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Authors: James Lowder

Cruzada (7 page)

—Lo lamento, Azoun —se disculpó el hechicero con la cabeza gacha.

El rey cerró los ojos por un momento en un esfuerzo por olvidar los recuerdos tan dolorosos.

—Como decía —dijo con voz monótona—, es importante que sólo una persona sea reconocida como el único líder de la cruzada. Para tener éxito en esta empresa, necesitamos que los soldados olviden las lealtades nacionales. Tenemos que luchar como una unidad, y esto significa que la demanda de Mourngrym de tener el mando de sus tropas es inadmisible.

—¿Has considerado la posibilidad de que la responsabilidad del mando recaiga en otra persona? —preguntó Vangerdahast en voz baja.

—Cormyr es quien aporta el grueso de las tropas —replicó Azoun, tajante—. ¿Estás dispuesto a entregarlas a otro líder?

—Eso depende de quién se ofrezca —señaló el hechicero, sin demasiada convicción. Mortificado por el desafortunado comentario, Vangerdahast volvió a su silla.

—¿Quién, Vangy? ¿Quizá Mourngrym? ¿Qué me dices de los mercenarios sembianos? ¿Tendrán mis conocimientos de estrategia? ¿Sugieres a ese exaltado general del Valle de la Batalla, Elventree? —El monarca descargó un puñetazo contra la mesa, furioso—. Soy el único capaz de dirigir la cruzada. Soy el mejor preparado, soy… —Azoun se pasó la mano por la barba y se ajustó la espada al cinto. Cuando volvió a hablar, lo hizo con un tono que no admitía discusión—. Sé que lucho por lo que es correcto. Lucho por Cormyr y por Faerun, no por mí mismo.

El hechicero real sintió una profunda tristeza al comprender que Azoun tenía razón. No había otro líder en Faerun con mayores méritos para encabezar la cruzada, nadie capaz de reunir tantas tropas y liderarlas contra los tuiganos con tanto celo. Vangerdahast abandonó la silla y se dirigió hacia la puerta. Azoun se apresuró a seguirlo y puso una mano sobre el hombro del anciano.

—Quiero que comprendas que tengo razón —le pidió el monarca con voz suave.

—Conoces este asunto mejor que yo. Como tu humilde súbdito te daré mi apoyo en todo lo que pueda.

—¿Y como amigo? —inquirió Azoun.

—Como amigo —respondió Vangerdahast con la mirada puesta en los ojos castaños del rey—, lamento que seas tú el mejor para dirigir el ejército contra los bárbaros.

—Entonces está todo dicho —afirmó Azoun. Apartó la mano del hombro de Vangerdahast. El hechicero abandonó la sala, y el rey se quedó solo estudiando una vez más los rostros tejidos en el tapiz.

3
Jan el flechero

—¡Vuelo certero! ¡Puntas como navajas! —El grito del flechero resonó por todo el mercado. Los demás vendedores ambulantes anunciaban «Bonitas manzanas rojas» o «Reparo botas y arneses», pero la sonora y potente voz del flechero dominaba sobre las demás.

«¡Vuelo certero! ¡Puntas como navajas! ¡Comprad vuestras flechas a Jan el flechero! ¡Sólo las mejores son de Jan el flechero! —El hombre hizo una pausa para disfrutar del espectáculo que ofrecía el mercado de Suzail.

