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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Bodas de odio (11 page)

Fiona no lo dejó terminar. Se puso de pie, y agitó con furia el techo con sus nudillos. Eliseo no habría podido escuchar; en ese instante, un estruendo inundó los oídos de todos. Entonces, Juan Cruz la tomó fuertemente por el brazo y, atrayéndola, le murmuró cerca de los labios:

—Ya me has cansado, niña caprichosa. He tratado de tenerte paciencia, pero tus remilgos de chiquita bien me han asqueado. O permaneces en tu sitio, o te daré una tunda que jamás olvidarás.

Finalmente Fiona comprendió por qué lo llamaban "el diablo": la furia cincelaba en su cara profundas arrugas que le deformaban el rostro hasta convertirlo en el de una criatura monstruosa. El miedo la paralizó. Era la primera vez que alguien la trataba así. Ni siquiera su padre se había atrevido nunca.

Aunque Maria la atrajo para sí, en un primer momento de Silva no quiso desasirla. Después, con un ademán de profundo desprecio, la soltó bruscamente, y acto seguido se echó con todas sus fuerzas contra el respaldo del asiento. Por fin, dejó escapar un gran resuello que hizo temblar a las dos mujeres.

Durante el resto del viaje, Fiona permaneció ovillada sobre el regazo de Maria. Mantenía la vista hacia abajo y ya no tenía deseos de leer. La mirada y el rostro embravecido de su esposo la habían perturbado. Una angustiosa desesperanza la inundaba; sabía que dentro de algunas horas estarían en casa de de Silva, en su territorio, en el que él era amo y señor. No tendría escapatoria. Ahogó un lamento y cerró los ojos para que las lágrimas no escaparan tan fácilmente; no quería humillarse aún más frente a él.

Recogió los pies bajo la falda para acomodarlos entre su tontillo y el asiento, tal como la noche en que de Silva la resaltó de la muerte. El recuerdo la llenó de zozobra; no podía olvidar que él le había salvado la vida. Y aquella misma noche en casa de misía Mercedes había logrado impactarla. Su andar sereno, su cabello negro, largo y lacio, bifurcado al medio por obra de un remolino que insistía en partir sus mechones en dos, le otorgaban un aire muy especial.

Llegaron a la posada. La lluvia descargaba todo su ímpetu sobre la tierra, que se tornó fangosa y resbaladiza.

El coche se detuvo y de Silva se apeó con agilidad. Ya fuera, se embozó en su capa y se encaminó a la fonda, no sin antes dar instrucciones a los cocheros. Fiona y Maria permanecieron calladas; acostumbradas al silencio reinante, les resultaba difícil quebrarlo con el sonido de sus voces. De pronto, Eliseo, empapado, asomó su cabeza chorreante por la abertura del coche.

—Vamos, mi niña. El patrón me ha pedido que las hiciera entrar.

Fiona se asomó y divisó, entre la espesa cortina de agua, una casa de adobe con techo de paja que se parecía más a una pulpería que a una posada. Sus ventanas, ubicadas a ambos lados de la puerta, dejaban entrever las llamas trepidantes de las velas que ardían en el interior. Tragó saliva y suspiró. Sólo deseaba una cama confortable; estaba exhausta.

Casi arrastrada a través de la lluvia y del viento por los fuertes brazos de Eliseo, Fiona ingresó al lugar trastabillando. Retiró de su cabeza la caperuza y enjugó algunas gotas que rodaban por sus ojos. Miró a su alrededor; el panorama era desolador.

La tormenta había ahuyentado a todos los clientes a sus casas; el salón estaba completamente vacío. Divisó a Juan Cruz apoyado sobre el mostrador, conversando con el pulpero. Al oírlos entrar, de Silva volteó y, con aire hierático, les clavó la mirada por algunos instantes; sólo un momento fugaz, pero suficiente para atormentarla más aún.

La esposa del posadero apareció tras un trapo que colgaba de una abertura a la derecha del salón.

