Read Tragedia en tres actos Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Tragedia en tres actos (5 page)

Tras estas palabras, sir Charles estrechó calurosamente la mano de Satterthwaite y lo dejó al cuidado de la señorita Milray.

Ella parecía tan preparada para aceptar la situación como tantas otras veces. No mostró la menor sorpresa o sentimiento ante la decisión de sir Charles. Satterthwaite no pudo sacarle ni una palabra. Ni muertes repentinas ni súbitos cambios de vida eran capaces de emocionar a la señorita Milray. Se tomaba todo cuanto ocurría como un hecho consumado y procuraba portarse de la manera más eficiente posible. Puso algunos telegramas, telefoneó a varias personas, tecleó febrilmente en su máquina.

Satterthwaite huyó de aquel deprimente espectáculo y se dirigió al embarcadero. Paseaba tan tranquilo cuando un brazo se posó sobre el suyo y, al volverse, se encontró ante Egg que le miraba con el rostro pálido.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Egg furiosa.

—¿Qué?

—Corre el rumor en el pueblo de que sir Charles se marcha y que venderá Crow's Nest.

—Es verdad.

—¿Se marcha?

—Ya se ha marchado.

—¡Oh! —Egg le soltó el brazo. Parecía como si la muchacha acabara de recibir una dolorosa herida.

Satterthwaite no supo qué decir.

—¿Adonde ha ido?

—Al extranjero, al sur de Francia.

—¡Oh!

De nuevo no supo qué decir. Era indudable que había algo más que admiración por el héroe en el alma de aquella niña.

Satterthwaite sintió una gran compasión por la joven y, cuando trataba de pronunciar algunas palabras de consuelo, Egg habló de nuevo, dejándole asombrado con sus ideas.

—¿Cuál de aquellas dos mujeres tiene la culpa? —preguntó excitada.

Satterthwaite se quedó mirándola, boquiabierto. Egg le cogió otra vez por el brazo y lo sacudió con violencia.

—Usted debe saberlo. ¿Cuál fue? ¿La de los cabellos grises o la otra?

—Querida, no sé de qué me está hablando.

—Sí que lo sabe, tiene que saberlo. ¡Claro que ha sido una mujer! Yo le gustaba, lo sé. Una de aquellas mujeres lo debió notar la otra noche y decidió quitármelo. Odio a las mujeres. Son todas unas gatas indecentes. ¿Se fijó usted en el traje que llevaba la de los cabellos cobrizos? Me hizo rechinar los dientes de envidia. Una mujer que viste así tiene gancho, no me lo negará usted. Es vieja y fea como un pecado, pero ¡qué importa! A su lado, todas parecemos lavanderas. ¿O fue la otra, la de los cabellos grises, a quien él llamaba Angie? ¿No será aquella que tiene cara de pasa? ¿Es la más elegante o es Angie?

—Chiquilla, se le han metido a usted en la cabeza unas ideas fantásticas. Él... bueno, Charles no tiene el menor interés por ninguna de esas dos mujeres.

—No lo creo. Por lo menos, ellas sí están interesadas.

—No, no, no. Está usted en un error. Todo es imaginación suya.

—¡Malas pécoras! —gritó Egg—. Eso es lo que son, unas malas pécoras.

—Es posible. Pero, de todos modos, está usted equivocada.

—Brujas, eso es lo que son.

—No debería usar esas palabras, querida.

—Soy capaz de decir cosas mucho peores.

—Posiblemente, pero le ruego que no lo haga. Le aseguro que está usted en un error.

—Entonces, ¿por qué razón se ha marchado así, de pronto?

Satterthwaite carraspeó.

—Pues... creo que pensó que era lo mejor.

Egg lo miró fijamente.

—¿Quiere usted decir que ha sido por mí?

—Bien, tal vez sea por algo de eso.

