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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (14 page)

Ahora veo la historia política de mi país como aquel río de mi infancia que lo arrastraba todo con un estruendo ensordecedor; ese río de aguas revueltas nos ha ido aniquilando, poco a poco, a todos.
De todos modos, la juventud de los años sesenta se las arregló, no para conspirar contra el régimen, pero sí para hacerlo a favor de la vida. Clandestinamente, seguíamos reuniéndonos en las playas o en las casas o, sencillamente, disfrutábamos de una noche de amor con algún recluta pasajero, con una becada o con algún adolescente desesperado que buscaba la forma de escapar a la represión. Hubo un momento en que se desarrolló, de forma oculta, una gran libertad sexual en el país; todo d mundo quería fornicar desesperadamente y los jóvenes se dejaban largas melenas que, por supuesto, eran perseguidas por mujeres menopáusicas provistas de largas tijeras, se vestían con ropa estrecha y se ponían sellos al estilo occidental; oían a los Beatles y hablaban de liberación sexual. Enormes cantidades de jóvenes nos reuníamos en Coppelia, en la cafetería del Capri o en el Malecón, y disfrutábamos de la noche a despecho del ruido de las perseguidoras de la policía.
Un viaje

 

Hiram Pratt y yo emprendimos, de una manera bastante difícil, un viaje por toda la Isla y llegamos hasta Guantánamo. Ibamos en un tren destartalado, que se detenía en todos los pueblos y que a veces daba marcha atrás y regresaba hasta su punto de partida. Por el camino, y en un lugar en que vimos una cantidad enorme de naranjas en el suelo, quizá desparramadas por algún camión de carga, nos lanzamos por la ventanilla del tren, desesperados, para comer aquellas frutas y no morirnos de hambre; fue una guerra a muerte, prácticamente, ya que todas las personas que iban en el tren se lanzaron con igual desesperación sobre aquellas naranjas.
El tren iba lleno de reclutas; todo el mundo iba erotizado y los actos sexuales se realizaban en los baños, debajo de los asientos, en cualquier sitio. Hiram masturbaba con el pie a un recluta que parecía dormir en el suelo; yo tenía la suerte de poder utilizar ambas manos. Fue un viaje extraordinario; en Santiago de Cuba dormíamos debajo de los puentes, en las alcantarillas.
Una noche nos acostamos a dormir en un ómnibus de una terminal intermunicipal; nos tiramos en los asientos de atrás, pensando que aquellos ómnibus estarían allí por lo menos dos o tres días, y cuando despertamos al día siguiente nos encontrábamos en el Caney, a muchos kilómetros de Santiago y sin saber cómo regresar a la ciudad.
Nuestra juventud tenía una especie de rebeldía erótica. Me veo completamente desnudo debajo de un puente de Santiago con un joven recluta, también absolutamente desnudo, mientras pasan a toda velocidad vehículos que nos iluminan. Hiram Pratt salió de Santiago de Cuba en la cama de un camión donde iba un negro y a los pocos minutos de su salida, ya le iba mamando el miembro, mientras el camión corría a toda velocidad por la carretera. Me imagino el asombro de los campesinos cuando veían pasar el camión con aquella visión.
Llegar a una playa entonces era como llegar a una especie de sitio paradisíaco; todos los jóvenes allí querían hacer el amor, siempre había decenas de ellos dispuestos a irse con uno a los matorrales. En las casetas de la playa de La Concha, cuántos jóvenes me poseyeron con esa especie de desesperación del que sabe que ese minuto será tal vez irrepetible y hay que disfrutarlo al máximo, porque de un momento a otro podía llegar un policía y arrestamos. Después de todo, los que no estábamos todavía en un campo de concentración éramos privilegiados y teníamos que aprovechar nuestra libertad al máximo; buscábamos hombres por todos los sitios y los encontrábamos.
Hiram y yo fuimos en nuestra aventura erótica hasta Isla de Pinos y allí pudimos pasamos regimientos enteros; los reclutas, desesperados por fornicar, cuando se enteraron de nuestra llegada, despertaron a todo el campamento. Los jóvenes, envueltos en sábanas o desnudos, iban a nuestro encuentro y nos metíamos en unos tanques abandonados y hacíamos un terrible estruendo.
