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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (18 page)

Evitó sentarse en la silla junto al escritorio y arrimó un taburete para maceta que estaba junto a la ventana. El tiesto con la monstera ya estaba en el suelo. Estaba bien claro que la policía había hecho un trabajo cuidadoso en el despacho. No quedaba mucho del orden minucioso de su madre. Le habían dado la vuelta a cada papel. Nova abrió uno a uno los cajones del escritorio. El primero tenía la etiqueta «Economía» y contenía las cuentas de la última década y las declaraciones de renta clasificadas por años.

No quiso mirar en ese cajón. El segundo, en algún tiempo estuvo cerrado con llave y contenía información sobre los clientes de la madre de Nova. Ahora estaba forzado y vacío. «La policía tiene que haber cogido lo que había», constató Nova. En el tercer cajón había montones de fotografías.

Nova ya había visto la mayor parte de ellas. Aparecía su madre, aparentemente contenta, con su pequeña hija: Nova cuando tenía cinco años montada en un caballo en el zoo de Skansen; su madre y Nova comiendo helado en Djurgården; una fotografía reciente cuando Nova acabó el bachillerato. Cuando tuvo la foto en la mano vio una cara en el fondo. Era pequeña y borrosa por estar desenfocada, pero Nova la reconoció: Peter Dagon miraba directamente al objetivo. Nova metió rápidamente la foto en la mochila pequeña de color negro y continuó buscando, ya que no tenía tiempo ni ganas de pensar en lo que significaba la foto.

Finalmente Nova llegó a un cajón marcado como «Varios» que contenía un montón de carpetas. Algunas eran de cosas de la casa, otras del mercado de valores o de las escuelas de Nova. Había dos que no entendía por qué las tenía su madre. Una estaba marcada como
The Ararat Anomaly
y contenía anotaciones y fotos de satélite y en otra, llamada «Abastecimiento energético en Suecia», había sobre todo mapas. Nova los metió también en la mochila. No encontró nada más que fuera interesante.

Luego efectuó un corto viaje hasta su habitación y se hizo con algo de ropa. La sensación de no ser bienvenida se hacía cada vez más patente a pesar de que ahora estaba rodeada de sus cosas. Nova se hizo fuerte y salió al pasillo. Con la linterna iluminaba a un lado y a otro, pero allí no había nada de especial.

La escalerilla crujió fuerte cuando la bajó y continuó protestando cuando subió por ella. Era como si la casa no quisiera permitirle pisar las zonas más profundas. La oscuridad se disipaba reacia cuando ella dejaba que el haz de luz de la linterna iluminara los rincones del desván. Allí poco había cambiado, pero se dio cuenta de que los CD con las películas de la cámara de seguridad habían desaparecido. El ordenador todavía estaba en marcha y Nova se sentó y tecleó su código. Por lo que se veía parecía que los técnicos de la policía habían esquivado el sistema de seguridad porque sólo había películas del último día. Por curiosidad, pulsó
play
y pasó las películas de todas las cámaras a la vez, cada una en una ventanilla de la pantalla.

Unos cuantos policías seguían en la casa cuando empezó la toma, pero parecía que estaban recogiendo. Nova le dio a la tecla de avance rápido y pudo ver cómo removían sus cosas privadas y después, uno tras otro, se dirigían hacia la puerta. El último, un hombre alto y grueso de unos cincuenta años, cerró tras de sí. Nova pensó en borrar el archivo pero se arrepintió en el último segundo. Una sombra había pasado por delante de las cámaras. «Seguro que son imaginaciones mías», pensó. No porque no creyera que había visto algo, sino porque no quería ver nada. El último policía se había ido media hora antes y la casa estaba apagada y vacía. ¿Quién se habría quedado?

La atmósfera del desván era penetrante y desagradable. Nova miraba por encima del hombro. Allí no había más que muebles viejos y sombras.

Rebobinó la película y dejó que pasara a velocidad normal. No sabía si se atrevería a mirar, pero no podía borrar la película y olvidarse de lo que había visto. En tres de las cámaras sólo se veía la oscuridad como boca de lobo que había en la casa, pero la del despacho había filmado suaves contornos de muebles y obras de arte. De la calle entraba una pálida luz. Nova dio un respingo cuando la sombra apareció de nuevo en la pantalla.

Alguien se había sentado junto al escritorio.

Los contornos de una mujer se veían bien claros.

Volvió la cabeza y miró a través de la ventana.

La farola le iluminó la cara.

Era la madre de Nova.

Era su olor el que estaba impregnado en la casa.

Amanda estaba sentada en el baño pálida como un muerto. «No puedo seguir así», decidió. No sólo la comida sino también el desayuno había salido por el camino equivocado y desaparecido en el váter. La comida del día anterior se había apresurado por el aparato digestivo a tal velocidad que Amanda no estaba segura de si había tenido tiempo de absorber algún nutriente. «Necesito todas las fuerzas posibles para este caso», pensó. Luego se levantó y se lavó las manos. Después salió del baño y fue directamente a buscar su móvil. El servicio de información le dio el número del ambulatorio más cercano. Tras esperar diez minutos le dieron hora para dos días después.