—¡Y ha huido! Sin duda le he mostrado con demasiada claridad mis sentimientos. A los hombres no les gusta que les vayan detrás, ¿verdad? Después de todo, mamá tiene razón. No tiene usted idea de lo mucho que sabe cuando se trata de hombres. Eso sí, siempre en tercera persona, tan victoriana y educada. «Las mujeres han de dejarse conquistar por los hombres.» ¡Ya ve usted lo que ha pasado! Ha escapado. Ha huido de mí. Lo peor es que yo no puedo irle detrás. Si lo hiciera, estoy segura de que cogería el primer barco y se iría a esconder entre los salvajes de África o a cualquier otro lugar.

—Hermione —dijo Satterthwaite—, ¿piensa usted en serio en sir Charles?

La muchacha le lanzó una mirada impaciente.

—¡Claro que sí!

—¿Qué hay de Oliver?

Egg descartó a Oliver con un movimiento de cabeza. De pronto, se volvió hacia Satterthwaite.

—¿Cree usted que debería escribirle? Nada serio, solo la charla de una joven ansiosa. Ya sabe, lo suficiente como para conseguir relajarlo, para que se le quite el miedo —Frunció el entrecejo—. Qué loca he sido. Mamá lo habría manejado mucho mejor que yo. Las victorianas se saben todos los trucos. Me he equivocado por completo. Pensé que necesitaba animarlo. Parecía, oh, sí, parecía necesitar un poco de ayuda. Dígame, ¿sabe usted si él vio que Oliver y yo nos besábamos la otra noche?

—Que yo sepa, no. ¿Cuándo fue?

—Cuando bajábamos por el sendero, a la luz de la luna, pensé que podía vernos desde la terraza y que tal vez aquello le estimulase un poco. Porque él me quería, estoy segura.

—¿No se portó usted un poco mal con Oliver?

—De ningún modo. Oliver considera que cualquier muchacha debe sentirse halagada de que él la bese. Claro que fue negativo para el concepto que tiene de sí mismo, pero una no puede pensar en todo.

—¡Parece mentira que no se haya usted dado cuenta de por qué sir Charles se ha marchado tan de repente! Él creyó que usted estaba enamorada de Oliver. Si se marchó, fue para evitarse penas mayores.

Egg se volvió, le sujetó por los hombros y le miró fijamente.

—¿Es verdad lo que me dice? ¡Pero qué tonto! ¡Oh, qué tonto!

Soltó a Satterthwaite y permaneció a su lado, temblando de emoción.

—Entonces, él volverá. Seguro que volverá. Si no lo hace...

—Si no, ¿qué?

Egg se echó a reír.

—Iré a buscarlo allí donde esté. ¡Cómo no iba a hacerlo!

Había una gran semejanza, exceptuando la manera de hablar, entre Egg y «El lirio de Astolat», pero Satterthwaite comprendió que el método que seguía la muchacha era mucho más práctico que el de Elaine y que morir con el corazón destrozado no formaba parte de sus planes.

SEGUNDO ACTO

CERTEZA

Capítulo I
-
Sir Charles recibe una carta

Satterthwaite había llegado aquel mismo día a Montecarlo, concluida la temporada social, pues la Riviera en septiembre era su lugar predilecto.

Estaba sentado en los jardines, gozando del maravilloso sol, leyendo el
Daily Mail
de hacía dos días.

De pronto, un titular atrajo su atención: EXTRAÑA MUERTE DE SIR BARTHOLOMEW STRANGE, y leyó la noticia:

Sentimos anunciar a nuestros lectores la muerte de sir Bartholomew Strange, el célebre neurólogo. Sir Bartholomew daba una fiesta en su casa de Yorkshire. Al empezar la celebración, parecía gozar de perfecta salud. Sin embargo, al terminar la cena, ocurrió el accidente. Estaba hablando con sus amigos, bebiendo un vaso de oporto, cuando le dio un ataque y murió antes de que pudiesen prestarle los auxilios médicos. El fallecimiento de sir Bartholomew será muy sentido. Era...

A continuación había una descripción de las actividades realizadas por sir Bartholomew.

