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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (52 page)

—¡Roger, Aina!

—¿Pero qué es esto?

—¿Pero qué hacéis?

—¿Otra vez?

Los niños habían aprovechado que estábamos distraídos para pintar con rotulador permanente en las paredes del despacho. Mientras les arrebataban las armas del sabotaje doméstico, Ori exclamó:

—¡Joder, Roger, Aina, ya es la tercera vez! ¿Es que tenemos que estar repintando el piso cada seis meses?

Yo, en aquel momento, no lo entendí, claro, no soy tan sagaz. Yo estaba excitado por mi descubrimiento y experimentaba la necesidad de salir corriendo antes de que llegara el inspector Soriano con su tropa, y ya había agarrado a Flor de la mano y la arrastraba hacia la puerta desparramando besitos en todas direcciones, pero los gemelos ya me lo habían dicho, ya lo creo que me lo habían dicho.

—Pero, papá, ¿por qué tienes tanta prisa?

—¿Pero qué dices, papá, qué haces?

—¿Te has vuelto loco?

—¡Papá! ¡Ven aquí!

—¡Tati, Tati! ¡Yo también quiero jugar!

—¿Se puede saber qué está pasando? —preguntaba Silvia.

—Dímelo de verdad —me suplicaba Ori—: ¿acabas de resolver un caso de asesinato o es un pegote que te marcas?

—Adiós, adiós —decía yo—, ya os lo contaré.

Así fue como huí de mi familia.

ACTO DECIMOTERCERO
Escena 1

—Ángel… —dijo Flor cuando bordeábamos la Ronda de Dalí.

Lo dijo en un tono escalofriante que presagiaba conversaciones inoportunas relacionadas con la cama donde deberíamos pasar, juntos o separados, la noche siguiente. Experimenté la desesperación del asesino interrogado por el policía malo y preparé una respuesta fulminante.

Pero ella iba por otro lado:

—¿Dónde me llevas? ¿A mi casa?

—No. No puedo llevarte ni dejarte en ningún sitio donde pueda encontrarte la policía. Iremos a ver a la policía dentro de un rato, cuando podamos darles en bandeja el caso resuelto.

—¿Entonces…?

—Vamos al Hospital de Collserola a buscar la prueba definitiva que demuestre que el doctor Barrios y Ana Colmenero asesinaron a Marc Colmenero.

—¿El doctor Barrios y Ana Colmenero asesinaron a Marc Colmenero? ¿Quieres decir que su propia hija…?

Tan claro como lo había visto yo en la pantalla del ordenador.

Flor permaneció en silencio mientras nos acercábamos a la avenida del Doctor Andreu. Ya casi habíamos llegado al hospital cuando exclamó:

—¡Jolines, claro, tienes razón, es verdad! —Me miró—. Me parece que ya lo he entendido todo, Ángel… Excepto una cosa. ¿Qué tiene que ver Adrián en todo esto?

—Mira… Barrios y Ana Colmenero asesinaron al padre de la chica, ¿de acuerdo? Todo salió más o menos bien, pero una enfermera, Melania Lladó, vio algo extraño en la hoja de órdenes y se lo comentó a Ramón Casagrande. Casagrande era un visitador médico que vivía de someter a los médicos a pequeñas extorsiones caseras para colocar sus productos, un paso adelante respecto a los pequeños sobornos tan comunes y aceptados en este medio. Pero de repente, justo en el momento en que estaba entre la espada y la pared, asomado al abismo, amenazado por un traficante de droga que le reclamaba una deuda de mucho dinero, le llega esta onda y se pone a investigar. Se le ocurre mirar el correo web del médico, averigua la contraseña para poder entrar en él y ¿qué descubre?

—¿Qué descubre? —dijo Flor, como un eco—. ¿Estas cartas de amor tan bonitas?

