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Authors: Agatha Christie

Cianuro espumoso (25 page)

Anthony emitió un prolongado silbido.

—Y... ¿nadie te vio? —quiso saber.

Iris titubeó.

—No estoy segura —contestó muy despacio—. Creo que Ruth se dio cuenta. Pero parecía tan aturdida que aún no estoy segura de si se dio cuenta
de verdad
... o si me estaba mirando sin verme.

Anthony volvió a silbar.

—En menudo jaleo te has metido.

—Ha sido un sufrimiento terrible —dijo Iris—. ¡He tenido tanto miedo de que se enteraran...!.

—¿Por qué no se encontraron en el paquete tus huellas dactilares?. Lo primero que harían sería buscar las huellas latentes.

—Supongo que sería porque lo debí sujetar a través del pañuelo.

Anthony asintió.

—Sí, tuviste suerte en eso.

—Pero, ¿quién pudo meterlo en mi bolso?. Lo tuve conmigo toda la noche.

—Eso no es tan imposible como tú crees. Cuando fuiste a bailar después del espectáculo, dejaste el bolso sobre la mesa. Alguien pudo haberlo hecho entonces. Y hay que tener en cuenta a las mujeres. ¿Podrías ponerte en pie y enseñarme lo que hace una mujer en el guardarropa?. Es algo de lo que yo no sé una palabra. ¿Os reunís y charláis, o bien os vais cada una a un espejo distinto?.

Iris reflexionó.

—Todas nos acercamos a la misma mesa, una mesa muy larga, con el tablero de vidrio. Dejamos los bolsos y nos miramos la cara, ¿sabes?.

—No, no lo sé. Continúa.

—Ruth se empolvó la nariz y Sandra se dio unos toques al pelo y se puso una horquilla. Y yo me quité la capa y se la di a la encargada del guardarropa. Entonces vi que tenía sucia la mano, una salpicadura de barro, y me acerqué a los lavabos.

—¿Dejaste el bolso sobre la mesa de cristal?.

—Sí. Y me lavé las manos. Creo que Ruth aún se estaba retocando el maquillaje. Y Sandra vino y entregó su capa y luego regresó al espejo. Ruth vino a lavarse las manos y yo volví a la mesa y me arreglé un poco el cabello.

—Así que, ¿cualquiera de las dos hubiera podido meter algo en el bolso sin que tú lo vieras?.

—Sí, pero no puedo creer que ni Ruth ni Sandra fuesen capaces de hacer semejante cosa.

—Tienes un concepto muy elevado de la gente. Sandra es una de esas mujeres que hubieran quemado a sus enemigos vivos en la Edad Media y Ruth resultaría la envenenadora más práctica, completa e implacable que haya jamás pisado esta tierra.

—De haber sido Ruth, ¿por qué no dijo que me había visto dejar caer el papel?.

—Ahí me pillaste. Si Ruth hubiera escondido el paquete de cianuro en tu bolso con toda la mala intención, hubiese tenido buen cuidado de que no pudieras deshacerte de él. Así que parece ser que no fue Ruth. Es más, la mejor probabilidad la constituye un camarero... ¡El camarero... el camarero !. Si por lo menos hubiese habido un camarero extraño, un camarero singular, un camarero alquilado para aquella noche tan sólo. Pero, en lugar de eso, no tenemos más que a Giuseppe y Pierre. Y ninguno de los dos encaja en este caso.

Iris exhaló un suspiro.

—Me alegro de habértelo dicho. Nadie se enterará ahora, ¿verdad?. Sólo lo sabremos tú y yo.

Anthony la miró con cierto embarazo.

—Las cosas no van a quedar así precisamente, Iris. Es más, vas a ir ahora mismo conmigo, en un taxi, a ver a Kemp. No podemos ocultar eso.

—¡Oh, no, Anthony!. Creerán que yo maté a George.

—¡No cabe la menor duda de que lo creerán si descubren más adelante que les habías ocultado eso!. Tu explicación no resultará entonces muy convincente. Si la ofreces ahora voluntariamente, existe una probabilidad de que te crean.