Satterthwaite dejó el periódico. Aquella noticia le había impresionado desagradablemente. Le asaltó el recuerdo del médico tal como lo había visto la última vez: fuerte, risueño, rebosante de salud. Y ahora estaba muerto. Algunas palabras parecían haberse destacado del texto y se agitaban en la mente del señor Satterthwaite: «Bebiendo un vaso de oporto», «le dio un ataque», «muerto antes de que pudiesen prestarle los auxilios médicos».

Oporto en lugar de cóctel, pero, de todas maneras, tenía una curiosa semejanza con aquella otra muerte ocurrida en Cornualles. Ante los ojos de Satterthwaite reapareció el rostro convulso del anciano párroco.

Suponiendo que al fin y al cabo...

Levantó la cabeza y vio a sir Charles que se acercaba.

—¡Hombre, Satterthwaite! No sabe usted lo que me alegro de verle. Precisamente en estos momentos pensaba en usted. ¿Se ha enterado de lo del pobre Tollie?

—Ahora lo estaba leyendo.

Sir Charles se dejó caer en una silla junto a Satterthwaite. Llevaba un inmaculado traje de playa. Nada de pantalones de franela gris y jerséis viejos. Ahora era un sofisticado deportista del sur de Francia.

—Fíjese usted, Satterthwaite. Tollie era el hombre más sano que he conocido. Nunca había estado enfermo. Tal vez sea una tontería, pero ¿no le recuerda esto lo de...?

—¿Lo que ocurrió en Loomouth? Sí, claro que me lo recuerda. Quizá nos equivoquemos. La coincidencia puede ser solo superficial. Al fin y al cabo, las muertes repentinas ocurren muy a menudo y por un sinfín de causas.

Sir Charles movió impaciente la cabeza.

—Acabo de recibir una carta de Egg Lytton Gore.

Satterthwaite esbozó una sonrisa.

—¿Es la primera que recibe de ella?

—No, recibí otra apenas llegué aquí dándome algunas noticias. No la contesté. La rompí. No quise contestarle. La muchacha no se ha dado cuenta de las cosas, pero yo no quiero convertirme en un idiota.

Satterthwaite se pasó la mano por la boca para ocultar una sonrisa.

—¿Y ésta?

—Ésta es muy distinta. Es una llamada de socorro.

—¿Una llamada de socorro?

—Estaba en la fiesta cuando ocurrió el suceso.

—¿Quiere usted decir que estaba en casa de Strange en el momento en que murió?

—Sí.

—¿Qué dice de esto?

Sir Charles sacó un sobre de su bolsillo, dudó un momento y al final se lo tendió.

—Léala usted mismo.

Satterthwaite sacó la carta del sobre.

Estimado sir Charles:

No sé cuándo llegará esta carta a sus manos. Confío en que será pronto. Estoy muy asustada y no sé qué hacer. Probablemente ya se habrá usted enterado por los periódicos de la muerte de sir Bartholomew. Ha muerto de la misma forma que el señor Babbington. No puede ser una coincidencia. No, no puede serlo. Estoy muy asustada.

¿Vendría usted para ayudarme? Desde el principio, usted sospechó que había algo anormal en la muerte de el señor Babbington y ahora es su propio amigo el que ha sido asesinado. Tengo la sensación de que si no viene usted, nadie descubrirá nunca la verdad. En cambio, estoy segura de que usted la descubriría. Lo siento en mis huesos.

Además, hay otra cosa. Estoy inquieta por alguien. No es que tenga nada que ver con este asunto, pero ¡pasan cosas tan extrañas! No soy capaz de expresarme bien por carta. ¿Verdad que vendrá? Usted lo descubrirá todo. Tengo la seguridad de que será así.

Suya,

EGG

—¿Qué le parece? —preguntó el actor impaciente—. Un poco incoherente, desde luego. Se nota que la escribió deprisa. ¿Qué impresión le causa a usted?

