―Creo que iba detrás de nosotros hace un momentos.
Nos hizo un par de preguntas más y luego nos señaló el camino hacia el palacio. Para mi alivio, no destinó a otro guardia para acompañarnos y me alegré cuando dejamos atrás la avenida y nos dirigimos hacia las calles laterales, alejándonos de allí en dirección al ágora, situada a medio camino subiendo la colina.
―¿Adonde vamos? ―preguntó Ravenna cuando estuvimos lo bastante lejos del oficial―. Ukmadorian y sus buitres ya han de haber desembarcado y nosotros vagamos por la ciudad como idiotas. Vinimos aquí para ayudar a Aurelia, así que, por el amor de Thetis, ¡hagamos algo!
―La ciudadela está bloqueada ―susurró Palatina―, y a juzgar por lo que nos dijo el oficial, creo que el Dominio ocupa aún el templo. De modo que el consejo no controla toda la ciudad y ciertamente no puede tener agentes en cada casa. Necesitamos encontrar a algunos de esos rehenes thetianos y liberarlos para complicarle más las cosas al consejo.
―A menos que los retengan a todos en el centro ―apuntó Ravenna―. En cuyo caso estarán rodeados de un montón de magos mentales.
―Quizá toda la ciudad esté llena de magos mentales ―asintió Palatina―. Tenemos que encontrar a alguien que conozca bien Tandaris y esté dispuesto a ayudarnos.
Me pregunté quién seguiría allí después de cuatro años y cómo habrían podido sobrevivir a las purgas del Dominio. Me detuve en la siguiente intersección y miré el letrero en la pared que indicaba el nombre de la calle: calle de las Ménades. No la recordaba. Y sin embargo... no, ésa era la calle de la Sirena, junto al puerto.
Les pregunté a los otros a qué distancia estábamos de la costa, pero ninguno lo sabía.
―¿Por qué quieres saberlo? ―preguntó Palatina.
―Tamanes vive en la calle de la Sirena ―afirmé―. Es un oceanógrafo y sin duda colaborará con nosotros.
―Siempre y cuando no esté de penitente en medio de la nada ―añadió Ravenna―. Supongo que merece la pena intentarlo, a menos que nos aleje demasiado.
Para entonces yo estaba ya abiertamente preocupado. A cada minuto que pasaba el consejo podría consolidar su poder en la ciudad, y quién sabía cuándo podría decidir rendirse la flota thetiana atrapada en el puerto para salvar a sus rehenes cautivos.
Eso, por cierto, en caso de que el consejo tuviese la menor intención de aceptar una rendición. ¿O acaso optarían por destruir la flota en el puerto? Eso sería desastroso, ya que la venganza de los thetianos caería sobre ellos como un rayo.
Claro que el consejo quizá no tuviese por qué temer una venganza thetiana cuando los buques del puerto hubiesen sido eliminados. Incluso pese a las pérdidas que el
Cruzada
les había producido, su flota seguía siendo más que suficientemente fuerte como para defender el Archipiélago contra cualquier ataque de una Thetia dividida en varios bandos. Era semejante división lo que hacía la diferencia, la talla de un líder fuerte Pero aun así había un elemento de nuestro plan que tendríamos que considerar: ya era demasiado tarde para contar con la ayuda que nos hubiese brindado alguien como Sagantha.
Nos apresuramos recorriendo la ciudad, topándonos cada tanto con grupos de personas. Mantuvimos siempre las cabezas bajas y seguimos adelante, pareciendo tan resueltos como nos era posible y permaneciendo siempre en las calles laterales.
Dimos con la calle de la Sirena por pura suerte, pues podríamos haber estado buscándola durante otra media hora. Entonces nos percatamos de otro problema: no podía recordar en absoluto dónde vivía Tamanes. Palatina y yo nos ocultamos mientras Ravenna preguntaba en una casa vecina.
―Hacia abajo ―dijo ella al regresar―. Todavía está en la ciudad.
