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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Cabo Trafalgar (18 page)

BOOK: Cabo Trafalgar
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–A rumbo, señor comandante -anuncia el piloto-. Mediodía cuarta a jaloque… No da más de sí. – Me vale, Linares.

El que no se halle en el fuego, etcétera. La instrucción para el combate sigue en la cabeza de Rocha, martilleante. El viento refresca un poco, lo justo para que las lonas se hinchen y el
Antilla
ciña algo más, justo la cuarta y pico a estribor que le pidió hace un momento al piloto, en rumbo (sur cuarta al sudoeste) convergente y algo adelantado con el último navío de la línea inglesa: un setenta y cuatro que arriba a tiro de fusil, amurado a babor y forzando vela para aprovechar la racha de viento fresquito. – Sin fuego hasta mi orden -ordena Rocha. Oroquieta y el alférez de fragata Miguel Cebrián (que manda la batería del alcázar) vocean la instrucción, que se corre a lo largo de la cubierta y a las baterías bajas. Retened, retened, retened el fuego, joder. Retenedlo de una vez. Por la escala del combés asoma la cara churretosa de Juanito Vidal, el guardiamarina más joven, a quien el alférez de navío Grandall, jefe de la segunda batería, manda a ver qué pasa. La orden de suspender el fuego no afecta a los fusileros, que ya se asoman por las portas o por encima de los coyes y mochilas apilados en la red de la batayola para mosquetear al inglés, o tiran desde las cofas donde están apostados junto a los gavieros encargados de la maniobra. Crac, crac, crac, hacen. Crac, crac. A lo largo de toda la banda de estribor de la cubierta, hasta el castillo, los artilleros de mar y de tierra, algunos con el torso desnudo, despechugados otros, ya bien tiznados de pólvora tras los primeros sartenazos, refrescan, cargan, tiran de los palanquines y empujan las cureñas chirriantes hasta poner las piezas de 8 libras en batería, y luego se vuelven a mirar expectantes hacia popa, los cabos con la rabiza o el botafuego en la mano (ya han comenzado a romperse las malditas llaves de pedernal) en espera de la orden de disparar de nuevo. Pero esta vez Rocha no tiene prisa. Quiere una andanada completa de las tres baterías y soltársela de golpe al inglés al pasarle por la proa si es que llega, en pleno beque, enfilándolo a lo largo cuanto pueda. Y luego, también (si es posible), al inglés de delante. Lo mismo, pero por la popa. Setenta y cuatro hermosos cañones de hierro fundido a orillas del Mera. Ultima ratio regis, o sea. Endiñársela a los dos rubios de enfilada, hasta dentro: ochocientas treinta y ocho libras disparadas por cada banda. Así que llama al alférez de fragata Cebrián y le ordena dividir a los artilleros entre babor y estribor, y que se corra la voz a los entrepuentes. Esta vez bala rasa, al casco y la cubierta. Nada de mariconear tirándole a la arboladura, como los franchutes.

–¿De verdad cree que pasaremos, mi comandante?

–No me toque los aparejos, Oroquieta.

El segundo murmura una disculpa y se calla, sin dejar de mirar con la boca abierta el hueco entre los dos navíos ingleses, hacia el que se dirigen, cada vez más próximo por la amura de estribor del
Antilla
. Qué más da, se dice Rocha en los adentros, aunque no abre la boca. Pasar o no pasar. Lo mismo da fajarse con los malos a éste o al otro lado de la línea inglesa, aquí o un par de cables más lejos. El que no se halle en el fuego. Etcétera.

–Cazad esa trinquete, maldita sea. El puño de sotavento lo más atrás posible.

–A la orden.

–Y no quiero ver flamear el velacho.

