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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

Azazel (24 page)

Azazel reflexionó unos instantes, y luego dijo, en lo que para él era un tono afable:

—Tienes una mente pequeña, primitivo gusano, pero es una mente retorcida y astuta, que puede sernos útil a los que tenemos mentalidades gigantes pero padecemos el inconveniente de una naturaleza luminosamente directa y sincera. ¿Qué clase de ayuda necesitas ahora?

Expliqué la situación de Artaxerxes; Azazel reflexionó y dijo:

—Podría aumentar la potencia de sus músculos.

Meneé la cabeza.

—No es sólo cuestión de músculo. Están también la habilidad y el valor, que necesita desesperadamente.

Azazel se mostró indignado.

—¿Quieres que me ponga a aumentar sus cualidades espirituales? —exclamó.

—¿Tiene alguna otra cosa que sugerir?

—Claro que la tengo. No en balde soy infinitamente superior a ti. Si tu frágil amigo no puede atacar directamente a su enemigo, ¿qué tal una eficaz acción evasiva?

—¿Quieres decir escapar corriendo a toda velocidad? —Meneé la cabeza—. No creo que eso resultara muy impresionante.

—No he hablado de huida; a lo que me refiero es a una acción evasiva. Sólo necesito abreviar mucho su tiempo de reacción, lo cual se consigue de manera muy sencilla por medio de uno de mis grandes logros. Para evitar que desperdicie su fuerza de forma innecesaria, puedo hacer que esa abreviación sea activada por la descarga de adrenalina. En otras palabras, será operativa únicamente cuando se encuentre en un estado de miedo, ira u otra pasión fuerte. Déjame verle sólo unos momentos, y yo me ocuparé de todo.

—Por supuesto —dije.

En cuestión de un cuarto de hora, visité a Artaxerxes en su habitación y dejé que Azazel le observara desde el bolsillo de mi camisa. Azazel pudo así manipular a corta distancia el sistema nervioso autónomo del joven y luego volver a su Astaroth y a las obscenas prácticas a que deseara entregarse.

Mi paso siguiente fue escribir una carta, astutamente disfrazada con letra de estudiante —con mayúsculas y a lápiz—, y deslizaría bajo la puerta de Bullwhip. No hubo que esperar mucho. Bullwhip puso en el tablón de anuncios de los estudiantes un mensaje citando a Artaxerxes en el bar del «Gourmet Bebedor», y Artaxerxes tenía demasiado sentido común como para no acudir.

Philomel y yo acudimos también, y nos quedamos en la parte exterior del nutrido grupo de estudiantes que se habían congregado, ansiosos por lo que ocurría. Artaxerxes, a quien le castañeteaban los dientes, llevaba un pesado volumen titulado
Manual de Física y Química
. Ni siquiera en aquellas críticas circunstancias podía liberarse de su perversión.

Bullwhip, seguido en toda la plenitud de su estatura y contrayendo de manera ostensible los músculos bajo su camiseta, cuidadosamente rasgada, dijo:

—Schnell, ha llegado a mi conocimiento que has estado diciendo mentiras acerca de mí. Como buen universitario, te daré una oportunidad de desmentirlo antes de hacerte pedazos. ¿Has dicho a alguien que una vez me viste leyendo un libro?

—Una vez te vi mirar un libro de tiras cómicas —respondió Artaxerxes—, pero lo tenías cogido al revés, por lo que no pensé que lo estuvieras leyendo, así que nunca dije a nadie que lo leyeras.

—¿Has dicho alguna vez que yo tenía miedo a las chicas y que fanfarroneaba de cosas que no podía hacer?

—Una vez les oí a unas chicas decirlo, Bullwhip —respondió Artaxerxes—, pero nunca lo repetí.

Bullwhip hizo una pausa. Aún faltaba lo peor.

—Bien, Schnell, ¿has dicho alguna vez que yo era un sucio cornudo?

—No, señor —respondió Artaxerxes—, lo que dije es que eras un absurdo del todo.

