Caballeros de la Veracruz (7 page)

—Está ahí —dijo Morgennes con dificultad, tendiendo un dedo tembloroso hacia
Crucífera
.

La visión de su arma, el hecho de que hablaran de ella, le había proporcionado nuevas fuerzas. Lejos de ella languidecía, mientras que cerca de su espada la vida volvía a él.

—¡Pero si habla! —se sorprendió Sohrawardi, encantado de haber suscitado una reacción en aquel cristiano que todos creían moribundo.

Saladino dirigió una mirada intensa a su sobrino.

—¿De modo que la has cogido?

—Sí, tío.

—¿Por qué?

—Me gustó. No sabía que fuera la suya...

—Pero ¿qué la hace tan especial?

A modo de respuesta, Taqi sacó la espada de su vaina. A contrario que las espadas que utilizaban los caballeros, su extremo no era redondeado. Así pues, el arma estaba destinada a servir tanto a un hombre de a pie, que golpea con la punta y con el filo, como a un caballero, que golpea solo con el filo. Por otra parte, su guarda, con una longitud de dos palmos y adornada con una cruz de bronce, permitía sostenerla con las dos manos y, por tanto, golpear con más fuerza, aunque en ese caso no podía utilizarse escudo.

—Es una espada de infante —constató Saladino—. No una espada de caballero...

—Mata igualmente bien —dijo su sobrino.

Taqi le tendió la espada, presentándola por la empuñadura, que estaba adornada con una medalla medio borrada por el tiempo. Saladino creyó distinguir, sin embargo, la forma de una luna rodeada por una serpiente.

—Ha derramado la sangre de nuestros guerreros. No quiero tocarla.

—Dame —dijo Sohrawardi clavando en Taqi sus ojos de ciego. Con manos febriles, el mago fue a sujetar el arma, pero Taqi lo rechazó.

—¿Tiene un secreto? —preguntó Saladino a Morgennes.

—Sí —dijo Morgennes con un suspiro—. Como todas las espadas santas...

Todos los presentes lo miraron sorprendidos.

—¿Cuáles? —inquirió Sohrawardi.

—Después de forjarlas —dijo Morgennes jadeando—, sus hojas se enfrían en una pila de agua bendita mezclada con sangre de demonio. Esto les abre el apetito...

Saladino se manoseó la barba y esbozó una sonrisa. Se preguntaba si Morgennes no estaría burlándose de ellos. Pero algunos miembros de la corte del rey de Jerusalén ya empezaban a murmurar. La atención que Saladino prestaba a ese hombre y a su arma irritaba a más de uno y despertaba los celos de los francos, que no habían olvidado cómo Balduino IV y Amaury habían preferido a Morgennes frente a otros muchos caballeros.

—¡Patrañas! —objetó Ridefort.

—Nunca oí hablar de semejante costumbre —añadió Guido de Lusignan.

—Esta hoja es antigua —intervino Sohrawardi—. Digan lo que digan, no es de origen franco. No han podido forjarla... Es demasiado hermosa para eso.

—¡Poco importa! —cortó Saladino, antes de ordenar en tono imperioso—: ¡Taqi! ¡Deshazte de esta espada! ¡Lánzala a un volcán, al fondo de los océanos, donde sea, pero no la conserves!

—Sí, tío —prometió Taqi bajando los ojos.

El sultán se dirigió hacia la cima de la colina. El momento de la oración se acercaba. Cuando Taqi pasó por delante de Sohrawardi, el viejo mago lo sujetó bruscamente por la manga, pero el sobrino de Saladino ocultó su sorpresa.

—Confíame esta arma —le espetó Sohrawardi.

—¡Nunca! —replicó Taqi.

—¡Obedece!

—No me provoquéis —lo previno Taqi—.Ya sabéis con qué tipo de sangre se alimenta esta espada...

El viejo mago lanzó un resoplido, soltó la manga de Taqi y fue a reunirse con Saladino.

