Quizá me equivocase. Quizá fuesen siniestros incluso para alguien que no los conociese. Por otra parte, ¿había alguien a lo largo del ancho océano que no hubiese oído hablar de ellos?
Sus siluetas se recortaban distorsionadas sobre un muro de piedra lejano y desgastado por el tiempo. Sombras alargadas que se convertían en delgados y altos triángulos y luego desaparecían bajo la línea del techo del edificio principal.
Sus formas se tornaron un poco difusas por un instante a medida que se acercaban en dirección a la puerta principal, casi exactamente debajo de mí. Era sólo un efecto visual, una burbuja en el grueso cristal de la ventana, que los hacía parecer más perturbadores aún. Seguí sus pasos hasta que desaparecieron al final de los techos abovedados del patio inferior, que regresó a la normalidad. Unas pocas personas lo transitaban de aquí para allá y algunas gaviotas se detenían sobre la terraza mirando la laguna.
Sólo levanté la vista cuando oí un vago murmullo de voces que venía de abajo. El sonido de mis pasos me pareció fastidiosamente fuerte mientras avanzaba hacia la puerta entre elevadas hileras de estantes, incluso pese a saber que casi no hacía ruido.
Llegué a un amplio pasillo en la parte oeste del patio, con ventanas de arco acristaladas para proteger de las tormentas. Ningún rayo de sol hacía brillar las piedras, y el lugar era gris y sin vida comparado con el patio exterior.
Me llegaron fragmentos de conversación provenientes de las dos plantas inferiores, pero estaba demasiado lejos para entender una sola palabra. Dejé el pasillo relativamente ventilado y descendí una serie de estrechos escalones iluminados sólo por un diminuto tragaluz hasta la planta inferior. No hice ningún ruido al bajar. Las escaleras habían sido diseñadas con esmero para que fuesen lo más silenciosas posibles y el suelo estaba cubierto de alfombras. Era un sitio consagrado al silencio.
Silencio, pero no siempre discreción. Me escabullí por una puerta oculta y a través de dos cortinajes hacia una reducida galería con tres ventanas cuyos marcos de madera estaban trabajados con tanto detalle que no cabía un dedo en el hueco más grande. Una fina tela de muselina tapaba las ventanas y volvía borrosa la vista a través de los cristales.
Había otra persona allí: Litona, una mujer de mediana edad cuyo aspecto maternal disimulaba su brillante intelecto y su mente resuelta y despiadada. Me clavó la mirada cuando entré y saludó ligeramente con la cabeza, pero no dijo nada.
Ahora las voces se oían con mucha mayor claridad y poco después pude ver a los cinco inquisidores entrar en la espaciosa sala que había debajo de nosotros. Se habían dispuesto sillas, pero ninguno de ellos tomó asiento; los dos hombres que los seguían parecían muy incómodos.
Tras un momento de silencio habló el primer inquisidor, que se había echado hacia atrás la capucha. Se volvió en mi dirección, hacia los dos hombres, que se habían colocado junto a la pared más lejana.
―Como bien sabe, Preservador, a lo largo de los últimos cuatro años, el índice general de libros prohibidos ha sido revisado, y a los encargados de la cuestión les preocupa que hayan sido encontrados y censurados tan pocos volúmenes.
El rudo rostro del Preservador no expresó sorpresa. Ése era el motivo por el que la Inquisición había venido, y él lo sabía tan bien como los propios inquisidores.
―Nosotros no somos del mismo parecer, dómine Amonis. Pero no somos herejes.
―Vuestro clan ha mostrado una considerable reticencia a entregarnos libros prohibidos, lo que difícilmente puede entenderse como una actitud de auténticos creyentes.
―Es la actitud de quienes atesoran y preservan el conocimiento, sea del tipo que sea, dómine, tenemos copias del
Libro de Ranthas
en todas las lenguas conocidas, para que los estudiantes de cualquier lugar del planeta puedan leerlo en su idioma. ¿Es eso propio de herejes?
―Preservar ciegamente es caer en las garras del demonio ―sentenció Amonis―. ¿Cultivaríais un huerto con cada especie de fruto imaginable? Por supuesto que no, porque algunos son venenosos. Lo mismo sucede con el conocimiento. Vuestra dedicación a la enseñanza teológica es loable, pero conservar libros prohibidos es de todos modos una herejía.
―Ya os hemos dado las copias de todos los libros recién añadidos al índice ―dijo el Preservador, cuya expresión era tan inescrutable como la de Amonis, aunque su túnica negra era bastante más austera. Con todo, incluso en su propia tierra natal, el Preservador no era más que un anciano erudito enfrentando a un representante de Ranthas en Aquasilva.
―Quedan todavía muchos ejemplares en vuestro poder ―anunció el inquisidor con voz fría y precisa, sin exteriorizar una amenaza, aunque siempre la utilizaban.
―Como genuinos servidores de Ranthas ―dijo con agudeza uno de sus compañeros―, es vuestro deber actuar en concordancia con los mandatos del índice.
