubes blancas profusamente suspendidas en la bóveda azul del firmamento. Hacia mediodía, sin embargo, se advirtió una notable agitación entre los presentes; restalló el parloteo de diez mil lenguas; un segundo más tarde, diez mil caras estaban vueltas hacia el cielo, diez mil pipas caían simultáneamente de la comisura de diez mil bocas, y un grito sólo comparable al rugido del Niágara resonaba larga, poderosa y furiosamente a través de la ciudad y los alrededores de Rotterdam.

No tardó en descubrirse la razón de este alboroto. Por detrás de la enorme masa de una de las nubes perfectamente delineadas que ya hemos mencionado, viose surgir con toda claridad, en un espacio abierto de cielo azul, una sustancia extraña, heterogénea pero aparentemente sólida, de forma tan singular, de composición tan caprichosa, que escapaba por completo a la comprensión, aunque no a la admiración de la muchedumbre de robustos burgueses que desde abajo la contemplaban boquiabiertos. ¿Qué podía ser? En nombre de todos los diablos de Rotterdam, ¿qué pronosticaba aquella aparición? Nadie lo sabía; nadie podía imaginarlo; nadie, ni siquiera el burgomaestre, Mynheer Superbus Von Underduk, tenía la menor clave para desenredar el misterio. Así, pues, ya que no cabía hacer nada más razonable, todos ellos volvieron a colocarse cuidadosamente la pipa a un lado de la boca y, mientras mantenían los ojos fijamente clavados en el fenómeno, fumaron, descansaron, se contonearon como ánades, gruñendo significativamente, y luego volvieron a contonearse, gruñeron, descansaron y, finalmente… fumaron otra vez.

Entretanto el objeto de tanta curiosidad y tanto humo descendía más y más hacia aquella excelente ciudad. Pocos minutos después se encontraba lo bastante próximo para que se lo distinguiera claramente. Parecía ser… ¡Sí, indudablemente
era
una especie de globo! Pero un globo como jamás se había visto antes en Rotterdam. Pues, permítaseme preguntar, ¿se ha visto alguna vez un globo íntegramente fabricado con periódicos sucios? No en Holanda, por cierto; y, sin embargo, bajo las mismísimas narices del pueblo —o, mejor dicho, a cierta distancia
sobre
sus narices— veíase el globo en cuestión, como lo sé por los mejores testimonios, compuesto del aludido material que a nadie se le hubiera ocurrido jamás para semejante propósito. Aquello constituía un egregio insulto al buen sentido de los burgueses de Rotterdam.

Con respecto a la forma del raro fenómeno, todavía era más reprensible, pues consistía nada menos que en un enorme gorro de cascabeles al revés. Y esta similitud se vio notablemente aumentada cuando, al observarlo más de cerca, la muchedumbre descubrió una gran borla o campanilla colgando de su punta y, en el borde superior o base del cono, un círculo de pequeños instrumentos que semejaban cascabeles y que tintineaban continuamente haciendo oír la tonada de
Betty Martin
. Pero aún había algo peor. Colgando de cintas azules en la extremidad de esta fantástica máquina, veíase, a modo de navecilla, un enorme sombrero de castor parduzco, de ala extraordinariamente ancha y de copa hemisférica, con cinta negra y hebilla de plata. No deja de ser notable que muchos ciudadanos de Rotterdam juraran haber visto con anterioridad dicho sombrero, y que la entera muchedumbre pareciera contemplarlo familiarmente, mientras la señora Grettel Pfaall, al distinguirlo, profería una exclamación de jubilosa sorpresa, declarando que el sombrero era idéntico al de su honrado marido en persona.

Ahora bien, esta circunstancia merecía tenerse en cuenta, pues Pfaall, en unión de tres camaradas, había desaparecido de Rotterdam cinco años atrás de manera tan súbita como inexplicable, y hasta la fecha de esta narración todas las tentativas por encontrarlos habían fracasado. Es verdad que se descubrieron algunos huesos que parecían humanos, mezclados con un montón de restos de raro aspecto, en un lugar muy retirado al este de la ciudad; y algunos llegaron al punto de imaginar que en aquel sitio había tenido lugar un horrible asesinato, del que Hans Pfaall y sus amigos habían sido seguramente las víctimas. Pero no nos alejemos de nuestro tema.

