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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (11 page)

Catherine tiró de la falda para cubrir sus rodillas con una complaciente falsa modestia. O era una muy buena actriz o no era consciente de su error. Dalgliesh prosiguió el interrogatorio con la impresión de que quizá tenía enfrente a una personalidad más compleja de lo que había creído al principio.

—¿Quiere, por favor, decirme qué ocurrió cuando la señora Maxie, su hijo y usted llegaron al vestidor?

—Ya llegaba a eso, inspector. Yo había levantado a Jimmy de su cuna y todavía lo tenía en mis brazos. Me parecía horrible que hubiese estado solo en esa habitación con su madre muerta. Cuando irrumpimos todos dejó de llorar y pienso que por un momento ninguno de nosotros se acordó de él. Entonces, súbitamente, me fijé en él. Había conseguido erguirse agarrándose de los barrotes de la cuna y ahí estaba balanceándose con el pañal mojado por los tobillos y una mirada de interés en el rostro. Por supuesto, y gracias a Dios, es demasiado pequeño para comprender, y supongo que simplemente se preguntaba qué estábamos haciendo todos nosotros alrededor de la cama de su madre. Se había tranquilizado del todo y vino a mí encantado. Lo llevé conmigo al vestidor. Cuando llegamos, el doctor Maxie fue directamente al botiquín. Dijo: «¡No está!». Le pregunté a qué se refería y me habló del Sommeil que faltaba. Fue la primera vez que escuché hablar del asunto. Pude decirle que el frasco había estado allí cuando fui a buscar la aspirina esa mañana. Mientras hablábamos, la señora Maxie fue hasta el cuarto de su marido. Estuvo allí sólo un minuto y cuando volvió dijo: «Está bien. Duerme. ¿Ya llamasteis a la policía?». Stephen fue hasta el teléfono y yo dije que me llevaría a Jimmy conmigo mientras me vestía y luego le daría su desayuno. Nadie respondió de modo que me dirigí a la puerta. Justo antes de salir me volví. Stephen tenía la mano sobre el auricular y de repente su madre colocó la mano sobre la suya y le escuché decir: «Espera. Hay algo que debo saber». Stephen contestó: «No necesitas preguntar. No sé nada de todo esto. Lo juro». La señora Maxie dio un pequeño suspiro y se llevó la mano a los ojos. Luego Stephen levantó el auricular y yo dejé la habitación.

Hizo una pausa y levantó la vista hacia Dalgliesh como esperando o solicitando alguna observación.

—Gracias —dijo él gravemente—. Por favor, prosiga.

—Realmente no hay mucho más para decir, inspector. Llevé a Jimmy a mi habitación, y en el camino cogí un pañal limpio del baño pequeño. La señora Riscoe y el señor Hearne todavía estaban allí. Se había descompuesto y él estaba ayudándola a lavarse la cara. Me pareció que no les agradó mucho verme. Dije: «Cuando te sientas mejor me imagino que a tu madre le vendría bien algo de compañía. Yo me estoy ocupando de Jimmy». Ninguno de los dos contestó. Encontré los pañales en el armario de la caldera, fui a mi cuarto y cambié a Jimmy. Después lo dejé jugar sobre mi cama mientras me vestía. Eso no llevó más que unos diez minutos. Lo llevé a la cocina y le di un huevo pasado por agua con pan y bizcochos y algo de leche tibia. Se portó muy bien todo el tiempo. Martha estaba en la cocina preparando el desayuno, pero no nos hablamos. Me sorprendió encontrar también allí al señor Hearne. Estaba haciendo café. Supongo que la señora Riscoe acompañaba a su madre. El señor Hearne tampoco parecía tener ganas de conversar. Creo que estaba molesto conmigo por lo que le dije a la señora Riscoe. Como usted probablemente ya se haya dado cuenta, para él ella no puede hacer nada malo. Bueno, como no parecían tener interés en hablar sobre lo que debía hacerse, decidí hacerme cargo y fui al vestíbulo con Jimmy y llamé por teléfono a la señorita Liddell. Le conté lo que había ocurrido y le pedí que viniera a buscar al bebé hasta que las cosas se arreglaran. Llegó en taxi en quince minutos aproximadamente y, para entonces, el doctor Epps y la policía ya se habían presentado. Lo demás usted ya lo conoce.