Amanda miró el reloj. Dentro de cuarenta minutos sería la hora de la reunión que ella misma había convocado. Suspiró y despacio se puso un par de zapatillas de deportes blancas como la nieve. Hoy no tenía fuerzas para tacones altos.

Cuando Amanda entró en la sala de conferencias, estaba vacía. El reloj marcaba las ocho menos un minuto. Miró hacia el pasillo, pero nadie iba de camino hacia allí. Algo no estaba bien, pero no sabía qué. Sin sacar su libreta de notas se sentó a esperar. «Les doy un minuto», decidió.

El minuto pasó.

La sala estaba igual de vacía que antes.

Amanda cogió su móvil y llamó a Kent.

—¿Dónde está la gente?

—He intentado llamarte. Estoy metido en un lío de tráfico. Al parecer un camión de la basura dio marcha atrás en la autovía E4 y ha ocasionado un choque en cadena.

—¿Marcha atrás?

—Sí, marcha atrás. Por lo visto el chófer dijo que se le había ido la cabeza.

—Es decir, ¿la reunión que he convocado ha sido anulada porque al conductor de un camión de la basura se le ha ido la cabeza? —preguntó Amanda irritada.

—Tranquila, que la hemos pasado a media hora después.

—¿Por qué nadie me ha informado?

—Hemos intentado llamarte, pero has estado comunicando todo el tiempo.

Kent empezaba a estar irritado también.

—No he hablado por teléfono ni un segundo en toda la mañana. Ha estado callado todo el tiempo —respondió Amanda.

—Bueno, pues yo te he llamado una y otra vez. Tiene que haber una avería.

—Por lo visto ahora funciona.

Después de acabar la conversación, Amanda miró interrogante su móvil, se encogió de hombros y lo puso encima de la mesa. Después decidió quedarse en la sala; tenía todo lo que necesitaba y así no tenía ni que ir a su despacho ni recorrer los largos pasillos.

Kent fue el primero que apareció y, observando a Amanda con una mirada inquieta, dijo:

—Oye, perdona si estaba enfadado al teléfono. Lo cierto es que fui yo quien retrasó la reunión.

Amanda tardó unos segundos en relacionar lo que había dicho Kent. Había olvidado por completo la irritación de la conversación y no esperaba disculpa alguna. De vez en cuando Kent la sorprendía siendo tan sensible como grande era su constitución. Le reconfortaba saber que se preocupaba por lo que ella pensara. Irradiaba auténtica consideración.

—No te preocupes —suavizó Amanda la situación mientras clasificaba los papeles sobre la mesa.

No pasaron muchos minutos antes de que los demás participantes a la reunión empezaran a llegar. Los tres nuevos habían dedicado el día anterior a estudiar el caso y, junto a un técnico, también habían colaborado en el registro domiciliario en casa de Nova. Era el mismo hombre treintañero y con profundas cicatrices de acné que había registrado el piso del presidente de Vattenfall. Aquella vez Amanda sabía cómo se llamaba: Emil Ekenkrona. A él le fue otorgada la palabra en primer lugar.

—En casa de Nova Barakel había dos cosas interesantes. Sobre todo un mono de trabajo que hemos podido relacionar con el lugar del crimen. Dado que el vómito de Nova ya ha sido analizado, esto es casi superfluo, pero por lo que he entendido puede definir la hora.

—Sí. Según el chico del Seven-Eleven, la mujer con el mono de trabajo naranja abandonó la tienda a las once y media de la noche —añadió Amanda—. Es decir, el asesinato fue después de eso. Espero el informe de la autopsia para poderlo confirmar.

—Otro dato interesante es que el cajón donde Elisabeth Barakel tenía información de sus clientes estaba forzado y vacío.

—¿Alguien tiene una teoría de por qué?

—¿Podría ser Nova? —preguntó Kent.

—Es lo más probable, pero ¿por qué lo hizo? —inquirió Amanda mirando a los de su alrededor.

Emil Ekenkrona propuso:

—Nova también era su cliente, ¿no? Quizá no le dio tiempo a coger lo que quería y se llevó toda la mierda.

—O que su madre le hubiera pedido que lo hiciera si ella faltaba —añadió Kent.

—Y los de Greenpeace, ¿qué? —cuestionó Emil Ekenkrona—. Son activistas y hacen estallar barcos y eso, ¿no?

—Ahí te equivocas —dijo Kent cortante, con una voz que hizo dar un respingo a todos los de la mesa—. Lo que pasó en realidad fue que el servicio de inteligencia francés hizo saltar por los aires el
Rainbow Warrior
, el buque de Greenpeace, cuando protestaban contra las pruebas atómicas en los arrecifes de coral.

—Hace bastante tiempo de eso, ¿verdad? —preguntó Amanda intentando recordar.

—A mediados de los ochenta —respondió Kent—. Todo aquello acabó en los juzgados y Greenpeace recibió una indemnización para poder comprar otro barco.