El globo (pues ya no cabía duda de que lo era) hallábase a unos cien pies del suelo, permitiendo a la muchedumbre contemplar con bastante detalle la persona de su ocupante. Por cierto que se trataba de un ser sumamente singular. No debía de tener más de dos pies de estatura, pero, aun siendo tan pequeño, no hubiera podido mantenerse en equilibrio en una navecilla tan precaria, de no ser por un aro que le llegaba a la altura del pecho y se hallaba sujeto al cordaje del globo. El cuerpo del hombrecillo era excesivamente ancho, dando a toda su persona un aire de redondez singularmente absurdo. Sus pies, claro está, resultaban invisibles. Las manos eran enormemente anchas. Tenía cabello gris, recogido atrás en una coleta. La nariz era prodigiosamente larga, ganchuda y rubicunda; los ojos, grandes, brillantes y agudos; aunque arrugados por la edad, el mentón y las mejillas eran generosos, gordezuelos y dobles, pero en ninguna parte de su cabeza se alcanzaba a descubrir la menor señal de orejas. Este extraño y diminuto caballero vestía un amplio capote de raso celeste y calzones muy ajustados haciendo juego, sujetos con hebillas de plata en las rodillas. Su chaqueta era de un tejido amarillo brillante; un gorro de tafetán blanco le caía garbosamente a un lado de la cabeza. Y, para completar su atavío, un pañuelo rojo sangre envolvía su garganta, volcándose sobre el pecho en un elegante lazo de extraordinarias dimensiones.

Habiendo bajado, como ya dije, a unos cien pies del suelo, el anciano y menudo caballero se vio acometido por un intenso temblor, y no pareció nada dispuesto a continuar su descenso a
terra firma
. Arrojando con gran dificultad una cantidad de arena contenida en una bolsa de tela que extrajo penosamente, logró mantener estacionario el globo. Procedió entonces, con gran agitación y prisa, a extraer de un bolsillo de su capote una respetable cartera de tafilete. La sopesó con desconfianza, mientras la miraba lleno de sorpresa, pues su peso parecía dejarlo estupefacto. Finalmente la abrió y, sacando de ella una enorme carta atada con una cinta roja, que ostentaba un sello de cera del mismo color, la dejó caer exactamente a los pies del burgomaestre, Mynheer Superbus Von Underduk.

Su Excelencia se inclinó para recogerla. Pero el aeronauta, siempre muy agitado y sin que nada más lo detuviera por lo visto en Rotterdam, procedió a efectuar activamente los preparativos de partida, y, como para ello era necesario soltar parte del lastre a fin de ganar altura, dejó caer media docena de sacos de arena sin preocuparse de vaciar su contenido, y todos ellos cayeron infortunadamente sobre las espaldas del burgomaestre, arrojándolo al suelo no menos de media docena de veces, a la vista de todos los habitantes de Rotterdam. No debe suponerse, empero, que el gran Underduk dejó pasar impunemente esta impertinencia del diminuto caballero. Se afirma, por el contrario, que en el curso de su media docena de caídas, emitió no menos de media docena de furiosas bocanadas de humo de la pipa, a la cual se mantuvo aferrado con todas sus fuerzas y a la cual está dispuesto a seguir aferrado (Dios mediante) hasta el día de su fallecimiento.

