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Authors: Markus Zusak

Tags: #Infantil y Juvenil

Cartas cruzadas (12 page)

BOOK: Cartas cruzadas
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Ha dejado impresionado a su compañero, y también a sí mismo. Están de acuerdo, asintiendo con la cabeza.

—Muy bonito —le dice el otro—. Trata de recordarlo.

—Vale. ¿Cómo era? ¿El bien supremo de…? —Se devana los sesos pero no da con la palabra.

—La humanidad —respondo demasiado bajo.

—¿La qué, Ed?

—La humanidad.

—Eso. ¿Tienes un boli, Ed?

—No.

—¿Por qué no?

—Esto no es un quiosco.

—¡Otra vez ese tono! —Se levanta, me abofetea con más fuerza que antes y regresa tranquilamente a su silla.

—Me ha dolido —le digo.

—Gracias. —Se mira la mano, la sangre, la mugre—. Estás hecho un desastre, Ed.

—Lo sé.

—¿Qué te pasa?

—Quiero empanada. —Juro, y seguro que podéis corroborarlo por comportamientos anteriores, que a veces soy muy niño. Un coñazo de niño gigante. Marv no es el único.

El que me ha abofeteado me imita con voz infantil.

—Quiero empanada… —Incluso suspira—. Pero ¿tú te oyes? Por Dios, madura de una vez.

—Lo sé.

—Bien, es el primer paso.

—Gracias.

—Esto… ¿dónde estábamos?

Lo meditamos.

En silencio.

Doorman
entra con cara de culpa.

Supongo que un café ahora es impensable, ¿no?
, se atreve a preguntarme.

¡Tendrá morro!

Lo fulmino con la mirada y recula. Se percata de que en este momento no es santo de mi devoción.

Los tres lo observamos mientras sale.

—Puedes olerlo llegar —suelta uno.

—Y que lo digas.

El que come despacio se levanta y se pone a enjuagar los platos en el fregadero.

—Déjalo —le digo.

—No, no. Civilizados, ¿recuerdas?

—Ah, es cierto.

Da unas palmadas y gira sobre sus talones.

—¿Alguna mancha de salsa en mi pasamontañas?

—No veo ninguna —responde el otro—. ¿Y yo?

Se inclina y el tipo lo examina.

—No, estás limpio.

—Bien. —El que come despacio retuerce la cara y dice—: Esta cosa es un coñazo. Me pica toda la cara.

—No seas quejica, Keith.

—¿A ti no te pica?

—¡Por supuesto que me pica! —Daryl no puede creer que esté teniendo esta conversación—. Pero no me oyes quejarme cada cinco minutos, ¿o sí?

—Ya llevamos aquí una hora.

—Da igual. Recuerda que estas son las cosas que debemos soportar por el bien supremo de… —Chasquea los dedos en mi dirección.

—Oh…, la humanidad.

—Exacto. Gracias, Ed. Buen trabajo.

—De nada.

Ya somos un poco amigos. Lo percibo.

—Oye, Daryl, ¿podemos terminar con esto de una vez para que pueda quitarme esta careta de lana?

—¿Podrías mostrar un poco de disciplina, Keith? Los buenos sicarios tienen una disciplina impecable.

—¿Sicarios? —pregunto. Daryl se encoge de hombros.

—Sí, bueno, así nos hacemos llamar.

—Suena convincente —concedo.

—Yo también lo creo. —Y se detiene a pensar. Cavila. Habla.

—Tienes razón, Keith. Será mejor que nos larguemos cuanto antes. ¿Has cogido la pistola?

—Sí. Estaba en su cajón.

—Bien. —Daryl se levanta y saca un sobre del bolsillo de su cazadora. Lleva escritas las palabras «Ed Kennedy»—. Tengo algo que entregarte, Ed. Levántate, hijo, por favor.

Me levanto.

