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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Anochecer (36 page)

¿Qué le había ocurrido? ¿Dónde había estado?

Recordaba la batalla en el observatorio. Deseaba poder olvidarla. Aquella aullante horda de loca gente de la ciudad derribando la puerta... Un puñado de Apóstoles con sus hábitos iban con ellos, pero principalmente eran tan sólo gente ordinaria, probablemente gente buena, simple, aburrida, que había pasado toda su vida haciendo las cosas buenas, simples y aburridas que mantienen en funcionamiento una civilización. Ahora, de pronto, la civilización había dejado de funcionar, y toda aquella agradable gente ordinaria se había visto transformada en un parpadeo en bestias furiosas.

El momento en que entraron..., qué terrible había sido. Aplastando las cámaras que acababan de registrar los inapreciables datos del eclipse, arrancando el tubo del gran solarscopio del techo del observatorio, alzando los terminales de ordenador por encima de sus cabezas y estrellándolos contra el suelo...

¡Y Athor alzándose como un semidiós por encima de ellos, ordenándoles que se marcharan...! Había sido lo mismo que ordenarles a las mareas del océano que dieran la vuelta y se alejaran.

Beenay recordaba haberle implorado a Athor que se fuera con él, que huyera mientras aún había una posibilidad.

—¡Suéltame, joven! —había rugido Athor, casi como si no le reconociera—. ¡Quite sus manos de mí, señor! —Y entonces Beenay se había dado cuenta de lo que hubiera debido ver antes: que Athor se había vuelto loco, y que la pequeña parte de la mente de Athor que aún era capaz de funcionar racionalmente ansiaba la muerte. Lo que quedaba de Athor había perdido toda voluntad de vivir..., de seguir adelante en el terrible nuevo mundo de barbarie poscataclismo. Eso era lo más trágico de todo, pensó Beenay: la destrucción de la voluntad de vivir de Athor, la impotente rendición del gran astrónomo frente al holocausto de la civilización.

Y luego..., la huida del observatorio. Eso era lo último que recordaba Beenay con un cierto grado de confianza: mirar hacia atrás, a la sala principal del observatorio, mientras Athor desaparecía bajo un grupo de amotinados, luego volverse y cruzar a toda prisa una puerta lateral, bajar por la escalera de incendios, ir por la parte de atrás hasta el aparcamiento...

Donde las Estrellas le aguardaban en toda su terrible majestad.

Con lo que más tarde se había dado cuenta de que era una sublime inocencia, o una absoluta confianza en sí mismo que rozaba la arrogancia, Beenay había subestimado totalmente su poder. En el observatorio, en el momento de su aparición, había estado demasiado preocupado con su trabajo para ser vulnerable a su fuerza: simplemente las había anotado como un suceso notable, para ser examinado con detalle cuando tuviera un momento libre, y luego había seguido con lo que estaba haciendo. Pero ahí fuera, bajo la despiadada bóveda del cielo abierto, las Estrellas le habían golpeado con todo su poder.

Se sintió abrumado por su visión. La implacable y fría luz de aquellos miles de soles descendió sobre él y le derribó abyectamente de rodillas. Se arrastró por el suelo, ahogado por el miedo, inspirando el aire en grandes y temblorosos jadeos. Sus manos se estremecían febrilmente, su corazón palpitaba, ríos de sudor corrían por su ardiente rostro. Cuando algún jirón del científico que había sido le motivaba lo suficiente como para volver su rostro hacia el colosal resplandor encima de su cabeza, a fin de poder examinar y analizar y registrar, se veía impulsado a ocultar los ojos tras sólo uno o dos segundos de contemplación.

Eso podía recordarlo: la lucha para mirar las Estrellas, su fracaso, su derrota.

Después de eso, todo era impreciso. Un día o dos, suponía, de vagar por el bosque. Voces en la distancia, risas cacareantes, secos y discordantes cantos. Crepitantes fuegos en el horizonte; el amargo olor del humo por todas partes. Arrodillarse para hundir el rostro en un arroyo, fría y rápida agua deslizándose por su mejilla. Verse rodeado por un pequeño núcleo de animales —no salvajes, decidió más tarde Beenay, sino animales de compañía que habían escapado de sus hogares— y gritarles aterrado como si tuvieran intención de hacerle pedazos.

Recoger bayas de unos matorrales espinosos. Trepar a un árbol para arrancar tiernos frutos dorados, y caer, y aterrizar con un desastroso y sordo golpe. Las largas horas de dolor antes de poder ponerse de nuevo en pie y seguir caminando.

Una repentina y furiosa lucha en la parte más profunda y oscura del bosque: puños agitados, codos clavados en costillas, arteras patadas, luego arrojar de piedras, gritos bestiales, el rostro de un hombre muy cerca del suyo, ojos tan rojos como llamas, un feroz forcejeo, los dos rodando una y otra vez..., las manos tendidas hacia una enorme roca, el acto de bajarla brutalmente en un solo y decisivo movimiento...

Horas. Días. Una bruma febril.