Sin mover las manos, que conserva cruzadas a la espalda, Rocha se vuelve hacia el timón, donde a la sombra de la toldilla y tras la relativa protección del grueso palo macho de mesana, dos hombres mueven las cabillas bajo la mirada atenta del primer piloto Linares, que ha puesto allí a sus mejores timoneles: Perico Garfia, un alménense veterano fuerte y vivaz, y otro valenciano de quien Rocha no recuerda el nombre. Para el caso de que un cañonazo inglés destroce el timón de cubierta o se rompan los guardines, el segundo piloto Navarro, con otros dos timoneles y varios ayudantes, se encuentra dos cubiertas más abajo, en la santabárbara, listo para gobernar desde allí.

–Valdés las está pasando negras -dice Oroquieta.

Rocha mira hacia la banda de babor. Por el través puede verse al
Nepíuno
, que ha perdido el mastelero de gavia y tiene el palo macho casi rendido, batiéndose ferozmente contra los dos navíos ingleses que le cortan el paso. Con las velas del trinquete y el mayor desgarradas y caídas sobre cubierta, no tiene posibilidad de ir más allá. Rocha imagina a Cayetano Valdés en el alcázar, resignado tras haber hecho lo posible por socorrer al
Buceníaure
y al
Trinidad
, dispuesto ahora a pelear para sí mismo. Otro que se dispone a vender caro el pellejo. A estas alturas, la batalla se ha convertido en una sucesión de combates parciales y sangrientos, uno contra varios, sin esperanza.

–Valdés ya no sale de ahí.

Oroquieta mira a Rocha interrogante, como preguntándole si acuden en su socorro, o no. Sin necesidad de palabras, el comandante apunta con el mentón hacia el
Trinidad
, que sigue batiéndose. En todas las marinas del mundo, la doctrina oficial ordena acudir primero en socorro de los peces gordos. El que manda, manda. Y entre las sardinetas, que cada perro se lama su asunto.

–Aún refresca el viento, mi comandante. Una pizca.

Es cierto. Eso va bien, porque da velocidad al
Antilla y
lo ayuda a orzar. De cualquier manera, Rocha sabe que antes, con lo de pasar o no pasar, su segundo oficial tenía razón. Puede que pasen y puede que no. El viento puede caer o escasear de pronto, y en este último caso el navío se vería abordado con el último inglés de la fila, el setenta y cuatro de costados pintados a franjas negras y amarillas, cuya segunda batería dispara en ese momento una andanada que hace agacharse a todo el mundo en la cubierta (a todos menos a Rocha, que casi se rompe los músculos de la espalda intentando mantenerse erguido), se lleva por delante medio propao del alcázar, la chimenea de los fogones, hace pedazos el cabrestante del castillo y deja a cuatro hombres tirados en cubierta, ensangrentados como en el tajo de un carnicero.

–¡Asegurad esas drizas!

El primer contramaestre Campano reúne a media docena de marineros, gente de su confianza que tiene lista para remediar averías, y se pone a la faena.

–¡Cebrián!

–A sus órdenes, mi comandante.

En vez de sombrero, el alférez de fragata Cebrián lleva ahora un pañuelo ensangrentado en torno a la cabeza. Un astillazo se le ha llevado media oreja. Tiene el corbatín y el cuello de la casaca manchados de sangre fresca, pero se mantiene entero. Es ferrolano, flaco, pelirrojo y simpático.

–Lo mismo nos abordamos con esos perros.

Cebrián se toma la cosa con mucha flema. ¿Abordamos o nos abordan, mi comandante?, se limita a preguntar. Rocha responde que no tiene ni puñetera idea, pero que no se imagina a la tripulación del
Antilla
, todos esos mendigos y presidiarios reclutados a la fuerza, abordando a nadie al grito de vivaspaña. Cebrián es de la misma opinión. Lo que ocurra será por estribor, añade Rocha. Así que dispóngalo todo para rechazar el abordaje por esa banda. Chuzos, alfanjes, hachas y pistolas. Ya sabe. Tenga listo un grupo móvil de infantes de marina, con las bayonetas caladas. Si nos enredamos en la jarcia del inglés, intentará meternos gente dentro. Organice a los nuestros, prepare algunas hachas para cortar los arpeos, mande más fusileros con frascos de fuego y granadas a las cofas (si los convence para que suban, que ésa es otra) y usted quédese con el trozo móvil para acudir a donde haga falta, en el castillo o en el pasamanos. ¿Entendido?

