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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (57 page)

BOOK: Cruzada
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―Esperaba haber sido sólo yo, pero sólo era un deseo.

―¿Sabes a través de quién lo veíamos todo? ―pregunté.

―Hace treinta años Memnón todavía no había nacido. Quizá fuese Drances. También él es un mago mental, aunque no tan bueno como Memnón.

Durante un momento no dijimos nada. Se sentó a mi lado en la litera, pues había poco espacio para estar de pie.

―Nunca hubiese creído que estuviese involucrado en eso ―señaló Ravenna―. Sé que no debemos confiar en él, que siempre coloca sus intereses por encima de todo, pero... torturar gente, Cathan. Afirmamos odiar todo lo que defiende el Dominio y, sin embargo, empleamos los mismos métodos.

―Ni tú ni yo lo hemos hecho ―advertí, aunque mi voz sonó débil.

―Sin embargo, a lo largo de todos estos años hemos intentado acabar con el Dominio y hemos combatido a favor de un grupo de personas tan retrógradas, rígidas y crueles como los mismos sacerdotes. Acabamos
creyendo
lo que esa gente nos enseñó en la Ciudadela. Cathan, de hecho hemos pensado siempre que las cosas eran como nos las mostraban: blancas o negras. Hemos creído en eso durante todo este tiempo. Sólo hemos podido descubrir una realidad diferente porque los de Tehama interfirieron en nuestras mentes, no porque hayamos sido lo bastante inteligentes para darnos cuenta de las mentiras.

―¿Para qué nos mostrarían eso los tehamanos? ―pregunté―. No les beneficia en nada.

―Nos enseñan cómo es Sagantha, qué ha hecho ―afirmó con la vista fija en la pared, como si pudiese ver el camarote contiguo―. Nos muestran que no somos mejores que ellos. Hemos confiado en Sagantha pese a que ha pertenecido al consejo durante veinte años y también al Anillo de los Ocho. Es casi un accidente que haya acabado ayudándonos a nosotros en lugar de a ellos.

Eso era algo de lo que nunca podríamos estar seguros.

―¿Podemos saber con seguridad que está de nuestra parte?

―Sí ―concluyó Ravenna sin dudarlo―. Nos salvó en Kavatang. No era momento de engañarnos. Estábamos a merced del consejo. No tenía sentido permitirnos escapar y ellos no hubiesen sacrificado de ningún modo una manta como el
Meridian.

―Tampoco tenía mucho sentido desde su punto de vista.

―Detente, Cathan. Drances está metiendo esas ideas en tu mente. ¿Acaso Sagantha te ha decepcionado alguna vez, te ha traicionado?

No había hablado en plural.

―Tú eres quien le importa. O al menos eso dice.

Ella se reclinó en la cama, apoyando la cabeza contra la pared.

―He confiado en mucha gente y casi todos me han traicionado en mayor o menor grado. Incluso tú y Palatina. No te culpo, pero así fue. Nunca confié en Sagantha, ni siquiera en el momento de convertirme en su pupila, y sabes bien que escapé porque pensaba concertar un matrimonio para mí. Pese a todo y aunque resulte curioso, no puedo decir que haya faltado alguna vez a una promesa.

―Quizá porque no hace demasiadas.

―Es verdad, pero mantiene las que hace. Al menos, siempre ha sido así conmigo, y es lo único que puedo tener en cuenta por ahora.

―No es mucho para seguir adelante ―reflexioné. Ravenna no me había perdonado nunca que revelase su identidad tras prometer no hacerlo, a pesar de que se debiese a una urgencia y hubiese sido con alguien de confianza. Mi culpa seguía allí, esperando a salir a la superficie cada vez que ella lo mencionaba.

―¿Qué otra posibilidad queda? Sagantha nunca ha incumplido su palabra después de prometerme algo, nunca me ha tratado como un objeto valioso, nunca me ha mantenido prisionera en medio de la nada.

Ravenna no tendía a generalizar y yo tenía bien claro a quién se refería en cada caso.

―No abrió la boca para defendernos durante el juicio ―añadí, sintiéndome ahora un poco más despierto, lleno de amargura y de culpa.

―En este momento es la única persona que puede llevarnos a tiempo hasta Tandaris. Como sucede con Hamílcar, podemos confiar en él porque sabemos cuáles son sus intereses.

―¿Piensas así de todo el mundo?

―Así piensa Hamílcar. Y le ha resultado muy útil.

Negué con la cabeza.

―No estoy de acuerdo. Sí, es tanethano y lord mercante, pero no actúa de ese modo. ¿Por qué nos habría ayudado entonces en Lepidor?

―Sabía que sacarías eso.

―¿De modo que eso es lo que somos todos para ti? ¿Personas que ocasionalmente coinciden con tus intereses?

Seguí adelante, insistiendo en el asunto a pesar de ser bastante delicado y a que se volvería contra mí pocos minutos después.

La expresión de los ojos de Ravenna me reveló que ya estaba despierta del todo, más allá de lo que pareciesen indicar su apariencia y sus cabellos.

―Ya me has preguntado eso antes... ―dijo con calma.