4

¡Nuestros pasos nos conducirán ante tus puertas, oh Jerusalén!

Salmos, CXXII, 2

La cima de la colina de Hattin estaba excavada por una depresión, el cráter de un antiguo volcán. El ejército de Saladino, vestido enteramente de blanco, se apretujaba en la hondonada, ansioso por oír a su sultán. Era la hora del crepúsculo.

—Oremos —dijo Saladino.

Encaramados sobre el lomo de sus camellos, en minaretes de campaña, los muecines lanzaron la llamada ritual: —
Allah Akbar! La illah ilaAllah!

Inclinados hacia La Meca, con la frente contra el suelo, recitaron la primera sura del Corán: «En nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso; alabado sea Dios, señor del universo, el compasivo, el misericordioso, el rey del día del juicio. A ti solo adoramos, a ti solo imploramos socorro. Dirígenos por la vía recta, la vía de los que Tú has agraciado, no la de los que han incurrido en tu ira ni la de los extraviados».

Acabada la oración, hombres y mujeres se volvieron hacia Saladino. A pesar de sus vestiduras negras, el sultán brillaba más que la Kaaba en el centro de la multitud de los fieles.

Era el príncipe de los creyentes, la corona de los emires, el victorioso, el honor del Imperio, el glorificador de la dinastía, su buen augurio y su apoyo, el que posee las preeminencias, etc. Las palabras eran demasiado pequeñas para él; sin embargo, ninguna garganta era bastante profunda para pronunciarlas. Por más que se agotaran buscando una frase que lo ciñera, ningún hombre poseía el aliento necesario para decirla. No existían términos suficientes para honrarlo.

De modo que se engarzaban los comparativos más gastados para hacer de él un mito, un gigante, capaz de rivalizar con los héroes de la India, de Persia o de la Grecia antigua: sus ojos eran piedras preciosas y sus dientes perlas; sus encías y el interior de su boca eran de nácar y sus brazos de bronce; sus manos eran de oro; y sus dedos —¡ah, sus dedos!—, quién podría atreverse a compararlos con nada; sus piernas eran dos pequeños cedros; sus pies, un zócalo de mármol; su cólera, en fin, su fuerza, eran tan terribles que a su lado el
khamsin
parecía un capricho de niña, una broma. Su inteligencia, su astucia, harían triunfar la justicia y la verdad. Una palabra suya, y los malvados perecían.

Los sirios, los egipcios, los yemeníes servían al mayor de los conquistadores. Jerusalén ya les pertenecía. ¡Jerusalén! Dios, en su gran bondad, la ofrecía a Saladino. Ya no se trataba de tomarla, sino de aceptarla. Saladino, en un exceso de humildad que le era habitual, se preguntaba: «¿Somos dignos de ella?».

Sin duda era así.

El sultán levantó los brazos. Las mangas de su caftán se abrieron como las alas de un pájaro. Se hizo el silencio, apenas turbado por una brisa ligera y por el crepitar de las hogueras. En algún lugar graznaron unos cuervos. Más allá resonó la risa de una hiena. Qué importaba; los sarracenos no los oían. Todos escuchaban a Saladino, inmóviles, encapuchados en sus vestidos de lana color de luna.

Saladino abrió las manos, con las palmas tendidas hacia el cielo, y la luz de las antorchas que ardían tras él lo iluminó en ondas de carmín.

—¡Concédenos la gracia, oh Señor, de expulsar a tus enemigos de Jerusalén! ¡Ofrécenos esta alegría! Jerusalén, la tres veces santa, está en manos de los infieles desde hace más de noventa años. Noventa espantosos años en los que nada se ha hecho por Ti en este lugar santo. Noventa años terribles en los que los infieles se han reforzado. Noventa penosos años en los que tus sirvientes, los que te estamos sometidos, no hemos hecho sino desgarrarnos entre nosotros. Yo sé por qué. Sí, sé por qué en noventa años ningún jefe mahometano ha conseguido reconquistar Jeru-salén. Gabriel me lo ha revelado...