–Al toro, que lo tenemos acogotado -anima el segundo oficial Oroquieta.

Cebrián lo mira de reojo.

–Tan acogotado, don Javier, como yo a mi suegra. Buen tipo, piensa Rocha viéndolo volverse a dar órdenes. Y para ser gallego, no le falta sentido del humor. Del humor negro, claro. A ver qué otro humor se puede tener siendo español, gallego y marino.

Raaaca, clac. Raaac, raaaca. Clac. Estrépito de madera tronchada y silbar de astillas. Las vigotas de dos obenques adiós muy buenas. Un trozo de pasamanos y una esquina de la mesa de guarnición de estribor del palo mayor acaban de convertirse en fragmentos que vuelan por todas partes. Raaca, raaaca. Bum, bum, retumba todo. Las cuadernas del buque se estremecen abajo, en las cubiertas inferiores, con un fragor que hace temblar las tracas. Otra bala ha vuelto a dar en carne. Oroquieta hace bocina con las manos para hacerse oír por encima de la zarabanda. – ¡Abozar esos obenques, joder! Como el contramaestre Campano está ocupado con las drizas (acaban de matarle a un hombre, además), el guardiamarina Falcó sale disparado, reúne a un guardián y a media docena de marineros y se pone a asegurar los obenques rotos. Inquieto, Rocha ve cómo el muchacho se encarama por fuera a la mesa de guarnición del palo mayor para ayudar a colocar las bozas y culebrear la jarcia, exponiéndose sin protección al fuego inglés.

–Tiene casta el becerro -comenta Oroquieta, rascándose las patillas.

Raac, raaaca cías. Esta vez los cañonazos ingleses llegan altos, abriendo más boquetes en la gavia y en el velacho. Uno rompe también una troza de la verga seca. Los hombres de la cofa se encogen asidos a los obenques, y luego, balanceándose allá arriba, intentan reparar la avería. Uno de ellos, tal vez herido o más torpe que sus cornpañeros, queda colgado del marchapiés, pataleando en el aire, y luego cae al mar en el siguiente balance, gritando un aaaaah muy largo, cuando el palo se inclina hacia sotavento. Rocha
aparta
la vista. Luego se sube a una cureña de estribor y mira hacia el navío inglés, cada vez más próximo. Como se haya equivocado en el cálculo, piensa, y se aborden con el enemigo, estarán todos bien para allá. Pese a la buena voluntad de Cebrián, no cree que sus hombres sean capaces de rechazar un asalto en regla.

–¿Da su permiso para hablarle, señor comandante?

Bonifacio Merino, el contador del
Antilla
, se ha acercado, el aire tímido. Es cuarentón, rechoncho, con lentes. Mal afeitado. El chupatintas que lleva los libros y que, cuando puede, como todos los de su ralea, se mete algo en el bolsillo. Su trabajo a bordo se lo pone fácil porque es justo ése, llevar las cuentas del barco, pertrechos, víveres, consumo, papeleo, bacalao para cuatro meses o equis meses (miércoles, viernes y Semana Santa), menestra, tocino, carne salada, queso, vino, galleta, etcétera. Tantas arrobas en mal estado, gorgojos incluidos, conchabado con el proveedor, con el mayorista de la Armada, con el empleado del arsenal o con quien sea. Como toda España. Como todo quisque por cuyas manos pase algo.

–¿Qué hace aquí, Merino?

–Abajo no hay gran cosa que hacer, señor comandante… He pensado que yo… Ejem. Que yo…

–¿Que usted qué?