―Pues me da esa sensación ―repliqué, sin intención de retroceder. Al menos no todavía, pues solía perder todas nuestras discusiones.

―Fingir que para mí no sois más que eso sería mentirte ―admitió con suavidad―. Soy tan humana como cualquiera, pero no puedo confiar en la gente. No puedo permitírmelo.

―¿Y qué sucederá dentro de poco, cuando acaben tus días de ocultamiento y Aurelia te designe faraona con el apoyo de la marina?

―Seré faraona. Los monarcas no pueden confiar en nadie.

―Es una vida solitaria.

―Lo sé. Siempre lo he sabido. Estoy habituada.

En cualquier otro, esas palabras habrían sonado autocompasivas, pero no en Ravenna. Ella sólo admitía una realidad.

―Rechazaste la herencia que te correspondía ―añadió―. Tuviste la oportunidad de tomar esa decisión y lo hiciste del modo correcto. Lo mismo puede decirse de Palatina. Pero de haber sido tú la única persona para ser designada, la única elección posible, de no existir tu madre o Tanais para derivar en ellos la responsabilidad, tu decisión habría ocasionado un grave daño.

Porque en aquel momento Thetia necesitaba un gobernante, ésa era la frase tácita. Como en el Archipiélago. Y mientras que mi madre podría reemplazarme en Thetia, nadie podía sustituir a Ravenna, ni siquiera si ella hubiese querido renunciar.

―Quizá descubras que estás equivocada ―señalé en seguida―. ¿Conoces a alguien que haya podido gobernar con eficacia sin confiar en nadie, sin contar con amigos íntimos? Incluso Eshar tenía sus compinches militares.

―No intentes convertir esto en una lección de historia ―pidió. A continuación hizo una pausa y cerró los ojos un segundo.

Sentí en el pecho un desesperado vacío.

―Aceptaré la corona ―anunció Ravenna por fin― con el objeto de reconstruir el Archipiélago, de deshacer todo el daño que ha causado el Dominio y convertirlo en un estado capaz de mantenerse por sí solo sin la ayuda del imperio. Nada me gustaría tanto como contar contigo, con tu ayuda, pero sospecho que pocas cosas te harían tan desdichado como eso. Si hubieses aceptado ser emperador, un matrimonio de estado entre nosotros habría sido perfecto. Para mí. Pero tú habrías sido increíblemente infeliz. ―Empecé a decir algo, pero ella puso un dedo sobre mis labios―. Tienes la suficiente sensatez e inteligencia como para saber que no serías un buen gobernante, no porque carezcas de capacidad, sino porque odiarías ese tipo de vida. Te agotarías demasiado pronto y, del mismo modo, te hartarías de ser mi consorte.

Nuestras miradas se encontraron y vi claramente muestras de que estaba triste. Hubiera querido decirle que se equivocaba, que siempre habría modos de limar los problemas, pero me lo impidió.

―Por favor, escúchame. Me dirás que no es así, porque no quieres creerme. No tenía intención de decírtelo ahora. Pretendía dejarlo para otro momento, cuando no tuviésemos nada de qué preocuparnos, pero lo cierto es que me ha sido imposible. Te amo, Cathan ―dijo cerrando los ojos y lo repitió en un susurro―. Te amo. Deseo pasar el resto de mi vida junto a ti. En un mundo ideal quizá podría ser. ―Se mordió el labio y volvió a mirarme―. Pero éste no es un mundo ideal ―continuó―. Tú sabes bien lo que quieres hacer en la vida y podrás lograrlo. Y no creo ni por un instante que se trate de algo tan insignificante como lo que dijo Salderis. Yo, por otra parte, tengo mis propias obligaciones, y se encuentran en el polo completamente opuesto a las tuyas.

Quitó entonces el dedo de mis labios y concluyó su discurso. Buscó entonces mi mano y la estrechó con fuerza. No supe qué decir. Hubiese deseado con desesperación que eso no hubiese sucedido, pero un murmullo en mi mente me decía que Ravenna me conocía demasiado bien.

―Si me casase contigo, dejarías de ser un ciudadano ordinario. Te convertirías en un miembro de la corte, participarías de la política. Te amo demasiado para permitir que eso ocurra.

―¿De veras es tan pequeño mi mundo? ―pregunté por fin, apenas capaz de respirar.

―Nuestros mundos son diferentes. Salderis pensaba que eras uno de los oceanógrafos más brillantes que había conocido, pero para ella era más importante que fueras un Tar' Conantur. Ahora eso ya no es tan trascendente. El mundo cuenta con un número más que suficiente de príncipes y emperadores, pero le faltan científicos.

Ignoraba que Salderis hubiese dicho eso, aunque carecía de importancia. Yo había pasado cinco años enamorado de Ravenna, o amándola, que no era igual. Nuestros caminos siempre habían ido paralelos, pero entonces... ¿cómo podía sacrificar mi amor por un sueño que tanta gente creía que superaba mis posibilidades? Ya no estaba tan convencido de que me hiciese feliz ser sólo un oceanógrafo.

―Nunca serás
sólo
una cosa ―señaló Ravenna, leyéndome otra vez la mente, y me apretó la mano―. Tienes tu propio futuro y
no debes
sacrificarlo por mí.

