Un asesinato musical (2 page)

Se concentró en la música, tratando de cerrar a ella su corazón y, por una vez, escuchar la obra sólo con la razón. Entonces, al fin comenzó a leer lentamente el folleto, deteniéndose en la nota biográfica en francés —la lengua que Michael, marroquí de nacimiento, conocía mejor de las tres en que estaba redactado el folleto—, y leyó, no por primera vez, cómo se había gestado la sinfonía, que, pese a ser la
Primera
de Brahms, había sido concluida en una etapa bastante avanzada de su vida, y que poco después de su estreno fue apodada «la
Décima
de Beethoven». Brahms trabajó en ella intermitentemente durante unos quince años, una vez que hubo compuesto aquel primer movimiento tan rico en suspense y negros augurios. En septiembre de 1868, años antes de concluirla y en tiempos de una dolorosa ruptura con Clara Schumann, Brahms le envía a ésta una felicitación de cumpleaños desde Suiza: «Así ha sonado hoy la cuerna alpina», y debajo las notas del tema para corno que años después incorporaría al último movimiento de la sinfonía. El lenguaje prosaico del folleto, que describía el cromatismo y lo que denominaba «el sello de fatalismo» de las flautas, y que luego analizaba la tensión entre las líneas melódicas ascendentes y las descendentes, no lograba inhibir el efecto abrumador de la música. En un principio, a Michael le pareció que llenaba el espacio físico que lo rodeaba y trató de desprender de su piel el aire saturado de música concentrándose tenazmente en identificar los diversos instrumentos de viento y las batallas que libraban entre sí y con otros instrumentos.

Durante largo rato fue presa de un temblor muy real, no sin dejar de sorprenderse y burlarse de sí mismo por aquella rendición al hechizo de unos sonidos que tan bien conocía, y se decía a sí mismo que lo mejor sería apagar la música o escuchar otra cosa.

Pero en su interior había algo más poderoso que se dejaba llevar por una emoción que le cortaba el aliento. La música estaba cargada de presagios amenazadores, oscuros, tenebrosos, pero también hermosísimos, que lo incitaban a dejarse arrastrar, a rendirse a aquella melancolía ominosa.

Michael tomó asiento y dejó el folleto sobre el brazo del sillón. Estaba convencido de que uno de los mecanismos para disipar los sentimientos opresivos, para adormecerlos y recobrar una suerte de paz, consistía sencillamente en distraerse. Aunque había quien pensaba que al obrar así los sentimientos volverían para atacarte por la espalda, como ladrones en la noche. («Precisamente cuando estás descuidado, todo aquello de lo que has huido te asesta una puñalada», solía decir Maya. El recuerdo del fino dedo admonitorio que Maya posaba luego en su mejilla, una media sonrisa en los labios y los ojos mirándolo con severidad, le hizo sentir de nuevo la vieja punzada de dolor.) A pesar de todo, Michael creía que valía la pena transferir la fuente de la emoción de la boca del estómago a la cabeza.

Bastaba con estudiar el asunto, enfrentarse a él desde la distancia correcta y, sobre todo, no dejarse absorber por él. Llenar el vacío interior, sí, pero consciente de cómo se lograba.

Se podía silenciar la música, y también cabía la posibilidad de perseverar y volver a escuchar el disco desde el principio, prestando atención a los matices, a la suavidad del
forte
en esta interpretación, a la entrada del segundo tema, e incluso aislar los pasajes de transición entre los diversos temas.

Entró en la cocina y echó una ojeada al techo con la esperanza de descubrir que las manchas habían encogido o al menos seguían igual. Pero era evidente que se habían extendido desde la última vez que las examinó de cerca, hacía un par de días.

¿Por qué le preocupaban las manchas?, se preguntó con irritación en el umbral de la cocina, mientras la música llenaba todos los rincones. Era un problema de los vecinos de arriba, a ellos les correspondía resolverlo, y una manita de pintura bastaría para tapar aquel retazo negro verduzco del techo.

Volvió a mirar el folleto que reposaba en el sillón, se acercó a la estantería y pulsó el botón del reproductor de compactos. Se hizo un silencio absoluto. El cable del teléfono, desconectado y cuidadosamente doblado, parecía ofrecer un refugio.

Quizá el teléfono sonara si lo conectaba. Y, entonces, ¿qué sucedería? «Supongamos que suena», se decía, «¿qué ocurriría?». Si abría sus puertas al mundo, éste podría ofrecerle una cena en casa de Shorer, o una visita a Tzilla y Eli, o incluso una velada con la familia de Balilty, pese a que Michael ya le había dicho, mintiendo, que iba a cenar en casa de su hermana.

