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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (15 page)

Todo esto lo dijimos Alfred y yo en una discusión con Davey a propósito de ella. Davey nos acusó de ser unos mojigatos, aunque en el fondo de su alma debía de saber que teníamos razón.

—Pero Linda nos anima tanto… —repetía sin cesar—; es como un ramo de flores. No es deseable que las personas así se entierren en lecturas serias, ¿qué sentido tendría?

Sin embargo, hasta él se vio obligado a reconocer que su actitud respecto a la pobre Moira no era la adecuada: la niña era gorda, rubia, plácida, sosa y retrasada, y a Linda seguía sin caerle bien; los Kroesig, en cambio, la adoraban, y la niña pasaba cada vez más tiempo en Planes, con su niñera. Les encantaba tenerla allí, cosa que no les impedía criticar constantemente el comportamiento de Linda. Ahora le decían a todo el mundo que era una juerguista de tomo y lomo, una mala madre que descuidaba a su hija.

—Es muy raro que ni siquiera tenga un lío amoroso —dijo Alfred, casi con enfado—. No entiendo qué es lo que tiene de bueno su vida; debe de sentirse increíblemente vacía.

A Alfred le gusta clasificar a la gente con arreglo a algún criterio que pueda entender: arribista, aprovechada, esposa y madre modélica o adúltera. La vida social de Linda era inútil; se limitaba a coleccionar a su alrededor un surtido de gente cómoda que tenía tiempo para pasarse el día charlando; que fuesen millonarios o pobres, príncipes o refugiados rumanos, la traía completamente sin cuidado. A pesar de que, exceptuándonos a sus hermanas y a mí, casi todos sus amigos eran hombres, era tal su fama de mujer virtuosa que incluso circulaba la sospecha de que estaba enamorada de su marido.

—Linda cree en el amor —dijo Davey—. Es apasionadamente romántica. Estoy seguro de que en estos momentos está esperando inconscientemente a que aparezca alguna tentación irresistible. Las aventuras ocasionales no le interesan lo más mínimo. Sólo cabe esperar que, cuando aparezca, no vuelva a ser alguien que no le llegue a la suela de los zapatos.

—Supongo que en el fondo se parece mucho a mi madre —comenté—; ninguna de sus parejas ha estado a su altura.

—¡Pobre Desbocada! —exclamó Davey—. Bueno, al menos ahora es feliz con su cazador blanco, ¿no?

Tony no tardó en convertirse, como era de esperar, en un pomposo insufrible, cada vez más parecido a su padre. Tenía montones de ideas geniales para mejorar las condiciones de las clases adineradas, y no ocultaba el odio y la desconfianza que sentía hacia los trabajadores.

—Odio a las clases bajas —dijo un día cuando Linda y yo tomábamos el té con él en la terraza de la Cámara de los Comunes—. Son todos unos cuervos que tratan de rapiñar mi dinero. Pues que lo intenten…

—Ay, cállate de una vez, Tony —repuso Linda, al tiempo que se sacaba un lirón del bolsillo para darle unas migajas de pan—. A mí me caen bien; además, crecí con ellos. Tu problema es que no conoces a la clase baja pero tampoco eres de clase alta; sólo eres un extranjero rico que vive aquí por casualidad. No deberían nombrar diputado a nadie que no hubiese vivido en el campo, al menos una parte de su vida. ¡Pero si hasta Pa, cuando habla en la Cámara, sabe mejor lo que dice!

—Yo he vivido en el campo —se defendió Tony—. Guarda ese lirón, que la gente nos mira.

Tony no se enfadaba nunca; era demasiado pomposo.

—Sí, en Surrey —dijo Linda, desdeñosa.

—Pues para que lo sepas, la última vez que tu querido Pa habló en la Cámara, sobre los derechos de las paresas, su único argumento para mantenerlas fuera de la Cámara fue que si entraban, usarían el servicio de caballeros.

