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Authors: José Luis Romero

Tags: #Historia

Breve historia de la Argentina (4 page)

En el norte, de espaldas al Río de la Plata y mirando hacia Lima las ciudades del Tucumán progresaban más lentamente. Córdoba, la más importante de ellas, apenas llegaba al millar de habitantes; pero tenía ya desde 1622 una universidad cuya fundación había promovido fray Hernando de Trejo y Sanabria y veía levantarse la fábrica de su catedral el más atrevido y suntuoso de los templos de la colonia. A diferencia de las comarcas rioplatenses, abundaban en el Tucumán los indios labradores y mineros. El contacto entre las poblaciones autóctonas y los españoles fue allí intenso y dramático. Hubo uniones entre españoles y mujeres indígenas, unas veces legítimas y otras no, que originaron la formación de una nutrida y singular población mestiza. Pero hubo sobre todo relaciones de dependencia muy severas entre indios y encomenderos. En los cultivos —el trigo, el maíz, la vid, el algodón— y en las industrias, unas tradicionales de la región y otras nuevas, entre las que se destacaba la del tejido de lana y de algodón, los indígenas trabajaban de modo agotador en beneficio del encomendero. Más duro todavía era el trabajo que realizaban en las minas, cuyo secreto sólo ellos poseían, no sin desesperación de los españoles. En cambio, la cría de mulas que se enviaban al Perú en grandes cantidades, y el traslado de vacunos desde la pampa constituían trabajos más livianos en los que se ejercitaban preferentemente criollos y mestizos.

La sistemática explotación de los indios, apenas amenguada ocasionalmente por la influencia de algún funcionario o algún misionero, suscitó un sordo rencor en los naturales del país. Unas veces se manifestó en la negligencia para el trabajo, otras en la fuga desesperada y otras, finalmente, en una irrupción violenta que desembocaba en la rebelión. Hacia 1627, un vasto movimiento polarizó a los diaguitas y la nación entera estalló en una sublevación contra los españoles. Diez años necesitaron éstos para someter a los diversos caciques rebeldes, cuyos hombres se extendían por todos los valles calchaquíes y amenazaban las ciudades.

Algo singular había en las relaciones entre los indios y los conquistadores del Tucumán. La sospecha de que aquéllos conocieran la existencia de ricas minas de metales preciosos movía a los conquistadores a intentar de vez en cuando una aproximación benévola para tratar de sorprender sus secretos. Acaso fue esta esperanza la que movió gobernador Alonso Mercado a confiar en los proyectos de un imaginativo aventurero, Pedro Bohórquez, que se decía descendiente de los incas y prometía, a cambio del título de gobernador del valle calchaquí, la sumisión de los indios y los tesoros de Atahualpa. Pero el virrey de Lima no aceptó el juego y los diaguitas, que también habían puesto sus esperanzas en Bohórquez, volvieron a sublevarse en 1685. Esta vez la lucha fue extremadamente violenta y duró varios años, al cabo de los cuales los indios fueron vencidos y las diversas tribus arrancadas de sus tierras y distribuidas por distintos lugares del Tucumán y del Río de la Plata. Así se dispersaron los diaguitas, sin que los españoles del noroeste argentino alcanzaran nuevos secretos sobre las riquezas metalíferas de las montañas andinas.