Le había contado esa mentira con objeto de evitar que se repitiera la noche de Pascua del año anterior. Danny Balilty se había presentado a la puerta de Michael vestido con una elegante camisa blanca y tan sudoroso como siempre, como si hubiera venido corriendo del oeste al norte de Jerusalén. Su enorme barriga se bamboleaba ante él mientras hacía repiquetear las llaves del coche, y, con una sonrisa congraciadora e infantil, no exenta de cierto aire de triunfo, le dijo: «Supusimos que no iba a servir de nada telefonearte. No podíamos empezar el séder sin ti». Entrecerró los ojillos para escudriñar la butaca color café con leche del rincón y el círculo amarillo de luz derramado por la lámpara de lectura sobre la cubierta verde de un libro, y luego exclamó en tono de desconfiada estupefacción: «¡Así que es cierto que ibas a pasar solo la noche de séder, y para colmo leyendo literatura rusa!». La mitad superior de su cuerpo se inclinó hacia el dormitorio y su mirada se precipitó en la misma dirección, como si esperase que la puerta se abriera y por ella apareciese una rubia despampanante envuelta en una toalla rosa.

—Si por lo menos estuvieras acompañado —dijo, rascándose la cabeza—, lo entendería. Pero, aun así, estoy seguro de que la chica se encontraría mejor pasando el séder con una familia numerosa y disfrutando de la maravillosa comida que hemos preparado.

En los últimos años Balilty se había convertido en un cocinero entusiasta. A continuación describió con todo lujo de detalles cómo había adquirido medio cordero y todo lo que había preparado con él, y cómo su mujer había hecho una sopa de carne especial, verduras, ensaladas y berenjenas a la griega. Sin moverse, miraba a Michael con ojos implorantes y se quejaba como un niño:

—Si Yuval no estuviera en Suramérica estoy seguro de que vendrías. Matty me matará si regreso sin ti.

Y en un momento de debilidad Michael se había dejado arrastrar lejos de la tranquila velada que llevaba planeando todo el mes.

—¿Qué hace diferente a esta noche de todas las demás? —le había dicho a Balilty, quien seguía junto al sillón.

Y Balilty blandió el libro de Chéjov en su dirección, un dedo introducido entre las páginas por donde iba la lectura, y le comunicó:

—Olvídate de la filosofía. Está prohibido pasar solo las fiestas. Es algo que lleva a la desesperación. Es de dominio público que las fiestas son un desastre para quienes no tienen familia.

Michael fijó la mirada en el rostro abotargado del agente de Inteligencia Balilty. Quiso comentar que quienes se avenían a las convenciones se sentían amenazados en presencia de quienes se desviaban de ellas, y que aquella invitación, que no sabía cómo rechazar, nada tenía que ver con su propio bienestar. Puede que incluso pudiera entenderse como la despiadada venganza de una familia contra un hombre que vivía solo y disfrutaba de su soledad. A punto estuvo de pronunciar la palabra «chantaje», pero en lugar de eso se encontró diciendo con una sonrisita:

—Bajo coacción, Balilty.

—Llámalo como quieras —repuso Balilty con firmeza—, yo lo considero un
mitzvá
1
—después dejó cuidadosamente el libro en el sillón y añadió en tono plañidero—: ¿Por qué sacas las cosas de quicio? No es más que una noche de tu vida. Hazlo por Matty.

Michael se contuvo para no soltar lo que tenía en la punta de la lengua: «¿Por qué tengo que hacer nada por tu mujer? Tú eres el que se supone que debe hacerla feliz. Y si dejaras de perseguir a todo par de tetas con que te cruzas, tu mujer sería feliz desde hace mucho tiempo». Entró en el dormitorio a buscar su camisa blanca de manga larga, odiándose a sí mismo por su debilidad. Al palparse la mejilla áspera y plantearse si procedía afeitarse, le dijo a su rostro en el espejo que no se lo tomara tan a pecho. ¿Qué había de terrible, a fin de cuentas, en pasar una noche absurda más? De joven no era tan pomposo ni pedante con respecto a su manera de ocupar el tiempo.

Tal vez debería haberse rendido a las presiones de su hermana Yvette y haber ido a pasar el séder en su casa. Tantas vacilaciones, se dijo entonces, eran resultado de la rigidez, la cual a su vez derivaba de la edad y quizá, como decía Shorer, era asimismo una de las consecuencias inevitables de vivir solo. Como el desengaño recurrente de las esperanzas depositadas en las grandes reuniones en torno a una mesa y en las vacuas conversaciones emprendidas para matar el tiempo.

Estaba colmándose de esa autocompasión que pronto lo llevaría a enfadarse consigo mismo y con su aislamiento, cuando en el fondo todo era cuestión de engreimiento y arrogancia. «No eres mejor que nadie», le dijo a su reflejo a la vez que se mesaba un nuevo mechón de pelo gris. «Tómatelo con calma. Lo que sucede en el exterior muchas veces es lo de menos. El espíritu es libre para vagar a su antojo», se recordó mientras se vestía a toda prisa. Incluso buscó una botella de vino francés que luego le ofreció a Matty al llegar. Con el rostro resplandeciente, radiante, Matty le dijo que no debería haberse tomado la molestia, y, a continuación, Michael se sentó sumiso entre los festejantes reunidos en torno a la mesa para una celebración tradicional y ortodoxa del séder.