—¿A que es un encanto? —dijo Linda—. Era lo que pensaban todos, pero él fue el único que se atrevió a decirlo en voz alta.

—Eso es lo peor de la Cámara de los Lores —señaló Tony—. Esos haraganes del campo vienen cuando les da la gana y ponen en evidencia a todo el Parlamento diciendo toda clase de disparates que luego publican los periódicos y dan a la gente la impresión de que estamos gobernados por una panda de lunáticos. Esos viejos pares deberían darse cuenta de que su deber para con su clase social consiste en quedarse en casa y cerrar la boca. El hombre de la calle desconoce la cantidad de trabajo excelente, sólido y necesario que se realiza en la Cámara de los Lores.

Sir Leicester iba a convertirse en par de un momento a otro, por lo que aquél era un tema delicado para Tony. En general, su actitud hacia lo que él llamaba «el hombre de la calle» era que había que mantenerlo apuntado con ametralladoras a cada paso que diese; como ya era imposible, a causa de la debilidad pasada de las grandes familias liberales, había que llevarlo a la sumisión con la falsa promesa de unas reformas inminentes ideadas, claro está, por el Partido Conservador. De este modo se lo podía mantener calladito durante un periodo indefinido, siempre y cuando no hubiese guerra, porque la guerra une a la gente y le abre los ojos; había que evitar a toda costa la guerra, y en especial contra Alemania, donde los Kroesig tenían intereses financieros y multitud de parientes (originariamente pertenecían a una familia de
junkers
, la aristocracia rural de Prusia, y se aferraban a sus conexiones prusianas tanto como éstas los despreciaban por dedicarse al comercio).

Tanto sir Leicester como su hijo eran grandes admiradores de Hitler; sir Leicester había ido a verlo durante una visita a Alemania, y el propio doctor Schatcht lo había llevado a dar una vuelta en un Mercedes-Benz. A Linda no le interesaba nada la política, pero era instintiva e irracionalmente inglesa: sabía que un inglés valía por cien extranjeros, mientras que Tony pensaba que un capitalista valía por cien trabajadores. Su punto de vista respecto a esto, como en muchas otras cosas, era diametralmente opuesto.

Capítulo 12

Por una curiosa ironía del destino fue en la casa de su suegro, en Surrey, donde Linda conoció a Christian Talbot. La pequeña Moira, que entonces tenía seis años, vivía de forma permanente en Planes, lo cual parecía un buen arreglo, pues ahorraba a Linda, que detestaba las tareas relacionadas con la organización de la casa, la molestia de tener que dirigir dos hogares, mientras que Moira recibía los beneficios del aire y la comida del campo. Se suponía que Linda y Tony debían pasar allí un par de noches a la semana, y Tony así lo hacía, por regla general, pero Linda sólo iba un domingo al mes aproximadamente.

Planes era una casa horrorosa: era un edificio de tamaño desproporcionado, es decir, tenía habitaciones grandes y todas las desventajas de una casita en el campo: techos bajos, ventanucos con cristales en forma de rombo, suelos irregulares y una sobreabundancia de madera nudosa sin barnizar. No es que estuviese decorada con buen o mal gusto; es que no se veía rastro de gusto de ninguna clase, y ni siquiera era cómoda. El jardín que la rodeaba bien podía ser el paraíso de una acuarelista: los parterres, los macizos de roca y los recuadros de plantas acuáticas se llevaban a la máxima expresión de la vulgaridad y exhibían un derroche de flores enormes y horrorosas, y cada una parecía el doble de grande de lo que era, tres veces más brillante de lo que debería ser y, si era posible, de un color distinto del que la naturaleza había previsto para ella. Era difícil saber si resultaba más espantoso, esto es, si era de un tecnicolor más glorioso, en verano, en primavera o en otoño. Sólo en pleno invierno, cubierto con un amable manto de nieve, se fundía con el paisaje y se hacía tolerable.