En el ínterin el globo remontó como una alondra y, alejándose sobre la ciudad, terminó por perderse serenamente detrás de una nube similar a aquella de la cual había emergido tan divinamente, borrándose para las miradas de los buenos ciudadanos de Rotterdam. La atención se concentró, por lo tanto, en la carta, cuyo descenso y consecuencias habían resultado tan subversivas para la persona y la dignidad de su excelencia Von Underduk. Este funcionario no había descuidado en medio de sus movimientos giratorios la importante tarea de apoderarse de la carta, la cual, luego de atenta inspección, resultó haber caído en las manos más apropiadas, por cuanto hallábase dirigida al mismo burgomaestre y al profesor Rubadub, en sus calidades oficiales de presidente y vicepresidente del Colegio de Astronomía de Rotterdam. Los susodichos dignatarios no tardaron en abrirla y hallaron que contenía la siguiente extraordinaria e importantísima comunicación:

«A sus Excelencias Von Underduk y Rubadub, Presidente y Vicepresidente del Colegio de Astrónomos del Estado, en la ciudad de Rotterdam.

»Vuestras Excelencias han de acordarse quizá de un humilde artesano llamado Hans Pfaall, de profesión remendón de fuelles, quien, junto con otras tres personas, desapareció de Rotterdam hace aproximadamente cinco años, de una manera que debió considerarse entonces como inexplicable. Empero, si place a vuestras Excelencias, yo, autor de esta comunicación, soy el aludido Hans Pfaall en persona. Mis conciudadanos saben bien que durante cuarenta años residí en la pequeña casa de ladrillos emplazada al comienzo de la callejuela denominada
Sauerkraut
, donde vivía en la época de mi desaparición. Mis antepasados residieron igualmente en ella durante tiempos inmemoriales, siguiendo como yo la respetable y por cierto lucrativa profesión de remendón de fuelles; pues, a decir verdad, hasta estos últimos años, en que las gentes han perdido la cabeza con la política, ningún honesto ciudadano de Rotterdam podía desear o merecer un oficio mejor que el mío. El crédito era amplio, jamás faltaba trabajo y no había carencia ni de dinero ni de buena voluntad. Pero, como estaba diciendo, no tardamos en sentir los efectos de la libertad, los grandes discursos, el radicalismo y demás cosas por el estilo. Personas que habían sido los mejores clientes del mundo ya no tenían un momento libre para pensar en nosotros. Todo su tiempo se les iba en lecturas acerca de las revoluciones, para mantenerse al día en las cuestiones intelectuales y el espíritu de la época. Si había que avivar un fuego, bastaba un periódico viejo para apantallarlo, y, a medida que el gobierno se iba debilitando, no dudo de que el cuero y el hierro adquirían durabilidad proporcional, pues en poco tiempo no hubo en todo Rotterdam un par de fuelles que necesitaran una costura o los servicios de un martillo.

»Imposible soportar semejante estado de cosas. No tardé en verme pobre como una rata; como tenía mujer e hijos que alimentar, mis cargas se hicieron intolerables, y pasaba hora tras hora reflexionando sobre el método más conveniente para quitarme la vida. Los acreedores, entretanto, me dejaban poco tiempo de ocio. Mi casa estaba literalmente asediada de la mañana a la noche. Tres de ellos, en particular, me fastidiaban insoportablemente, montando guardia ante mi puerta y amenazándome con la justicia. Juré que de los tres me vengaría de la manera más terrible, si alguna vez tenía la suerte de que cayeran en mis manos; y creo que tan sólo el placer que me daba pensar en mi venganza me impidió llevar a la práctica mi plan de suicidio y hacerme saltar la tapa de los sesos con un trabuco. Me pareció que lo mejor era disimular mi cólera y engañar a los tres acreedores con promesas y bellas palabras, hasta que un vuelco del destino me diera oportunidad de cumplir mi venganza.

»Un día, después de escaparme sin ser visto por ellos, y sintiéndome más abatido que de costumbre, pasé largo tiempo errando por sombrías callejuelas, sin objeto alguno, hasta que la casualidad me hizo tropezar con el puesto de un librero. Viendo una silla destinada a uso de los clientes, me dejé caer en ella y, sin saber por qué, abrí el primer volumen que se hallaba al alcance de mi mano. Resultó ser un folleto que contenía un breve tratado de astronomía especulativa, escrito por el profesor Encke, de Berlín, o por un francés de nombre parecido. Tenía yo algunas nociones superficiales sobre el tema y me fui absorbiendo más y más en el contenido del libro, leyéndolo dos veces seguidas antes de darme cuenta de lo que sucedía en torno de mí. Como empezaba a oscurecer, encaminé mis pasos a casa. Pero el tratado (unido a un descubrimiento de neumática que un primo mío de Nantes me había comunicado recientemente con gran secreto) había producido en mí una impresión indeleble y, a medida que recorría las oscuras calles, daban vueltas en mi memoria los extraños y a veces incomprensibles razonamientos del autor.