—Ha sido una narración muy clara y útil, señorita Bowers. Tiene usted la ventaja de ser una observadora experta, pero no todos los observadores expertos pueden presentar sus hechos en una secuencia lógica. No la retendré mucho más. Sólo quiero volver atrás a la primera parte de la noche. Hasta ahora me ha descrito muy claramente los acontecimientos de la tarde-noche de ayer y de esta mañana. Lo que quería dejar sentado ahora es la secuencia de los hechos a partir de las diez. Según creo, a esa hora todavía estaba en el despacho con la señora Maxie, el doctor Epps y la señorita Liddell. Por favor, ¿podría retomar a partir de ese momento?

Por primera vez Dalgliesh percibió una cierta vacilación en la respuesta de su sospechosa. Hasta ahora había respondido a su interrogatorio con una fluidez natural que lo había impresionado como demasiado espontánea para estar ocultando algo. Podía creer que, hasta ese momento, a Catherine Bowers la entrevista no le había resultado desagradable. Resultaba difícil conciliar un discurso tan desinhibido con una conciencia culpable. Ahora, sin embargo, sintió la repentina retirada de la confianza, la ligera tensión para enfrentar un inoportuno cambio de énfasis. Confirmó que la señorita Liddell y el doctor Epps habían dejado el despacho para volver a sus casas alrededor de las diez y media. La señora Maxie los había acompañado hasta la puerta y luego había vuelto adonde estaba Catherine. Juntas habían ordenado los papeles y guardado el dinero en la caja fuerte. La señora Maxie no mencionó haber visto a Sally. Ninguna de las dos habló acerca de ella. Después de guardar el dinero bajo llave fueron a la cocina. Martha se había ido a acostar, pero había dejado sobre la cocina una cacerola con leche y una bandeja de plata con tazas sobre la mesa de la cocina. Catherine recordó haber notado que faltaba la taza de Wedgwood de la señora Riscoe y le resultó extraño que el señor Hearne y la señora Riscoe pudiesen haber entrado del jardín sin que nadie lo supiera. Ni se le ocurrió que Sally pudiese haber cogido la taza aunque, por supuesto, uno podía darse cuenta de que era justo el tipo de cosa que podría hacer. La taza del doctor Maxie estaba allí, junto con una de vidrio con su soporte que pertenecía a la señora Maxie y dos tazas grandes con platillos para los huéspedes. Sobre la mesa había una azucarera y dos latas de bebidas para preparar con leche. No había chocolate. La señora Maxie y Catherine habían recogido sus bebidas y habían subido con ellas hasta el vestidor del señor Maxie, donde su esposa pasaría la noche. Catherine la ayudó a hacer la cama del inválido y luego se detuvo frente al fuego del vestidor a beber su Ovaltine. Se había ofrecido a quedarse en vela por un tiempo con la señora Maxie, pero la oferta no fue aceptada. Después de una hora aproximadamente se había retirado para ir a su propio dormitorio. Dormía en el lado de la casa opuesto al del dormitorio de Sally. No había visto a nadie en el trayecto a su habitación. Después de desvestirse había ido al cuarto de baño en bata y estuvo de vuelta en su cuarto alrededor de las once y cuarto. Mientras cerraba la puerta le pareció haber escuchado a la señora Riscoe y al señor Hearne subiendo las escaleras, pero no podía asegurarlo. Hasta ese momento no había viso u oído nada de Sally.