Un día empezamos a hacer un inventario de los hombres que nos habríamos pasado por aquella época; era el año sesenta y ocho. Yo llegué, haciendo unos complicados cálculos matemáticos, a la convicción de que, por lo menos, había hecho el amor con unos cinco mil hombres. Hiram alcanzaba, aproximadamente, la misma cifra. Desde luego, no éramos sólo Hiram y yo los que estábamos tocados por aquella especie de furor erótico; era todo el mundo. Los reclutas que pasaban largos meses de abstinencia, y todo aquel pueblo.
Recuerdo un discurso de Fidel Castro en el cual se tomaba la potestad de informar cómo debían vestir los varones. De la misma forma, criticaba a los jovencitos que tenían melena y que iban por las calles tocando la guitarra. Toda dictadura es casta y antivital; toda manifestación de vida es en sí un enemigo de cualquier régimen dogmático. Era lógico que Fidel Castro nos persiguiera, no nos dejara fornicar y tratara de eliminar cualquier ostentación pública de vida.
El erotismo

 

A veces nuestras aventuras no terminaban en el objeto deseado. Recuerdo que Tomasito La Goyesca una vez se lanzó, en plena guagua, a la portañuela de un hombre joven muy atractivo. El joven, en realidad, le había hecho varias señas con la mano y se había tocado el sexo, el cual tenía, evidentemente, erecto. Cuando Tomasito se lo agarró, el hombre reaccionó de una manera violenta, le cayó a golpes y le gritó pájaro a él y a todos nosotros, que íbamos a su lado. El chofer abrió las puertas del ómnibus y tuvimos que bajarnos y echar a correr por toda la Plaza de la Revolución, mientras una multitud de hombres y mujeres «castos» nos perseguía y nos insultaba. Nos refugiamos en la Biblioteca Nacional, entrando por la puerta de atrás y escondiéndonos en la oficina de María Teresa Freyre de Andrade.
Tomasito tenía la cara hinchada y, ya allí, Hiram Pratt descubrió que tenía una cartera que no le pertenecía. En el estruendo de la batalla había cogido aquella cartera, pensando que era la suya y no lo era; era del hombre que había golpeado a Tomasito, que era nada menos que un oficial del Ministerio del Interior. Tomasito había perdido su identificación y ésta había sido tomada por el hombre erotizado que lo golpeó. A las pocas horas llegó aquel hombre a la Biblioteca buscando enfurecido a Tomasito. Como Tomasito no quiso salir de su escondite, Hiram y yo hablamos con él. Nos dio cita en su casa a las doce de la noche y dijo que, si a esa hora no estábamos allí con su cartera, nos llevaría presos a todos.
A las doce de la noche llegamos temblando los tres a su casa. Aquel joven nos hizo firmar un largo papel en el que hacía constar que le devolvíamos todos sus documentos y él los nuestros. Cuando llegamos a su casa, se estaba bañando y salió desnudo, secándose con una toalla, que después se amarró a la cintura.
Mientras nos hacía firmar y leer aquel extraño documento, se tocaba el sexo, que otra vez se levantaba erotizado y, al mismo tiempo, nos insultaba llamándonos inmorales. Cuando en su interrogatorio supo que Hiram había estado en la Unión Soviética, le preguntó que cómo era posible que habiendo estado en aquel país fuera maricón. Dijo además que haría lo que fuera posible para que nos expulsaran de la Biblioteca Nacional, y cuando supo que yo era escritor me miró indignado. Pero su sexo seguía cada vez más erecto y, de vez en cuando, se llevaba la mano a él.