Entre plato y plato, Michael se esforzaba en darle conversación a la sobrina de Balilty. Recordó que con ocasión de su primera visita a aquella casa, Danny Balilty había tratado de organizarle un plan con su cuñada. Trató de activar el sentido del humor que le quedaba para enfrentarse a las miradas de ánimo que Balilty le lanzaba mientras se apresuraba entre la cocina y la mesa festiva. Por su parte, Matty Balilty intentaba no mirar en absoluto en su dirección. Sólo cuando Michael le elogió la comida, se atrevió ella a dirigirle una mirada penetrante con sus ojos castaños y nerviosos y a preguntar:

—¿De verdad? ¿De verdad te gusta?

Y por la manera en que la hija de su hermano se ruborizaba y jugueteaba con el borde de su servilleta, Michael comprendió sin asomo de duda que Matty no sólo se refería a la comida.

Michael se había presentado en el trabajo una semana antes tras dos años de ausencia, durante los que Balilty tuvo buen cuidado de «mantenerse en contacto», como le repetía siempre que lo llamaba para invitarlo a su casa. Dado que lo había llamado por teléfono apenas unos días antes, el agente de Inteligencia pasó corriendo a su lado sin siquiera detenerse a darle la bienvenida y se limitó a palmotearle el brazo y decir a voces:

—Anímate, Ohayon, anímate. La vida es corta. La semana que viene vendrás a celebrar con nosotros las fiestas. Matty va a preparar un cuscús.

Y por eso, porque Balilty había hecho caso omiso de la excusa de Michael, «pero si te he dicho que iba a irme fuera», éste no podía oponer al entusiasmo de su compañero una reserva cortés, que se interpretaría como una actitud ofensiva de arrogante frialdad en contraste con el sincero deseo de Balilty de mantener una cierta intimidad; todo ello lo llevó a desconectar el teléfono aquella mañana.

Ahora Michael contemplaba el cable telefónico y se preguntaba si tenía sentido haber plantado una resistencia tan enconada. ¿Qué tenía de bueno su irrevocable decisión de pasar la noche a solas, cuando en realidad no estaba haciendo otra cosa que angustiarse por las manchas del techo y por la nota hallada en el buzón? Ésta era un requerimiento perentorio de que subiera al tercer piso para que el señor Zamir le hiciese entrega de los estatutos de la comunidad de vecinos. En la reunión de la antevíspera, a la que Michael, como era su costumbre, no había asistido (las palabras «como era su costumbre» eran un añadido manuscrito a la nota mecanografiada), se había tomado la decisión de que le había llegado el turno de representar a los inquilinos de su ala.

Por un instante Michael pensó en telefonear a alguien, a cualquiera, antes de perecer ahogado en un charco de desolación. Asió el cable, pero se abstuvo de conectarlo.

Balilty podría presentarse intempestivamente aunque el teléfono estuviera desconectado, pero nadie más osaría hacerlo. Si lo conectaba y llamaba a Emanuel Shorer, todo terminaría en otra invitación a una cena festiva en familia. Y, en todo caso, no podrían mantener una conversación interesante por teléfono. La llamada sólo serviría para dar más fundamento a la argumentación de Shorer de que Michael no debía continuar viviendo solo.

—¿Entonces qué sugieres que haga? —había preguntado Michael con agresividad durante su último encuentro, justo antes de reincorporarse tras su permiso de estudios—. ¿Quieres mandarme a hacer una terapia? —preguntó sarcásticamente una vez que Shorer hubo concluido de enumerar los síntomas de lo que él denominaba «deformación generada por la continua soledad».

—No sería mala idea —repuso Shorer con gesto de no-me-achantas—. Yo no creo en los psicólogos, pero aparte de que es tirar el dinero, no pueden hacer ningún daño. ¿Por qué no? —sin esperar a que le respondiera, prosiguió—: Por mí, hasta te diría que fueras a una pitonisa. Lo importante es verte asentado. ¡Un hombre de tu edad! Casi has llegado a los cincuenta.

—Tengo cuarenta y siete —puntualizó Michael.

—Da lo mismo. El caso es que todavía estás tratando de encontrarte a ti mismo. Relacionándote con todo tipo de... Vamos a dejarlo, eso no tiene importancia.

—¿Cómo que no tiene importancia? —protestó Michael—. Es muy importante. ¿Con todo tipo de qué, exactamente?

—Todo tipo de casos perdidos, mujeres casadas, solteras... en fin, esa clase de mujeres con las que no se puede lograr nada, incluso Avigail... ¡Un hombre necesita una familia! —dictaminó.

—¿Por qué, si se puede saber? —replicó Michael, simplemente por decir algo.

—¿Cómo que por qué? —dijo Shorer escandalizado—. Un hombre necesita... ¿qué te voy a explicar? De momento nadie ha encontrado una solución mejor... un hombre necesita hijos, un hombre necesita un marco en el que encajar. Es propio de la naturaleza humana.

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