»Algunos pasajes habían impresionado extraordinariamente mi imaginación. Cuanto más meditaba, más intenso se hacía el interés que habían despertado en mí. Lo limitado de mi educación en general, y más especialmente de los temas vinculados con la filosofía natural, lejos de hacerme desconfiar de mi capacidad para comprender lo que había leído, o inducirme a poner en duda las vagas nociones que había extraído de mi lectura, sirvió tan sólo de nuevo estímulo a la imaginación, y fui lo bastante vano, o quizá lo bastante razonable para preguntarme si aquellas torpes ideas, propias de una mente mal regulada, no poseerían en realidad la fuerza, la realidad y todas las propiedades inherentes al instinto o a la intuición.

»Era ya tarde cuando llegué a casa, y me acosté en seguida. Mi mente, sin embargo, estaba demasiado excitada para poder dormir, y pasé toda la noche sumido en meditaciones. Levantándome muy temprano al otro día, volví al puesto del librero y gasté el poco dinero que tenía en la compra de algunos volúmenes sobre mecánica y astronomía práctica. Una vez que hube regresado felizmente a casa con ellos, consagré todos mis momentos libres a su estudio y pronto hice progresos tales en dichas ciencias, que me parecieron suficientes para llevar a la práctica cierto designio que el diablo o mi genio protector me habían inspirado.

»A lo largo de este período me esforcé todo lo posible con conciliarme la benevolencia de los tres acreedores que tantos disgustos me habían dado. Lo conseguí finalmente, en parte con la venta de mis muebles, que sirvió para cubrir la mitad de mi deuda, y, en parte, con la promesa de pagar el saldo apenas se realizara un proyecto que, según les dije, tenía en vista, y para el cual solicitaba su ayuda. Como se trataba de hombres ignorantes, no me costó mucho conseguir que se unieran a mis propósitos.

»Así dispuesto todo, logré, con ayuda de mi mujer y actuando con el mayor secreto y precaución, vender todos los bienes que me quedaban, y pedir prestadas pequeñas sumas, con diversos pretextos y sin preocuparme (lo confieso avergonzado) por la forma en que las devolvería; pude reunir así una cantidad bastante considerable de dinero en efectivo. Comencé entonces a comprar, de tiempo en tiempo, piezas de una excelente batista, de doce yardas cada una, hilo de bramante, barniz de caucho, un canasto de mimbre grande y profundo, hecho a medida, y varios otros artículos requeridos para la construcción y aparejamiento de un globo de extraordinarias dimensiones. Di instrucciones a mi mujer para que lo confeccionara lo antes posible, explicándole la forma en que debía proceder. Entretanto tejí el bramante hasta formar una red de dimensiones suficientes, le agregué un aro y el cordaje necesario, y adquirí numerosos instrumentos y materiales para hacer experimentos en las regiones más altas de la atmósfera. Me las arreglé luego para llevar de noche, a un lugar distante al este de Rotterdam, cinco cascos forrados de hierro, con capacidad para unos cincuenta galones cada uno, y otro aún más grande, seis tubos de estaño de tres pulgadas de diámetro y diez pies de largo, de forma especial; una cantidad de
cierta sustancia metálica, o semimetálica
, que no nombraré, y una docena de damajuanas de
un ácido sumamente común
. El gas producido por estas sustancias no ha sido logrado por nadie más que yo, o, por lo menos, no ha sido nunca aplicado a propósitos similares. Sólo puedo decir aquí que es
uno de los constituyentes del ázoe
, tanto tiempo considerado como irreductible, y que tiene una densidad 37,4 veces
menor que la del hidrógeno
. Es insípido, pero no inodoro; en estado puro arde con una llama verdosa, y su efecto es instantáneamente letal para la vida animal. No tendría inconvenientes en revelar este secreto si no fuera que pertenece (como ya he insinuado) a un habitante de Nantes, en Francia, que me lo comunicó reservadamente. La misma persona, por completo ajena a mis intenciones, me dio a conocer un método para fabricar globos mediante la membrana de cierto animal, que no deja pasar la menor partícula del gas encerrado en ella. Descubrí, sin embargo, que dicho tejido resultaría sumamente caro, y llegué a creer que la batista, con una capa de barniz de caucho, serviría tan bien como aquél. Menciono esta circunstancia porque me parece probable que la persona en cuestión intente un vuelo en un globo equipado con el nuevo gas y el aludido material, y no quiero privarlo del honor de su muy singular invención.