Los indios del Este también hostilizaron a las ciudades del Tucumán, a cuyas vecindades llegaron los del Chaco. Pero más peligrosos fueron éstos para los vecinos de Asunción, que estaba más próxima y se sentía, además, amenazada por los mamelucos de la frontera portuguesa. En esa zona tenían los jesuitas sus reducciones y allí se produjo también una sangrienta insurrección indígena en 1753, cuando los guaraníes de los pueblos de las misiones se resistieron a abandonarlos tal como lo mandaba el tratado firmado entre España y Portugal, tres años antes. La lucha fue dura y concluyó con la derrota de los guaraníes en las lomas de Caibaté en 1756. Poco después, el gobernador del Tucumán, Jerónimo Matorras, consiguió contener a los indios chaqueños que amenazaban su provincia. Esta lucha intermitente y dura con los indios fue una de las preocupaciones fundamentales de los conquistadores en las regiones que constituirían la Argentina. Crecía el número de mestizos, ingresaban nutridos grupos de esclavos negros, pero se deshacía la personalidad colectiva de las poblaciones indígenas. En la llanura, se salvaron alejándose por las tierras desiertas, disputando a los conquistadores la captura de los ganados, que los indios desplazaban hacia sus propios dominios extendidos hasta los valles chilenos. En el Tucumán, procuraban retraerse hacia los valles más protegidos. Así, las ciudades recién fundadas fueron ínsulas en medio de un desierto hostil. En el Río de la Plata, el gobernador Pedro de Cevallos volvió a ocupar la Colonia del Sacramento en 1762, y la diplomacia portuguesa volvió a recuperarla poco después. El contrabando continuó intensamente. Entre tanto, los cambios políticos e ideológicos que se producían en España a fines del siglo XVIII repercutieron en Buenos Aires cuando el conde de Aranda, ilustrado ministro de Carlos III designó gobernador de la provincia a Francisco de Paula Bucarelli. Reemplazaba a Cevallos, notorio amigo de los jesuitas, con la misión de cumplir la orden de expulsar a éstos del Río de la Plata, tal como la Corona lo había resuelto para todos sus dominios. La medida se cumplió en 1766 y se fundaba en el exceso de poder que la Compañía de Jesús había alcanzado.

Signo de regalismo, la expulsión de los jesuitas reflejaba la orientación política de Carlos III y de sus ministros. En Buenos Aires, un hecho tan insólito tenía que dividir las opiniones. La ciudad alcanzaba los veinte mil habitantes y comenzaba a renovar su fisonomía. Dos años antes se había erigido la torre en el edificio del Cabildo y la fábrica de la catedral comenzaba a avanzar. Las iglesias del Pilar, de Santo Domingo, de las Catalinas, de San Francisco, de San Ignacio y otras más se levantaban ya en distintos lugares de la ciudad, exhibiendo su fisonomía barroca. En la Recova discutían los vecinos y comenzaban a polarizarse las Opiniones entre los amigos del progreso y los amigos de la tradición. La llegada del nuevo gobernador Juan José de Vértiz, criollo y progresista, acentuó las tensiones que comenzaban a advertirse en el Río de la Plata.

Capítulo IV
L
A ÉPOCA DEL
V
IRREINATO (1776-1810)

En el último cuarto del siglo XVIII, la Corona española creó el virreinato del Río de la Plata. La colonia había progresado: crecía su población, crecían las estancias que producían sebo, cueros y ahora también tasajo, todos productos exportables, y se desarrollaban los cultivos. Concolorcorvo, un funcionario español que recorrió el país y publicó su descripción en 1773 con el título de
El lazarillo de ciegos caminantes
, había señalado en las colonias rioplatenses, antes tan apagadas en relación con el brillo de México o Perú, nuevas posibilidades de desarrollo, porque a la luz de las ideas económicas de la fisiocracia, ahora en apogeo, la tierra constituía el fundamento de la riqueza. Esas consideraciones y la necesidad de resolver el problema de la Colonia del Sacramento aconsejaban la creación de un gobierno autónomo en Buenos Aires.

Una Real Cédula del 1° de agosto de 1776 creó el virreinato y designó virrey a Pedro de Cevallos. Las gobernaciones del Río de la Plata, del Paraguay y del Tucumán, y los territorios de Cuyo, Potosí, Santa Cruz de la Sierra y Charcas quedaron unidos bajo la autoridad virreinal, y así se dibujó el primer mapa de lo que sería el territorio argentino.