—¿Cómo puedes recordarlo todo? —preguntó Amanda, que más de una vez había quedado impresionada por la cantidad de datos que cabían en la cabeza de Kent.

—Soy socio de Greenpeace. Pago 100 cucas al mes.

—Pero, de todas maneras, quizá no sería del todo erróneo echarle un ojo —insistió Emil Ekenkrona a la vez que evitaba mirar a Kent—. Sea como sea, no dejan de ser activistas.

—Ya hablaré yo con los de Greenpeace —finalizó Amanda—, pero en lo que realmente debemos concentrarnos es en detener a Nova. A propósito, Kent, ¿cómo va lo de las películas del metro?

—Me encontraré con el grupo de imágenes por la tarde. Ya te diré algo. Sin embargo, ya tengo la lista de las llamadas del móvil de Nova y he encontrado una cosa interesante.

Todos los ojos miraron hacia Kent.

—Nils Vetman la ha llamado.

—Mierda. Y eso ¿qué significa? —preguntó Amanda, dado que sabía que Nils Vetman no necesitaba presentación.

Nils Vetman era muy conocido como abogado de delincuentes económicos. Oficialmente representaba sólo en los juicios, pero oficiosamente la policía sabía que también los ayudaba a hacer desaparecer dinero y esconderlo en lugares recónditos del mundo. Había estudiado Empresariales y Derecho a la vez, para después hacer una brillante carrera en las zonas grises de la ley. Amanda sabía que figuraba entre los primeros en la lista de las autoridades de delitos económicos para ser investigados. El fiscal del tribunal administrativo, Hans Ihrman, responsable de un grupo que se dedicaba a localizar dinero del crimen organizado, se había referido a él en reuniones internas en las que Amanda había participado.

Ninguno de los presentes entendía qué tenían en común Nils Vetman y Nova. «Sencillamente, se lo preguntaré», pensó Amanda.

Eddie andaba pesadamente hacia su casa en la cuesta de Brådstup 21, en el barrio de Mälarhöjden. El sol brillaba sobre las gotas de sudor de su frente. Cuando la policía lo detuvo llevaba tejanos y un jersey, y eso era lo que llevaba puesto todavía. Abrió la puerta y continuó subiendo los tres pisos que le quedaban.

Sospechoso de asesinato.

Era más de lo que Eddie podía soportar. Cierto que lo habían soltado porque no encontraron nada que lo relacionara con el asesinato o con el lugar. Anteriormente había sido detenido una vez, cuando protestó contra la nueva construcción de Vattenfall de una central carboeléctrica en Alemania. Pero había sido otra cosa y estaba previsto.

Junto a unos compañeros alemanes, había puesto un pesado dinosaurio de acero y tres toneladas de carbón delante de las oficinas de Vattenfall en Alemania. Después, repartieron folletos. A todo el que quería escuchar le explicaban que Vattenfall emitía noventa millones de toneladas de dióxido de carbono, lo cual era más de lo que emitía toda Suecia. ¿No era entonces absurdo que su presidente fuera consejero de la canciller alemana, Angela Merkel, en cuestiones medioambientales? Claro que ahora estaba muerto y la policía creía que él estaba implicado. Y Nova. Qué idea tan absurda. Nova no sería capaz de tocarle un pelo a una persona ni a un animal. No su Nova.

Eddie sacó el móvil del bolsillo y la llamó por octava vez. Aunque sólo era un corto mensaje grabado en su buzón, oír su voz lo animaba. Dejó un mensaje y abrió la puerta de su piso. La luz le dio de pleno. Todas las ventanas del piso daban al agua de la ría Mälaren. Tres pisos más abajo, en la ladera de una montaña, estaba Klubbensborg, donde a finales del siglo XIX la gente con dinero iba a sus casas de veraneo en barco de vapor.

La única habitación de la vivienda estaba dividida en dos partes. En una había una cama de noventa centímetros de ancho y un escritorio con un ordenador. La otra parte parecía más un almacén que una vivienda y estaba dedicada al gran interés de Eddie, el buceo. En un colgador estaba parte del equipo con el que se vestía; en otro lado se balanceaba el traje aislante de neopreno delgado, incluidas las botas; un pelele de tamaño enorme y de material de secado rápido colgaba de una percha; las pesadas aletas de militar se encontraban aparcadas debajo.

De la pared colgaban dos botellas de oxígeno sujetas por un soporte. Al lado había dos más que se utilizaban para otras mezclas de gases. En el estante de enfrente había guantes gruesos, calzoncillos largos, gorros de vellón polar, camisetas, otros gorros y todo lo que un buzo en activo podía precisar. El brazalete estaba encima del ordenador.

Con la esperanza de haber recibido un e-mail de Nova, Eddie puso en marcha el ordenador de inmediato. Mientras tanto fue a la nevera a buscar una galleta ecológica de chocolate negro. Setenta por ciento de cacao, ponía en el envase. Le dio un buen mordisco y dejó que el chocolate se le deshiciera en la boca.

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