La mañana era preciosa. El invierno abandonaba por fin el país, y el sol brillaba en el cielo sin una nube. Las noches todavía eran frescas, pero los días eran cada vez más largos y cálidos. El buen tiempo atraía a los compradores al mercado, así que los mercaderes y compradores se apiñaban en el espacio reservado a los artesanos como Jan. Unas cuantas tiendas y puestos permanentes salpicaban la plaza polvorienta, pero el lugar lo ocupaban vendedores ambulantes y campesinos. Los clientes iban de una parada a otra. Los cocineros fruncían el entrecejo al ver las frutas y las verduras importadas que no estaban en su punto, y los mercaderes hacían todo lo posible por entusiasmar a los posibles clientes con sus productos. En las parrillas asaban cerdo, ternera y otras carnes más exóticas, y el tentador olor de las carnes se mezclaba con el humo negro y espeso que flotaba en el aire. Los rebuznos y relinchos de las bestias de carga, los graznidos de las gaviotas, y las voces de la multitud se mezclaban para crear un zumbido que se mantenía sobre la plaza hasta la puesta de sol.

—Buenos días, mi señora —saludó Jan a una florista que pasaba. Se quitó el sombrero de fieltro negro con una mano enguantada y sonrió a la bella joven. Jan la había visto antes por el mercado, y, por la faja granate que le envolvía la cintura, sabía que era una doncella a la busca de marido.

La muchacha pasó junto al flechero sin siquiera una mirada. Jan encogió los hombros, sujetó las varas del carretón y reanudó la marcha hacia los muelles.

—¡Vuelo certero! ¡Lo mejor lo tiene Jan!

El flechero no había recorrido más de veinte metros, anunciando sus productos, cuando un hombre robusto le pidió que se detuviera con un ademán. El rostro atezado por el sol quedaba casi oculto por la capa de piel que llevaba sobre la túnica marrón. Jan lo tomó por un mercenario itinerante por la suciedad y los rotos en la vestimenta.

—¿En qué os puedo servir, mi buen señor? —preguntó Jan mientras enrollaba la lona que tapaba el carretón para dejar a la vista una docena de modelos de flechas y saetas.

El hombre observó los proyectiles y después miró al flechero.

—Os oí gritar «Jan el flechero». ¿Hay alguien más en el mercado que lleve ese nombre?

—No que yo sepa —respondió Jan. Se rascó la barba—. Pero supongo que hay más flecheros en Suzail que se llaman Jan.

—No, buen hombre —dijo el desconocido—. Si vos sois Jan, entonces sois el único flechero que me interesa. —Cogió una flecha de punta plateada para arco largo y la hizo girar entre los dedos. La cabeza afilada reflejó la luz del sol.

—Tenéis buen ojo —comentó Jan, sin apartar la mirada del cliente—. Ése modelo de flecha es una de mis especialidades.

—¿También hacéis las cabezas?

—Sí. Aprendí el oficio de herrero además del de flechero.

—¿Pertenecéis al gremio de flecheros y al de herreros? —preguntó el hombre con una mirada de desconfianza.

—Desde luego. —Jan le mostró el brazo izquierdo y dio una palmada sobre las dos insignias sujetas a la mano. Los pequeños círculos de cuero mostraban los sellos de los gremios de flecheros y herreros—. Además, las cuotas están al día.

—Un agremiado. —Una sonrisa extraña apareció en el rostro del hombre—. Bien, entonces me llevaré doscientas de vuestras flechas de cabeza plateada.

Jan lo miró sorprendido. Recibía pedidos por cantidades grandes de flechas, pero sólo de los capitanes de navíos, la guardia real, o los vigilantes de la ciudad.

—Mil perdones, señor, pero no tengo tantas disponibles. —Jan enrolló la lona y abrió la tapa de la carretilla. Sacó cuatro paquetes de diez flechas cada uno.

—No las necesito ahora mismo —repuso el cliente—. Vendré a recogerlas de aquí a… —Jan levantó un dedo— diez días.

Discutieron dónde y cómo Jan entregaría las flechas. Los términos eran sencillos, y el hombre vestido con pieles entregó al flechero treinta monedas de plata como paga y señal. Jan estaba complacido con la venta, porque indicaba que su reputación de buen artesano se conocía cada vez más. De todos modos, sintió curiosidad por saber para qué necesitaba el hombre tantas flechas.

