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Authors: Lluís Hernàndez i Sonali

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Certificado C99+ (2 page)

—Venga, mujer, no lo tomes así… Ya sabes que si no estamos bien agrupados, el certificado es muy lento, o no funciona, y hay que volver a empezar…

—¡No sabes cómo me gustaría tener uno individual!

Jaime se sintió dolido por un instante. Él también se sentía un poco frustrado a veces por no ganar bastante dinero, por no tener mejor posición. Pero, se repitió mentalmente, sería injusto, muy injusto, que no se sintiera orgulloso de todo lo que había hecho. Después de todo, cuando se casaron no podían imaginar que llegarían a viajar con la facilidad con que lo hacían ahora. Y la casa que tenían, y todo lo demás.

Elena, que había adivinado lo que él pensaba, intentó quitarle importancia:

—Es que cuando los veo entrar por aquella puerta, tan satisfechos, los mordería!

Se refería, por supuesto, a los que se dirigían directamente a una puerta reservada, como decía un discreto y elegante rótulo, para los que tenían certificado individual.

Él contestó como Siempre lo hacía:

—Piensa que, al final, todos iremos en el mismo avión.

Y tenía razón, porque, como ya había dicho muchas veces: «Con lo que nos costaría un individual podemos ir de viaje diez o veinte veces. ¿Y de qué nos serviría el certificado si entonces no podríamos pagar ni el avión ni el hotel?». Pero, claro, siempre sentía envidia al ver a la gente que podía evitar que la trataran como un rebaño de ovejas.

—Mira, ya tenemos aquí a los
pastores
—anunció ella en voz baja, tratando de fingir un humor que no tenía, cuando se presentaron unos oficiales encargados de hacer que todos los pasajeros se concentraran en un grupo compacto, ordenados sobre unas marcas circulares que había en el suelo.

—No, mujer —siguió él la broma—, no son los
pastores
, son los perros guardianes. El
pastor
es aquél.

Y, efectivamente, una voz rígida, oficial, les decía desde una especie de balcón o tribuna situada en una pared, a bastante altura para dominar desde allí toda la sala:

—Señores viajeros, hagan el favor de ocupar una situación estable, por favor.

Elena y Jaime, expertos viajeros, sabían que debían quedarse quietos y muy cerca del resto de la gente. Una pareja de jubilados, con pinta de viajar por primera vez, los miraban desconcertados, y Jaime les sonrió:

—Como si estuviéramos en un ascensor, tenemos que aprovechar todo el espacio…

La mayoría de la gente, Sin que nadie se lo hubiera pedido, tenía tendencia a callar o a hablar en voz muy baja. Jaime siguió, sin dirigirse a nadie en particular:

—Sólo será un minuto, quizás algo menos.

Efectivamente, ellos ya habían pasado muchas veces por la experiencia cuando toda la gente del grupo estaba razonablemente agrupada y quieta, sólo se necesitaba una rápida exposición a una luz especial. Había quien decía que aquella luz era peligrosa, o que a la larga provocaría espantosas degeneraciones, pero si tuvieran razón, media humanidad estaría ya enferma. Y, en cambio, los beneficios eran inmediatos: hacía más de cien años que no había habido ningún muerto en accidente de aviación. O eso decían, porque, puestos a sospechar, también se podía sospechar que no decían la verdad.

La voz del
pastor
, en realidad un funcionario de la Corporación, les anunció:

—En unos instantes tendremos el resultado. No deshagan la formación, por favor.

Sólo un minuto, que siempre resultaba eterno: en aquel minuto, gracias a una tecnología que ni Jaime ni Elena habían comprendido nunca, ni falta que les hacía, sólo les faltaba preocuparse por esas cosas, se podría saber si todas las personas del grupo seguirían vivas durante el margen de tiempo necesario para que el avión llegara a su destino. Así de sencillo. Y como el avión no despegaba sin comprobarlo antes, se podía garantizar que todos llegarían sanos y salvos…

La señora que tenía encajada delante de ella le hizo la pregunta que siempre le hacía alguien:

—¿Y cómo lo pueden saber?

—Yo tampoco lo comprendo. Pero nunca falla, así que algo de verdad tiene que haber.

Justo entonces se oyó una especie de murmullo apagado que se fue alzando desde uno de los extremos del grupo. Los oficiales habían vuelto a entrar en la sala y trataban de rehacer el círculo en los lugares donde la formación se había relajado.

—¿Qué ocurre? —preguntó, inquieta, la voz de un hombre, el jubilado al que había sonreído antes, detrás de Jaime.

—No lo sé… —-respondió él, aunque se lo imaginaba.

—¡Parece que ha dado negativo! —exclamó Elena con voz apagada.

—¿Y qué pasa si da negativo?

—Pues que en este grupo hay una persona, o más de una, que mañana, o dentro de unas horas, no estará viva.

—¡Virgen María! —dijo la señora mayor de antes, llevándose las manos al pecho.