—¡Por favor, señora, acérquese al trébede! Aquí está más calentito. ¡Uy, pero si está empapada! —comentó la mujer al tomar entre sus manos la capa de Fiona.

—Gracias, señora, pero ella y yo no estamos tan mojadas. Es él el que está pasado por agua.

Fiona tomó por el brazo a Eliseo y, prácticamente, lo arrastró hasta el fuego.

—¿Sería usted tan amable de conseguir un poco de ropa seca? Yo le pagaré...

No pudo terminar; un agudo dolor en el brazo la detuvo. Juan Cruz clavaba sus dedos en ella y atraía con fuerza su rostro hacia el suyo; esta vez el tono fue más circunspecto que el de antes.

—Fiona, yo arreglaré nuestra noche aquí.

"Me desautorizas una vez más frente a mis empleados y estos fonderos y te estrangulo"; al menos, eso fue lo que la joven interpretó.

Ella y Maria ocuparían una de las dos habitaciones que tenía la posada, explicó Juan Cruz. En la otra se hospedaría él. Los tres cocheros y los jóvenes lacayos se acomodarían en el granero.

—No... —musitó Fiona al pensar que Eliseo, mojado como estaba, pasaría la noche sobre un jergón de paja, casi a la intemperie. De Silva, al escuchar el murmullo de su voz, giró sobre sí, desafiándola con la mirada. Fiona bajó los ojos, agobiada.

Comieron algo en una de las mesas del comedor. Maria, sin que nadie se lo indicara, fue a sentarse junto a Eliseo y los muchachos. Fiona quedó, por primera vez, a solas con su esposo.

A pesar de que no había probado bocado en todo el día, la joven jugueteó con la comida que le acababan de servir y no se llevó un solo trozo a la boca. Juan Cruz, en cambio, devoró con avidez el estofado, casi sin levantar la vista del plato.

—Deberías comer; estás muy delgada —comentó de Silva.

Fiona lo miró furibunda. Al notarlo otra vez afable y con ese tono mordaz, su carácter impulsivo resurgió.

—No creo que a usted deba importarle mi anatomía, señor —dijo, con los dientes apretados.

Juan Cruz comenzó a sonreír suavemente.

—Oh, sí que me interesa.

Se hizo hacia atrás en la silla, como buscando el mejor ángulo, y se entregó a mirar a Fiona con descaro. Después, continuó:

—Aunque tengo que confesar que madre natura te ha tallado más que armoniosamente. Tienes los bultos necesarios, y donde debes tenerlos.

Sus ojos se clavaron en el pronunciado escote de la joven.

—¡No sea insolente, maldito depravado! —bramó Fiona con el rostro rojo. Se levantó de la mesa de un salto, cubriéndose al mismo tiempo el pecho con las manos.

—Maria, por favor, vamos a la recámara.

Momentos más tarde, Juan Cruz entró en la habitación sin llamar. Fiona se levantó como propulsada del borde del lecho y Maria dio un paso atrás, llevándose el cepillo de marfil a la boca.

—Déjenos a solas.

Fiona observó fastidiada cómo Maria se escurría mansamente por la puerta, con la cabeza gacha y el cepillo aún sobre los labios. Furiosa, descubrió que en aquel lugar no había nada apropiado para arrojarle.

—Su educación deja mucho que desear, señor mío. ¿No le han enseñado que debe llamar a la puerta antes de entrar al cuarto de una dama?

Juan Cruz sonrió, mientras le echaba un vistazo de pies a cabeza. El pelo suelto le caía sobre la espalda y los senos, cubiertos ahora por una bata de lana que se adhería a su contorno. Caminó los pasos que lo separaban de su esposa. Ya cerca de ella, permaneció quieto unos instantes, inspirando la fragancia de su piel. Ahora sus ojos recorrían cada centímetro del rostro de ella, de su cuello, de sus senos. Tomó en sus manos un mechón de pelo tan largo que casi rozaba las caderas de la joven. Se lo llevó a la nariz y absorbió su perfume, cerrando los ojos cuando el aroma lo inundó. De Silva ardía de deseo. Cuando la soltó, la guedeja cayó pesadamente.

