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Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

Callejón sin salida (4 page)

—Desayuno a las ocho en punto —continuó el bodeguero—. Una de mis virtudes es no cansarme jamás del tocino frito, y uno de mis pecados es mostrarme siempre suspicaz en cuanto a la frescura de los huevos.

Mrs. Goldstraw volvió los ojos hacia él, aún dividida su atención entre la repisa de la chimenea de su patrón y su patrón en persona.

—Tomo té —proseguía Mr. Wilding—, y tal vez sea yo bastante perentorio e impaciente al respecto, porque me gusta beberlo en un momento preciso después que haya sido hecho. Si mi té reposa demasiado…

A su vez, Wilding vaciló y dejó la frase sin terminar. Si no hubiese estado inmersa en la discusión de un tema de tan grande interés para su persona como el desayuno de su patrón, Mrs. Goldstraw podría haber pensado que la atención de él había empezado a vagar desde el comienzo mismo de la reunión.

—¿Si su té reposa demasiado, señor? —dijo el ama de llaves, para retomar educadamente el hilo de la frase de su patrón.

—Si mi té reposa demasiado —repitió el bodeguero, con tono mecánico, mientras su mente se apartaba más y más de su desayuno y sus ojos se fijaban más y más inquisitivos en el rostro de su ama de llaves—. Si mi té…

¡Válgame Dios, Mrs. Goldstraw! ¿Qué talante y tono de voz me recuerda usted? Hoy es más fuerte que cuando la vi ayer. ¿Qué será?

¿Qué será? —repitió Mrs. Goldstraw.

El ama de llaves dijo esas palabras mientras, evidentemente, pensaba en otra cosa. El bodeguero, que aún la miraba con aire inquisitivo, observó que los ojos de Mrs. Goldstraw se desviaban una vez más hacia la repisa de la chimenea, para fijarse en el retrato de su madre, colgado allí, y lo contemplaban con esa leve contracción del entrecejo que acompaña un esfuerzo casi inconsciente de la memoria. Mr. Wilding señaló:

—Mi querida difunta madre, cuando tenía veinticinco años.

Mrs. Goldstraw le dio las gracias, con un movimiento de la cabeza, por haberse tomado el trabajo de decirle de quién era el retrato, y comentó, ya distendido su ceño, que era el retrato de una dama muy hermosa.

Mr. Wilding, otra vez sumergido en su anterior perplejidad, de nuevo procuró recuperar aquella antigua reminiscencia asociada tan de cerca, aunque tan oscuramente, con la voz y el talante de su nueva ama de llaves.

—Disculpe usted que le pregunte algo que no tiene nada que ver conmigo o con mi desayuno —dijo—. ¿Podría decirme si alguna vez ha tenido alguna actividad distinta de la de ama de llaves?

—Oh, sí, señor. En mis primeros tiempos trabajé como enfermera en la
Casa de Niños Expósitos
.

—¡Vaya, eso es! —exclamó el bodeguero y echó hacia atrás su silla—. ¡Ese talante es el que usted me recuerda!

Mrs. Goldstraw le echó una mirada de asombro, cambió de color, se controló, fijó sus ojos en el suelo y siguió sentada, sin decir una palabra.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Mr. Wilding.

—¿Tengo que deducir que usted estuvo en la
Casa de Niños Expósitos
, señor?

—Claro que sí, no me avergüenzo de ello.

—¿Con el nombre que ahora lleva?

—Con el nombre de Walter Wilding.

—¿Y la dama…? —Mrs. Goldstraw hizo una pausa para echar una mirada al retrato, una mirada que ya mostraba una alarma inequívoca.

—Mi madre, dice usted —interrumpió Mr. Wilding.

—Su… madre —repitió el ama de llaves, un poco forzada— ¿cuándo lo sacó de la
Casa de Niños Expósitos
? ¿A qué edad, señor?

—Cuando estaba entre los once y los doce años. Es un episodio romántico, Mrs. Goldstraw.

Le contó la historia de la dama que le había hablado cuando él estaba comiendo con los demás niños en la Casa, y todo lo ocurrido después, a su manera inocente y comunicativa.