—Entonces, ¿lo niegas todo?

—Categóricamente.

—¿Y reconoces que todo es falso?

—Clamorosamente.

—¿Y que eres un maldito mentiroso?

—Abyectamente.

—Entonces —dijo Bullwhip, con los dientes apretados—, no te mataré. Me limitaré a romperte uno o dos huesos.

—Las peleas de primavera —exclamaron los estudiantes riendo, mientras formaban un círculo en torno a los dos combatientes.

—Será una pelea limpia —anunció Bullwhip, que, aunque era un cruel camorrista, seguía el código universitario—. Nadie me ayudará a mí, y nadie le ayudará a él. Será estrictamente uno contra uno.

—¿Puede haber algo más justo? —coreó el ávido auditorio.

—Quítate las gafas, Schnell —dijo Bullwhip.

—No —replicó audazmente Artaxerxes, y uno de los espectadores le quitó las gafas.

—Eh, estás ayudando a Bullwhip —protestó Artaxerxes.

—No, te estoy ayudando a «ti» —dijo el estudiante que tenía ahora las gafas en la mano.

—Pero así no puedo ver claramente a Bullwhip —dijo Artaxerxes.

—No te preocupes —dijo Bullwhip—, me sentirás claramente.

Y, sin más preámbulos, lanzó su pesado puño contra la barbilla de Artaxerxes.

El puño silbó a través del aire, y Bullwhip giró sobre sí mismo a consecuencia del impulso, pues Artaxerxes retrocedió ante la aproximación del golpe, que falló por medio centímetro.

Bullwhip parecía asombrado; Artaxerxes, estupefacto.

—Bien —dijo Bullwhip—. Ahora vas a ver.

Avanzó un paso y lanzó alternativamente ambos brazos.

Artaxerxes danzaba a derecha e izquierda con una expresión de extrema ansiedad en el rostro, y yo temí realmente que fuera a resfriarse por el viento que producían los violentos movimientos de Bullwhip.

Era obvio que Bullwhip se estaba fatigando. Su poderoso pecho subía y bajaba convulsivamente.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó con voz quejumbrosa.

Pero Artaxerxes ya había comprendido que, por alguna razón, era invulnerable. Por consiguiente, avanzó hacia su contrincante y, levantando la mano que no sostenía el libro, abofeteó sonoramente la mejilla de Bullwhip, al tiempo que decía:

—Toma, «cornudo».

Al mismo tiempo, todos los presentes contuvieron el aliento, y Bullwhip fue presa de un súbito frenesí. Todo lo que se podía ver era una poderosa máquina embistiendo, golpeando y girando, con un danzante blanco en su centro.

Al cabo de unos interminables minutos, Bullwhip jadeaba, sudoroso y exhausto. Ante él, se alzaba Artaxerxes, fresco e intacto. Ni siquiera había soltado su libro.

Y con él precisamente, golpeó ahora con fuerza a Bullwhip en el plexo solar. Éste se dobló sobre sí mismo, y Artaxerxes le golpeó con más fuerza aún en el cráneo. Como consecuencia, el libro quedó bastante estropeado, pero Bullwhip se derrumbó en un estado de beatífica inconsciencia.

Artaxerxes volvió en derredor sus miopes ojos.

—Que el granuja que me quitó las gafas me las devuelva «ahora» —dijo.

—Sí, señor Schnell —convino el estudiante que las había cogido, y sonrió espasmódicamente tratando de congraciarse con él—. Aquí están, señor. Las he limpiado, señor.

—Bien. Y, ahora, largo. Eso va para todos. ¡Largo!

Obedecieron apresuradamente, empujándose unos a otros en su precipitación por irse. Sólo nos quedamos Philomel y yo.

Los ojos de Artaxerxes se posaron sobre la anhelante joven. Enarcó altivamente las cejas y le hizo una seña doblando el dedo meñique. Humildemente, ella se dirigió hacia él, y cuando Artaxerxes dio media vuelta y se marchó, le siguió con la misma humildad.