Fiona estaba alterada. No podía hablar, ni pelear; sentía que las fuerzas la habían abandonado, y una extraña sensación de cosquilleo le recorría el cuerpo.

—¿Realmente crees que debo llamar a la puerta de la habitación de mi esposa?

Ella no supo qué contestar.

—¿Qué necesita, señor de Silva? —susurró.

Bajó la cara, dando un paso atrás. Juan Cruz le levantó la cabeza rozando apenas su barbilla con los dedos. Los aladares que enmarcaban el rostro de la joven parecían danzar al ritmo del brillo de la lámpara de sebo, que acentuaba aún más el tono rojizo de su cabello. Por momentos lo tornaba casi de un carmín nacarado, y luego su matiz cambiaba de más intenso a más suave, al compás del movimiento continuo de la llama.

—¿Qué necesita? —volvió a preguntar Fiona con la voz en un hilo.

—¿Qué necesito, preguntas? —De Silva sonrió otra vez—. Sólo quería avisarte que mañana, apenas amanezca, saldremos para la estancia. Deseo que para esa hora estén listas; no quiero perder un solo minuto.

Dio media vuelta y abandonó el cuarto. Cuando Fiona atinó a reaccionar, de Silva ya había dejado la habitación.

Capítulo 5

Juan Cruz cerró los ojos. No deseaba dormitar: necesitaba pensar. Fiona, sentada frente a él en la volanta, continuaba leyendo su libro de tapas rojas, aunque sabía que hacía media hora su mirada se perdía en la misma página.

Se había casado con ella porque quería unirse a una mujer de alcurnia que le quitara el último vestigio de advenedizo. El dinero había hecho mucho. Su estrecha relación de más de veinte años con Rosas había hecho otro tanto. De todas maneras, él sabía que la gente de abolengo lo miraba con desprecio y arrogancia por su origen incierto, por ser un bastardo. A veces deseaba gritar a los cuatro vientos su verdad; pero no podía, había hecho una promesa.

No era la mirada altiva de las personas con prosapia lo que le molestaba; simplemente necesitaba blanquear su apellido para que los negocios se le facilitaran. Además, deseaba un heredero que continuara lo que él había construido.

Por eso la había elegido. Ella era de la más alta sociedad porteña, su abuelo era uno de los estancieros más reconocidos de la Federación, su tía Tricia había contraído matrimonio con un famoso comerciante inglés y vivía ahora en Londres. Todas esas cosas lo habían decidido.

Pero, ¿por qué insistía en ese razonamiento? Él jamás se había engañado. ¿Por qué lo estaba haciendo ahora? ¿O acaso no recordaba el primer día en que la vio? En el atrio del Socorro, después de la misa del domingo, con su vestido de blonda lila claro y la mantilla de encaje blanco que le cubría la cabeza y enmarcaba las líneas femeninas más bellas que él hubiera visto.

—Ni lo piense, señor de Silva —le había susurrado al oído Mercedes Sáenz en esa ocasión—. Es inalcanzable.

Mercedes Sáenz no sabía que para él nada era inalcanzable. Sin embargo, debía reconocer que por aquellos días Fiona Malone se le había convertido en una obsesión. Era difícil encontrarla en las tertulias, casi nunca iba; jamás recorría la calle de la Florida después de misa los domingos. Más raro aún era hallarla en el paseo de la Alameda, al que sólo concurría en contadas ocasiones para montar su caballo, alejada de todos y sin dirigir una mirada al grupo de gente; jamás asistía a tomar el té a lo de Manuelita los miércoles. La obsesión lo llevó a averiguar acerca de su familia. Misia Mercedes lo puso al tanto de la calamitosa situación económica en la que se encontraba su abuelo.