—Mi pobre madre jamás podría haberme encontrado —añadió— de no haber sido por una de las gobernantas, que se apiadó de ella y consintió en tocar al muchacho cuyo nombre era «Walter Wilding», mientras fuera paseándose entre las mesas, y así mi madre volvió a encontrarme, después de haberse separado de mí cuando era yo un bebé, junto a las puertas de la
Casa de Niños Expósitos
.

Ante esas palabras, la mano de Mrs. Goldstraw, que descansaba sobre la mesa, cayó desmayada sobre su regazo. Sentada, fijos los ojos en su nuevo patrón, palideció como una muerta y sus ojos expresaron una conmoción indescriptible.

—¿Qué ocurre? —preguntó el bodeguero—. ¡Un momento! —exclamó—. ¿Hay algo más en el pasado que yo deba asociar con usted? Recuerdo que mi madre me habló de otra persona de la Casa, con cuya bondad tenía una deuda de gratitud. Cuando se tuvo que separar de mí, cuando yo era un bebé, una de las enfermeras le dijo cuál era el nombre que me habían dado en la institución. ¿Era usted esa enfermera?

—Que Dios me perdone, señor, ¡yo era esa enfermera!

—¿Que Dios la perdone?

—Señor, será mejor que volvamos (si puedo atreverme a tanto) al tema de mis deberes en la casa —dijo Mrs. Goldstraw—. Su desayuno a las ocho. ¿Toma un almuerzo o una comida usted hacia mediodía?

La rubicundez excesiva que Mr. Bintrey había advertido en el rostro de su cliente empezó a mostrarse una vez más. Mr. Wilding se llevó una mano a la cabeza, cuya confusión momentánea dominó antes de volver a hablar.

—¡Mrs. Goldstraw —dijo—, usted me está ocultando algo!

El ama de llaves repitió con obstinación:

—Por favor, tenga usted la bondad de decirme si almuerza o come a mediodía, señor.

—No sé qué hago a mediodía. No puedo continuar con los asuntos domésticos, Mrs. Goldstraw, antes de saber por qué lamenta usted un acto de bondad para con mi madre, del que ella siempre habló con gratitud hasta el fin de sus días. No me hace usted ningún servicio con su silencio. Me está inquietando, me está alarmando, me está trayendo otra vez esos cánticos a la cabeza.

Volvió a llevarse la mano a la sien y la rojez de su cara se oscureció uno o dos grados.

—Es duro, señor, precisamente en el momento en que entro a su servicio, tener que decirle lo que tal vez me lleve a perder su buena voluntad. Recuerde, por favor, acabe esto como acabe, que sólo hablo porque usted ha insistido en que lo haga y porque veo que le causo inquietud con mi silencio. Cuando dije a la pobrecilla señora cuyo retrato tiene usted allí el nombre con que habían bautizado a su niño en la Casa, me permití olvidar mi deber y eso ha tenido terribles consecuencias, me temo. Le contaré la verdad, tan llanamente como pueda. Pocos meses después del momento en que informé a aquella señora del nombre de su niño, llegó a nuestra institución, pero en su casa de campo, otra dama, una desconocida, cuyo interés estaba en adoptar a uno de nuestros niños. Llevaba consigo la autorización obligatoria y, después de buscar entre la mayoría de los pequeños sin llegar a decidirse, se encariñó con una de las criaturas, un chico, que estaba a mi cuidado. ¡Trate usted, señor, se lo ruego, trate de tranquilizarse! No tiene sentido alargar el relato. ¡El niño que aquella desconocida se llevó era el hijo de la dama cuyo retrato está colgado allí!

Mr. Wilding se puso de pie.

—¡Imposible! —exclamó, vehemente—. ¿De qué está hablando usted? ¿Qué historia absurda me está contando? ¡Ese es su retrato! ¿No se lo acabo de decir? ¡El retrato de mi madre!

—Cuando esa desdichada señora lo sacó a usted de la
Casa de Niños Expósitos
años más tarde —dijo Mrs. Goldstraw con suavidad—, fue víctima, y también lo fue usted, de un tremendo error.