En este punto, Catherine se detuvo y Dalgliesh esperó pacientemente, pero su interés se avivó. En el rincón, el sargento Martín dio la vuelta a una página de su libreta con un silencio experimentado y echó una rápida mirada de reojo a su jefe. A menos que estuviese muy equivocado, al viejo le cosquilleaban los dedos.

—Sí, señorita Bowers —la apremió Dalgliesh inexorablemente.

Su testigo prosiguió valientemente.

—Me temo que esta parte le pueda resultar bastante extraña, pero en ese momento todo parecía perfectamente natural. Como puede comprender, la escena anterior a la cena había sido un gran golpe para mí. No podía creer que Stephen y esta chica estuviesen comprometidos. Después de todo, no fue él quien dio la noticia, y no pienso ni por un momento que realmente se le hubiera declarado. La cena había sido una comida espantosa como puede imaginarse, y después todos se habían seguido comportando como si nada hubiera pasado. Naturalmente, los Maxie nunca dejan traslucir sus sentimientos, pero la señora Riscoe se fue con el señor Hearne y no me cabe ninguna duda de que hablaron largo y tendido sobre el asunto y sobre qué podía hacerse. Pero a mí nadie me dijo nada pese a que, en cierto sentido, yo era la persona más afectada. Pensé que la señora Maxie podría haberlo discutido conmigo después de que los otros dos invitados hubiesen partido, pero comprendí que no tenía intención de hacerlo. Cuando llegué a mi habitación me di cuenta de que si yo no hacía nada, ningún otro lo haría. No podía soportar pasar toda la noche allí acostada con esa incertidumbre. Sentía que no tenía más remedio que averiguar la verdad. Lo más natural parecía ser preguntarle a Sally. Pensé que si pudiéramos tener una conversación privada, ella y yo, podría poner en claro todo el asunto. Sabía que era tarde pero me parecía que era la única oportunidad. Había estado acostada allí en la oscuridad por algún tiempo, pero cuando me decidí, encendí la lámpara de la mesilla de noche y miré mi reloj. Indicaba que faltaban tres minutos para la medianoche. En el estado de ánimo en que estaba no me pareció tan tarde. Me puse la bata, tomé mi linterna de bolsillo y me dirigí a la habitación de Sally. Su puerta estaba cerrada con llave pero podía ver que la luz estaba encendida porque se la percibía por el ojo de la cerradura. Golpeé la puerta y la llamé suavemente. Como habrá visto, la puerta es muy gruesa, pero debió haberme oído porque lo primero que escuché fue el sonido del cerrojo que se cerraba y la luz del ojo de la cerradura se oscureció súbitamente cuando se paró frente a ella. Golpeé y llamé una vez más, pero era evidente que no me iba a dejar entrar, de modo que me di la vuelta y retorné hacia mi habitación. Estaba de camino cuando de repente pensé que debía ver a Stephen. No podía afrontar el volverme a la cama con la misma incertidumbre. Pensé que tal vez podía querer confiarse a mí, pero no le agradaba la idea de venir a verme. Así que me volví de la puerta de mi dormitorio y fui hasta el suyo. La luz no estaba encendida, por lo tanto llamé suavemente y entré. Sentía que si al menos podía verlo todo estaría bien.

—¿Y lo estuvo? —preguntó Dalgliesh.

Esta vez el aire de competencia jovial había desaparecido. El dolor repentino en esos ojos poco atractivos era inconfundible.

—No estaba allí, inspector. La cama estaba abierta, lista para que se acostase, pero él no estaba allí —hizo un repentino esfuerzo por volver a su actitud anterior y le dirigió una sonrisa tan artificial que fue patética—. Por supuesto ahora sé que Stephen había ido a ver a Bocock, pero en el momento resultó muy decepcionante.

—Debe haberlo sido —asintió gravemente Dalgliesh.