Se produjo un movimiento tras el sultán. Un cortejo de hombres morenos de rostro severo se acercó: eran religiosos, tocados con pequeños sombreros cónicos y hermosos mantos blancos de manga corta, sobre los que estaban inscritos en letras de oro versículos del Corán. Los hombres llevaban un bulto pesado, voluminoso, de aspecto vagamente humano. Los asistentes se preguntaron qué sería. ¿Un cadáver? ¿Un herido?

Los religiosos se detuvieron cerca de Saladino y, con un gesto uniforme, curvaron la espalda y levantaron los brazos. Una cruz se levantó en medio de ellos. La Vera Cruz. A pesar de su ropaje de oro y perlas, la Santa Cruz había perdido su luz y parecía más apagada que entre las manos de los francos. Entre la multitud se intercambiaron miradas: «¿Qué quiere el sultán?».

Entonces Saladino se acercó a la cruz y dijo acariciándola:

—¡Esta cruz no es la menor de nuestras victorias!

Luego calló, dejando a los suyos tiempo para que se deleitaran con el espectáculo de la Santa Cruz.

—¡A juzgar por la desolación de los francos, es la más importante de nuestras victorias! Más importante que la captura del rey de Jerusalén, de los maestres del Temple y del Hospital; más importante que la muerte de centenares de sus caballeros y de miles de sus soldados; más que todos los prisioneros y los rehenes que hemos hecho. ¡Más importante que todo, porque con ella hemos capturado a su Dios!

Los sarracenos se preguntaban: «¿Cómo es posible adorar esto?». Algunos reían, otros imitaban la crucifixión: burlonamente abrían los brazos, inclinaban la cabeza, sacaban la lengua en señal de agonía y se dejaban caer al suelo entre estertores. Los bromistas fueron expulsados a puntapiés.

—¡Sin ella, en Montgisard, Balduino IV estaba perdido! —prosiguió Saladino—. ¡Sin ella, hoy los francos están perdidos!

Una tempestad de aclamaciones saludó sus palabras.

—¡Alá es grande! ¡Alá es único! ¡Él es el único Dios!

Dios era incandescente. El calor había aumentado. Era como si el antiguo volcán de Hattin hubiera despertado para unir sus fuerzas a las de los mahometanos.

—Para que nuestra victoria nunca sea olvidada, he ordenado levantar una estela.

El sultán señaló con el dedo una pequeña construcción de forma circular, que habían empezado a edificar aquel día. La rodeaba un andamiaje. Sorprendentemente, aunque los muros no se habían levantado del todo, una cruz de madera se alzaba en lo alto de la edificación. Era más o menos tan ancha como alta era la Vera Cruz. Debajo de ella, dos hombres con capirotes negros, armados con mazos y clavos de hierro, aguardaban con los brazos cruzados sobre el pecho. Eran verdugos.

—Gabriel me ha dicho —continuó Saladino—: «Dios te esperaba». Me ha dicho: «Ninguna casa tiene más mérito que la tuya». Me ha dicho: «A los ayyubíes corresponde el honor de devolver Jerusalén al islam». Me ha dicho: «¡Y a ti, Saladino, corresponde unir a todos los mahometanos bajo una misma bandera!».

Los sirios, los egipcios, los yemeníes y los nubios entonaron el nombre de Saladino. Los otros, beduinos en su mayor parte, o los que venían de Bagdad, no dijeron nada. Una sombra había pasado sobre sus rostros. Entonces Saladino ordenó a Sohrawardi:

—¡Diles lo que los yinn te han revelado!

—Tomarás la ciudad, oh esplendor del islam. ¡Pero perderás un ojo!

Un murmullo se elevó de la multitud.

—¡Aunque me costara los dos ojos —declaró Saladino—, iría de todos modos!

