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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (54 page)

Al mismo tiempo aquellas emociones iban despertando en mi ser un ansia viva de expresión, un deseo incontenible de hablar el mismo lenguaje con que me enamoraban las criaturas. Ya en el jardín y huerta de Maipú había comenzado a observar los dos tiempos de la inspiración que se daban en mí ante la hermosura de las cosas: una embriaguez fundida en lágrimas, y el nacimiento de una idea musical que se debatía en mi ser y buscaba su manifestación. Como no dispusiera yo, en mis comienzos, de arte ninguno, me valía de palabras incoherentes o voces en libertad, no por lo que significaban en ellas mismas, naturalmente, sino por el valor intencional que yo les asignaba según el caso. Así una misma frase, con el solo prestigio de su música y el de mi exaltación, era capaz de traducir las más encontradas emociones de mi espíritu; como aquella de «la rosa, la pura rosa, la descarnada rosa», que yo sabía pronunciar en todos los matices de la desolación o el júbilo. Después el arte sucedió al caos, y el orden musical a la incoherencia. Y no voy a enumerar ahora las fatigas y desvelos en que me puso el ejercicio del canto. Sólo recordaré que una mañana, leyendo mi composición en clase, don Bruno exclamó, dirigiéndose a los chicuelos: «Adán Buenosayres es un poeta.» Y los alumnos me miraron sin entender, pero bien conocía yo la grave significación de aquellas palabras, y enrojecí de vergüenza, como si me hubiesen desnudado en público. Tenía catorce años.

III. Las anécdotas de uso corriente no abundarán en este Cuaderno, ya que, al escribirlo, no me propuse trazar la historia de un hombre, sino la de su alma. Y si algunos episodios de mi niñez ilustraron el párrafo anterior, es porque revelan tempranamente las dos o tres mociones de mi alma que han de reiterarse luego con diversa intensidad a lo largo de su historia. La pintura de dichas mociones reclamará, pues, en adelante, ya el idioma de la geometría, ya la imprecisión del símbolo, ya los colores de la visión y el sueño. Por todo lo cual mi trabajo ha de parecerse al desarrollo de un teorema o a la consideración de un enigma.

Dije al principio que mi alma, no bien hubo encontrado su primera soledad, se quedó inmóvil en el centro de la rueda. Y como desde allí observase que toda criatura se movía con gracia y obedeciendo a un ritmo exacto, comenzó a preguntarse cuál sería su movimiento propio y cuál su ritmo natural, ya que a ninguna cosa le faltaba, desde los redondos animales del cielo, que yo veía moverse durante las noches, hasta las criaturas mínimas cuyos gestos estudiaba yo en la huerta de Maipú. No obstante, ya fuese porque nadie la guiara, ya porque no hubiese alcanzado aún su madurez, el alma no tenía respuesta ni modo alguno de pedirla. Y la incertidumbre de su destino comenzó entonces a dolerle tanto, que mirándose al fin se vio a sí misma con los ojos llenos de lágrimas; lo cual fue motivo de su asombro y despunte de su ciencia, como si el hilo de su llanto y el de su meditación arrancaran al mismo tiempo y se confundiesen en adelante; porque, llorando, el alma descubría que no nació para llorar, y, sufriendo, alcanzaba de pronto su vocación de la dicha. Cierto es que ignoraba el origen y el término de aquella vocación, y es verdad que nadie se lo dijo entonces; pues quería su miseria que lo averiguara ella sola, cayéndose y levantándose mil veces en el más oscuro de los laberintos.

Por ahora, bien que al precio de su llanto, el alma conocía su vocación natural. Y, conociéndola, no es mucho que se preguntase la causa de un sinsabor que, como el suyo, era tan contrario al instinto de la felicidad que la tironeaba incesantemente. Así, contemplando su duelo y mirándose un día en el espejo amargo de sus lágrimas, he ahí que se vio sola e inmóvil; y como su llanto arreciase a la vista de aquella soledad y aquel reposo, el alma entendió claramente que no había nacido para estar sola ni para vivir inmóvil, con lo cual una materia nueva se ofreció al trabajo de su pensamiento. Porque, si no le convenía la soledad, prueba era de que tenía compañero, ya en figura de amado, ya de amigo; y si la pena estaba contradiciendo su vocación de gozo, no era mucho cifrar el término de su dicha en aquel Amigo que su soledad le reclamaba. Y en este punto nuevas cavilaciones la fatigaron al preguntarse a sí misma si le cuadraba salir en busca del Amigo incógnito, o si era el Amigo quien debería llegarse al alma en soledad. Pero advirtió muy luego que, tanto como Su soledad, le dolía su quietud; y al condenar el reposo en que se hallaba, no sólo descubrió su destino de viajera, sino que vio en la figura del Amigo el norte y fin de su posible movimiento.