5

L
A señora Maxie se sentó tranquila y serenamente, le ofreció todas las facilidades que requiriera y sólo expresó el deseo de que la investigación pudiera llevarse a cabo sin molestar a su esposo que estaba gravemente enfermo e incapaz de comprender lo que había sucedido. Observándola a través del escritorio Dalgliesh veía lo que podía llegar a ser la hija dentro de unos treinta años. Las manos fuertes, competentes, enjoyadas, reposaban inertes en su regazo. Aun a esa distancia podía ver cuánto se parecían a las de su hijo. Con un mayor interés observó que las uñas, como las uñas de los dedos del cirujano, estaban cortadas muy cortas. No pudo detectar ningún signo de nerviosismo. Más bien parecía personificar la aceptación apacible de una molestia inevitable. Sintió que no se trataba de que se hubiera disciplinado para la paciencia. Aquí había una verdadera serenidad basada en algún tipo de estabilidad central que necesitaría de algo más que la investigación de un asesinato para verse alterada. Contestó sus preguntas con una consideración deliberada. Era como si estuviera asignando su propio valor a cada palabra. Pero no había nada nuevo en lo que relató. Corroboró el testimonio de Catherine Bowers sobre el descubrimiento del cuerpo, y su informe sobre lo ocurrido el día anterior coincidió con los ya recibidos. Después de la partida de la señorita Liddell y del doctor Epps a eso de las diez y media, había cerrado con llave la casa, a excepción de la puerta ventana del salón y la puerta trasera. La señorita Bowers había estado con ella. Juntas habían recogido sus respectivas tazas de leche de la cocina —sólo había quedado la de su hijo sobre la bandeja entonces— y juntas habían subido a acostarse. Pasó la noche mitad durmiendo y mitad vigilando a su esposo. No había oído ni visto nada extraño. Nadie se le había acercado hasta la llegada tempranera de la señorita Bowers para pedirle una aspirina. No había sabido nada de los comprimidos encontrados, según decían, en la cama de su marido, y la historia le resultaba muy difícil de creer. Según su opinión, era imposible que él pudiera haber escondido nada en su colchón sin que lo encontrara la señora Bultitaft. Su hijo no le había contado nada sobre el incidente, pero le mencionó que le había dado un remedio en vez de los comprimidos. Esto no le había sorprendido. Pensó que estaba probando algún nuevo preparado del hospital y estaba segura de que no habría recetado nada sin la aprobación del doctor Epps.

Su serenidad sólo se vio alterada por las preguntas pacientes y escudriñadoras sobre el compromiso de su hijo. Aun entonces fue la irritación antes que el miedo lo que endureció su voz. Dalgliesh presintió que las suaves disculpas con las que generalmente precedía a las preguntas incómodas estarían aquí fuera de lugar, resultarían más ofensivas que las preguntas mismas. Inquirió bruscamente:

—Señora, ¿cuál fue su actitud ante este compromiso de la señorita Jupp y su hijo?

—Ciertamente no duró el tiempo suficiente como para ser honrado con ese nombre. Y me sorprende que se tome la molestia de preguntar, inspector. Debe saber que yo estaría enérgicamente en contra.

«Bueno, eso fue bastante franco», pensó Dalgliesh. «¿Pero qué otra cosa podía ella decir? Realmente no podríamos creer que a ella le gustara».

—¿Aunque el afecto por su hijo pudiese haber sido sincero?

—Le estoy haciendo el cumplido de asumir que lo era. ¿Qué diferencia hay? Aun así hubiera estado en contra. No tenían nada en común. Habría tenido que mantener el hijo de otro hombre. Habría estorbado su carrera y dentro de un año se hubiesen odiado. Estos casamientos estilo rey Cophetua pocas veces resultan. ¿Cómo podrían hacelo? A ninguna chica de carácter le gusta pensar que se la trata con condescendencia, y Sally tenía mucho carácter aunque prefería no mostrarlo. Además, no veo con qué medios contaban para casarse. Stephen tiene muy poco dinero propio. Naturalmente que estaba en contra de este así llamado compromiso. ¿Usted querría un casamiento como ése para su hijo?

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