—Por favor, Anthony...

—Escucha, Iris, te encuentras en una situación difícil. Pero, aparte de toda otra consideración, existe una cosa que se llama
verdad
. No puedes preocuparte exclusivamente de tu propia seguridad cuando se trata de administrar justicia.

—¡Oh, Anthony!. ¿Es necesario que te muestres tan grandilocuente y abnegado?. ¿Quieres dártelas de tener un gran corazón?.

—¡Astuto golpe! —dijo Anthony—. A pesar de lo cual, vamos a ir a ver a Kemp. ¡Ahora mismo!.

Salió con él al vestíbulo de muy mala gana. El abrigo de Iris estaba tirado sobre una silla. El joven le ayudó a ponérselo.

En los ojos de Iris brillaba una expresión de rebeldía y de temor, pero Anthony no dio muestras de ceder. —Tomaremos un taxi al otro lado de la plaza —dijo. Cuando se dirigían a la puerta, alguien oprimió el timbre y le oyeron sonar en el sótano. Iris exhaló una exclamación.

—Me había olvidado. Es Ruth. Iba a venir aquí a la salida de la oficina para discutir los detalles del entierro. Se celebrará pasado mañana. Se me ocurrió que podríamos arreglarlo todo mejor en ausencia de tía Lucilla, porque ella complica las cosas de una manera...

Anthony se adelantó y abrió la puerta antes de que pudiera hacerlo la doncella, que subía corriendo la escalera.

—Déjalo, Evans —dijo Iris. Y la muchacha se volvió a marchar. Ruth parecía cansada y algo desgreñada. Llevaba un maletín bastante grande.

—Siento mucho llegar tarde, pero el metro estaba tan lleno esta noche... y luego tuve que esperar tres autobuses y no encontré un taxi por ninguna parte.

«Está muy poco en consonancia con el temperamento de la eficiente Ruth el presentar excusas», pensó Anthony. Una prueba más de que la muerte de George había logrado dar al traste con aquella eficiencia que casi no resultaba humana.

—No puedo ir contigo ahora, Anthony —dijo Iris—. Ruth y yo tenemos que arreglar unas cosas.

Anthony respondió con firmeza:

—Me temo que lo que hemos de hacer nosotros es mucho más importante. Siento mucho, miss Lessing, tener que llevarme a Iris, pero se trata de algo
verdaderamente
importante.

—No se preocupe, Mr. Browne. Puedo arreglarlo todo con Mrs. Drake cuando llegue —sonrió levemente—. Soy capaz de manejarla muy bien, ¿sabe?.

—Estoy seguro de que sería usted capaz de manejar a cualquiera, miss Lessing —dijo Anthony con admiración.

—Quizás, Iris, si pudiera usted hacerme alguna indicación especial...

—No hay ninguna. Propuse que lo arregláramos nosotras nada más porque tía Lucilla cambia de parecer cada dos minutos y me pareció muy duro que usted pagase las consecuencias. ¡Ha tenido usted tanto quehacer!. Pero en realidad me tiene sin cuidado la clase de entierro que se haga. A tía Lucilla
le gustan
los entierros, pero yo los odio. Hay que enterrar a la gente, pero para eso no hace falta tanto jaleo. A los difuntos les tiene completamente sin cuidado. Han escapado de todo eso. Los muertos no vuelven.

Ruth no contestó, e Iris repitió con extrañeza y desafiadora insistencia:

—¡Los muertos no vuelven!.

—Vamos —dijo Anthony.

Y la sacó por la puerta de un tirón.

Un taxi libre cruzaba lentamente la plaza. Anthony lo paró y ayudó a subir a Iris.

—Dime, hermosura —preguntó cuando hubo ordenado al conductor que les llevara a Scotland Yard—, ¿quién sentías que estaba en el vestíbulo cuando te pareció tan necesario afirmar que los muertos, muertos están?. ¿George o Rosemary?.