Finalmente, nos pidió que nos sentáramos y contáramos nuestras vidas. La toalla daba cada vez señales más evidentes del erotismo de aquel hombre. Los tres nos mirábamos atónitos, deseosos de extender la mano y tocar aquel bulto promisorio. Como a las cuatro de la mañana salimos de allí y aquel hombre nos despidió con aquel miembro detrás de la toalla; no nos atrevimos a extender las manos y tocar aquella región maravillosa. Pensábamos que podía ser una trampa y que la misma casa podía estar llena de policías para agarramos con las manos en la «masa» y arrestarnos, pero seguramente no era así; aquel hombre, que nos había perseguido por maricones, lo que quería era que nosotros nos lanzásemos a su sexo y se lo hubiésemos frotado y mamado allí mismo. Tal vez eran aberraciones de todo sistema represivo.
Recuerdo también una aventura con otro joven militar. Nos conocimos frente a la UNEAC; le di la dirección, fue a mi casa y se sentó en el único sillón que tenía allí. No tuvimos que hablar mucho; ambos sabíamos a lo que íbamos, pues ya en los urinarios de Coppelia él había dado señales de un erotismo impostergable. Nos entregamos a un combate sexual bastante notable. Después de haber eyaculado y de haberme poseído en forma apasionada, se vistió tranquilamente y sacó un carné del Departamento de Orden Público y me dijo: «Acompáñame; estás arrestado; preso por maricón». Fuimos a la estación de policía. Todos allí eran jóvenes, como el que me había templado. Allí, él dijo que yo era un maricón, que me le había lanzado a la pinga. Yo expliqué la realidad y les dije que aún tenía semen suyo dentro de mi cuerpo. Se produjo un careo. Quizá, como él era el activo, creía que no había cometido ningún delito. O tal vez se veía como una joven desvirgada por algún ser depravado. El caso es que había gozado como un verdadero cabrón y ahora me quería meter en la cárcel. Los oficiales quedaron atónitos ante aquella confesión; el escándalo era demasiado evidente. Terminaron diciendo que era una vergüenza que un miembro de la policía hiciese esas cosas, porque yo, después de todo, tenía mi debilidad, pero que en él, que era un macho, eso de enredarse con un maricón era realmente imperdonable. Creo que se levantó un acta y a él lo expulsaron de la policía, o por lo menos lo trasladaron para otra estación.
Yo tuve otros problemas de este tipo con otros militares.
Una vez me interné en el Monte Barreto en Miramar con un soldado. Desde un principio hablamos claro; él iba excitado y yo también. Cuando llegamos al sitio en cuestión, él me dijo: «Arrodíllate y tócame aquí». Y me señaló hacia el vientre. Yo fui a tocarle el miembro, que ya se lo había sacado del pantalón, pero él me llevó la mano más arriba, hacia el cinto y lo que toqué fue una pistola. Sacó la pistola y me dijo: «Te voy a matar, maricón». Yo eché a correr, sentí unos disparos, di un grito y me tiré entre los matorrales. Allí estuve un día completo; sentí carros de policía buscándome. Seguramente, el militar ya deserotizado, me perseguía pero, por suerte, no me encontró.
Amaneciendo volví a mi cuarto en Miramar. Allí me esperaba un muchacho estupendo, uno de mis tantos amantes de tumo que siempre regresaba. Había estado esperándome toda la noche; subimos al cuarto y yo me refugié entre sus piernas como lo había hecho en los matorrales mientras era perseguido por el militar.
Mis amigos también sufrían a veces decepciones amorosas o eróticas. En uno de los carnavales más alucinantes de La Habana, Tomasito La Goyesca entró a uno de los urinarios que se improvisaban en el Prado. En aquellos sitios nadie iba a orinar, o quizá los hombres que iban a hacerlo, por efecto de la bebida, se excitaban y se trababan con otro hombre; eran decenas de hombres de pie, mientras otros le mamaban la pinga, y otros eran templados allí mismo. Al principio no se veía nada, después se empezaban a ver los falos brillantes y las bocas chupando. Tomasito, al entrar, se sintió acariciado por las nalgas, por las piernas; sintió manos que lo sobaban y lo tocaban por todos los sitios. Finalmente, no pudiendo soportar más, y absolutamente satisfecho, salió a la calle; sólo entonces se dio cuenta de que alguien en aquel baño había cogido mierda del suelo y le había embadurnado el cuerpo con mierda; era increíble ver a aquella loca llena de mierda de los pies a la cabeza en pleno Prado, en pleno carnaval, rodeado de miles y miles de gente. En realidad no le fue difícil abrirse paso en medio de aquella muchedumbre, porque la peste que salía de él era tan grande que pudo echarse a correr mientras se abría una especie de brecha en medio de aquella multitud. Así, pudo llegar al Malecón y, con ropa, se lanzó al mar. Nadó hasta más allá del Morro y yo, que lo seguí de cerca, lo vi perderse y temí que hubiera sido devorado por los tiburones; estuvo horas nadando mar afuera y regresó de madrugada, empapado, pero ya no olía a mierda.