Luego, en la mañana del tercer día, recordar finalmente quién era, lo que había ocurrido. Pensar en Raissta, su compañera contractual. Recordar que le había prometido que iría a buscarla al Refugio cuando hubiera terminado su trabajo en el laboratorio.

El Refugio..., ¿dónde estaba eso?

La mente de Beenay había sanado lo suficiente como para recordar que el lugar que había establecido la gente de la universidad para refugiarse estaba a medio camino entre el campus y Ciudad de Saro, en una zona despejada y rural de ondulantes llanuras y herbosos prados. El viejo acelerador de partículas del Departamento de Física estaba allí, una enorme cámara subterránea, abandonada hacía unos pocos años cuando habían construido el nuevo centro de investigación en las Alturas de Saro. No había resultado difícil equipar las resonantes salas de cemento para una ocupación a corto plazo de varios centenares de personas y, puesto que el emplazamiento del acelerador siempre había estado protegido de un fácil acceso por razones de seguridad, no fue ningún problema convertir el lugar a prueba contra todo tipo de invasión de gente de la ciudad que pudiera volverse loca durante el eclipse.

Pero, para encontrar el Refugio, primero Beenay tenía que averiguar dónde estaba él ahora. Había estado vagando al azar en un deprimente estupor durante al menos dos días, quizá más. Podía estar en cualquier parte.

En las primeras horas de la mañana halló su camino fuera del bosque, casi por accidente, y salió de forma inesperada en lo que en su tiempo había sido un elegante distrito residencial. Ahora estaba desierto y en un terrible desorden, con coches amontonados de cualquier modo en las calles allá donde sus propietarios los habían abandonado cuando habían dejado de ser capaces de seguir conduciendo, y algún que otro cuerpo ocasional tendido en la calzada bajo una negra nube de moscas. No había ninguna señal de que hubiera alguien vivo allí.

Pasó una larga mañana avanzando por una carretera suburbana flanqueada por ennegrecidas casas abandonadas, sin reconocer un solo rasgo familiar. A mediodía, cuando Trey y Patru se alzaron en el cielo, entró en una casa por la abierta puerta y comió todo lo que pudo encontrar que no estuviera estropeado. No manó agua por el grifo de la cocina; pero encontró agua embotellada en un rincón del sótano y bebió tanta como pudo. Se lavó con el resto.

Después echó a andar por una serpenteante carretera hasta su final sin salida, rodeado de imponentes moradas, todas ellas quemadas hasta los cimientos. No quedaba nada de la casa más superior excepto un patio en la ladera de la colina decorado con azulejos rosas y azules, sin duda muy hermosos en su tiempo, pero estropeados ahora por densos montones ennegrecidos de restos apilados dispersos por toda su brillante superficie. Se abrió camino con dificultad hasta allá y observó el valle al otro lado.

El aire estaba muy quieto. No se veían aviones, no había ningún sonido de tráfico terrestre, un extraño silencio resonaba en todas direcciones.

De pronto, Beenay supo dónde estaba, y todo encajó en su lugar.

La universidad era visible a su izquierda, un hermoso agrupamiento de edificios de ladrillo, muchos de ellos estriados ahora de negro y algunos al parecer totalmente destruidos. Más allá, en su alto promontorio, estaba el observatorio. Beenay lo miró rápidamente y desvió la vista, feliz de que a aquella distancia no fuera capaz de distinguir claramente sus condiciones.

Más lejos a su derecha estaba Ciudad de Saro, resplandeciendo a la brillante luz del sol. A sus ojos parecía casi intocada. Pero sabía que, si tuviera unos gemelos de campaña, seguramente vería ventanas rotas, edificios derrumbados, rescoldos aún brillantes, volutas de humo alzándose en el cielo, todas las cicatrices de la conflagración que había estallado en el Anochecer.

Inmediatamente debajo de él, entre la ciudad y el campus, estaba el bosque por el que había estado vagando durante el período de su delirio. El Refugio tenía que estar justo al otro lado de éste; era muy probable que hubiera pasado a unos pocos cientos de metros de su entrada hacía un día o así, sin saberlo.

El pensamiento de cruzar ese bosque de nuevo no le atraía en absoluto. Seguro que todavía estaba lleno de locos, degolladores, animales de compañía escapados de sus casas y furiosos, todo tipo de cosas susceptibles de crear problemas. Pero, desde este punto ventajoso en la cima de la colina, podía ver la carretera que cruzaba el bosque, y la disposición de las calles que conducían a esa carretera. Mantente en los caminos pavimentados, se dijo, y estarás bien.

Y así fue. Onos estaba todavía en el cielo cuando completó la travesía del bosque por la carretera y enfiló el pequeño camino rural que sabía que conducía al Refugio. Las sombras de la tarde apenas habían empezado a alargarse cuando llegó a la puerta exterior. Una vez pasada ésta, sabía Beenay, tendría que descender por un largo camino sin pavimentar que le llevaría a la segunda puerta, y luego, rodeando un par de edificios exteriores, hasta la hundida entrada al Refugio propiamente dicho.