—Descubre lo que me faltaba a mí: el motivo. Nadie, nunca, hubiera podido sospechar que la muerte de Marc Colmenero era un crimen premeditado del doctor Barrios porque el doctor Barrios no tenía ningún motivo para asesinar a Marc Colmenero. Cuando le ingresaron en el hospital, aprovechando la oportunidad que se les presentaba, Barrios y Ana fingieron que aquélla era la primera vez que se encontraban. Ella reclamaba la presencia del mejor médico del hospital y éste era el doctor Barrios. De cara al mundo, no había ninguna relación anterior entre Barrios y los Colmenero, porque Ana y Eduardo Barrios habían llevado la suya en un secreto total. Si los del hospital apoyaron a Barrios y untaron a Virtudes Vila para que callase, fue por la misma razón. Porque no podían imaginar un asesinato premeditado. Tanto si era culpa de Virtudes o de Barrios, sólo podían pensar en una negligencia, nada más. Un accidente. Un caso de mala suerte. Pero, de repente, Casagrande descubre que sí, que se conocían de antes, que eran amantes ocultos desde hacía años. Y llega a la misma conclusión que yo. Éstos se han cargado al viejo Colmenero para que la hija herede y se vengue de todas las humillaciones sufridas, o por lo que sea…

—Pero, insisto: ¿qué tiene que ver Adrián…?

—Espera. Hemos quedado en que Casagrande necesitaba mucho dinero. Acosado por los gánsteres, en lugar de recetas, añora pedía dinero, mucho dinero. Presionó demasiado al doctor Barrios y Barrios se sintió entre la espada y la pared. Una cosa es que puedan acusarte de adulterio y otra, mucho más grave, que te puedan acusar de asesinato. La solución ideal era matar a Casagrande pero, ¿cómo hacerlo? No era difícil, con la insuficiencia cardíaca que sufría el visitador médico, y de la cual no se escondía. Un médico puede tramar en seguida una solución como ésta: bastaría con una sobredosis de digoxina para que Casagrande palmase…

—¡Pero, Ángel, me estás hablando de un mundo perverso y abominable!

—Sí. Un mundo donde, si te despistas, te encuentras profanando un muerto la noche de Fin de Año. Que es lo que le sucedió a Adrián. Y Adrián tuvo la mala pata de ser descubierto por el doctor Barrios. Me imagino a Barrios montando un follón, confiscando la cámara fotográfica, anunciando despidos y denuncias… Y, en seguida, dando marcha atrás, porque no podían arriesgarse a que aquello se supiera, porque, además de una profanación, era la profanación de un personaje egregio y la infamia habría caído sobre todo el hospital independientemente de quiénes fuesen los culpables concretos. Por odioso que resultara, no podía arriesgarse a despedir y a crear resentimientos peligrosos entre los participantes de la fiesta. De manera que hubo una negociación. Barrios sometió a los culpables a unas sanciones leves a cambio de su silencio, y se quedó la cámara y las fotos por si acaso.

—Oh —dijo Flor.

—Un tiempo después, le resultó muy sencillo acorralar a Adrián. «O pones este frasquito en la mesita de noche de Casagrande o todo el mundo sabrá que eres un profanador de poetas egregios.» Y Adrián, claro, ¿qué iba a hacer?

—Claro —repitió Flor sin convicción.