Wilding volvió a caer en su silla.

—Me da vueltas la habitación —dijo—. ¡Mi cabeza! ¡Mi cabeza!

El ama de llaves se puso de pie asustada, y abrió las ventanas. Antes de que pudiera llamar para pedir ayuda un repentino estallido de lágrimas alivió la opresión que, en un primer instante, pareció amenazar la vida de Wilding, quien hizo una señal perentoria a Mrs. Goldstraw para que no se apartara de él. La mujer esperó que el ataque de llanto se aplacara. El bodeguero alzó la cabeza en cuanto se sintió recuperado, y la miró con el aire de sospecha irracional e iracundo de un hombre débil.

—¿Un error? —preguntó, repitiendo con furia la última palabra dicha por ella—. ¿Cómo puedo saber que usted no se equivoca?

—No hay posibilidad de que me equivoque, señor. Se lo explicaré en cuanto usted esté en condiciones de oírlo.

—¡Ahora! ¡Ahora!

El tono de esas palabras hizo comprender a Mrs. Goldstraw que sería una consideración cruel permitir que su patrón abrigara por más tiempo la vana esperanza de que ella podía estar equivocada. Unas pocas palabras podían terminar con esa ilusión, y ella estaba decidida a articularlas.

—Le he dicho a usted —dijo la mujer— que el niño de la dama cuyo retrato está colgado allí fue adoptado y apartado de la Casa cuando era pequeño. Estoy tan segura de lo que digo como de estar ahora sentada aquí y de verme obligada a afligirlo a usted, señor, muy amargamente en contra de mi voluntad. Le ruego que conduzca su atención a unos tres meses después de aquel momento. Entonces yo estaba en la Casa, en Londres, a la espera de llevar a algunos niños a nuestra sede del campo. Hubo una conversación, ese día, acerca del nombre de una criatura, un niño, que acabábamos de recibir. En general, tomábamos los nombres de una Guía. En esa ocasión, uno de los caballeros que dirigían la Casa estaba echando una mirada al Registro. Advirtió que habían tachado el nombre del pequeño dado en adopción («Walter Wilding»), por supuesto porque ya no estaría más a nuestro cuidado. «Aquí hay un nombre disponible», dijo, «se lo pondremos al nuevo expósito que se recibió hoy». Se eligió ese nombre y con él se bautizó al niño. Usted era ese niño, señor.

La cabeza del bodeguero cayó sobre el pecho.

—¡Yo era ese niño! —se dijo a sí mismo, mientras desesperanzado procuraba fijar esa idea en su mente.

—¡Yo era ese niño!

—No mucho después de recibido usted en la Casa, señor —prosiguió Mrs. Goldstraw—, dejé aquel trabajo para casarme. Si quiere usted recordarlo y prestar atención al hecho, verá por sí mismo cómo se produjo el error. Entre once y doce años pasaron antes de que la dama a la que usted creyó su madre volviera a la Casa, en busca de su hijo, para llevárselo a su hogar. La dama sólo sabía que el pequeño había recibido el nombre de «Walter Wilding». La gobernanta que se compadeció de ella sólo pudo señalarle al único «Walter Wilding» conocido en la institución. Yo, que podría haber puesto las cosas en su sitio, estaba muy lejos de la Casa y de todo lo que se refería a ella. No había nada, realmente nada que pudiera evitar que se produjera ese terrible error. Lo siento por usted… lo siento de verdad, señor. Pensará usted, y con razón, que en mala hora he venido aquí (con total inocencia, se lo aseguro) para ocupar el cargo de ama de llaves. Me siento como si hubiera cometido una falta… me siento como si hubiese debido tener más dominio de mí misma. Si tan sólo hubiera sido capaz de evitar que mi cara mostrase lo que ese retrato y sus propias palabras traían a mi memoria, hasta el día de su muerte usted jamás habría sabido lo que ahora sabe.

Mr. Wilding levantó la cabeza de pronto. La honestidad innata del hombre se alzó para protestar contra las últimas palabras del ama de llaves. Su mente parecía haberse tranquilizado, de momento, tras el golpe que acababa de recibir.