Satterthwaite dobló con cuidado el papel antes de contestar.

Estaba de acuerdo en que la carta era incoherente, pero no en que esta hubiera sido escrita deprisa. A él le parecía más bien una carta muy meditada, destinada a estimular la vanidad del actor, su caballerosidad y sus instintos deportivos. Conocedor del temperamento de sir Charles, Satterthwaite se olía un cebo.

—¿Quién cree usted que es ese alguien al que se refiere?

—Supongo que Manders.

—¿Es que también estaba allí?

—Por lo visto. Tollie no le conoció hasta que se vieron en mi casa. No sé por qué le invitaría a su fiesta. No puedo imaginarlo.

—¿Daba a menudo fiestas así?

—Tres o cuatro al año, alguna siempre por estas fechas.

—¿Pasaba mucho tiempo en Yorkshire?

—Tenía allí un sanatorio o una casa de salud. Compró la abadía de Melfort y la transformó en un sanatorio.

—Me gustaría saber quiénes eran los demás invitados.

Su amigo sugirió que tal vez la lista vendría en algún periódico y organizaron una búsqueda entre ambos. Sir Charles exclamó:

—¡Aquí están! —y leyó en voz alta—: «Entre los invitados a la fiesta estaban: lord y lady Eden, lady Mary Lytton Gore, sir Jocelyn y lady Campbell, el capitán Dacres y su esposa y la señorita Sutcliffe, la famosa actriz».

Los dos hombres se miraron un tanto asombrados.

—Los Dacres y Angela Sutcliffe —murmuró sir Charles—, pero no dicen ni una palabra de Oliver Manders.

—-Compremos el
Continental Daily
—propuso Satterthwaite—. Tal vez diga algo más.

Compraron un ejemplar y sir Charles lo hojeó.

—¡Dios mío, Satterthwaite! ¡Escuche esto!

EL CASO DE SIR BARTHOLOMEW STRANGE

En la encuesta que tuvo lugar hoy por el fallecimiento de sir Bartholomew Strange, el jurado entregó el veredicto de muerte causada por envenenamiento con nicotina, sin que se haya logrado descubrir cómo o quién le administró el veneno.

—¡Envenenado con nicotina! No suena como la clase de cosa que pudiese matar tan de repente. No sé, no entiendo nada.

—¿Qué va usted a hacer?

—¿Que qué voy a hacer? Pues coger esta misma noche el Tren Azul.

—Me parece que yo haré lo mismo.

—¿Usted? —Sir Charles se volvió hacia él, sorprendido.

—Sí, esas cosas me han gustado siempre. Además, conozco al jefe de policía de allí, el coronel Johnson. Nos será útil.

—¡Muy bien, hombre! Corramos a la agencia a sacar los billetes.

Satterthwaite, en vista de los acontecimientos, dijo para sí: Por fin la muchacha ha conseguido lo que se proponía: hacerle volver. Me gustaría saber cuánto hay de verdad en su carta. Decididamente, Egg Lytton Gore era una oportunista.

Mientras su amigo iba a las oficinas de Wagon Lits, Satterthwaite fue a dar un paseo por los jardines. Todos sus pensamientos estaban absorbidos por el problema de Egg Lytton Gore. Admiraba sus recursos, su poder de atracción. Pero, por otra parte, su espíritu anticuado le hacía ver con malos ojos que una muchacha tomase la iniciativa en asuntos del corazón.

Como ya se ha dicho, era un hombre observador. De pronto, cuando más embebido estaba en sus pensamientos respecto a las mujeres y a Egg Lytton Gore en particular, murmuró:

—¿Dónde he visto yo esa cabeza tan rara?

El propietario de aquella cabeza estaba sentado en un banco y miraba pensativo a lo lejos. Era un hombre con unos mostachos que estaban en desproporción con su estatura.

A su lado, un chiquillo inglés, saltando ora sobre un pie ora sobre el otro, pisoteaba el macizo de lobelias más cercano.

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