Cevallos logró pronto derrotar a los portugueses y recuperar la Colonia del Sacramento. Pero suprimida esta puerta de escape del comercio porteño, Cevallos trató de remediar la situación dictando el 6 de noviembre de 1777 un «Auto de libre internación» en virtud del cual quedó autorizado el comercio de Buenos Aires con Perú y Chile. Esta medida resistida por los peruanos como la creación misma del virreinato, revelaba una nueva política económica y fue completada poco después con otra que ampliaba el comercio la península. Se advirtió entonces un florecimiento en la vida de la colonia, tanto en las pequeñas ciudades del interior como en Buenos Aires, hacia la que empezaban ahora a mirar las que antes se orientaban hacia el Perú y Chile. El tráfico de carretas se hizo más intenso y las relaciones entre las diversas partes del virreinato más estrechas. Y la actividad creció más aún cuando, en 1791, se autorizó a las naves extranjeras que traían esclavos a que pudieran llevar de retorno frutos del país. En su aduana, creada en 1778, Buenos Aires comenzó a recoger los beneficios que ese tráfico dejaba al fisco.

Vértiz, designado virrey en 1777, impulsó vigorosamente ese progreso y, naturalmente, suscitó tanto encono como adhesión. La pequeña aldea, cuya actividad económica crecía con nuevo ritmo, comenzó a agitarse y su población a dividirse según diversos intereses y distintas ideas. Los comerciantes que usufructuaban el antiguo monopolio comercial se lanzaron a la defensa de sus intereses amenazados por la nueva política económica, de la cual esperaban otros grupos obtener ventaja; y este conflicto se entrecruzó con el enfrentamiento ideológico de partidarios y enemigos de la expulsión de los jesuitas, de progresistas y tradicionalistas.

Cada una de las innovaciones de Vértiz fue motivo de agrias disputas. Siendo gobernador había fundado la Casa de Comedias, en la que vieron los tradicionalistas una amenaza contra la moral. Cuando ejerció el virreinato instaló en Buenos Aires la primera imprenta, y junto con las primeras cartillas y catecismos, se imprimió allí, la circular por la que difundía la creación del Tribunal de Protomedicato, para que nadie pudiera ejercer la medicina sin su aprobación. La misma intención de mejorar el nivel cultural y social de la colonia movió al virrey a crear el Colegio de San Carlos, cuyos estudios dirigió Juan Baltasar Maciel, espíritu ilustrado y uno de los raros poseedores en Buenos Aires de las obras de los enciclopedistas. Una casa de niños expósitos, un hospicio para mendigos, un hospital para mujeres dieron a la ciudad un aire de progreso que correspondía al nuevo aspecto que le daban el paseo de la Alameda, los faroles de aceite en las vías más transitadas y el empedrado de la actual calle Florida.

También las ciudades del interior comenzaron a prosperar, y entre todas Córdoba, donde abundaban las casas señoriales y las ricas iglesias. A esa prosperidad contribuyó mucho la nueva organización del virreinato que, en 1782, quedó dividido en ocho intendencias —Buenos Aires, Charcas, La Paz, Potosí, Cochabamba, Paraguay, Salta del Tucumán y Córdoba del Tucumán— y en varios gobiernos subordinados. Al frente de cada intendencia había un gobernador intendente al que se le confiaban funciones de policía, justicia, hacienda y guerra; y la autonomía que cobraron los gobiernos locales favoreció la formación de un espíritu regional y estimuló el desarrollo de las ciudades que constituían el centro de la región. Pero Buenos Aires acrecentó su autoridad no sólo por su importancia económica, sino también por ser la sede del gobierno virreinal y la de la Audiencia, que se instaló en 1785.