Los hombres lo aclamaron. El sultán impuso silencio y prosiguió con una voz vibrante de cólera y emoción:

—¡No todos los creyentes estaban ayer en Hattin! ¿Dónde estaban, pues? ¿Dónde estaban los verdaderos mahometanos? ¡Los que tardan en acudir en ayuda del islam no recogerán los frutos del paraíso! La
yihad
es el deber personal de todo mahometano. ¿Por qué la casa de los ayyubíes es la única en combatir?

Saladino recorrió con la mirada a los que consideraba como los suyos —sirios, egipcios, nubios, yemeníes—, vestidos con el uniforme blanco con versículos del Corán bordados a la espalda. A aquellos los amaba. Luego desafió con la mirada a los beduinos y a los que venían de Bagdad. Entre ellos se encontraban algunos jefes de tribus importantes. Pero muchos no habían acudido, esperaban a conocer el resultado de la batalla para desplazarse. Entre los más valerosos se encontraban Dahrán ibn Uwád, el joven jeque de los kharsa, una tribu de diez mil tiendas —no tenía aún trece años, pero ya gustaba mucho a las mujeres—; Náyif ibn Adid, el impetuoso jeque de los muhalliq, una tribu de tres mil tiendas —un gran amante del arte que por nada del mundo se hubiera perdido un combate—; Matlaq ibn Fayhán, el misterioso jeque de los zakrad, una tribu de ochocientas tiendas —que formaba a los mejores halconeros del mundo—, y finalmente, aunque hubiera llegado en el último momento, al final de las hostilidades, como era su costumbre, Rawdán ibn Sultán, el voluptuoso jeque de los maraykhát, una tribu de mil quinientas tiendas, que se desplazaba con muchas mujeres y bebía vino a raudales.

En cambio, al menos otras dieciséis tribus, que representaban unas treinta mil tiendas, habían hecho caso omiso de la llamada lanzada por Saladino el mes precedente. Para él, era un insulto. El sultán se encendió de ira.

—¡Todos deben acudir junto a nosotros o perecer como perros en el desierto! ¡Id a decir a todas las tribus, a todas las casas, que se sumen a nuestras filas para que nos unamos en la gloria de Alá!

A pesar de su pequeña talla, Saladino irradiaba gran energía.

El sultán apretó contra su pecho a su hijo, al-Afdal, y respiró en su cabello el intenso olor del atardecer de que se había impregnado. Sus hijos eran todo su orgullo. Por ellos había erigido su imperio. Se sentía como el orgulloso Alejandro de otros tiempos, cuyo imperio era mayor que la mano de Alá, pero más pequeño que donde alcanza su mirada, porque su mirada alcanza el infinito.

Morgennes, que a pesar de su extrema fatiga había seguido con atención toda la escena, se sintió emocionado por la fe de Saladino y la vehemencia con que enardecía a su pueblo. A su lado, la figura de Guido de Lusignan palidecía. Ridefort era patético y Raimundo de Castiglione, el maestre del Hospital, era un hombre que no destacaba apenas. Ninguno de los tres tenía ese carisma, esa fuerza de convicción, ese don para mostrar a sus tropas el camino que debían seguir.

Una desesperación inmensa se adueñó del alma de Morgennes. Se preguntaba por qué los mamelucos no lo habían acompañado de vuelta al cercado. ¿Acaso el espectáculo no había terminado? Buscó con la mirada a Taqi ad-Din, pero había desaparecido. En cambio, la corte del rey de Jerusalén no estaba lejos. Parecía que no se preocupaban por él. De pronto, el viejo marqués de Montferrat se llevó un dedo a los labios para indicarle que estuviera dispuesto. Discretamente le dirigió un pequeño guiño y le mostró la gran cruz en lo alto de la estela. Al parecer, Montferrat tenía un plan. A menos que tratara de decirle que no perdiera la esperanza, que Jesús estaba allí, que velaba por él.

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