―¿Es ésa mi decisión o la tuya?

―La tuya, por supuesto. Aunque también la mía. Comprendo que tendría que habértelo dicho.

―Mejor que lo hayas hecho ―la interrumpí.

―No lo sé. Tan sólo era que no podía seguir adelante si tú pensabas aún que...

―Que todo estaría bien, que un día acabaríamos casándonos...

Ravenna asintió.

―Supongo que sí. Algo así. En todo caso, no me importó hasta ahora, pues las posibilidades de que cualquiera de los dos pudiese vivir libre del Dominio parecían inalcanzables. Quizá mi vida nunca se libre de su acoso, no si pretendo enmendar doscientos años de errores suyos, por no mencionar los de mi propia familia.

―Existen muchas personas capaces de ayudarte.

―Sí, lo sé. Ojalá pudiese confiar en ellas.

Ninguno de los dos dijo nada durante un largo momento, que pareció interminable, sentados uno junto al otro en aquel estrecho camarote.
¿Por qué, Thetis? ¿Por qué?

―Formábamos un buen equipo ―dije entonces sin más.

―Sí, es cierto.

Pero eso era todo lo que podíamos decir, pues ninguna otra cosa hubiese sido apropiada. Nos abrazamos con fuerza, deseando que nada ni nadie nos separase.

Finalmente, aunque sin quererlo, nos apartamos.

―Si permanezco aquí un instante más perderé la cabeza ―concluyó Ravenna―. Nunca debí de hacer esto.

Se puso de pie y, deteniéndose un minuto, me dio un fugaz beso antes de marcharse. Oí sus pasos fuera del camarote y el ruido de una puerta cerrándose a dos metros, pero, a la vez, a miles de kilómetros de distancia.

Y mientras dos cubiertas más abajo se iniciaba la primera de las guardias matinales, me sentí al borde de la cama y murmuré mi despedida. Adiós, Ravenna, adiós.

CAPITULO XXIX

De no haber vivido las pocas horas siguientes en una especie de entumecido vacío, de no haber escogido Ravenna aquella noche para ser sincera por una vez en su vida, quizá no me habría percatado a tiempo de los problemas. Ignoraba cuánto llevaba en la litera, con la mirada clavada en la oscuridad y completamente incapaz de dormir.

Pero estaba demasiado absorto en mis propios pensamientos, demasiado apático y deprimido para que me preocupase lo que sucedía a mi alrededor. Me sentía casi como en los instantes previos a la invasión de Lepidor, cuatro años antes. Y por la misma razón. Pero ahora, por muy mal que hubiese escogido el momento, no había actuado guiada por la ira ni el odio.

¿O me equivocaba? Hasta entonces, Ravenna sólo me había dicho que me amaba en una única ocasión, la noche en que me drogó antes de escapar de Ilthys. Las dos veces parecía estar intentando atenuar el golpe.

Además, me dije a mí mismo, debí haber sabido lo que se avecinaba. Había sentido la distancia que nos separaba desde aquella noche en Ilthys o quizá desde antes. La confianza no era la única barrera que ella nunca había cruzado, sino sólo la más importante.

Tras un instante, la introspección abrió paso a la simple desesperación, y olvidé tanto las pesadillas como la traición de Sagantha. No había nada que pudiese aliviar mi dolor. Nada que atenuase el golpe.

Y en algún momento debí de dormirme porque tuve otras pesadillas.

Estaba solo en un enorme salón coronado en una cúpula cuyas caras de cristal estaban sostenidas por arbotantes que se arqueaban hasta unirse muy por encima de mi cabeza. Brillantes rayos de sol confluían en el suelo de mármol, cuyo diseño simulaba un remolino, en cuyo centro estaba yo.

―¿Dónde estoy? ―pregunté.

―Prometiste traer aquí a Ravenna ―respondió una voz conocida. Me volví y allí estaba mi hermano, con la túnica y la capa blanca, al parecer indiferente al increíble calor―. Ya nunca lo harás.

Miré alrededor, intentando orientarme, pero el salón era tan inmenso que en todas direcciones sólo veía el océano. Traté de moverme hacia el borde del remolino, pero era como si caminase siempre sobre el mismo punto, incapaz de escapar del centro.

―¿Dónde estamos?

―En el lugar más bendito del mundo ―informó Orosius―. El salón de las Profundidades del Tiempo, en Sanction.

Una parte de mí quiso decir que Sanction se había perdido, pero allí estaba. Recordé haberle prometido a Ravenna que algún día veríamos juntos el ocaso desde ese lugar, como lo habían hecho los jerarcas generación tras generación antes de la usurpación. Era una especie de ritual cuyos orígenes se perdían en el tiempo. Ningún texto que hubiese leído decía por qué eso era tan importante.

―El sol empieza a esconderse ―señaló Orosius y me protegí los ojos del resplandor. Era mucho más entrada la tarde de lo que imaginaba―. Tu tiempo es limitado.

―No soy jerarca.

―Lo eres, te designé jerarca antes de morir. Te entregué mi medallón, ¿qué has hecho con él?

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