Fue un final completamente feliz. Artaxerxes, pletórico de seguridad en sí mismo, descubrió que ya no necesitaba de los libros para tener una espuria sensación de valía. Se pasaba todo el tiempo practicando en el ring y se convirtió en campeón universitario de boxeo. Todas las estudiantes le adoraban, pero al final se casó con Philomel.

Sus hazañas como boxeador le dieron tal reputación universitaria, que pudo elegir entre diferentes puestos de ejecutivo. Su aguda inteligencia le permitió percibir dónde había dinero, así que se las arregló para conseguir la concesión de tapas de retrete para el Pentágono, a lo que añadió la venta de objetos tales como lavadoras, que compraba en almacén y vendía a las agencias gubernamentales de suministros.

Sin embargo, resultó que los estudios que había realizado al principio, antes de regenerarse, le eran útiles después de todo. Asegura que necesita cálculo para averiguar sus beneficios, economía política para elaborar sus deducciones fiscales y antropología para tratar con la sección ejecutiva del Gobierno.

Miré a George con curiosidad.

—¿Quieres decir que en esta ocasión vuestra intromisión —la tuya y la de Azazel— en los asuntos de un pobre inocente terminó «felizmente»?

—En efecto —respondió George.

—Pero eso significa que ahora tienes un amigo extremadamente rico, que te debe a ti todo cuanto tiene.

—Lo has expresado perfectamente.

—Entonces, no hay duda de que podrás sacarle dinero.

El rostro de George se oscureció.

—Eso creerías tú, ¿verdad? Tú creerías que debería existir gratitud en el mundo, ¿verdad? Tú creerías que hay personas que, una vez que se les explicara cuidadosamente que sus facultades evasivas sobrehumanas son fruto exclusivo de los denodados esfuerzos de un amigo, considerarían oportuno derramar recompensas sobre ese amigo.

—¿Quieres decir que Artaxerxes no?

—En efecto. Una vez que me dirigí a él para pedirle que me dejara diez mil dólares, como inversión en un proyecto mío que seguramente produciría cien veces más…, diez mil cochinos dólares, que él se gana en cuanto vende una docena de tuercas y tornillos a las Fuerzas Armadas, hizo que sus criados me echaran.

—Pero ¿por qué, George? ¿Lo has averiguado?

—Sí, acabé enterándome. Ya sabes que él emprende una acción evasiva siempre que fluye su adrenalina, siempre que se halla bajo los efectos de una pasión intensa, como la cólera o la ira. Azazel lo explicó.

—Sí, ¿Y…?

—De ese modo, siempre que Philomel considera las finanzas familiares y se siente invadida de cierto ardor libidinoso, se acerca a Artaxerxes, quien, percibiendo su intención, siente fluir su propia adrenalina en apasionada respuesta. Luego, cuando ella se echa hacia él con su femenino entusiasmo y abandono…

—¿Qué?

—Él la esquiva.

—¡Ah!

—De hecho, nunca puede ponerle una mano encima, lo mismo que tampoco pudo hacerlo Bullwhip. Cuanto más tiempo dura esto, más sube su nivel de frustración y más adrenalina fluye sólo con verla…, y más inconsciente y automáticamente la esquiva. Como es natural, ella, desesperada y llorosa, se ve obligada a encontrar consuelo en otra parte, pero cuando «él» intenta de vez en cuando una aventura fuera de los estrictos lazos del matrimonio, no puede. Esquiva a toda mujer que se le acerca, aun cuando sólo se trate de una cuestión de conveniencia mercantil por parte de ella. Artaxerxes se encuentra en la posición de Tántalo…, aparentemente el objeto siempre está disponible y, sin embargo, siempre fuera de su alcance. —Al llegar a este punto, la voz de George cobró un tono de indignación—. Y por ese trivial inconveniente me ha echado de la casa.

—Podrías hacer que Azazel suprimiera la maldición…, quiero decir, el don que pediste para él —dije.