Una mañana de abril de 1937, Linda, con quien había pasado unos días en Londres, me llevó allí a pasar la noche, tal como hacía en ocasiones, y es que creo que le gustaba tener a alguien que hiciese de barrera entre ella y los Kroesig, tal vez especialmente entre ella y Moira. Los viejos Kroesig me tenían muchísimo aprecio, y sir Leicester me llevaba a veces a dar un paseo y me insinuaba lo mucho que habría deseado que hubiese sido yo, tan seria, tan educada, tan buena madre y esposa, la que se hubiese casado con Tony.

Atravesamos varios acres de flores con el automóvil.

—La gran diferencia —dijo Linda— entre Surrey y el campo de verdad, el bueno, es que en Surrey, cuando se ve una flor, se sabe que no dará fruto. Piensa en el valle de Evesham y luego mira todas estas flores rosas e inútiles… no tiene ni punto de comparación. Cuando lleguemos, el jardín de Planes será la viva estampa de la esterilidad, ya lo verás.

En efecto, casi no se veía ni rastro de la belleza pálida, brillante y amarillo verdosa de la primavera, y todos los árboles parecían estar recubiertos de una masa titilante de papel de seda rosa o malva. Los narcisos plagaban el suelo, tan apelmazados que también ellos ocultaban el verde, y había nuevas variedades de tamaño aterrador, de color marfil o amarillo oscuro, gruesos y carnosos; no se parecían en nada a los frágiles amiguitos de nuestra niñez. En conjunto, el efecto era el de la escena de una comedia musical, y le iba que ni pintado a sir Leicester, ya que, en el campo, éste hacía una interpretación asombrosamente perfecta del viejo hacendado inglés, pintoresco y delicioso.

Cuando llegamos estaba trabajando en el jardín, con unos pantalones viejos de pana de un aspecto tan desastrado que parecía improbable que hubiesen sido nuevos alguna vez, y con una vieja chaqueta de
tweed
del mismo estilo; llevaba unas tijeras de podar en la mano, tenía un perro de raza corgi tumbado a sus pies y esbozaba una sonrisa afable.

—¡Ya estás aquí! —exclamó, efusivamente. Casi se veía, como en las tiras de una historieta, una burbuja que le salía de la cabeza, con las palabras: «Como nuera dejas mucho que desear, pero nadie puede decir que sea culpa nuestra. Siempre te brindamos una calurosa bienvenida y una sonrisa»—. El coche se habrá portado bien, espero. Tony y Moira han salido a montar; quizá os hayáis cruzado. El jardín tiene un aspecto estupendo, ¿no os parece? No soporto irme a Londres y dejar toda esta belleza sin que nadie la cuide. Salid a dar un paseo antes de comer. Foster se encargará de vuestro equipaje. Llama al timbre, Fanny; es posible que no haya oído el coche.

Nos condujo a la tierra de Madame Butterfly.

—Debo advertiros —dijo— que hoy va a venir a comer un auténtico diamante en bruto. No sé si conocéis al viejo Talbot, que vive en el pueblo, el viejo profesor. Bueno, pues es su hijo, Christian. Tiene fama de ser una especie de comunista, un muchacho inteligente que se ha equivocado de camino; es periodista en algún diario de tres al cuarto. Tony no lo soporta, ya no lo soportaba de niño, y se ha enfadado mucho conmigo por haberlo invitado a comer, pero siempre digo que es necesario tener cierto contacto con estos muchachos de izquierdas. Si las personas como nosotros somos amables con ellos, se los puede domesticar maravillosamente. Dijo aquello en el tono de alguien que hubiese salvado la vida a un comunista durante la guerra y hubiera hecho que, por gratitud, se convirtiera en
tory
hasta la médula. Sin embargo, en la primera guerra mundial, sir Leicester había considerado que, con su superioridad intelectual, habría sido un desperdicio acabar sus días como carne de cañón, y había optado por una plaza en una oficina de El Cairo. No había salvado ni había segado ninguna vida, ni tampoco había arriesgado la suya, pero había hecho numerosos contactos de negocios muy valiosos, lo habían nombrado comandante y le habían concedido la Orden del Imperio Británico, con lo que había sacado el máximo partido a la situación.