»Me ocupé secretamente de cavar agujeros en las partes donde pensaba colocar cada uno de los cascos más pequeños durante la inflación del globo; los agujeros constituían un círculo de veinticinco pies de diámetro. En el centro, lugar destinado al casco más grande, cavé asimismo otro pozo. En cada uno de los agujeros menores deposité un bote que contenía cincuenta libras de pólvora de cañón, y en el más grande un barril de ciento cincuenta libras. Conecté debidamente los botes y el barril con ayuda de contactos, y, luego de colocar en uno de los botes el extremo de una mecha de unos cuatro pies de largo, rellené el agujero y puse el casco encima, cuidando que el otro extremo de la mecha sobresaliera apenas una pulgada del suelo y resultara casi invisible detrás del casco. Rellené luego los restantes agujeros y sobre cada uno coloqué los barriles correspondientes.

»Fuera de los artículos enumerados, llevé secretamente al depósito uno de los aparatos perfeccionados de Grimm, para la condensación del aire atmosférico. Descubrí, sin embargo, que esta máquina requería diversas transformaciones antes de que se adaptara a las finalidades a que pensaba destinarla. Pero, con mucho trabajo e inflexible perseverancia, logré finalmente completar felizmente todos mis preparativos. Muy pronto el globo estuvo terminado. Contendría más de cuarenta mil pies cúbicos de gas y podría remontarse fácilmente con todos mis implementos, y, si maniobraba hábilmente, con ciento setenta y cinco libras de lastre. Le había aplicado tres capas de barniz, encontrando que la batista tenía todas las cualidades de la seda, siendo tan resistente como ésta y mucho menos cara.

»Una vez todo listo, logré que mi mujer jurara guardar el secreto de todas mis acciones desde el día en que había visitado por primera vez el puesto de libros. Prometiéndole volver tan pronto como las circunstancias lo permitieran, le di el poco dinero que me había quedado y me despedí de ella. No me preocupaba su suerte, pues era lo que la gente califica de mujer fuera de lo común, capaz de arreglárselas en el mundo sin mi ayuda. Creo, además, que siempre me consideró como un holgazán, como un simple complemento, sólo capaz de fabricar castillos en el aire, y que no dejaba de alegrarla verse libre de mí. Era noche oscura cuando le dije adiós, y, llevando conmigo, como
aides de camp
, a los tres acreedores que tanto me habían hecho sufrir, transportamos el globo, con la barquilla y los aparejos, al depósito de que he hablado, eligiendo para ello un camino retirado. Encontramos todo perfectamente dispuesto y, de inmediato, me puse a trabajar.