La puerta exterior, una alta verja de malla metálica, estaba abierta cuando la alcanzó. Eso era un signo ominoso. ¿Había entrado la turba ahí dentro también?

Pero no había ningún signo de destrucción. Todo estaba tal como debería de estar, excepto que la puerta estaba abierta. Entró, desconcertado, y echó a andar por el camino sin pavimentar.

La puerta interior, al menos, estaba cerrada.

—Soy Beenay 25 —le dijo a la puerta, y dio su número de código de identificación universitaria. Transcurrieron unos momentos, que se prolongaron a minutos, y no ocurrió nada. El verde ojo del escáner sobre su cabeza parecía funcionar —vio sus lentes girar de lado a lado—, pero quizá los ordenadores que lo operaban habían perdido su energía o simplemente se habían averiado. Aguardó. Aguardó un poco más—. Soy Beenay 25 —repitió al fin, y dio su número una segunda vez—. Estoy autorizado para entrar aquí. —Entonces recordó que el simple nombre y número no eran suficientes: había también un santo y seña.

Pero, ¿cuál era? El pánico ardió en su alma. No podía recordar. No podía recordar. ¡Qué absurdo, haber hallado finalmente su camino hasta allí y luego verse encallado en la puerta de fuera por su propia estupidez!

El santo y seña..., el santo y seña...

Tenía algo que ver con la catástrofe, seguro. "¿Eclipse?" No, no era eso. Estrujó su dolorido cerebro. "¿Kalgash Dos?" No parecía correcto. "¿Dovim?" "Onos?" "¿Estrellas?"

Eso se acercaba un poco más.

Entonces le llegó.

—Anochecer —dijo, triunfante.

Siguió sin ocurrir nada, al menos durante un largo rato.

Pero entonces, tras lo que pareció un millar de años, la puerta se abrió y le dejó pasar.

Zigzagueó más allá de los edificios y se enfrentó a la ovalada puerta metálica del Refugio en sí, clavada en el suelo en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Otro ojo verde le estudió allí. ¿Tenía que identificarse de nuevo? Evidentemente sí.

—Soy Beenay 25 —dijo, y se preparó para otra larga espera.

Pero la puerta empezó a girar sobre sus goznes casi de inmediato. Bajó la vista hacía el vestíbulo de suelo de cemento del Refugio.

Raissta 717 le aguardaba allí, apenas a diez metros de distancia.

—¡Beenay! —exclamó, y avanzó corriendo hacia él—. Oh, Beenay, Beenay...

Desde que habían formado pareja contractual, hacía dos años, nunca habían estado separados más allá de dieciocho horas. Ahora llevaban días sin verse. Atrajo su esbelto cuerpo contra el de él y la mantuvo fuertemente abrazada, y pasó mucho tiempo antes de que la soltara.

Entonces se dio cuenta de que estaban todavía de pie en la puerta abierta del Refugio.

—¿No deberíamos entrar y cerrar la puerta tras nosotros? —preguntó—. ¿Y si he sido seguido? No lo creo, pero...

—No importa. No hay nadie más aquí.

—¿Qué?

—Todos se fueron ayer —dijo ella—. Tan pronto como Onos se alzó. Deseaban que yo fuera con ellos, pero les dije que tenía que esperarte, así que me quedé.

Él la miró con la boca abierta, sin comprender.

Ahora vio lo cansada y pálida que estaba, lo delgada y consumida. Su pelo, en su tiempo lustroso, colgaba en descuidados mechones, y su rostro tenía el color de la tiza. Sus ojos estaban hinchados y enrojecidos. Parecía haber envejecido entre cinco y diez años.

—Raissta, ¿cuánto tiempo ha pasado desde el eclipse?

—Éste es el tercer día.

—Tres días. Eso es más o menos lo que había imaginado. —Su voz resonó de una forma extraña. Miró más allá de ella, al vacío Refugio. La desnuda cámara subterránea se extendía hasta casi perderse de vista, iluminada por una hilera de bombillas en el techo. No vio a nadie hasta donde sus ojos podían alcanzar. No había esperado aquello, en absoluto. Los planes habían sido que todo el mundo permaneciera oculto ahí abajo hasta que fuera seguro salir—. ¿Adónde han ido? —preguntó.

—A Amgando —respondió Raissta.

—¿El parque nacional de Amgando? ¡Pero eso está a cientos de kilómetros de aquí! ¿Están locos, saliendo de este escondite tan sólo al segundo día para dirigirse a un lugar medio al otro lado del país? ¿Tienes alguna idea de lo que ocurre ahí fuera, Raissta?

El parque de Amgando era una reserva natural, lejos al Sur, un lugar poblado por animales salvajes, donde las plantas nativas de la provincia eran celosamente protegidas. Beenay había estado allí antes, cuando era un muchacho, con su padre. Era casi pura naturaleza salvaje, con unos cuantos senderos para excursiones a pie abiertos en ella.

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