–Igual soy más útil aquí arriba.

Rocha clava sus ojos en los del contador, que parpadea pero le sostiene la mirada. Rocha ha conocido a contadores de todas clases, y éste, aunque participa de las corruptelas del oficio, no es de los peores. Durante un instante más lo observa de arriba abajo: sombrero abollado, zapatos sucios, casaca parda rozada y brillante en los codos, dedos manchados de tinta. Cruce de tendero y amanuense. Lo opuesto a un soldado.

–¿Por qué hoy, Merino?

El contador se quita el sombrero, se rasca el pelo mezquino y ensortijado. Se cubre de nuevo. Lleva año y medio en el
Antilla, y
es la primera vez que pide estar en cubierta durante un combate.

–A mi hermano lo mataron la tarde del veintidós de julio, en Finisterre -desembucha al fin-… Era tercer piloto en el
Firme
.

Rocha lo mira un momento más. Qué cosas. Y qué diablos, concluye. Cada cual se bate por lo que se bate.

–Puede quedarse en el alcázar, atendiendo la cartuchería y a los heridos.

–Gracias, señor comandante.

Raaaca, bum. Otra vez vuelan astillas y se estremecen las cuadernas de roble, mientras toda la arboladura y la jarcia firme vibran como las cuerdas de un violín arañadas por un gato con mala leche. Desolado, Rocha comprueba que el palo mayor tiene un hermoso balazo por encima del zuncho de cabulero. Nada grave, de momento. No hay peligro de caída. Los obenques aguantan y todo parece en orden. Pero así se empieza.

–¡El
Nepiuno
ha perdido el palo de mesana! – exclama alguien.

Al diablo el
Neptuno
, se dice Rocha. Toda su atención está concentrada en el castigo que sufre su buque, en la dirección hacia la que apunta el bauprés y en el navío inglés que fuerza vela (su capitán se ha dado cuenta de la intención de Rocha) para cerrar el hueco y cortarle el paso. Por suerte el inglés ha perdido la verga de mayor con su vela, y eso lo frena un poco. El
Antilla
y él están casi a tiro de pistola, convergentes ambas proas, hasta el punto de que es posible distinguir bien a los tripulantes del buque enemigo, los oficiales en el alcázar, los marineros afanándose alrededor de los cañones de la cubierta superior y las carroñadas de la toldilla, las guerreras rojas con correajes blancos de los infantes de marina, los tiradores que disparan desde las cofas. Un ruido sobre la cabeza de Rocha. Otro hombre cae de lo alto, sin un grito (quizá ya venga muerto), y queda enganchado en la red extendida sobre el alcázar, un brazo colgando y la sangre goteando a lo largo de ese brazo sobre la arena húmeda que cubre la cubierta. El comandante, que está justo debajo, se hace a un lado para no mancharse el uniforme. A su espalda y arriba, en la toldilla, oye gritar órdenes al teniente Galera y luego a sus granaderos soltando descargas cerradas de mosquetería contra el buque enemigo. Crac, crac. Buen chico, Galera. Cumplidor como los buenos, pese a esa mano derecha helada como la muerte. Crac. Crac. Crac. Rocha mira hacia arriba, estudia un momento la cara del marinero muerto, suspendido a cinco pies sobre su cabeza. No lo reconoce, aunque le atribuye aspecto de gaviero veterano: los pies descalzos, la piel morena (ni siquiera tiene aún la extrema palidez de la muerte), un tatuaje indescifrable, azulado, en el brazo colgante por el que sigue goteando la sangre. Mantiene los ojos entreabiertos velados y fijos, como si meditase, absorto. Al apartar la vista del cadáver, Rocha encuentra la mirada espantada del guardiamarina Juanito Vidal, que pese a todo sigue asomando la cabeza por la escala del combés. Trece años. Dios mío. La edad de su hijo mayor.

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