Al menos era un alivio saberlo, pero la gente empezaba a lanzarnos desconfiadas miradas mientras avanzábamos por la calle y me pregunté cuánto tiempo pasaría hasta que alguien nos detuviese para averiguar por qué había thetianos en una ciudad rebelde del Archipiélago.
Tamanes no vivía en su propia casa, sino en un apartamento en la calle que conducía directamente al puerto, una calle tan empinada que a veces tenía escalones. Desde allí podía verse el mar, con barcos pesqueros anclados en el muelle. Me pareció recordar que la estación oceanográfica estaba cerca de allí, aunque no podía precisar dónde.
El conserje, un sujeto brusco que rondaba los sesenta años, estaba sentado en la escalera, junto al umbral, apoyándose en un bastón y haciendo preguntas a quienes pasaban por la calle.
―¿Está Tamanes? ―le dijo Ravenna.
―¿Qué queréis? ―respondió y me pregunté si lo habría visto antes. No lo reconocía, pero había pasado tanto tiempo...
―Necesitamos que nos ayude.
―No está en casa ―respondió el sujeto ásperamente―. Podéis marcharos.
¡Así que ésas teníamos!
―¿Ni siquiera ayudará a un compañero oceanógrafo? ―dije haciéndome a un lado para que pudiese verme bien―. Dos de nosotros somos miembros del instituto y yo almorcé con Tamanes y Bamako en tu restaurante hace unos cuantos años.
―No recuerdo a todos los que han comido allí ―espetó, confirmando mi intuición.
―Cuando llegó Sarhaddon ―insistí―. Me advertiste que no dejase que la gente supiese que era oceanógrafo.
Me estudió con la mirada un instante. Luego se puso de pie y entró en la casa, ayudándose con el bastón. La puerta se cerró de un golpe detrás de él, desprendiendo de la pared polvo y pintura reseca.
Permanecimos esperando unos minutos, sin saber con seguridad si volvería a aparecer.
No lo hizo, pero la puerta volvió a abrirse, esta vez de un modo más amable, y una mano nos indicó que pasásemos.
El portal era de por sí bastante oscuro y el interior bastante más que el exterior. Apenas había luz suficiente como para distinguir a un hombre de unos treinta años vestido con la túnica azul del Instituto Oceanográfico.
―¿Cathan? ―preguntó, vacilante.
―Sí, Cathan ―respondí―. Necesitamos tu ayuda, Tamanes.
Primero miró a Palatina y luego a Ravenna. Le conté a Ravenna los últimos sucesos, para que supiese cuánto nos había ayudado Tamanes en el plan para rescatarla, por mucho que su función consistiese en permanecer en Tandaris y no en cabalgar junto al resto por la costa. De haber emprendido esa travesía, medité, era dudoso que hubiese conseguido sobrevivir.
―Soy Ravenna ―anunció ella―, no la faraona.
―¿Quién más puede ser faraona? ―repuso Tamanes.
―Quienquiera que desee serlo ―dijo Ravenna―. Agradezco tu ayuda, quizá unos cuantos años más tarde de lo debido, pero ahora estoy aquí.
―Como mucha otra gente ―respondió el antiguo restaurador―. Nadie ha dicho nada sobre ti.
―Éste es Cleombrotus ―dijo Tamanes―. Un amigo.
Se oyeron pasos en la desvencijada escalera de madera y bajó una mujer qalathari de baja estatura y cabellos negros. Tenía una expresión tan atractiva como la de Ravenna a veces.
―Alci ―la saludó Tamanes cariñosamente―. ¿Recuerdas a Cathan y Palatina? Esta es la faraona Ravenna.
Alciana asintió. Se veía tan nerviosa como la recordaba. Era aquella oceanógrafa a quien Tamanes había convocado con timidez para que nos alertase sobre las consecuencias de una cruzada.
