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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

Última Roma

 

Año 576. Roma ha caído, pero quedan hombres dispuestos a restaurar su poder. En Hispania combaten visigodos, suevos, la antigua nobleza romana, viejas tribus indígenas... En el norte de la península, un senado de terratenientes planea unirse al imperio de Oriente. Hacia allí viaja Basilisco, funcionario imperial, acompañado de caballería pesada al mando de Mayorio. Ambos sueñan con la renovatio imperii, la restauración de Roma. También acude desde la Suevia una columna de britones. Con ellos viaja Claudia Hafhwyfar, que tiene un sueño recurrente desde niña: la de un jinete que viene a ella a través de inmensidades desérticas. El rey godo Leovigildo debe actuar a su vez para salvar a su reino. La guerra es inevitable y en ese escenario, con todo en la balanza, Claudia Hafhwyfar encontrará al jinete. Y será ahí donde se decida el futuro de Roma e Hispania. León Arsenal recrea con impresionante brío una etapa convulsa de nuestra historia.

La incorporación de códigos QR entre el texto de la novela invita a una nueva forma de lectura, que enriquece la tradicional con la posibilidad de visionar videos, mapas, y otro material gráfico y sonoro que dan una nueva dimensión a la novela y suponen una absoluta novedad en el modo de editar y enfocar la novela histórica.

León Arsenal

Última Roma

ePUB v1.0

AlexAinhoa
23.03.13

Título original:
Última Roma

© León Arsenal, 2012

Mapas: Pablo Uría

Diseño de la cubierta: Enrique Iborra

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.1

A tantos que tan mal lo están pasando ahora.

Esta es una novela sobre una Era Oscura

y en tiempos así los hay que no se rinden,

que son capaces de pelear aun teniéndolo todo en contra.

Este país ha sido pródigo en épocas negras y,

por suerte, tampoco le faltaron nunca personas de tal raza.

Prólogo

Situar una novela en la España visigoda ofrece ventajas e inconvenientes. Todos derivan del hecho de que no ha sido una época muy visitada por la literatura. Eso da más libertad al autor pero, a cambio, el lector medio carece de referencias a las que agarrarse.

¿Qué significa eso? Usemos el ejemplo de la Roma de Julio César. Se ha escrito tanto sobre ella, que ese lector medio tiene cierta idea de la situación política y del contexto social. Y el autor puede contar con eso a la hora de escribir una nueva obra. Siguiendo con el ejemplo, cuando se usa la palabra «legión», el lector medio se hace de inmediato una idea. No importa lo acertada que sea esa idea; es una referencia. En cambio, lo más seguro es que la palabra «bandon» no le diga nada. No sabe lo que es, el vocablo no crea ninguna imagen en su mente.

En el caso concreto de la España visigoda hay una desventaja añadida. A lo desconocido se suma lo erróneo. Porque la historia que a muchos nos enseñaron sobre ese período en la escuela no solo es somera, sino también en buena medida falsa. Una suma de tópicos.

Tópicos acerca de una marejada de pueblos bárbaros —vándalos, alanos, suevos, godos— que entraron en tromba en Hispania aprovechando la decadencia del imperio. Que borraron a sangre y fuego, y de un plumazo, la romanidad de estas tierras. Que de paso se dedicaron a degollarse entre ellos hasta que solo quedaron los visigodos como dueños del tablero. Que entonces estos instauraron una especie de reino tosco y barbárico, sin asomo de romanidad, que pervivió hasta la invasión musulmana de comienzos del siglo
VIII
.

Con unos referentes así, milagro sería que un lector medio no abordase la lectura de una novela ambientada en esa época cargado de prejuicios.

Eso obliga al autor a que la densidad histórica de la novela sea mayor. Y eso le lleva a su vez a tener que recurrir a toda clase de recursos para que lo histórico no lastre a la narración. Se cuelan datos en los diálogos. Se acude a digresiones. Las notas a pie de página que no falten…, los recursos han de ser variados. Y una buena forma también de aligerar la narración es una buena introducción y unas aclaraciones previas como estas.

* * *

A modo de introducción, tendríamos que aclarar que esta novela comienza en el año 573 d.C. El imperio romano de Occidente cayó hace un siglo. Aunque la fecha que se da es solo eso, una fecha. Para cuando el rey de los hérulos, Odoacro, depuso al último emperador, Rómulo Augústulo, sus dominios se reducían a poco más que Italia y algo de la Galia. El imperio romano sólo existía de nombre.