—¡Nadie!. ¡Nadie en absoluto!. ¡Te digo que odio los entierros!.

Anthony exhaló un suspiro.

—Decididamente —murmuró—, debo de tener facultades psíquicas.

Capítulo XII

Había tres hombres sentados alrededor de una pequeña mesa con tablero de mármol. El coronel Race y el inspector Kemp estaban tomando sendas tazas de té muy cargado. Anthony estaba paladeando lo que los ingleses llaman una taza de buen café. No estaba Anthony muy de acuerdo con esta definición, pero lo soportaba simplemente para que se le admitiera en términos de igualdad a la conferencia de los otros dos hombres.

El inspector Kemp, tras comprobar cuidadosamente las credenciales de Anthony, había accedido a reconocerle como colega.

—Si quieren que les dé mi opinión —dijo el inspector que echó varios terrones de azúcar en su té—, este caso nunca llegará a juicio. Jamás lograremos pruebas suficientes.

—¿Usted cree que no? —inquirió Race.

Kemp meneó la cabeza y tomó un trago de té.

—La única esperanza estaba en obtener pruebas de que alguno de esos cinco hubiera comprado o tenido en su poder cianuro. Han resultado infructuosas todas mis pesquisas en esa dirección. Será uno de esos casos en que
se sabe
quién es el culpable, pero no se puede demostrar.

—¿Usted sabe quién es el culpable? —dijo Anthony que miró con interés a Kemp.

—En mi fuero interno estoy casi convencido: lady Alexandra Farraday.

—¡Así que esa es su opinión! —manifestó Race—. ¿Razones?.

—Las va usted a saber —declaró Kemp—. Creo que es de esas mujeres que tienen unos celos terribles. Y es autocrática también. Como esa reina de la historia... Leonor de no sé qué, que siguió la pista hasta el nido de amor de la Bella Rosamunda y le dijo que escogiera entre el puñal y la taza de veneno
[11]
.

—Sólo que en este caso —dijo Anthony—, a la Bella Rosemary no le dieron a escoger.

—Alguien avisa a Mr. Barton —prosiguió Kemp—, y éste empieza a desconfiar. Y yo creo que tendría unas sospechas bien definidas, sino no hubiera llegado hasta el punto de comprar una casa en el campo a menos que quisiera vigilar a los Farraday. Ella debió de comprenderlo enseguida al oírle hablar tanto de la fiesta y ver su insistencia en que acudieran. Ella no es de las que dice «esperemos y veamos». Siempre autocrática, la eliminó. Eso, me dirán ustedes, no es más que una teoría basada en el temperamento de lady Alexandra. Pero yo digo que la
única
persona que puede haber tenido ocasión de dejar caer algo en la copa de Barton, un poco antes de que bebiera, es la dama sentada a su derecha.

—¿Y nadie le vio hacerlo? —preguntó Anthony.

—Hubiera podido verla alguien, en efecto. Pero nadie la vio. Diga si quiere que demostró mucha destreza.

—Una verdadera prestidigitadora.

Race tosió. Sacó la pipa y empezó a cargarla.

—Un detalle de menor cuantía —dijo—. Admitamos que lady Alexandra es autocrática, celosa y que quiere con locura a su marido, y admitamos que no vacilaría en asesinar si fuera preciso. ¿Cree usted que es de las que meterían pruebas condenatorias en el bolso de una muchacha?. ¿Una muchacha completamente inocente, fíjese bien, que jamás le había hecho daño alguno?. ¿Está eso de acuerdo con la tradición de los Kidderminster?.

El inspector Kemp se movió con desasosiego en su asiento y contempló el interior de su taza.

—Las mujeres no juegan limpio —contestó—, si es eso lo que quiere decir.

—Muchas de ellas, sí —dijo Race, sonriendo—; pero me alegro de ver que no ha quedado usted muy convencido,

Kemp salió de su apuro volviéndose hacia Anthony, con aire de condescendencia y protección.