―¿Por qué estás aquí? ―nos preguntó Alciana haciéndose eco de la desconfianza de Cleombrotus―. Me alegro de veros, pero no habríais venido aquí si todo fuese bien. ¿Por qué no habéis ido al consejo? Ellos os protegerían del Dominio.
―El consejo sólo se protege a sí mismo ―intervino Ravenna―. Me interpuse en su camino y ahora soy su enemiga.
―¿Entonces por qué merecerías nuestra ayuda?
―Porque yo se la debo ―afirmó Tamanes―. Al consejo no le gustan los oceanógrafos más que al Dominio. Sin embargo, yo no tengo influencia ni poder. ¿Qué esperáis de mí?
―Necesitamos derribar el control que el consejo tiene sobre la ciudad ―dijo Palatina―. Es más fácil decirlo que hacerlo, lo sé, pero ¿conoces a alguien que no esté ligado al consejo, gente que pueda querer ayudarnos?
―El Dominio ―dijo ásperamente Alciana.
―Las familias de comerciantes ―sugerí. Ninguno de nosotros tenía la menor idea de dónde estaban sus oficinas, y yo no me había atrevido a preguntarlo para no despertar más sospechas.
―Canadrath, por supuesto ―añadió Tamanes―. Pero ellos le venden armas al consejo.
Las armas que nosotros habíamos acordado entregarles, fabricadas por mi padre en las minas de Lepidor.
―Hamílcar podría haber ido allí ―dijo Ravenna―, buscando su propio beneficio. Pero incluso si se ya se ha marchado, no dudo que los habrá visitado.
Pero unos pocos contactos de Canadrath y quizá un par de marinos no serían de gran ayuda.
―Los Canadrath son populares aquí, pero eso hace que las sospechas del Dominio recaigan sobre ellos. Y lo mejor es que seáis cuidadosos; en este momento todo el mundo está muy susceptible.
―¿Contra los thetianos? ―pregunté.
Asintió.
―¿Son tan malos? ―preguntó Palatina.
―No por sí mismos ―opinó Tamanes―, pero defienden al Dominio tanto como al emperador. Nunca habíamos visto flotas thetianas en nuestras aguas, y ahora han venido para reforzar el poder del Dominio cuando empezábamos a hacerle frente. Han llegado para eliminar cualquier muestra de oposición que haya podido despertar el desembarco de Sarhaddon.
De modo que también Sarhaddon estaba aquí. Eso, sin embargo, no le garantizaba ningún éxito en una ciudad dominada por el consejo, por mucho que sus venáticos fueran más hábiles que cualquier cantidad de sacri.
―Nadie tiene grandes contingentes ―destacó Palatina―. Si la gente apoya al consejo, entonces tendremos problemas.
―Tendremos problemas si la gente no apoya al imperio ―subrayé.
―¿Y eso qué importancia tiene? ―preguntó Alciana―. Pensé que vosotros erais leales al Archipiélago.
―Soy thetiana ―sostuvo Palatina―. Hemos venido en busca de la ilota, para tomar las riendas de Thetia y proteger el Archipiélago.
―El Archipiélago puede protegerse a sí mismo ―objetó Alciana, enfadada―. Hace cuatro años recibisteis a Sarhaddon y sus predicadores; pensabais que eran lo mejor para nosotros.
―Según creo recordar, vosotros compartíais esa opinión ―intervine. Alciana había apoyado la llegada de Sarhaddon durante nuestra conversación en el ágora, en casa de Alidrisi, tras el primer sermón.
―Tú sabías que no se debía confiar en él ―insistió mirándome acusadoramente. Ninguno de sus compañeros participaba en la conversación.
―Me pareció que era digno de confianza. Y también lo creyó el emperador.
―Nos hubiera ido mejor sin que interfirieras en nuestros asuntos. Los thetianos no sois mejores que el Dominio, apenas un poco más educados, más sutiles. Dejad que el Archipiélago se las arregle como pueda.
Tamanes negó con la cabeza.