—Después, las cosas se torcieron. Adrián dejo el Dixitax en el piso del Casagrande, sí, pero precisamente cuando bajaba las escaleras, se encontró a otro tío asesinando a Ramón Casagrande a tiros. El gánster que le reclamaba dinero había decidido cobrarse la deuda por aquel sistema tan bestia. A partir de aquel momento, el asesinato que tenía que ser discreto se convirtió en un asesinato escandaloso, y todo señalaba a Adrián como principal sospechoso. Dada esta situación, ¿qué podían importarle las fotos? Ya no se trataba de que tú le dejases, o que su padre le desheredase o que le cayeran unos meses de prisión por jugar con un muerto. Ahora se trataba de años de prisión por asesinato, del fin de su futuro. Consideró que la única opción era huir al extranjero, perderse por el mundo, pero no tenía pasta para hacerlo. Es así como se invirtió la situación: ahora Adrián no tenía nada que perder y, en cambio, Eduardo Barrios tenía todo que perder. De víctima de chantaje, Adrián se convirtió en chantajista. Del piso de Casagrande, había sacado la caja de cartón con las famosas fichas: tenía pruebas de la relación de Barrios con Ana Colmenero. Por eso te envió el mensaje secreto: «si desaparezco, habla a la policía de Colliure y de Sharazad». Él sabía que podríamos llegar a joder a Barrios sólo con estos datos, y por eso citó a Barrios allí, en la hípica, y le pidió dinero…, Pero tuvo la mala suerte de que Barrios se presentó con una escopeta de caza.

Callé al darme cuenta de que Flor ya no me escuchaba. Tenía en las manos la ficha del doctor Barrios y la miraba abstraída, perdida en reflexiones personales e intransferibles que no intenté ni adivinar, porque en aquel momento, llegábamos al Hospital de Collserola y tuve que buscar un lugar para aparcar.

Escena 2

Ya subíamos las escaleras, hacia la recepción, cuando Flor se detuvo.

—Eh, Ángel… ¿Me das las llaves del coche, que me he dejado las gafas?

Le di las llaves distraído, ensimismado en mis pensamientos, que consideraba más importantes. Ella fue hasta el coche y se reunió conmigo cuando el ascensor ya anunciaba su llegada con un
dring
. Subimos hasta el piso de Traumatología, me dirigí a la sala de control, santuario de las enfermeras, y pregunté por el doctor Miguel Marín.

—Un momento —me dijeron.

Lo llamaron por megafonía.

—¿Quién es éste? —preguntó Flor.

—El único médico de este hospital en quien confiaría. En su ficha Ramón Casagrande puso una observación que decía: «Insobornable. Ya madurará».

No sé si Flor me preguntó algo más pero, escudriñando la sala de enfermeras por encima del mostrador, igual que el primer día, cuando sorprendí la conversación entre el doctor Barrios y Melania Lladó, me quedé absorto y me olvidé de mi entorno.

Allí era donde estaban Melania Lladó y Virtudes Vila mirando una hoja de órdenes que no hablaba para nada de la alergia de Marc Colmenero. Se habían ausentado un momento y entonces había llegado el doctor Barrios. Y llevaba, seguro que llevaba, la hoja de órdenes nueva donde sí que constaba la alergia de Marc Colmenero. Era imposible que Barrios hubiera improvisado la sustitución de un documento por otro, si todo aquello hubiera sido un incidente fortuito. ¡Pero es que no lo era! Había sido un asesinato premeditado y, por lo tanto, el asesino ya lo tenía todo previsto. Tal vez lo único que no había anticipado era la presencia tan cercana de las dos enfermeras, Melania y Virtudes, que estuvieron a punto de pillarle. Pero no le pillaron, ¿por qué? Porque se desprendió de la hoja que le molestaba con un hábil truco de prestidigitador. Hop, visto y no visto, ahora está ahora no está, nada por aquí nada por allí, había dos hojas y ahora sólo hay una.

Y lo hizo allí mismo, entre aquellos ordenadores, los armarios y, sobre todo, la ciclópea vitrina de metal y cristal de metro y medio de altura por tres de ancho, sin patas y apoyada en una pared, que el primer día me hizo pensar que sólo podría moverla un cuarteto de tipos musculosos.

Fue entonces cuando me di cuenta de que los gemelos me lo habían dicho todo. Haciendo aquellas pintadas ingenuas en las paredes de su casa.

De eso se trataba: de pintadas. Aún se veían restos, en la pared de aquel recinto, de la gamberrada que tanto había irritado al doctor Barrios. «Médicos = todos k-brones» (o tal vez k-britos) y otra palabra larga que acababa con «sinos», posiblemente «asesinos».

