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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (4 page)

Cienfuegos
había nacido en la montaña y la montaña era su hogar y su refugio ya que podía trepar por los más peligrosos acantilados, salvar los más anchos abismos o mimetizarse con las rocas alimentándose de raíces como una liebre o un lagarto, y debido a ello estaba absolutamente convencido de que jamás conseguiría sobrevivir a bordo de uno de aquellos mugrientos pedazos de madera en los que los hombres parecían apiñarse encaramados los unos sobre los otros como lombrices sobre una plasta de perro.

Al mediodía había tomado por tanto la decisión de permanecer en la isla, convencido de que el capitán De Luna jamás podría apresarle ni en mil años que le anduviera a la zaga, pero con la llegada de las primeras sombras su fino oído le obligó a prestar atención al advertir cómo los lejanos valles, las quebradas, los riscos y los bosques se plagaban de sonoros silbidos que en cuestión de minutos propagaron de un confín a otro de la tierra la noticia de que a partir de aquel instante se ofrecía una recompensa de diez monedas de oro a quien condujese vivo o muerto a «La Casona» al pastor pelirrojo conocido por el sobrenombre de
Cienfuegos
.

Le asombró su propio precio, puesto que jamás había oído hablar de nadie —aparte claro está de los amos de hacienda— que hubiera tenido en su poder una sola de aquellas valiosísimas monedas y de improviso el vizconde ofrecía por su miserable cabeza más de cuanto toda una familia pudiese ganar a lo largo de veinte años de esfuerzos.

Meditó largo rato sobre ello, llegando a la conclusión de que si lo tuviera, también ofrecería ese dinero por aniquilar a quien hubiera sido capaz de robarle el amor de una criatura tan maravillosa como Ingrid, llegando igualmente a la conclusión de que a partir de aquel instante sus horas de vida estaban ya contadas.

Por hábil que fuera escabulléndose por los infinitos recovecos de la isla, igualmente lo eran los restantes pastores de sus cumbres, gentes que conocían al dedillo cada sendero y cada gruta de los montes, y cuyos hambrientos perros eran muy capaces de olfatear a un triste conejo aunque se ocultara en las mismísimas puertas del infierno.

A la caída de la noche Bonifacio le llamó una vez más desde el fondo del valle, y pese a que tratara de darle ánimos, la cadencia de su silbido permitía entrever a un oído tan acostumbrado a su tono como el del pastor, que había una especie de tristeza o deje de despedida en sus modulaciones, como si el pobre cojo estuviese íntimamente convencido de que aquélla sería ya su última charla.

Por unos instantes le asaltó la tentación de compadecerse de sí mismo por el hecho de saberse a solas frente al resto del mundo, y cuando la tímida luna recortó contra el cielo la majestuosa silueta del inmenso volcán que coronaba la isla vecina se preguntó si lo más acertado no sería intentar cruzar el tranquilo canal que las separaba, para unirse a las salvajes bandas de aborígenes que aún se mantenían furiosamente irreductibles en sus agrestes cimas y sus profundos bosques.

¡Sevilla!

Aquélla era no obstante la palabra que una y otra vez giraba en su cerebro constituyéndose en una especie de lejana luz de aliento y esperanza, porque ella había dicho —le había prometido— que se reuniría con él en Sevilla.

¿Pero qué era Sevilla y dónde se encontraba?

Una ciudad.

Cienfuegos
no había visto nunca una auténtica ciudad ya que la minúscula capital de la isla apenas era algo más que un villorrio de apenas tres docenas de casuchas de madera y barro, y se le antojaba inadmisible la idea de que pudiera existir un lugar en que cientos de palacios como «La Casona» se apiñasen en torno a amplias plazas de enormes iglesias y altivos campanarios.

Pero era allí donde ella le buscaría si es que conseguía salir con vida de la isla, y sentado una vez más al borde del acantilado con las piernas colgando sobre el abismo, decidió que merecía la pena esforzarse por sobrevivir aunque tan sólo fuera por el hecho de mantener la ilusión de que tal vez algún día volvería a acariciar aquella hermosa mata de cabello hecho de oro, se miraría de nuevo en sus azules ojos, o aspiraría el olor a hierba fresca de la criatura más hermosa que hubiera puesto el Creador sobre la Tierra.

A medianoche
voló
por tanto de roca en roca para acabar aterrizando mansamente sobre la negra arena de la playa, bordeó el alto acantilado, aguardó largo rato con el oído atento hasta cerciorarse de que todos dormían, y poco antes del alba se introdujo en un agua que le supo distinta y nadó mansamente y en silencio hacia la mayor de las naves que se balanceaba con un crujir de huesos en mitad de las tinieblas.

Se alzó a pulso por el cabo del ancla, arrugó la nariz ante la espesa hediondez de la brea, la humedad de la vieja madera y los orines, se coló por el primer agujero que encontró sobre cubierta y se acurrucó en el fondo de una oscura y atiborrada bodega, ocultándose como una rata más entre las barricas y los fardos.