―No, Alci, ésta es la faraona. Ella es del Archipiélago, y necesita nuestra ayuda. Si el consejo quiere librarse de ella, entonces es que quizá éste tiene sus propios objetivos. Siempre hemos sido conscientes de que personas como Alidrisi y Sagantha luchaban por intereses personales.
Pero ahora ambos estaban muertos, uno asesinado por los hombres del emperador en las cumbres de la costa de la Perdición, y el otro desaparecido menos de una hora atrás junto a todos los tripulantes del
Chuzada.
―Ayúdalos tú ―dijo Alciana―. Yo me aparto de esta cuestión.
―Alci... ―empezó él, pero ella pasó a su lado sin detenerse y subió la escalera.
―Son tiempos difíciles ―reflexionó Cleombrotus.
Tamanes pareció perturbado tras la actitud de Alciana.
―Las cosas no han ido bien desde vuestra partida ―comentó―. Hemos perdido a muchas personas, enviadas como penitentes quién sabe adonde, y en general no hemos vuelto a verlas. Ahora soy asistente de jefe de la estación oceanográfica. Antes éramos veinte oceanógrafos y hemos pasado a ser apenas nueve.
La situación allí debía de ser peor de lo que yo calculaba, sobre todo si alguien tan joven como Tamanes ocupaba un puesto tan elevado.
―No deberíamos estar aquí mucho tiempo ―dijo Palatina con inquietud―. Podrían estar buscándonos.
―¿Y adonde pensáis ir? ―preguntó Cleombrotus. Luego sobrevino el silencio.
―¿Cuánto respetan aquí a los Canadrath? ―consultó Palatina―. ¿Realmente caen bien a la gente?
―Es difícil decirlo ―respondió Tamanes―. Casi tan bien como cualquier tanethano aquí, por decirlo de algún modo. La venta de armas es secreta, por supuesto.
Naturalmente. Canadrath no desearía que llegase a oídos del Dominio ni una palabra sobre sus actividades. Otras familias tanethanas habían sido disueltas por mucho menos.
―Entonces vayamos a las oficinas de los Canadrath ―propuso Palatina―. ¿Podríamos llegar hasta allí sin toparnos con las tropas del consejo?
―Os diré cómo ―dijo Tamanes y se volvió hacia Cleombrotus―. Por favor, cuida a Alci.
―Por supuesto ―aseguró el anciano―, cuídate tú también. No estás a la altura de las circunstancias. ―Parecía incapaz de completar las frases que decía.
―Siempre estoy a la altura de las circunstancias, como el resto del instituto ―replicó Tamanes.
Cuando se volvió para abrir la puerta, oímos pasos en el exterior y poco después sentimos golpes en la puerta. Sonaban desagradablemente fuertes en el pequeño espacio del salón y casi me hicieron saltar.
―Abrid la puerta en nombre del consejo ―exigió una voz amortiguada desde fuera.
―¡Rápido! ―susurró Cleombrotus―. Tamanes, vele con ellos al sótano.
Tamanes se llevó un dedo a los labios y nos condujo a toda prisa a través del pasillo, cruzando otra puerta y luego escalera abajo. Allí el aire estaba viciado, enrarecido, y nos empujó a todos dentro de un armario y, tras entrar también él, accionó un falso fondo y nos vimos dentro de una pequeña habitación secreta, donde el ambiente era todavía más opresivo. Cerradas ambas puertas, comprobamos que apenas había sitio allí para los cuatro.
―Sabía que esto acabaría sucediendo ―murmuró Tamanes, que sonaba muy tenso―, Pero nunca pensé que pudiese hacerlo nadie más que el Dominio.
Permanecimos allí, comprimidos en la oscuridad dentro de esa ratonera. La piedra del techo era demasiado gruesa para permitirnos oír pasos y el tiempo transcurrió en una larga agonía. A cada momento se hacía más difícil respirar y aumentaba el calor.
Por fin oímos pasos de gente bajando la escalera, voces llamándonos y el ruido de dos puertas que se abrían.