La desaparición de la institución imperial supuso un revulsivo para todo el orbe romano, tanto occidental como oriental. Redujo a cenizas la ficción de que el Imperio de Occidente seguía existiendo y que los reyes bárbaros gobernaban en nombre de ese emperador. Obligó a reaccionar. Prendió entre las gentes la idea de restaurar el imperio perdido: la
renovatio imperii
.

El máximo exponente de esa ideología fue Justiniano I, emperador del Imperio de Oriente. En aplicación de la misma —aunque en su caso buscaba anexionar territorios y no restaurar el desaparecido imperio occidental—, el general Belisario libró entre los años 533 y 554 guerras victoriosas contra los vándalos de África y los ostrogodos de Italia. En el 552, sus tropas se apoderaron de buena parte del litoral levantino de España.

Fue una reconquista tan espectacular como efímera. Solo dos décadas más tarde, en la época en la que se desarrolla esta novela, Italia se había perdido de nuevo y el sueño de restaurar el imperio se desvanecía. No podía ser de otra manera: el Imperio de Occidente estaba muerto y era imposible resucitarlo. Pero eso no quiere decir que el mundo romano, la
romanitas
, lo estuviese. Había concluido un ciclo para entrar en otro, eso era todo.

La forma antigua de contar la Historia, entre simplista e ingenua, nos hablaba de un imperio romano que se volatilizó ante el empuje de pueblos nómadas para dar paso al Medievo feudal, de estructuras sociales heredadas de las de esos invasores, germánicos en concreto. Sin embargo, lo cierto es que los bárbaros solo fueron un factor en la ecuación que supuso el final del imperio.

Es más. Con la decadencia del orden imperial, muchos de los antiguos pueblos indígenas volvieron al antiguo tribalismo, relegando de paso al latín. Algunas tribus germánicas en cambio —los visigodos, los francos— adoptaron el latín, las leyes, las fórmulas administrativas romanas. Se convirtieron en baluartes de la romanidad y no en lo contrario.

El mundo feudal que surgió de las cenizas de Roma era heredero de esta. Era ese mismo mundo romano que se había ido transformando. Durante el bajo imperio, las ciudades habían ido sumiéndose en la decadencia, en tanto que los terratenientes aumentaban su poder. Estos últimos eran amos de latifundios a veces enormes, residían en villas como fortalezas, gobernaban sobre multitudes de siervos y colonos, y disponían de ejércitos privados. Aquellos
optimates
daban ya los primeros pasos hacia un régimen feudal en el que los bárbaros fueron de nuevo solo un factor más.

El imperio, tal como se podía haber concebido antes del siglo
III
, se había ido desintegrando entre guerras civiles, invasiones bárbaras y rebeliones campesinas. La mayor parte de las unidades militares se fueron disolviendo por falta de recursos económicos. La administración civil estaba deshecha. El emperador de Oriente ya ni siquiera trataba al de Occidente como su igual. En un marco así, solo era necesario que alguien como Odoacro diese el golpe de gracia.

En lo que toca a los visigodos, lo cierto es que no entraron como invasores sino como federados del imperio, enviados a restablecer el orden. Su misión era poner en su sitio a los suevos, vándalos y alanos, que esos sí campaban depredando y destruyendo. Estos últimos pueblos sí eran invasores cuya irrupción pulverizó el orden imperial en la Península, que hasta entonces había logrado más o menos mantenerse.

En una situación de caos y de todos contra todos, los visigodos supieron jugar con acierto. Primero los vándalos y luego los alanos partieron hacia el norte de África, y los suevos quedaron confinados en el noroeste. La administración romana nunca regresó a Hispania y los visigodos se quedaron.

El reino visigodo al que accedió Leovigildo, al principio asociado a su hermano Liuva I, distaba de ser sólido o estable. Godos e indígenas formaban dos pueblos separados como agua y aceite. La nobleza visigoda era turbulenta, al punto que las rebeliones eran moneda corriente y el final más común de un rey solía ser el asesinato o el derrocamiento. Y a eso había que añadir que solo partes del territorio peninsular estaban bajo su dominio efectivo.

El noroeste estaba en poder de los suevos. Las costas de levante y el sur, desde Denia hasta Cádiz, así como las Baleares, formaban la provincia de Spania, controlada por el Imperio Romano de Oriente. Existían zonas que habían regresado al orden tribal, como era el caso del territorio de los araucones, al sur de Orense, o el de los
sappi
, entre Salamanca y Benavente. Y tribales eran también las tierras ocupadas por los astures, los cántabros y los vascones.

Otras áreas estaban controladas por rústicos; es decir, campesinos que se habían librado de sus amos y que se gobernaban a ellos mismos. Así sucedía en lo que ahora es Medina Sidonia o en la Oróspeda, un vasto territorio con eje en la sierra de Cazorla.

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