Mucho había ganado mi alma en aquel despunte de su meditación, y mucho le quedaba por devanar de la madeja. Cierto es que ahora entendía la posibilidad de su movimiento; pero ignoraba, en cambio, su modo natural de traslación, ya que, mirándose y remirándose, no encontraba en sí misma ni ala ni pie ni rueda con que moverse. Por otra parte, aunque hubiese hallado el móvil que necesitaba, no habría sabido a qué norte diñarle, puesto que todo lo ignoraba del Amigo, su nombre, su forma, su virtud, su aposento. Desde entonces anduvo el alma como perdida entre dos incógnitas: la de su propio movimiento y la del Amigo adivinado. Pero ni en sí misma ni fuera de sí vislumbraba solución alguna; por lo cual entró en un largo y estudioso desvelo, siempre sola en el haz de los que se juntaban, siempre inmóvil en el círculo de los que se movían. Y así quiero pintarla, con el dedo en la sien y los ojos húmedos, fiel a sí misma como la rosa entre sus dardos. Porque así estaba en aquel día hermoso y terrible de su primavera, cuando al mirarse vio que le nacía un ala de paloma.

Digo que un ala de paloma le nacía en el hombro, y que ante la novedad de sus plumas el alma comenzó por maravillarse y acabó por ejercitar su entendimiento, reflexionando, ya en el signo del ala, ya en el número de la paloma. Y si el ala naciente le decía su potencia de vuelo, el número de la paloma le anunciaba su destino de amor. Así fue como descubrió al fin la índole de su movimiento en la traslación amorosa que tan claramente se le prometía. Pero no tardó en advertir que la amorosa traslación requiere, no sólo un Amante movible, sino también un Amado inmóvil, ni tardó en observar que, si la virtud del Amante se daba en ella con toda certidumbre, la figura del Amado se le escondía siempre, como si el instante del ala estuviera lejos aún.

IV. A parar de aquel tiempo mi alma vivió en un estado crepuscular que tanto podía ser el anuncio de una noche como el principio de una mañana. Si su entendimiento había dado luz a su voluntad, señalándole, no sólo una manera de traslación, sino también la existencia necesaria de un Amado hacia el cual debería moverse, la voluntad, con todo, no lograba salir de su quietud; porque, si bien tenía ya el
saber,
le faltaba el
sabor
del Amado; y faltándole el sabor, su apetito estaba como desierto; y desierto el apetito, no hay voluntad que se mueva, sobre todo cuando la suya es un ala de paloma. Digo, pues, que su voluntad seguía inmóvil. Al mismo tiempo callaba y se dormía su entendimiento, falto de nueva materia en que ejercitarse; con lo cual el alma se vio en una doble inmovilidad, sin
mis
acción que la de sus ojos desvelados y sin otra vida que la de su impaciencia. Claramente adivinaba, empero, que si el Amado existía (como se lo anunciaba el entendimiento), no dejaría de mostrársele alguna vez ni de llamarla por su nombre. Ahora bien, el alma no conocía su nombre verdadero, ni la voz del Amado que lo pronunciaría; y, con todo, bien segura estaba de reconocer el nombre y la voz en cuanto resonasen. Esperando lo cual giraba ella sobre sí misma, con el oído atento a los rumores de la tierra; y al girar tendía su ala de amor, como quien hace flamear una pluma en el aire para saber de qué rumbo llegará el viento. Pero todo a su alrededor estaba mudo, sin llamados la tierra y el alma sin convites. Recuerdo que por entonces (ya fuese obra de su desvelo, ya de la tensión en que la esperanza lo tenía) mi corazón estaba tan lleno de lágrimas que al menor choque se resolvía en llanto, así como una hojita cargada de rocío, no bien el aire más leve la toca. Una mirada de hombre o de mujer, el timbre de una voz que sonaba pasando, un color o un gesto bastábanle a mi corazón para su dulce tarea de lágrimas. Y era que, saliendo ahora de sí misma y contemplando el mundo con sus ojos de amor, el alma no sólo padecía, sino que daba en
compadecer,
tal como si en el semblante de las demás criaturas hallara de pronto un reflejo, correspondencia o semejanza de su propio enigma. Y recuerdo que por entonces me sobrevino un sueño extraordinario cuya exacta significación no alcancé hasta más adelante:

Me veía en un yermo dilatado y en la mitad de una noche tan profunda, que ningún vestigio de forma o de color se distinguía en la tierra ni en el cielo; y como intentase avanzar entre aquella desolación, me pareció que grandes columnas de sombra se desplomaban sin ruido sobre mi cabeza, y que mis pies no conseguían librarse del suelo arenoso en que se hallaban enterrados; por todo lo cual me debatía en una desesperación sin límites como la noche y el yermo que me aprisionaban. Y estando así, como perdido en ese clima de terror, me parecía que una maravillosa figura de hombre se alzaba de pronto a mi vera, y que se ponía luego a mirarme como ningún ojo terrestre me ha mirado jamás. Tanta luz resplandecía en la cara de aquel señor admirable, tanto poder en su hermosura y tanta gloria en su majestad, que todo mi ser empezó a conmoverse y a olvidarse de sus terrores, convertido enteramente a la gracia de aquella visión. Y sentía, en sueños, que ante la figura de aquel Hombre despertaba en mi memoria la noción de no sabía yo qué sabores perdidos ni de qué músicas extraviadas, y que, al reconocerle, mi entendimiento se conocía por vez primera en aquel Hombre y mi voluntad quería rendírsele como una bandera de amor. Luego me parecía que me hablaba él en un idioma ígneo, y que, como no entendiese yo las palabras de fuego que salían de su boca, empezaba el Hombre a caminar entre la negrura, y lo seguía yo, temeroso de perderlo. Entonces me parecía que se obraba un prodigio: no bien aquel hombre de mi sueño rompía la marcha, soles ardientes, lunas rosadas y cometas de oro iban cuajándose a sus espaldas, en el cielo desnudo, hasta que la noche se trocaba en un espléndido mediodía; y el yermo, al solo contacto de sus pies, iba convirtiéndose ahora en un jardín amenísimo entre cuyas flores empezaron a discurrir seres brillantes y ligeros que se buscaban y se unían en mil rondas. Y me pareció que a la vista de tanta hermosura como en el jardín se manifestaba, mis ojos empezaron a desviarse del Hombre que me conducía, y a detenerse mis talones junto a los círculos de baile; hasta que me sentía como envuelto en el torbellino de la fiesta y entregado totalmente a su magia y locura. Pero, en lo mejor de aquella embriaguez, me parecía que un viento helado soplaba sobre el jardín, y que formas, colores y sonidos envejecían de pronto, y que la tierra se marchitaba como una hoja de árbol, y que soles, cometas y lunas iban extinguiéndose como lámparas al final de un convite. Sucedía entonces que, hallándome otra vez en la noche y el páramo, buscaba yo al Hombre que anteriormente se había ofrecido a mis ojos. Y como no lo encontrase, lloraba, en sueños, con tanto dolor, que desperté al fin y vi la realidad de mi llanto.

V. Así vivió mi alma no sé cuánto tiempo aún, realizando en el sueño lo que le negaba la vigilia. Y no sabía ya si esperaba o desesperaba, cuando amaneció para ella un día sobradamente hermoso y abierto a todas las revelaciones. Estaba, como dije, con el oído atento a la sonoridad del mundo, cuando le pareció que bronces invisibles tañían a primavera y que todas las criaturas, abandonando su silencio, empezaban a levantar la voz y a manifestarse de pronto en un idioma tan directo como apasionado. Aquel idioma tenía el metal de voz de la hermosura, la cual es «voz que llama»; y como el de la hermosura es un llamado de amor, y el amor tiende a la felicidad, no es raro que se conmoviera mi alma y saludase con júbilo el advenimiento de aquellas voces. ¡Oh, fortuna! Recién, no más, el alma pedía un llamado de amor que la pusiera en movimiento, ¡y he ahí que miles de llamados resonaban ahora en sus oídos, como si la tierra se pusiese a cantar por las mil bocas de sus criaturas! Recién, no más, el alma sola pedía un Amigo que destruyera su soledad, ¡y ahora reconocía en los llamados la voz de cien amigos que la invitaban desde afuera!

Así fue como salió mi alma de su primera inmovilidad, en un día que la memoria no ha olvidado. Y al dirigir su movimiento hacia las criaturas exteriores, no lo hizo en línea recta, sino en la dirección de una espiral que, arrancándola de su centro, la fue llevando siempre alrededor de sí misma, pero la distanciaba de sí misma en cada una de sus revoluciones. E insisto en la naturaleza de su movimiento, a fin de que mi lector (si alguno tuviera estas páginas mías) pueda seguir al alma en su amoroso itinerario y vencer la más aparente que verdadera oscuridad de su historia. Dije que se distanciaba de su centro en cada revolución de la espiral; digo ahora que, de llamado en llamado y de amor en amor, el alma se alejó tanto de sí misma, que llegó a perderse y a olvidarse. Y olvidando su propia esencia, se convirtió a la esencia de lo que amaba; y siendo ella una, se vio dividida en la multiplicidad de sus amores.

VI. Si las cuerdas vehementes que hice resonar en aquellos días guardasen aún fidelidad a mis manos, en este punto de la historia levantaría una canción de amores en laberinto, una canción desordenada, y ebria, y tambaleante como un vendimiador a mediodía. Rodando aquí, levantándose allá, nunca firme sobre sus pies de viento, maravillosamente perdida entre sus amores, así anduvo mi alma durante muchos años. Dije que olvidó su forma para tomar la forma de lo que amaba; y, por asombroso engaño, a lo que muerte de sí misma era dio en adelante nombre de vida, y, creyendo vivir, se fue muriendo en cada uno de sus amores. Pero una ciencia de viaje iba creciendo en ella: una sabiduría que se basaba en el gesto negativo con que las criaturas respondían a su amorosa solicitud. Porque, si en el amor de las criaturas buscaba un término de felicidad en que reposarse, le sucedía que ni su apetito se aquietaba ni se cumplía su gozo; con lo cual iba entendiendo ya el fracaso de sus amores. Ahora bien, mi alma sabía que su movimiento era legítimo; y al medir aquel fracaso dio en sospechar que lo debía, no a la naturaleza, sino al rumbo de su movimiento; y comenzó a preguntarse ya si entre su vocación amorosa y el amor de las criaturas no existiría una desproporción incalculable.

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