—Azazel es reacio a actuar dos veces sobre un mismo sujeto, no sé por qué. Además, ¿por qué habría yo de conceder favores adicionales a quien se muestra tan desagradecido por los que ya ha recibido? Tú, en cambio, aunque eres un reconocido tacaño, me prestas cinco dólares de vez en cuando… —te aseguro que llevo la cuenta de todas esas ocasiones en trocitos de papel que tengo aquí y allá, en alguna parte de mis habitaciones— y, sin embargo, nunca te he hecho un favor, ¿verdad? Si tú puedes mostrarte servicial sin un favor, ¿por qué él no, que sí que ha recibido un favor?

Pensé en ello y dije:

—Escucha, George. Sigue sin concederme ningún favor. Todo va bien en mi vida. De hecho, sólo para recalcar que no quiero un favor, ¿qué tal si te doy diez dólares?

—Oh, bueno —respondió George—, si insistes…

Galatea

Por alguna razón desconocida, especialmente para mí, de vez en cuando utilizo a George como depositario de mis sentimientos íntimos. Puesto que posee un enorme y desbordante caudal de simpatía que reserva en exclusiva para sí mismo, esto es inútil; no obstante, de todos modos, de vez en cuando lo hago.

Naturalmente, en aquel momento mi propio caudal no puede evitarlo.

Estábamos esperando nuestra tarta de fresas tras un abundante almuerzo en «Peacock Alley», y yo dije:

—George, estoy harto de que los críticos no realicen el menor esfuerzo por averiguar qué es lo que yo intento hacer. A mí no me interesa lo que «ellos» harían si estuvieran en mi pellejo. Después de todo, ellos no saben escribir, o no perderían el tiempo siendo críticos. Y, si saben escribir, de alguna manera la única función que sus críticas les ofrece es la oportunidad de fastidiar a los que son mejores que ellos. Es más…

Pero llegó la tarta de fresas, y George aprovechó la oportunidad para coger las riendas de la conversación, cosa que de cualquier modo habría hecho, aunque no hubiera llegado el postre.

—Amigo mío, debes aprender a tomarte con calma las vicisitudes de la vida. Debes decirte a ti mismo —pues además es verdad— que tus miserables escritos producen tan escaso efecto en el mundo que lo que los críticos puedan decir, si es que se toman la molestia de decir algo, carece por completo de importancia. Esta clase de pensamientos te aliviarán mucho e impedirán que acabes desarrollando una úlcera. En concreto, podrías evitar palabras tan sensibleras en «mi» presencia, como lo harías si tuvieses la sensibilidad necesaria para comprender que mi trabajo es mucho más importante que el tuyo y que las críticas que yo recibo son, de vez en cuando, mucho más devastadoras.

—¿Vas a decirme que tú también escribes? —pregunté con sorna, al tiempo que atacaba la tarta.

—No —respondió George, haciendo lo propio—. Yo soy una persona mucho más importante, un benefactor de la Humanidad, un reprendido e infravalorado benefactor de la Humanidad.

Hubiera jurado que una pequeña lágrima humedecía ligeramente sus ojos.

—No veo —le dije afablemente— cómo la opinión de nadie acerca de ti puede ser tan baja como para que sea considerada una infravaloración.

—Haré caso omiso de la burla, ya que procede de ti —dijo George—, y te diré que estoy pensando en esa bella mujer, Elderberry Muggs.

—¿Elderberry? —exclamé, con una sombra de incredulidad.

Se llamaba Elderberry —dijo George—. No sé por qué sus padres tuvieron que ponerle ese nombre, aunque tal vez fuese para conmemorar unos momentos de ternura en su relación prenupcial. La propia Elderberry tenía la impresión de que sus padres estaban ligeramente embriagados con vino de bayas de saúco —que era lo que significaba su nombre— durante las actividades que le dieron acceso a la vida. En otro caso, es posible que ella no hubiese tenido oportunidad de tal acceso.

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