—¿Son para equipar a una compañía de mercenarios? —quiso saber Jan mientras se embolsaba las monedas—. El rey contratará a mercenarios bien equipados para la cruzada contra los invasores bárbaros en Thesk.

—¿Le venderíais flechas a alguien que apoya el insensato plan de Azoun? —replicó el hombre, visiblemente pálido y torciendo la boca en un gesto casi feroz—. ¡Estoy tentado de cancelar mi pedido, aunque seáis un agremiado! —Sin apartar la mirada de Jan, metió la mano en la bolsa y sacó una pequeña insignia de cuero parecida a las que llevaba el flechero. Esta tenía estampada una trampa para osos abierta.

Jan miró la insignia. El cliente no era un mercenario, sino un trampero. Los rumores sobre la oposición de los tramperos a los planes del rey corrían por toda Suzail, pero los tramperos todavía no habían hecho ninguna declaración pública contra la cruzada. De pronto, Jan cayó en la cuenta de que el hombre quizá necesitaba las flechas para respaldar la declaración.

—Soy un agremiado, pero también soy un súbdito leal al rey —respondió Jan, con voz áspera. Sacó las monedas de plata del bolsillo y las arrojó al suelo—. No pienso vender mis flechas a unos descontentos para que las utilicen en una revuelta.

—Más vale ser descontento que no un estúpido —contestó el trampero, que se agachó para recoger las monedas—. Recordadlo cuando los recaudadores de impuestos os quiten él negocio. —Sin más comentarios, el hombre desapareció entre la muchedumbre.

Jan sacudió la cabeza consternado, y guardó las flechas. Había escuchado muchas cosas sobre la cruzada de Azoun —y sobre la oposición de los tramperos— en los últimos días. Era del conocimiento público que el rey mantenía reuniones con los nobles y los representantes de Sembia y de Los Valles para conseguir su colaboración. El flechero se preguntó si debía informar a la guardia de la ciudad del episodio con el trampero. Decidió que lo haría al atardecer.

No creía que los tramperos representaran un peligro real contra el monarca. El ejército de Azoun, conocido como los Dragones Púrpuras, podía sofocar cualquier revuelta menor. Para él tenía más importancia el discurso que pronunciaría Azoun esta misma tarde, un discurso en el cual, según todos los rumores, anunciaría la cruzada. Después de la declaración oficial de la guerra, el gobierno equiparía inmediatamente a las tropas que se dirigirían hacia el este. Si los tramperos todavía no habían hecho nada para reunir a los grupos dispersos que se oponían a la cruzada, dentro de unas horas la protesta sería inútil.

Jan se protegió los ojos y miró al cielo. Por la posición del sol calculó que tenía tiempo para hacer una entrega antes del discurso del rey. Empuñó las varas del carretón y echó a andar hacia La rata negra, una taberna cerca de los muelles, al este del mercado. Mientras caminaba por las concurridas calles, el flechero no pensó en las batallas que se librarían en tierras lejanas, sino en el aprendiz que lo esperaba en la tienda. Tenía que ir a verlo antes de hacer la entrega en la taberna.

El flechero dejó el carretón en casa, a unas pocas manzanas de La rata negra. Jan vivía encima de la forja y el taller. Algunas veces vendía la mercancía en la tienda, pero quedaba muy lejos del mercado. En cambio, si recorría las calles durante parte del día, exhibiendo las flechas, conseguía muchas ventas.

El aprendiz era un muchacho con el pelo castaño y dedos largos y ágiles. En el momento en que el flechero entró en la tienda, bien iluminada por el sol, el joven cortaba plumas para las flechas.

—Tómate un descanso pasado el mediodía y vete a escuchar al rey —le dijo al muchacho, mientras controlaba su trabajo por encima del hombro.

—Muchas gracias, amo Jan —repuso el aprendiz.