Entreabrió los ojos al escucharla estornudar. Había sido un sonido corto, delicado, hasta divertido, como el de un gatito. La Observó repasar su nariz con un pañuelo de lino y sus modos le resultaron tan femeninos que no pudo evitar que su pecho se llenara de una sensación de orgullo. Fiona era distinta a todas. Su rebeldía, su inteligencia, su libertad, la hacían diferente. Sus arrebatos e ímpetus eran definitivamente divertidos. Además, estaba herida porque se sabía comprada y eso había echado por tierra sus sueños románticos; ya se lo había advertido misia Mercedes cuando él le expuso su plan.

¿Y qué le importaban a él los sueños románticos de una joven que nada entendía de la vida, que siempre había tenido todo en bandeja de plata, que jamás había pasado hambre o frío? Su inflexibilidad, su extrema severidad, incluso su crueldad, le habían merecido a de Silva el famoso mote: el diablo. Pero ser así le había servido, y mucho. Su mundo era distinto, al cuento de hadas en el que parecían estar los niños y niñas bien de la ciudad. Vivir en medio del campo, entre gauchos brutos, teniendo que llagarse las manos hasta verlas sangrar nada más que por unos centavos para comer, y defendiendo lo poco que tenía con uñas y dientes, eso no era un cuento de hadas. Manejaba el facón como nadie y era famoso por sus puñaladas certeras y mortales, que le habían granjeado desde muy joven el temor y el respeto de los gauchos e indios de las pampas; su nombre había traspasado los lindes de sus estancias para llegar más allá de la frontera.

—¡Señor de Silva, estamos llegando!

La voz del lacayo resonó dentro de la volanta y sobresaltó a las dos mujeres. Juan Cruz no tardó en salir de su ensimismamiento.

—¡Por Dios y María Purísima! —exclamó Maria, con la vista clavada en el paisaje.

La curiosidad carcomía a Fiona, pero su orgullo no le permitía asomarse por la ventanilla. Había cerrado el libro, que descansaba ahora sobre su regazo, e insistía en retorcer el pañuelito de lino entre sus manos.

—¡Maria, déjate ya de tanto aspaviento y entra! No puedes tener medio cuerpo fuera del coche —exclamó Fiona en inglés, descargando toda la tensión en la pobre mujer. Maria, sin emitir sonido, se acomodó obedientemente al lado de su niña. Sabía que cuando su joven patrona le hablaba en ese idioma era porque deseaba que un tercero no la comprendiese o porque estaba furiosa con ella. Pero la imagen de lo que acababa de ver volvió a reflejarse en su retina y, olvidando el reto de Fiona, comentó:

—¡Oh, Fiona! Deberías verla, es preciosa. —A continuación, y sin mirar a Juan Cruz, dijo—: Señor, tiene usted una casa bellísima.

—Gracias, Maria.

Fiona habría querido estrangular a Maria. Se sentía traicionada al verla tratar con tanta deferencia a de Silva. Y aunque la fulminó con la mirada, sólo obtuvo de la mujer un gesto de descaro que la dejó atónita.

—Tal vez deberías hacer caso a Maria. La vista de la mansión se aprecia mucho mejor desde aquí —agregó Juan Cruz.

—Desgraciadamente para mí, señor, tendré toda la vida para apreciarla. ¿Por qué adelantar la tortura?

El sarcasmo del comentario molestó a de Silva: sin embargo no lo demostró. Al contrario: fijó sus ojos en ella y le dedicó una mirada amorosa.

Maria se incomodó por la acidez, de las palabras de su ama. Sabía que podía ser venenosa con las personas que le desagradaban, pero debía tratar de cambiar esa actitud inmadura con su marido.

Fiona jamás había visto algo como aquello. La impresión que le causó la mansión de de Silva la dejó sin aliento. Su rostro dejaba entrever fácilmente la fascinación que la embargaba.

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