—¿Y qué haremos? —preguntó su marido.

La voz rígida de la tribuna respondió, como si lo hubiera oído:

—Señoras y señores, el certificado colectivo no ha sido viable en esta ocasión. Dividiremos el grupo en dos y volveremos a proceder. Por favor, sigan las instrucciones de los oficiales y mantengan el círculo bien formado.

Ahora todos callaban. Cada uno de ellos miraba a los vecinos como si quisiera saber cuál era el culpable del retraso, e inmediatamente todos se arrepentían, pues recordaban que el
culpable
estaba a punto de morir. El grupo se escindió, más rápidamente de lo que parecía posible, en dos grupos; una mitad se quedó en el centro de la sala, ahora sí apelotonados como un rebaño de ovejas, y los oficiales hicieron pasar a una sala vecina a la otra mitad. Volvió a empezar el proceso, y esta vez todos esperaron con un tenso silencio a que pasara el minuto anunciado.

El silencio se rompió con un suspiro colectivo cuando la voz del oficial de la tribuna anunció:

—El certificado colectivo es correcto. Pueden dirigirse a las puertas de embarque. Gracias por su paciencia. La Corporación del Certificado les desea que tengan un buen viaje.

La pareja de jubilados que Elena y Jaime tenían a su lado caminaba por el pasillo como Si les hubieran quitado veinte años de encima. Ella, sin disimular su alivio, les preguntó:

—¿Y qué le pasará al otro grupo?

Elena lo Sabía perfectamente:

—Lo irán dividiendo en grupos más pequeños y los dejarán embarcar a medida que vayan dando positivo. Al final quedará un grupo pequeño, demasiado pequeño para un certificado colectivo.

—¿Y entonces? —insistió ella.

—Pues todo el grupo quedará marcado, y nadie podrá viajar hasta que —Elena no sabía cómo decirlo, y repitió—, hasta que…

—¡Hasta que alguno de ellos muera, claro! —exclamó, tras adivinarlo, la señora, y se puso la mano en la boca como para ahogar lo que acababa de decir.

—No pasa nada, cariño —la disculpó su marido.

Elena prosiguió:

—Parece ser que el certificado de grupo no es tan seguro como el individual y que a veces da negativo pero pasa el tiempo reglamentario y no muere nadie.

—A mí me parece bien —intervino otra vez el marido—. Mejor que se equivoquen por exceso que por defecto. Así sabemos que podemos viajar seguros.

—Sí, claro —añadió Jaime, que hacía rato que no decía nada—. Así viajamos todos seguros.

—Pero a mí nadie me quita la angustia… —añadió aún Elena mientras entraban en el avión.

Y, como siempre, las primeras filas del avión ya estaban ocupadas por los viajeros con certificado individual, que los miraban con cara de compasión y alivio: seguro que ya sabían que alguien había dado negativo.

LEY ÚNICA DEL CERTIFICADO

Artículo 50

Los certificados los expedirá la Comisión Ejecutiva del Certificado y contendrán los datos biométricos necesarios para la correcta identificación de la persona a la que se le ha expedido el certificado, así como la duración que haya obtenido.

Artículo 54

El certificado sólo tendrá validez cuando esté en posesión de la persona para la qe se haya expedido, que lo deberá llevar con ella en todo momento.

Artículo 55

Las autoridades de la Comisión podrán exigir la exhibición siempre que lo consideren necesario y cuando la persona afectada esté en una situación para la cual sea necesaria la posesión del certificado.

Jessica Rojas

Jessica Rojas tuvo la misma sensación de ser la actriz secundaria de una película mala que siempre tenía cuando entraba en el despacho de su superior. El señor Santana, el director de Operaciones, situado en el otro extremo del despacho, le daba la espalda y parecía muy ocupado en contemplar, desde las alturas, el privilegiado escenario de la ciudad al otro lado del ventanal, abajo.

Jessica, aunque sabía que la puerta se cerraría sola, la acompañó con la mano y demostró que sabía caminar por aquella alfombra con la parsimonia y la elegancia de una modelo de alta costura. De hecho, habría podido pasar por una modelo que caminaba por la pasarela; aunque, considerando que se hallaba en el edificio principal de las oficinas de la Corporación, lo más probable es que cualquiera que se fijara en ella habría imaginado que era una secretaria de alto nivel, probablemente la secretaria privada de algún director general.

Pero Jessica no era ni una secretaria ni una modelo. Su categoría, de hecho, era la de directora general, aunque su cargo no apareciera escrito en las tarjetas de visita. Y muy poca gente sabía cuál era su trabajo; sabían que era una especie de ayudante del señor Santana para ocasiones especiales y muy reservadas. De hecho, el trabajo de Jessica era un trabajo que muy poca gente imaginaba que pudiera hacer una mujer, lo que, evidentemente, suponía una gran ventaja, porque era un trabajo de inteligencia y, sobre todo, de discreción.