—Es tu obligación con el rey escuchar sus proclamas, Loreth, y no un regalo que te pueda dar —respondió el flechero, risueño. Tiró al suelo unas cuantas plumas mal cortadas y palmeó al muchacho en la espalda—. Pon un poco más de cuidado. Busca a Mikael y Rolf en el gremio y diles que tengo trabajo para ellos durante unos cuantos días. Tú también estarás ocupado —añadió. A continuación, Jan recogió las flechas del pedido y se marchó.

La rata negra estaba hasta los topes. La nube de humo que flotaba junto al techo bajo oscurecía todavía más la sala de por sí mal iluminada. Dos docenas de hombres y unas cuantas mujeres ocupaban las sillas descuajeringadas alrededor de las mesas rústicas, donde desayunaban, fumaban y contaban historias inverosímiles.

—¡No! —oyó Jan que gritaba alguien—. ¡Los gigantes de las tormentas tienen al menos el doble de ese tamaño!

Se dio la vuelta. Los gritos los pegaba un elfo vestido con una armadura de cuero y las mejillas enrojecidas por el ardor de la discusión o los efectos del vino, que gesticulaba como un desaforado.

Un enano bizco con la nariz como un pimiento sentado enfrente del elfo cruzó los brazos sobre la larga barba blanca y el pecho como un tonel.

—¡Bah! —exclamó con voz de trueno—. ¡He matado más gigantes en mis tiempos que los que tú nunca llegarás a ver!

El elfo se inclinó sobre la mesa, hizo algunos comentarios sobre los orcos, y continuó la discusión en voz baja. Jan no escuchó lo que dijo después, pero sí oyó fragmentos de otra docena de conversaciones, algunas más interesantes que la del elfo y el enano, y otras menos. Mezclados con las conversaciones sonaban los gritos de los parroquianos llamando a la camarera, que respondía con un agudo: «Ahora mismo voy».

En medio de toda esa bulla, el flechero oyó que alguien gritaba su nombre.

—¡Eh, Jan! ¡Estoy aquí!

Observó a la concurrencia para descubrir dónde estaba el cliente, un marinero llamado Geoff, tripulante de una nave mercante sembiana. Por fin vio al hombre sentado a una mesa al fondo de la sala. Con el manojo de flechas bien sujetas contra el pecho para no herir a nadie en la sala, Jan se dirigió hacia el marinero.

—¡Bienvenido! —dijo el sembiano con una palmada en el hombro de Jan—. Veo que mis flechas están listas.

Jan respondió al saludo con una sonrisa y abrió uno de los paquetes. Las flechas tenían el astil y las plumas similares a las utilizadas por la mayoría de los cazadores, pero las puntas eran muy distintas. Tenían la forma de media luna y estaban diseñadas con la finalidad de cortar los aparejos de las naves.

—Menuda sorpresa se llevarán los piratas de la costa de Turmish cuando vean cómo cortan sus aparejos —comentó Geoff, complacido. Posó unas cuantas monedas de oro sobre la mesa, llamó a la camarera e invitó a Jan a sentarse—. ¿Irás a escuchar el discurso del rey? —añadió en cuanto la camarera les trajo las cervezas. El flechero bebió un trago del líquido tibio y amargo, y asintió.

—Dicen los rumores que anunciará el próximo nacimiento de otro heredero —comentó—. Pero no lo creo.

—No —replicó Geoff—. Es demasiado viejo. —Al ver que Jan torcía el gesto se apresuró a añadir—: No es que quiera faltarle el respeto ni nada parecido.

Un hombre fornido, con las manos como jamones, sentado en la mesa vecina, se dio la vuelta y cogió al marinero por el cuello.

—¡Ojalá tuvierais un rey como Azoun! —exclamó—. A vosotros os gobierna un maldito consejo de mercaderes.

El sembiano se apartó del hombre, pero volcó la jarra de cerveza. La pesada jarra de metal cayó al suelo desparramando el contenido por todas partes.

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