—Dentro de quince días, por Semana Santa —había dicho Barrios—, yo mismo me ocuparé de esto. Conozco a un pintor competente y de confianza. Lo hará en pocas horas.

Había sido el mismo doctor Barrios el autor de aquella pintada. Claro que sí. Necesitaba un motivo para mover de sitio la pesada vitrina de hierro y cristal, cargada de material frágil.

El doctor Marín se nos acercó con expresión desconcertada. Llevaba bata blanca y una hoja de órdenes en sus manos. Al reconocerme, se le escapó una mirada esperanzada alrededor, buscando a Beth.

—Ah, es usted… —Decepcionado al ver que Beth había sido sustituida por Flor—: ¿Qué hay de nuevo?

—Le necesito para que me ayude a traspasar este mostrador.

—¿Para que le ayude a traspasar el mostrador?

Traspasé el mostrador.

—¡Eh, espere! —dijo.

Y vino tras de mí con la intención de detenerme.

—Ahora —dije—, tendrá que ayudarme a mover esta vitrina —y señalé el pesado mueble de metal y cristal lleno de objetos frágiles.

—¿Pero qué está diciendo? —arrugó la nariz.

Se lo hubiera contado pero, en aquel momento, miré a mi alrededor y advertí que Flor no estaba. Me asomé hacia el pasillo y tampoco la vi. Se había esfumado. Me palpé los bolsillos y eché en falta las llaves del Golf, que me había pedido unos momentos antes; y, por último, recordé aquella mirada fija en la ficha del doctor Barrios.

Exclamé: «Oh, Dios mío».

El doctor Marín me empujaba para echarme fuera de la sala de control: «Mire, salga de aquí y lo hablamos», y el caso es que yo quería salir, porque tenía que perseguir a Flor, fugitiva e inconsciente, pero no podía salir de allí sin acabar de hacer lo que tenía que hacer.

De manera que me volví hacia el médico, le arrebaté la hoja de órdenes y la dejé caer entre la vitrina y la pared.

—¡Eh!, ¿Qué hace? —gritó.

—Ahora, tendrá que apartar la vitrina para recuperarla. Hágalo y, además, encontrará otra hoja de órdenes, firmada por el doctorBarrios. Es una hoja referente a Marc Colmenero y verá que, en tu casilla de las alergias, no consta que sufra ninguna. ¡Hágalo llegar ¡i la policía, es muy importante! Ahora, lamento no poder ayudarlo porque ha surgido un imprevisto.

Y eché a correr por el pasillo, hacia los ascensores, maldiciendo a Flor y su inconsciencia heroica.

Mi Golf no estaba donde lo habíamos dejado.

Yo no recordaba cuál era la dirección del doctor Barrios. Sabía que vivía en Sant Cugat y había estado en su casa, pero ya no tenía la ficha para consultarlo. Porque la ficha se la había llevado Flor.

Volví al interior del hospital como si quisiera anunciar que se había declarado un incendio en un polvorín.

Me detuve delante del mostrador de recepción, patinando sobre el suelo pulido y encerado.

—¿Puede proporcionarme una guía telefónica de la provincia, por favor? —pedí educadamente, en un inútil intento de ocultar mi frenesí.

Mientras la recepcionista se apresuraba a complacerme, yo no podía quitarme de la cabeza que Flor, aquella delicada porcelanita de Lladró, cada minuto que pasaba estaba más cerca de un asesino enloquecido que no había dudado en cargarse a Marc Colmenero, a Ramón Casagrande y a Adrián para conseguir lo que quería. Y a Adrián le había fulminado sin ninguna persona interpuesta, con sus propias manos y una escopeta de caza.

No quería ni pensar lo que pasaría cuando Flor, inconsciente y arrebatada, se enfrentara al doctor Barrios, le dijera que estaba al corriente de sus crímenes y le exigiera que le entregase, para destruirlos, los originales de aquellas fotografías vergonzosas.

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