Se acercó a la gran mesa, y sólo entonces, cuando ya estaba junto a ella, el señor Santana se volvió. Se sentó en su butaca y, sin decir aún una palabra, con sólo un gesto, le indicó una postografía, el único objeto que había sobre la mesa. Ella se sentó en una de las dos sillas para los visitantes y cogió la postografía delicadamente. Ya hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a la manera de trabajar del director de Operaciones, que siempre procuraba ahorrar palabras y emociones.

La postografía, con certificado individual incluido, según vio enseguida Jessica, correspondía a una mujer, una mujer joven, de unos treinta años. Sabiendo que le tocaba adivinar lo que su superior le podría haber pedido directamente, Jessica rebuscó en su bolso de mano hasta que encontró una pequeña cajita de plástico, como un tarjetero, pero que en realidad era un modelo muy sofisticado de lector portátil de certificados. Encajó la posto en el y esperó un momento hasta que se iluminó la pantalla.

—¡Un C35! No está nada mal —dijo Jessica con ironía, porque una persona de treinta años difícilmente podía obtener un C35; hubiera sido más razonable un C20 o un C25.

—Esta señora debe de ser muy rica… O muy influyente… —concluyó mientras volvía a dejar la posto sobre la mesa.

El Señor Santana la miraba satisfecho, preparado para comunicarle una noticia totalmente inesperada. Pero, a diferencia de lo que era habitual en él, no sonreía.

—Murió ayer.

Jessica comprendió por qué no sonreía. Volvió a coger la posto y la pasó nuevamente por su lector de certificados, que aún tenía en las manos. Volvió a contemplar la pantalla y después, aún insatisfecha, giró la posto un par de veces, para uno y otro lado, como si con la mirada pudiera apreciar algo invisible para los aparatos electrónicos.

—No puede ser —concluyó finalmente.

—Exacto: no puede ser —repitió él—. Pero aquí lo tenemos, un C35, perfectamente claro y seguro… Y su propietaria murió ayer. Parece que de muerte natural… aunque esto carece de importancia; lo mismo da que se hubiera suicidado o la hubiera atropellado un autobús en la calle.

Jessica pensó durante un momento.

—A lo mejor esta señora llevaba el certificado de una hermana gemela… Hay gemelos absolutamente idénticos… Un error de identificación… Porque supongo que han comprobado el certificado con detectores más fiables que el mío…

—Sí, por supuesto. El punto débil sería la identificación. Ninguno de los detectores indica que el certificado no sea bueno. Sólo nos queda la posibilidad de que la señora que lo llevaba no fuese su legítima propietaria…

—Es la única explicación. Ahora bien, incluso los gemelos idénticos tienen variaciones identificables… Supongo que ya habéis comprobado el X-ADN y el gencroma corticordial…

—El X-ADN concuerda con una fiabilidad de quince decimales. Los análisis más inmediatos del gencroma también concuerdan y, aunque no tenemos los resultados más profundos, me extrañaría que hubiera divergencias.

—Entonces…

—¡Entonces!

El señor Santana manifestó por primera vez una ligera muestra de nerviosismo.

—Entonces es el fin de la Corporación.

Volvió a bajar el tono de voz y continuó:

—Tenemos veinticuatro horas, y es una exigencia directa del Presidente de la Corporación en persona, para saber que ha pasado. Si no obtenemos resultados en ese tiempo, suspenderemos la expedición de certificados. Y ya te puedes imaginar lo que esto supondría.

—Pero en veinticuatro horas…

—¡Y eso suponiendo, que seguramente es mucho suponer, que ningún periodista llegue a saber que tenemos una persona muerta con un C35 en vigor! Entonces el escándalo sería inmediato y la situación estaría fuera de control.

—Pero yo sola…

—No podemos poner un equipo a trabajar. Tendrás que hacerlo tú sola, y sólo me informarás a mí o, si quieres, directamente al presidente, aunque preferiría que me informases a mí en primer lugar. Por orden del presidente, tienes a tu disposición todos los medios posibles. Sin ninguna restricción, absolutamente todo lo que pidas… Y, por supuesto, tienes total acceso al sistema. Necesitamos una explicación completa y segura de lo que ha pasado, antes de que alguien más se entere de ello.

—Y, en todo caso, antes de veinticuatro horas ….

—Ya ves que no sólo están en juego tu trabajo y el mío… Todo el sistema de Certificado. La Corporación…

Pero Jessica ya no lo escuchaba.

Cómodamente sentada en la silla, con la posto cogida con las dos manos, pensaba.

***

—¿Y tú qué hiciste, abuela?

A Jessica Rojas le gustaba que la llamasen
abuela
. Jamás habría imaginado que le llegaría a gustar tanto oír esta palabra. Ni siquiera había sentido el mismo placer cuando su hija dijo por primera vez
mamá
, probablemente porque entonces estaba más preocupada por el bienestar de la hija que por la propia felicidad.

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