—Lo siento —me dice—, pero sólo obedezco órdenes. Debo decirte una cosa: hasta el momento lo has hecho bien. —Baja la voz—. Y entre tú y yo, y mira que podrían lisiarme por esto, sabemos que no mataste a aquel hombre…

Se disculpa una vez más y me clava el puño debajo de las costillas. Me doblo.

El suelo de la cocina está sucio.

Hay pelos de
Doorman
por todas partes. El azote de un puño aterriza en mi nuca. Pruebo el suelo.

Se une a mi boca.

Noto cómo el sobre aterriza lentamente sobre mi espalda. Lejana, muy lejana, oigo la voz de Daryl por última vez.

—Lo siento, Ed —dice—. Buena suerte.

Sus pisadas resuenan por la casa y ahora oigo a Keith.

—¿Puedo quitarme ya el pasamontañas? —pregunta.

—Pronto —responde Daryl.

La luz de la cocina se apaga y vuelvo a caer.

El sobre

Ojalá pudiera deciros que
Doorman
me está ayudando a levantarme, pero, naturalmente, no es así. Se acerca y me lame unas cuantas veces, hasta que encuentro fuerzas suficientes para ponerme en pie.

La luz me engulle.

El dolor se incorpora.

Mientras trato de mantener el equilibrio,
Doorman
se mueve y le pido ayuda desesperadamente. Lo único que puede hacer, no obstante, es balancearse y mirarme.

Con el rabillo del ojo vislumbro algo en el suelo. Hago memoria.

El sobre.

Ha resbalado por mi espalda y ahora se encuentra debajo de las sillas de la cocina, con todos los pelos de
Doorman
.

Me inclino para recogerlo y lo sostengo entre los dedos como un niño sosteniendo algo sucio, por ejemplo un pañuelo usado.

Entro en la sala de estar seguido de
Doorman
y me dejo caer con garbo en el sofá. El sobre titubea, mofándose del peligro que encierra, como diciendo: «Es sólo papel, sólo palabras». No menciona si las palabras hablan de muerte o violación, o nuevamente de terribles misiones cargadas de sangre.

«O de Sophies, o de Millas», me recuerdo. Sea como sea, estamos sentados en el sofá.
Doorman
y yo.

¿Y bien?
, me pregunta con la barbilla pegada al suelo.

«Lo sé».

Debo abrirlo.

Rasgo el sobre y el As de tréboles cae acompañado de una carta.

Querido Ed:

Si estás leyendo esto significa que todo va bien. Confío sinceramente en que no te duela demasiado la cabeza. Keith y Daryl te mencionaron, sin duda, que todos estamos muy satisfechos con tus progresos. Si la intuición no me falla, seguramente también te soltaron que sabemos que no mataste al hombre de Edgar Street. Bien hecho. Manejaste la situación de forma hábil y competente. Admirable, ciertamente. Felicidades.

En el caso de que te lo estés preguntando, no hace mucho el señor de Edgar Street se subió a un tren con destino a un viejo pueblo minero. Estoy seguro de que te alegra saberlo…

Te aguardan otros retos.

Los tréboles no son tarea fácil, hijo. La pregunta es: ¿te sientes capaz? ¿O es una pregunta irrelevante? No te sentías capaz con el As de diamantes. Pero lo hiciste.

Buena suerte y sigue repartiendo. Seguro que comprendes que tu vida depende de ello.

Adiós.

Genial.

Sencillamente, genial.

Tiemblo ante la idea de que el As de tréboles me desvele sus intenciones. La razón me dice que no lo coja. Absurdamente, hasta imagino que
Doorman
se lo come.

El problema es que puedo sentirlo a sólo unos milímetros del dedo pulgar de mi pie. El maldito naipe es como la misma gravedad. Como una cruz que debo cargar sobre la espalda.

Ahora está en los dedos de mi mano.

Lo levanto.

Está en mis ojos.

Lo leo.

A veces, hacemos algo y no nos damos cuenta hasta unos segundos después. Eso es justamente lo que acaba de pasarme, así que ahora estoy leyendo el As de tréboles, esperando encontrar otra lista de direcciones.