―Y eso hemos hecho ―sostuvo el Preservador con tono neutral, pero nadie en la sala ni en la galería se lo creyó.
De entre las cortinas apareció otro hombre, que se nos unió para seguir la conversación que se desarrollaba en la sala inferior. Al escoger ese lugar para reunirse con los inquisidores, el Preservador había dado permiso tácito para que cualquiera escuchase a escondidas lo que sucedía.
―Eso lo decidimos nosotros ―afirmó el inquisidor―. Estamos aquí por la autoridad de su gracia el exarca de Thetia para asegurarnos de que todos observen aquí las leyes de Ranthas.
―No me interpondré en los decretos de su gracia ―aseguró el Preservador mientras su compañero disimulaba mal su nerviosismo, algo que no debió de pasarles desapercibido a los inquisidores―. ¿Será muy prolongada vuestra estancia?
―Nos quedaremos hasta quedar satisfechos ―advirtió Amonis―. Necesitaremos alojamiento para nosotros y nuestros ayudantes, y damos por sentado que no se nos negará el acceso a ninguna zona de estos edificios.
―Estáis en un lugar donde reina la tranquilidad, adonde los estudiantes vienen a trabajar desde los puntos más remotos del mundo ―subrayó el Preservador con un énfasis que yo jamás me hubiese atrevido a emplear―. No nos interpondremos en vuestro camino, pero os pedimos que respetéis la paz de este recinto.
―No tenéis ningún derecho a darnos órdenes ―respondió el inquisidor―. La inspección comenzará ahora. Se nos permitirá a mis hermanos de fe y a mí recorrer las salas en soledad durante dos horas.
―¡Eso es ofensivo! ―protestó el asistente, incapaz de contenerse ni un instante más. ¿Por qué no habría mantenido la boca cerrada? El hombre carecía de toda sombra de tacto, era el modelo de académico concentrado en su propia persona.
―Es la voluntad de Ranthas ―espetó el segundo inquisidor―. ¿Es que te molesta que hayamos venido a interrumpir tus trabajos heréticos?
―No quiero ver aquí ningún tipo de arrebato ―dijo Amonis con calma―. Todo saldrá a la luz a su tiempo. Si existe en este lugar alguna herejía, la descubriremos y la castigaremos.
Volvió a colocarse la capucha con un único y sutil movimiento de las manos, y los cinco inquisidores se dirigieron hacia la salida. Oí que la puerta se cerraba tras ellos y en seguida mis dos compañeros de la galería partían para advertir a sus compañeros.
―¿Qué creías que estabas haciendo? ―cuestionó el Preservador a su asistente.
―Podría preguntar lo mismo ―respondió el asistente―. Permitirles pasar así, sin la menor protesta.
―¿Dónde has estado durante los últimos cuatro años? ―dijo el Preservador, disgustado―. Ahora ve a avisar a la gente. Estaré en mi oficina.
No me quedé mucho más, pues eso implicaba el riesgo de que me viesen los inquisidores por los pasillos. Por fortuna, había junto a mí otra pequeña escalera circular, y ellos no podrían alcanzar la segunda planta tan pronto.
Quien fuera que hubiese construido originalmente aquel sitio tenía una manía por el sigilo sólo comparable a la de Ravenna. Jamás había visto antes un edificio con tantas escaleras y habitaciones ocultas. Era ideal para esconder libros, o personas, ya que ése había sido su propósito original. Uno de los estudiantes me explicó que había sido construido durante una lucha dinástica, como refugio para escapar de los asesinos de la emperatriz Landressa.
Sentí alivio cuando llegué a un reducido pasillo vacío de la planta superior, decorado apenas con un desgastado zócalo pintado sobre el yeso blanco de las paredes.
La anciana estaba sentada dentro de una sala pequeña pero bien iluminada. Aunque había papeles dispersos sobre su escritorio, estaba reclinada sobre su acolchada silla.
No sonreía.
―¿Qué fue eso? ―preguntó con una voz que parecía provenir de una persona mucho más robusta.
―Inquisidores ―informé cerrando la puerta a mis espaldas―. Buscando libros incluidos en el índice.
―Carroña ―dijo ella con desdén.
―Ya han comenzado a merodear por aquí, el Preservador no ha podido...
―El Preservador no podría detener ni a una familia de ratones comiéndose sus zapatos.
Pese a su potencia, había en su voz una cierta aspereza, un aire nervioso que acompañaba el olor desagradable del ambiente, persistente incluso con las ventanas abiertas.
―¿Encontrarán algo?
―Tendrán que registrar todo el edificio. Por otra parte, no tenemos tiempo para eso. Ya te has demorado bastante yendo a investigar, y ahora esos cuervos vendrán ladrando para exigir que se les explique qué está sucediendo. Coloca estos papeles en un lugar seguro y ponte otra vez a trabajar para mí en esa mesa.
La observé con el rabillo del ojo mientras me sentaba frente al escritorio junto a una esquina para empezar la ingrata tarea de revisar el nuevo juego de escalas y equivalencias que ella estaba introduciendo en el mapa de Thetia. No volvió a coger su pluma, pero colocó un libro sobre el escritorio y comenzó a leerlo con una mirada de concentración en su pálido rostro.