Conque Christian fue a comer y estuvo de lo más impertinente. Era un joven extraordinariamente guapo, alto y rubio, aunque de un modo del todo distinto de Tony, delgado y de aspecto muy inglés. Su vestimenta era escandalosa: unos pantalones de franela gris realmente viejos, apolillados en los sitios más inconvenientes; no llevaba chaqueta y sí una camisa de franela, de una de cuyas mangas colgaba un desgarrón desde la muñeca hasta el codo.

—¿Ha escrito algo tu padre recientemente? —le preguntó lady Kroesig mientras se sentaban a la mesa.

—Supongo —contestó Christian—, teniendo en cuenta que es su profesión. La verdad es que no se lo he preguntado, pero es de suponer que algo habrá escrito, igual que cabe suponer que Tony ha estado trapicheando en el banco recientemente.

A continuación plantó el codo (desnudo a través del desgarrón) en la mesa, entre él y lady Kroesig y, dándole la espalda a ésta, se volvió hacia Linda, que estaba sentada a su otro lado, y le relató con todo lujo de detalles una producción de
Hamlet
que había visto en Moscú. Los cultivados Kroesig escucharon con atención, haciendo comentarios ocasionales con el objetivo de demostrar que conocían bien la obra: «Me parece que eso no encaja con la idea que me había hecho de Ofelia» o bien «Pero si Polonio era un anciano», a lo que Christian respondía haciendo oídos sordos, engullendo la comida con una mano, con el codo en la mesa y sin apartar los ojos de Linda.

Después de comer, le dijo a mi prima:

—Ven a tomar el té a casa de mi padre; te caerá muy bien. —Y se fueron juntos, dando pie a los Kroesig para comportarse durante el resto de la tarde como un montón de gallinas que hubiesen visto un zorro.

Sir Leicester me llevó a su jardín de plantas acuáticas, que estaba lleno de nomeolvides enormes de color rosa y lirios marrón oscuro, y dijo:

—Ha sido muy cruel por parte de Linda; la pobre Moira tenía tantísimas ganas de enseñarle sus ponis… Esa niña idolatra a su madre.

En realidad, no la idolatraba en absoluto: quería a Tony, pero Linda le resultaba indiferente; era una niña tranquila e impasible, no demasiado propensa a idolatrar a nadie, aunque según el credo de los Kroesig, los niños debían adorar a sus madres.

—¿Conoces a Pixie Townsend? —me preguntó de sopetón.

—No —contesté, lo cual era cierto, porque por aquel entonces nunca había oído hablar de ella—. ¿Quién es?

—Una persona encantadora. —Y cambió de tema.

Cuando Linda volvió, justo a tiempo de cambiarse para la cena, estaba radiante. Me hizo acompañarla para charlar mientras se daba un baño (Tony le estaba leyendo a Moira arriba, en su cuarto). Linda estaba encantada con su excursión a casa de los Talbot. El padre de Christian, me explicó, vivía en la casa más pequeña imaginable, completamente distinta de la que Christian llamaba «Kroesighof» y, aunque diminuta, no era la típica casita campestre, sino que tenía un aire majestuoso y estaba repleta de libros. Hasta el último trozo de pared disponible estaba cubierto de libros, que también yacían apilados encima de las mesas y las sillas y en montones en el suelo. El señor Talbot era la antítesis de sir Leicester: no tenía nada de pintoresco ni nada que indicase que era un hombre culto; era enérgico y directo, y había hecho unos chistes muy divertidos a costa de Davey, a quien conocía bien.

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