—¿Quiere decir que me habría ocultado esto, si hubiese podido? —inquirió.

—Quiero suponer que siempre podría haber dicho la verdad, señor, si me la preguntara alguien —dijo Mrs. Goldstraw—. Y sé que es mejor para mí no tener un secreto de esta clase como un peso en mi mente. Pero ¿es mejor para usted? ¿De qué vale ahora…?

—¿De qué vale? ¡Por Dios! Si lo que usted dice es verdad…

—¿Lo habría dicho, señor, en mi situación actual, de no haber sido la verdad?

—Le pido disculpas —dijo el bodeguero—. Tiene usted que comprenderme. Este horrible descubrimiento es algo que todavía no puedo admitir. Había tanta ternura entre nosotros… yo sentía tan hondamente que era su hijo. Ella murió en mis brazos, Mrs. Goldstraw, en mis brazos… murió bendiciéndome como sólo una madre podría haber bendecido a su hijo. ¡Y que ahora, después de todos estos años, me digan que no era mi madre! ¡Ay! ¡Ay! ¡No sé qué estoy diciendo! —exclamó, como si el control de sí que mantenía un momento antes hubiera menguado y se hubiese extinguido—. No se trata de esta horrible pena: algo más tenía en la cabeza al hablar. Sí, sí. Usted me ha sorprendido, me ha herido. Me ha hablado como si me hubiera ocultado todo, de haber podido. No vuelva a decirme eso nunca más. Hubiera sido un crimen ocultármelo. Su intención era buena, no quiero afligirla… Usted es una mujer de buen corazón. Pero no tiene presente la posición en que me encuentro. Ella me dejó todo lo que poseo, convencida de que yo era su hijo. Yo no soy su hijo. He usurpado el lugar de otro hombre, me he apoderado inocentemente de su herencia. ¡Debo encontrarlo! ¿Cómo sé que él no está ahora en la miseria, sin pan? La única esperanza que tengo de soportar el golpe que ha caído sobre mí es la de hacer algo que ella hubiera aprobado. Usted tiene que saber algo más de lo que me ha dicho, Mrs. Goldstraw. ¿Quién era la desconocida que adoptó al niño? ¿No oyó el nombre de esa señora?

—Nunca lo supe, señor. No la he vuelto a ver ni tuve más noticias de ella desde entonces.

—¿Dijo algo cuando se llevó al niño? Trate de recordar. Tiene que haber dicho algo.

—Una sola cosa, señor, que yo recuerde. Teníamos mal tiempo ese año, y muchos de los niños tenían problemas por ello. Cuando fue a recoger al niño, la dama me dijo riendo: «No tema por la salud del pequeño. Se criará en un clima mucho mejor que éste: me lo llevaré a Suiza».

—¿A Suiza? ¿A qué parte de Suiza?

—No lo dijo, señor.

—¡Una pista muy pobre! —dijo Mr. Wilding—. ¡Y ha pasado un cuarto de siglo desde que se llevó al niño! ¿Qué voy a hacer?

—Espero que no se ofenda por la libertad que me tomo, señor —dijo Mrs. Goldstraw—, pero ¿por qué afligirse por lo que hay que hacer? Tal vez no siga con vida, por lo que usted sabe. Y si está vivo, no es probable que esté en apuros. La dama que lo adoptó era de buena cuna y posición, saltaba a la vista. En la
Casa de Niños Expósitos
tuvo que haber presentado garantías de que podía atender al pequeño, porque de lo contrario jamás se lo hubieran entregado. Si yo estuviera en su lugar, señor, y perdóneme por decírselo, me consolaría recordando que quise a esa pobrecilla señora cuyo retrato tiene usted allí, que la amé como a mi verdadera madre y que ella me amó como a su verdadero hijo. Todo lo que ella le ha dado, se lo ha dado por amor. Así fue mientras vivió ella y así será, estoy segura, mientras viva usted. ¿Qué mejor derecho que ése para quedarse con lo que tiene, señor?

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