Cinco minutos después dormía.

Le despertaron ásperas voces, rumor de pies descalzos que corrían sobre su cabeza, chirriar de maderos y restallar de grandes velas, y al poco la quejumbrosa nave comenzó a estremecerse macheteando el agua en su lucha contra las furiosas olas que asaltaban su proa.

Un sudor frío le corrió por la frente al tomar plena conciencia de lo alejado que se encontraba de su mundo y de que aquel balanceo que hacía que todo a su alrededor comenzara a dar vueltas, le apartaba aún más del único paisaje en que había deseado vivir desde que tenía memoria.

Estuvo a punto de gritar o salir corriendo para lanzarse de nuevo al mar y regresar a nado a las amadas costas de su isla, a conseguir que su vida acabara donde realmente debía, pero hizo un supremo esfuerzo mordiéndose los labios para limitarse a permitir que amargas y ardientes lágrimas corrieran mansamente por su rostro de niño.

El no podía saberlo, pero aquella mañana de setiembre acababa de cumplir catorce años.

Luego llegó el mareo.

Al olor a brea, sudor y trapos sucios; a alimentos podridos, excrementos humanos y pescado salado, se sumó ahora un violento mar de fondo, por lo que pronto se sorprendió a sí mismo devolviendo, cosa que jamás le había ocurrido anteriormente.

Creyó que se moría.

Al experimentar aquel mareo y aquella sensación de profundo vacío en el estómago del que apenas conseguía extraer a base de angustiosas arcadas una bilis amarga que le abrasaba la boca y la garganta, ignorando —como ignoraba casi todo en este mundo— que la suya no era más que la lógica reacción de quien por primera vez se embarca, consideró seriamente que había llegado el postrer momento de su vida, y que para acabar de tan sucia y denigrante forma, más valía haberlo hecho altivamente enfrentándose al capitán León de Luna en el grandioso marco de sus bellas montañas.

Morir allí encerrado no era digno de quien siempre se había sentido uno de los seres más libres de la tierra, ni morir sucio, enfangado en vómitos y bilis; apestando a mil hedores diferentes, tan solo y abandonado como únicamente podía encontrarse un ser humano en el momento de morir lejos de Ingrid.

Su agonía fue larga y no dio fruto.

Era quedarse a medias, con un pie a cada lado de la raya en estúpido equilibrio entre marcharse o aferrarse a una vida que carecía ahora de sentido, ya que en lugar de los bosques y los prados, el sol, la luz y el viento a los que siempre había estado acostumbrado, no existía más que aquel sucio y hediondo agujero en el que el único rayo de luz que penetraba, alumbraba a dos escuálidas ratas que acudían a devorar sus vómitos ya fríos.

Cerró los ojos y le rezó al único dios que conocía: el cuerpo de su amada, rogándole que acudiera a transportarle una vez más al paraíso para dejarle definitivamente en paz junto a la pequeña y limpia laguna en que siempre se bañaban. Soñó con ella como postrer refugio a sus desdichas, y perdió por completo la noción del tiempo y el lugar en que se encontraba hasta que un pesado pie descalzo le golpeó duramente las costillas.

—¡Eh, tú, cernícalo! —masculló un vozarrón malhumorado y bronco—. ¡Ya está bien de vagancia, pues…!

Arriba o te muelo a patadas.

Entreabrió apenas los ojos y observó idiotizado al malencarado hombretón que le coceaba por segunda vez el lomo.

—¿Qué pasa? —musitó con un hilo de voz apenas audible.

—¿Qué pasa? —gruñó el otro roncamente—. ¡Pasa que en este barco hay mucho vago, y son siempre los mismos los que tienen que hacer todo el trabajo! ¡Si te mareas busca otro oficio porque aquí has venido a pringar y es lo que vas a hacer en este instante…! ¡Arriba!

Le aferró sin miramientos de una oreja y haciendo gala de unos dedos de hierro se la retorció obligándole a alzarse para conducirle así, entre protestas y aspavientos de dolor, hacia las escaleras.

De un empujón lo lanzó sobre cubierta.

—¡Ahí va otro!

Ni siquiera tuvo tiempo de erguirse ya que de inmediato alguien colocó ante sus ojos un cubo y un cepillo de púas, al tiempo que ordenaba secamente:

—¡Empieza a sacarle brillo al entablado o te quiebro el costillar!

En un principio no pareció entender lo que le decían, puesto que jamás había fregado nada y empleaban palabras que no estaban comprendidas en su limitadísimo vocabulario, pero en cuanto se acostumbró a la violenta luz del mediodía advirtió cómo otros tres muchachuelos se afanaban en silencio restregando de rodillas las desgastadas tablas de la vieja cubierta, lo cual le permitió comprender de inmediato que aquello era lo que tenía que hacer si pretendía que no volvieran a patearle el lomo o arrancarle una oreja.