»Era el primero de abril. La noche, como he dicho, estaba oscura; no se veía una sola estrella y una llovizna que caía a intervalos nos molestaba muchísimo. Pero lo que más ansiedad me inspiraba era el globo, el cual, a pesar de su espesa capa de barniz, comenzaba a pesar demasiado a causa de la humedad; podía ocurrir asimismo que la pólvora se estropeara. Estimulé, pues, a mis tres acreedores para que trabajaran diligentemente, ocupándolos en amontonar hielo en torno al casco central y en remover el ácido contenido en los otros. No cesaban de importunarme con preguntas sobre lo que pensaba hacer con todos aquellos aparatos y se mostraban sumamente disgustados por el extenuante trabajo a que los sometía. No alcanzaban a darse cuenta, según afirmaban, de las ventajas resultantes de calarse hasta los huesos nada más que para tomar parte en aquellos horribles conjuros. Empecé a intranquilizarme y seguí trabajando con todas mis fuerzas, porque creo verdaderamente que aquellos imbéciles estaban convencidos de que había pactado con el diablo, y que lo que estaba haciendo no tenía nada de bueno. Y mucho temía por eso que me abandonaran. Pude convencerlos, sin embargo, mediante promesas de pago completo, tan pronto hubiera dado término al asunto que tenía entre manos. Como es natural, interpretaron a su modo mis palabras, imaginándose, sin duda, que de todas maneras yo terminaría por obtener una gran cantidad de dinero en efectivo, y con tal de que les pagara lo que les debía, más una pequeña cantidad suplementaria por los servicios prestados, estoy seguro de que poco se preocupaban de cuanto ocurriera luego a mi alma o a mi cuerpo.

»Después de cuatro horas y media consideré que el globo estaba suficientemente inflado. Até entonces la barquilla, instalando en ella todos mis instrumentos: un telescopio, un barómetro con importantes modificaciones, un termómetro, un electrómetro, una brújula, un compás, un cronómetro, una campana, una bocina, etc.; como también un globo de cristal, cuidadosamente obturado, y el aparato condensador; algo de cal viva, una barra de cera para sellos, una gran cantidad de agua y muchas provisiones, tales como
pemmican
, que posee mucho valor nutritivo en poco volumen. Metí asimismo en la barquilla una pareja de palomas y un gato.

»Se acercaba el amanecer y consideré que había llegado el momento de partir. Dejando caer un cigarro encendido como por casualidad, aproveché el momento de agacharme a recogerlo para encender secretamente el trozo de mecha que, como ya he dicho, sobresalía ligeramente del borde inferior de uno de los cascos menores. La maniobra no fue advertida por ninguno de los tres acreedores; entonces, saltando a la barquilla, corté la única soga que me ataba a la tierra y tuve el gusto de ver que el globo remontaba vuelo con extraordinaria rapidez, arrastrando sin el menor esfuerzo ciento setenta y cinco libras de lastre, del cual habría podido llevar mucho más. En el momento de abandonar la tierra el barómetro marcaba treinta pulgadas y el termómetro centígrado acusaba diecinueve grados.

»Apenas había alcanzado una altura de cincuenta yardas cuando, rugiendo y serpenteando tras de mí de la manera más horrorosa, se alzó un huracán de fuego, cascajo, maderas ardiendo, metal incandescente y miembros humanos destrozados que me llenó de espanto y me hizo caer en el fondo de la barquilla, temblando de terror. Me daba cuenta de que había exagerado la carga de la mina y que todavía me faltaba sufrir las consecuencias mayores de su voladura. En efecto, menos de un segundo después sentí que toda la sangre del cuerpo se me acumulaba en las sienes, y en ese momento una conmoción que jamás olvidaré reventó en la noche y pareció rajar de lado a lado el firmamento. Cuando más tarde tuve tiempo para reflexionar no dejé de atribuir la extremada violencia de la explosión, por lo que a mí respecta, a su verdadera causa, o sea, a hallarme situado inmediatamente encima de donde se había producido, en la línea de su máxima fuerza. Pero en aquel momento sólo pensé en salvar la vida. El globo empezó por caer, luego se dilató furiosamente y se puso a girar como un torbellino con vertiginosa rapidez, y finalmente, balanceándose y sacudiéndose como un borracho, me lanzó por encima del borde de la barquilla y me dejó colgando, a una espantosa altura, cabeza abajo y con el rostro mirando hacia afuera, suspendido de una fina cuerda que accidentalmente colgaba de un agujero cerca del fondo de la barquilla de mimbre, y en el cual, al caer, mi pie izquierdo quedó enganchado de la manera más providencial.

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