Me equivoco.

No va a ser tan fácil. Esta vez no hay direcciones. En todo esto no existe uniformidad. No hay nada que permita asegurar alguna pieza: cada pieza es una prueba y parte de ella está en lo inesperado.

Esta vez encuentro palabras.

Sólo palabras.

El naipe dice:

Reza una oración a las piedras de casa.

¿Os importaría? ¿Os importaría decirme qué puede significar eso? Las direcciones, por los menos, eran algo concreto. Las piedras de casa pueden ser cualquier cosa. Cualquier lugar. Cualquier persona. ¿Cómo puedo encontrar un lugar que no tiene rostro ni nada que me indique la dirección correcta?

Las palabras me susurran.

El naipe me habla quedamente al oído como si el recuerdo debiera ser inmediato.

No hay nada, sin embargo.

Sólo el naipe, un perro que ronca plácidamente y yo.

Me despierto más tarde hecho un ovillo en el sofá y me percato de que he vuelto a sangrar por la parte de atrás de la cabeza. Hay sangre en el sofá y óxido en mi cuello. Me ha vuelto el dolor, pero ya no es agudo ni intenso. Sólo constante.

El naipe descansa sobre la mesa del café, flotando en polvo. Creciendo entre el polvo.

Fuera reina la oscuridad.

La luz de la cocina brilla mucho.

Me apabulla cuando me acerco a ella.

La sangre oxidada me araña el cuello y desciende por la espalda. Por el camino decido que necesito beber algo, apago la luz y tropiezo en la oscuridad hasta la nevera. Encuentro una cerveza en el fondo y regreso a la sala, donde me esfuerzo por beber y estar alegre. En mi caso, estar alegre significa ignorar el naipe. Mis pies acarician a
Doorman
mientras me pregunto qué día y qué hora es, y qué darían en la tele si pudiera tomarme la molestia de levantarme para encenderla. Hay libros en el suelo. No voy a leerlos.

Algo se desliza por mi espalda.

La cabeza me está sangrando de nuevo.

Solo Ed

—¿Otro?

—Otro.

—¿Qué palo esta vez?

—Tréboles.

—¿Y sigues sin tener ni idea de quién te los envía? —Audrey repara en la cerveza vertida sobre la cazadora y luego en la sangre reseca de mi cuello—. Dios, ¿qué te pasó anoche?

—No es nada.

Para ser franco, me siento un poco patético. Lo primero que hice cuando el sol salió fue ir a casa de Audrey en busca de ayuda. Llevábamos un rato hablando en la puerta cuando me doy cuenta de que estoy temblando mucho. El sol me calienta pero mi piel intenta escapar de mí. Forcejea con mi carne.

«¿Puedo entrar?», pregunto para mí, pero la respuesta me llega tras unos segundos de tensión, cuando ese tío del trabajo aparece en segundo plano preguntando:

—¿Quién es, cariño?

—Oh. —Audrey arrastra los pies. Incómoda.

Entonces de improviso:

—Es sólo Ed. Solo Ed.

—Bueno, ya nos veremos…

Empiezo a caminar hacia atrás mientras espero.

¿Qué?

A ella.

Pero no me sigue.

Finalmente da unos pasos al frente y dice:

—¿Estarás más tarde en casa, Ed?

Sigo caminando hacia atrás.

—No lo sé.

Es cierto. No lo sé. Los tejanos se me pegan a las piernas como si tuvieran mil años. Como una moscarda. La camisa me quema de frío. La cazadora me araña los brazos, tengo el pelo tieso y los ojos rojos. Sigo sin saber qué día es hoy.

Solo Ed.

Me doy la vuelta.

Solo Ed sigue caminando.

Solo Ed aprieta el paso.

Hace el gesto de arrancar a correr.

Pero tropieza.

Rasga la tierra con un pie y echa a andar de nuevo al tiempo que oye la voz de ella llamándole, cada vez más próxima.