Se aplicó, por tanto, a la tarea procurando mantener la cabeza lo más gacha posible para que nadie descubriese antes de tiempo que era un intruso por cuya captura se ofrecían diez monedas de oro, hasta que al atardecer acudió un tipejo mugriento y desgreñado que dejó ante sus narices un cuenco que llenó con el maloliente guiso que extraía con un sucio cucharón de una enorme cazuela renegrida.

Observó sólo un instante las oscuras judías y los trozos de nabo que bailoteaban al compás de la nave sobre un líquido espeso y rancio de color indefinido, a punto estuvo de acabar de rellenarlo con su bilis, y si no lo hizo fue porque el más cercano de sus compañeros de fatigas alargó prestamente la mano apoderándose del recipiente.

—¿Qué haces? —exclamó horrorizado—. Dame eso. ¡Con el hambre que tengo…!

El cabrero tuvo que esforzarse por mirar a otra parte porque el odioso espectáculo de contemplar a alguien devorando semejante bazofia bastaba para revolverle nuevamente las tripas, y clavó por tanto la vista en el azul del mar que parecía haberse amansado en las últimas horas, y en otra nave, bastante más pequeña, que navegaba con todo su velamen al viento a no mucha distancia.

—¿Cómo te llamas? —quiso saber su vecino.


Cienfuegos
—replicó sin mirarle.


Cienfuegos
, ¿qué?

—Sólo
Cienfuegos
.

—Eso no es un nombre. Será en todo caso un apodo. Yo me llamo Pascual. Pascualillo de Nebrija. Nunca te había visto a bordo, aunque no me extraña porque aquí todo el mundo cambia de barco como de camisa. Hoy estás en éste, mañana en aquél. En el fondo, ¿qué más da uno que otro? ¿De verdad no quieres comer?

—Me moriría si lo hiciera.

—Y yo si no lo hago. A mí esto de sacar brillo a las cubiertas me da un hambre de lobo, y lo cierto es que apenas he hecho otra cosa en este viaje que fregar y comer. ¡Perra vida la del grumete!

—¿La de quién?

El otro le observó ciertamente perplejo:

—La del grumete —repitió—. ¡La nuestra!

—Yo no soy grumete. Soy isleño.

—¡Tú lo que eres es tonto! —fue la espontánea respuesta—. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Se puede ser isleño y grumete. ¿O no?

—No lo sé. Yo siempre fui únicamente isleño y cabrero.

—¡Dios nos asista! —exclamó el chicuelo haciendo un ampuloso ademán hacia el muchacho que se sentaba a su derecha como mostrándole el extraño espécimen humano que había descubierto—. ¡Mira lo que tenemos aquí! ¡Otro genio!

—¡Demasiados para esta mierda de barco! ¿De dónde ha salido?

—Me temo que de la isla.

—¡Pues estamos buenos! Aunque al fin y al cabo mientras friegue, mejor isleño que de Toledo o Salamanca.

No entendió de qué hablaban. Se le escapaba el significado de la mitad de las palabras, ignoraba la razón de sus risas y aún le dolía terriblemente la cabeza. Lo único que deseaba era recostarse en un mamparo, cerrar los ojos y evocar el rostro de su amada, repitiéndose una y mil veces que le había prometido ir a buscarle a Sevilla.

El sol, a proa, comenzaba a hundirse muy despacio en un mar ahora tranquilo y recordó cuántas veces se sentaron en la cima de un monte a observarlo en silencio esperando distinguir en la distancia el abrupto contorno de la misteriosa isla que según una vieja leyenda surgía algunas veces de las aguas, cuajada de flores y palmeras, para desaparecer de nuevo bruscamente tras mostrarle a los hombres lo que fuera en su tiempo el Paraíso del que un día les expulsara un arcángel.

Resultó siempre empeño inútil pese a que los más ancianos del lugar juraban haberla visto muchas veces, pero a él nunca le importó no verla, porque sentado allí, con la cabeza de Ingrid entre sus muslos, ningún otro Paraíso provocaba su envidia y no cabía imaginar un lugar más hermoso que el bosque en que se amaban, ni la escondida laguna en que un día se conocieron.

Cayó la noche.

Repicó una campana y se hizo un profundo silencio roto tan sólo por el crujir del achacoso navío, el rumor del agua al lamer mansamente las bordas y el aislado restallar de los foques con los cambios de viento, mientras dos mortecinas luces contribuían a acentuar los contornos de las sombras del alcázar de popa, dejando en tinieblas la figura de un flaco timonel de mirada impasible.

Alguien lloraba.

Escuchó atentamente y pese a que su agudo oído no estaba acostumbrado a los ruidos de a bordo, percibió con toda claridad el intermitente sollozar de una persona que se esforzaba por no mostrar su pena.

Se arrastró hacia el confuso bulto.

—¿Qué te ocurre? —musitó.

El rostro de Pascualillo de Nebrija se alzó muy lentamente.

—Tengo miedo… —musitó en un susurro.

—¿De qué?

—Mañana estaremos todos muertos.

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