De un modo u otro todo acabaría pronto. Sólo rogué que ella no viviera para ver cómo los inquisidores lo dejaban todo patas arriba como lo habían hecho en tantos otros sitios, destruyendo los libros que constituían la sangre misma de su clan.
No tenía la certeza de que en esta ocasión pensasen ir tan lejos, pero Amonis era cualquier cosa menos cuidadoso. Cuando llegó a la sala donde me encontraba, fuera estaba oscuro y se acercaba la hora del almuerzo. Sólo me había levantado para encender las lámparas y extender las mosquiteras de las ventanas, y tenía la mano agarrotada de tanto escribir.
El inquisidor ni siquiera se molestó en llamar a la puerta. Sencillamente entró, recibiendo una mirada glacial de parte de la anciana.
―¿Qué significa esto? ―exigió ella como si no hubiese sido advertida.
Era la primera vez que los veía cara a cara y sentí una familiar sensación de malestar. Clavé los ojos en el hombre con un miedo que, por un montón de motivos, era totalmente genuino.
Por suerte, él lo tomó como un cumplido, y sus ojos recorrieron la sala antes de que se dignase responder.
―Soy Ishadu, mis hermanos de fe y yo estamos buscando libros prohibidos.
―No encontrará ninguno aquí, inquisidor ―sostuvo ella, acabando de leer una oración de su libro antes de volver a enfrentarlo con la mirada. Era demasiado vieja para temerle.
―Ya lo veremos. ¿Quién eres tú?
Otra pausa.
―Mi nombre, inquisidor, es Dione Eerainos Polinskarn, si es que en realidad os interesa.
Les hubiese interesado, sin duda, de haber sabido que la mujer llamada Dione llevaba ya once años muerta. Pero no había manera de que lo supiesen.
―¿Y tú? ―preguntó dando media vuelta en dirección a mí. Parecía que Oshadu hubiese sido un campesino de Equatoria antes de tomar los hábitos. Era uno de los hombres que habían hablado en la sala de abajo, el más vehemente de ambos.
―A... Atho, dómine ―dije con la mirada clavada en sus ojos. Por lo general yo era muy bueno interpretando ese papel, pero jamás había sido capaz de evitar el pánico al estar cerca de un inquisidor.
―El es mi copista, inquisidor ―advirtió ella―. Como sin duda habréis comprobado, soy demasiado anciana para transcribir por mí misma todas mis investigaciones.
―¿Y sobre qué investigas? ―preguntó el inquisidor, aunque supuse que no le importaba la respuesta. Aquel hombre era literalmente un sucio fanático y apestaba casi peor que el penetrante olor de ese aposento. Un hombre carente de educación que probablemente había sido un sacrus. ¿O acaso lo estaba prejuzgando?
―Cambios a gran escala en las corrientes ―respondió ella con calma.
Me pregunté si alguien habría dicho la verdad al menos una vez desde la llegada de los inquisidores.
―Un asunto fundamental... ―ironizó el inquisidor acercándose al primer anaquel lleno de libros y recorriendo con un dedo regordete los suaves lomos de los volúmenes. Tras un instante me percaté de que sabía leer, pero luego razoné: ¿por qué motivo hubiesen enviado a un analfabeto?
―Está dañando los libros ―advirtió ella―, y este
asunto fundamental
contribuye a explicar cómo se puede viajar desde aquí hasta Equatoria en menos de seis meses, y si alguien será capaz de hacerlo en el futuro.
Oshadu cogió con brusquedad uno de los libros y lo abrió curioseando las páginas de forma indiscriminada.
―No hay necesidad de estudiar otra cosa que el
Libro de Ranthas ―
espetó, abriendo el volumen con tanta fuerza que la cola del lomo empezó a desprenderse―. Observa qué frágil y esencial resulta. Pronto se quebrará y caerá en el olvido.
―Puede que vosotros seáis necios ignorantes, pero estoy segura de que vuestro superior no lo es ―advirtió ella, y noté cómo alzaba los brazos desde la silla con las manos convertidas en furiosas garras―. No importa lo fuerte que sea vuestra fe, nunca podrá superar a las corrientes.
―Eso me suena a herejía ―apuntó el inquisidor arrojando el libro al suelo. Me descubrí mordiéndome el labio, suplicando que ese gesto no la sacase de sus casillas―. ¿Sugieres acaso que Ranthas no tiene poder de decisión sobre el océano si se propone tenerlo?
―Vosotros dependéis de ello tanto como cualquier otra persona ―afirmó ella, y en sus nublados ojos estaba presente el desafío a que él la contradijese.
El inquisidor se apoyó sobre el escritorio, revolviendo papeles con aire casual.
―Ten cuidado con lo que dices, vieja bruja, informaré de todo esto a mi superior ―amenazó y luego echó una mirada a los papeles esparcidos por el suelo―. Tus trabajos parecen haberse dañado. Te sugiero que los recojas y prosigas la labor que estabas desarrollando, por insignificante que sea.