—A propósito, Mr. Browne, seguiré llamándole así, si le es igual, quiero decirle que le estoy muy agradecido por la rapidez con que trajo a miss Marle aquí esta tarde para que contara lo que le había ocurrido.

—Tuve que hacerlo aprisa —respondió Anthony—. De haber esperado, probablemente no la hubiera podido traer.

—Ella no quería venir, claro está —dijo Race.

—Estaba asustada, pobre chica. Me parece natural.

—Mucho —asintió el inspector.

Y se sirvió té. Anthony tomó un trago de café.

—Bueno —añadió Kemp—, yo creo que la hemos tranquilizado. Se fue a casa bastante satisfecha.

—Espero —comentó Anthony— que después del entierro podrá escaparse conmigo al campo. Creo que le sentarán bien veinticuatro horas de paz y tranquilidad, lejos de la eterna charla de tía Lucilla.

—La incansable lengua de tía Lucilla tiene sus ventajas —dijo Race.

—Para usted. Y que le aprovechen —dijo Kemp—. Suerte que no se me ocurrió tomar taquigráficamente lo que decía cuando le tomé la declaración. De haberlo hecho, el desgraciado taquígrafo se encontraría a estas horas en el hospital con una mano paralizada.

—Quizá tenga usted razón, inspector —opinó Anthony—, al asegurar que el asunto jamás llegará a juicio. Pero ése es un final muy poco satisfactorio... Y aún hay una cosa que no sabemos... ¿quién escribió a George Barton los anónimos diciéndole que a su mujer la habían asesinado?. No tenemos la menor idea de quien puede ser.

—¿Sigue con sus sospechas, Browne? —preguntó Race.

—¿Ruth Lessing?. Sí, sigue siendo mi candidata. Me dijo usted que le había confesado que estaba enamorada de George. Rosemary, según todos los indicios, la trataba con desprecio. Imagínese que vio de pronto una buena oportunidad para deshacerse de Rosemary y que estaba convencida de que, una vez con la mujer fuera de circulación, ella podría casarse con George...

—Todo eso se lo concedo —respondió Race—. Reconozco que Ruth Lessing tiene la serenidad y la eficiencia necesarias para pensar en un asesinato y llevarlo a cabo, y que quizá carece de esa piedad que es esencialmente producto de la imaginación. Sí, hasta le concedo que haya cometido el primer asesinato. Pero, por mucho que me esfuerce, no me la imagino cometiendo el segundo. ¡No concibo que le entrara pánico y que envenenara al hombre a quien amaba y con quien esperaba casarse!. Otro de los detalles que la excluyen: ¿por qué se calló cuando vio a Iris tirar el paquete debajo de la mesa?.

—Quizá no lo vio —sugirió Anthony algo dubitativo.

—Casi tengo la seguridad de que lo vio —señaló Race—. Cuando la interrogué, me dio la impresión de que ocultaba algo. Y la propia Iris Marle cree que Ruth Lessing la vio.

—Vamos, coronel —dijo Kemp—, sepamos ahora por quién vota usted. De alguien sospecha, ¿verdad?.

Race asintió.

—Hable. Lo que es justo, es justo. Ha escuchado ya nuestra opinión... y hecho objeciones.

La mirada de Race se apartó pensativa del rostro de Kemp para clavarse en el de Anthony.

Él enarcó las cejas.

—No me diga usted que sigue creyéndome el «traidor» .

Race meneó la cabeza lentamente.

—No se me ocurre motivo alguno para que quisiera usted matar a George Barton. Creo saber quién lo mató, y también a Rosemary.

—¿Quién?.

—Es curioso que todos hayamos escogido como candidato una mujer —musitó Race—. Yo también sospecho de una. —Hizo una pausa y luego agregó—: Yo creo que la culpable es Iris Marle.

Anthony retiró la silla violentamente. Durante un instante se le congestionó el rostro. Luego, con esfuerzo, volvió a dominarse. Su voz al hablar, tenía un leve temblor, pero era tan despreocupada y burlona como siempre.

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