—¿Ed? ¡¿Ed?!

Solo Ed se vuelve para escucharla.

—Iré más tarde a tu casa, ¿de acuerdo?

Solo Ed se resigna, se rinde.

—De acuerdo, luego te veo —acepta, y se aleja. Tiene la imagen de Audrey en el marco de la puerta.

Una camiseta demasiado grande utilizada como pijama. El hermoso pelo del despertar. Caderas que se contonean. Piernas nervudas bañadas de sol. Labios secos y somnolientos. Marcas de dientes en el cuello.

Dios, puedo oler el sexo en ella, y la sangre reseca, y una mancha pegajosa de cerveza en mi cazadora.

Hace un día precioso.

Ni una nube en el cielo.

«Para tu información, Ed —me digo más tarde mientras desayuno copos de maíz—, hoy es martes. Esta noche trabajas».

Guardo el As de tréboles en el mismo cajón que el As de diamantes. Por un momento imagino una mano completa de ases en ese cajón, abiertas en abanico, tal como las sostendría un jugador en una partida. Jamás imaginé que llegaría un día en que no querría cuatro ases. En una partida de cartas rezas por una mano así. Mi vida no es una partida de cartas.

Estoy casi seguro de que Marv no tardará en proponerme que corramos juntos para prepararnos para el Annual Sledge Game. Durante un rato hasta consigo que se me escape varias veces la risa al pensar en ello, al imaginarnos corriendo descalzos sobre el rocío y los terribles pinchos de los jardines delanteros de la gente. No tiene sentido correr con zapatillas deportivas si el partido se juega descalzo.

Audrey llega en torno a las diez, aseada y oliendo a limpio. Lleva el pelo recogido, con excepción de algunos mechones encantadores que le caen sobre los ojos. Viste tejanos, botas marrones y una camisa azul con la insignia de
VACANT TAXIS
bordada en el bolsillo.

—Ed.

—Audrey.

Nos sentamos en el borde del porche con las piernas colgando. Se han formado algunas nubes.

—¿Qué dice ese naipe?

Me aclaro la garganta y hablo con voz queda.

—… Reza una oración a las piedras de casa.

Silencio.

—¿Te dice algo? —pregunta al fin. Sus ojos se han posado en mí. Los siento. Siento su suavidad.

—Nada.

—¿Y qué me dices de tu cabeza y…? —Me mira ahora con una mezcla de asco y preocupación—. El resto de tu persona. —Lo dice—. Ed, tienes un aspecto horrible.

—Lo sé. —Las palabras aterrizan sobre mis pies y resbalan hasta la hierba.

—¿Qué hiciste en las direcciones del primer naipe?

—¿De verdad quieres oírlo?

—Sí.

Lo cuento y lo veo.

—Tuve que leerle a una anciana, dejar que una chica adorable corriera descalza hasta quedar extenuada, ensangrentada y soberbia y… —hablo sin perder la calma— matar a un hombre que violaba a su esposa prácticamente cada noche.

El sol asoma por detrás de una pequeña nube.

—¿Hablas en serio?

—¿Te lo contaría si no? —Intento que mi voz suene hostil, pero no lo consigo. No me queda energía. Audrey no se atreve a mirarme. Teme leer la respuesta en la expresión de mi cara.

—¿Lo hiciste?

Ahora me siento culpable por haber sido brusco con ella e incluso por haberle contado todo eso. Ella no puede ayudarme, ni siquiera puede intentar comprenderlo. Nunca sabrá. Audrey nunca sentirá los brazos de esa niña, Angelina, alrededor de su cuello, ni verá los añicos de la madre desparramados por el suelo del supermercado. Nunca sabrá lo fría que estaba esa pistola ni lo mucho que Milla ansiaba escuchar que había tratado bien a Jimmy, que nunca le había fallado. Nunca comprenderá la timidez de las palabras de Sophie o la quietud de su belleza.

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