Los sucesores de Vértiz no tuvieron el brillo de su antecesor. Cinco años duró el gobierno del marqués de Loreto que sucedió a aquél en 1784. Cuando, a su vez, fue sustituido en 1789 por Nicolás de Arredondo, el mundo se conmovió con el estallido de la Revolución Francesa. La polarización de las opiniones comenzó a acentuarse y no faltó por entonces en la aldea quien pensara en promover movimientos de libertad. Ese año, en la Casa de Comedias, estrenó Manuel José de Lavardén su Siripo, la primera tragedia argentina. Más interés que la grave conmoción que comenzaba en el mundo despertó, sin embargo, la creación del Consulado de Buenos Aires. Acababa de autorizarse el tráfico con naves extranjeras y la nueva institución se cargó desde 1794 de vigilarlo. Un criollo educado en España y compenetrado de las nuevas doctrinas económicas, Manuel Belgrano, fue encargado de la secretaría del nuevo organismo, y en él defendió los principios de la libertad de comercio y combatió a los comerciantes monopolistas. Poco después, el Consulado creaba una «escuela de geometría, arquitectura, perspectiva y toda especie de dibujo» y más tarde una escuela náutica.

Quizá la agitación que reinaba en Europa promovió la publicación de los primeros periódicos. En 1801, Francisco Antonio Cabello comenzó a publicar en Buenos Aires
El Telégrafo Mercantil
y al año siguiente editó Hipólito Vieytes el
Semanario de agricultura, industria y comercio
. Además de las noticias que conmovían al mundo, ya amenazado por Napoleón, encontraban los porteños en sus periódicos artículos sobre cuestiones económicas que ilustraban sobre la situación de la colonia e incitaban a pensar sobre nuevas posibilidades. Para algunos, las nuevas ideas que los periódicos difundían eran ya familiares a través de los libros que subrepticiamente llegaban al Río de la Plata; para otros, como Mariano Moreno, a través de los que habían podido leer en Charcas, donde abundaban; y para otros, como Manuel Belgrano, a través de su contacto con los ambientes ilustrados de Europa.

En 1804, poco después de proclamarse Napoleón emperador de los franceses y de reiniciarse la guerra entre Francia e Inglaterra, fue nombrado virrey el marqués de Sobremonte. Al año siguiente, Inglaterra aniquiló a la armada española en Trafalgar y comenzó a mirar hacia las posesiones ultramarinas de España. Sobremonte debió afrontar una difícil situación.

Una flota inglesa apareció en la Ensenada de Barragán el 24 de junio de 1806 y desembarcó una fuerza de 1500 hombres al mando del general Beresford. Sobremonte se retiró a Córdoba desde donde viajó más tarde a Montevideo, y los ingleses ocuparon el fuerte de Buenos Aires. Algunos comerciantes se regocijaron con el cambio, porque Beresford se apresuró a reducir los derechos de aduana y a establecer la libertad de comercio. Pero la mayoría de la población no ocultó su hostilidad y las autoridades comenzaron a preparar la resistencia. Juan Martín de Pueyrredón desafió al invasor con un cuerpo de paisanos armados, pero fue vencido en la chacra de Perdriel. Más experimentado, el jefe del fuerte de la Ensenada de Barragán, Santiago de Liniers, se trasladó a Montevideo y organizó allí un cuerpo de tropas con el que desembarcó en el puerto de Las Conchas el 4 de agosto. Seis días después, Liniers intimaba a los ingleses desde su campamento de los corrales de Miserere. Su ultimátum fue rechazado y emprendió el ataque contra el fuerte el 12 de agosto. Beresford ofreció la rendición.

El episodio bélico había terminado, pero sus consecuencias políticas fueron graves. Ausente el virrey, y ante la presión popular, un cabildo abierto reunido en Buenos Aires el 14 de agosto encomendó el mando militar de la plaza a Liniers, que se hizo cargo de él desoyendo las protestas de Sobremonte. Las inquietudes políticas se intensificaron por las implicaciones que la decisión tenía. Liniers era francés y poco antes el emperador Napoleón había derrotado a la tercera coalición en Austerlitz. Los ingleses, por su parte, habían despertado el entusiasmo de los comerciantes, mientras España se sentía al borde de la catástrofe. Todo hacía creer que podían producirse cambios radicales en la situación de la colonia y cada uno comenzaba a pensar en las soluciones que debía preferir.

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