De regreso por el Prado nos desquitamos; levantamos dos marineros fabulosos y los llevamos para la casa de Tomasito, que vivía con su madre; una anciana tolerante y a la que no le importaba que él llevara hombres a la casa, siempre que no hicieran un gran escándalo. Disfrutamos de aquellos jóvenes tanto como ellos de nosotros.
A Coco Salá también le pasaban incesantes aventuras trágicas cuando quería poner en práctica sus inquietudes eróticas. Una vez se enamoró de un farmacéutico, un bello ejemplar masculino, que trabajaba en el turno de noche de la farmacia. El placer de Coco era meter la cabeza por la ventanita que dejaban abierta de noche en la farmacia y comprar diez centavos de aspirinas mientras miraba fijamente a la portañuela del bello farmacéutico. Una noche, aquel hombre cansado de ser despertado por aquel maricón para comprar aspirinas, gritó que no tenía y bajó la ventanilla con tal fuerza, que dejó trabado a Coco por la cabeza. Pasó allí toda la madrugada, como en una especie de guillotina que se hubiese trabado en el momento culminante. La gente que pasaba por la calle se quedaba un poco asombrada de ver a aquel hombre trabado en aquella pequeña ventana, mientras al otro lado roncaba el farmacéutico.
En otra ocasión la aventura le fue un poco más costosa. Metió a un hampón en su cuarto de Monserrate; era un quinto piso de un viejo edificio, con un balcón a la calle. El hampón le dijo a Coco que se desvistiera. Coco se quitó toda la ropa; el delincuente lo empujó hasta el balcón, cerró por dentro la puerta del cuarto y dejó a Coco desnudo en el balcón. En una maleta metió todas las pertenencias de la loca y se marchó. Coco, desnudo frente a la calle Monserrate, no sabía qué hacer. Llamar a la policía era ridículo; no tenía forma de explicar cómo dejó que aquel hampón delicioso lo desnudara y lo desvalijara.
Hiram Pratt siempre tuvo problemas en los teatros. Había sido expulsado de la Unión Soviética, a donde había ido a estudiar como joven comunista, porque en plena función teatral en el Bolshoi lo descubrieron mamándole la pinga a un joven ruso. Más adelante, nos fuimos en aventuras eróticas y literarias a la Isla de Pinos y Hiram se empató con un joven que trabajaba en unas brigadas recogiendo toronjas. Y estaba en pleno instante erótico, mamándole la pinga a aquel joven, detrás de una cortina del teatro, cuando, de pronto, la cortina se corrió totalmente y apareció en pleno escenario aquel espectáculo. No fueron aplausos precisamente lo que salió del público, sino un escándalo ensordecedor. Aquel muchacho, al cual Hiram le mamaba la pinga, tenía unos dieciséis años y Hiram fue arrestado, pelado al rape y encarcelado. Durante una semana yo deambulé por toda Isla de Pinos tratando de saber en qué cárcel estaba y, cuando, finalmente, iba a coger el barco que me llevaría de regreso a La Habana, vi a Hiram escoltado por varios guardias, que en ese momento era conducido al barco. Detrás, también arrestado, venía el bellísimo muchacho. Fue deportado de la ciudad de La Habana y enviado a una granja agrícola en la provincia de Oriente, donde había nacido. Después tuvimos una larga correspondencia.

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